Cola

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2. Los 80: La última cena (de fish and chips) » Terry Lawson

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Así que ella jadea mientras sus estremecimientos remiten, pero yo aún no he terminado con ella; me doy la vuelta y la obligo a incorporarse y la expresión de su cara es de asombro delirante y yo estoy en la cama pero tengo su cabeza bajada sobre mi polla y chupando que te cagas, levantando la vista y mirándome con esos ojazos, derramando gratitud porque sabe que eso sólo era el aperitivo y que dentro de uno o dos segundos se la van a follar bien. Tengo su pelo en mis manos, retorciendo esos mechones oscuros y tiro de ella hacia mí, y después la aparto, ajustando el ritmo y la distancia para que ella acierte y sí, sabe lo que se hace, porque su cabeza adopta el ritmo correcto y ni siquiera necesito empujar con la pelvis acompasadamente ni nada de eso. Se ahoga un poco y se retira, lo cual resulta oportuno porque estaba decidiendo si quería correrme en su boca o no y dejar lo de follarle el coño para más tarde, para mantener a la muy putilla caliente y alterada. Pero pienso nah, se la voy a meter como está mandado ahora mismo. Me monto encima y se la estoy metiendo y ella dice: «Ay, Terry, no tendríamos que estar haciendo esto, ahora no…»

Esa canción ya la he oído. «Entonces ¿quieres que pare?», jadeo yo.

No hace falta ser el cabrón ese de Bamber Gascoigne del

University Challenge para conocer la respuesta. Lo único que me ofrece como respuesta es otro: «Ay, Terry», y lo tomo como la señal de salida, ya lo creo.

Así que ahí me tenéis incorporado y cogiendo el ritmo y Gail aparta la mirada y se tensa brevemente; después deja escapar una risita ahogada y acerca mi cabeza a la suya y pone una cara extraña. Levanto la vista y veo que Maggie ha entrado en la habitación.

Maggie hace la señal de la cruz delante de su pecho. Es como si le acabaran de disparar. Se queda de pie un momento sin decir palabra con la boquita toda retorcida. «Tendrás que irte, ha llegado mi tío Alec», cuchichea por fin, con aspecto nervioso y preocupado.

Gail vuelve la cara y se queda mirando la pared: «¡Dios, no puedo más!» Agarra la ropa de la cama y después la araña como una puta gata.

Yo sigo sólido y ni dios se va a ninguna parte hasta que yo haya soltado mi chorromoco. «Cállate un momento», le suelto a Maggie, pero sin dejar de mirar a Gail mientras sigo empujando, «tú vete a ver a tu tío… estaremos…»

Oigo el portazo y entonces Gail empieza a ir a por todas otra vez y al cabo de unos golpes de riñón hace esos ruiditos, y quise subirla encima un rato, y después a lo mejor tratar de metérsela en el otro agujero para terminar, pero ahora eso tendrá que esperar por culpa de esa vacaburra atontada de Maggie, pero al cuerno, me dará algo a lo que aspirar más adelante, así que ella grita y gime y yo estoy jadeando y ella se corre como un movimiento de tierras y yo también y menos mal que Maggie se mosqueó y se fue de la habitación mientras nos corremos porque Gail está más pasada que un litro de leche abandonado en medio del desierto del Sáhara. «Ay, Terry…, qué animal eres…», grita ella.

Jod-deer…

Boqueo y luego la abrazo, dándole hasta la última gota que llevo en las entrañas. Después, recuperando el resuello, empiezo a pensar en que si ella iba a Auggie’s y con eso de que es papista, espero que te cagas que esté tomando la píldora. Le doy un beso baboso en los morrazos, y después me apoyo sobre los antebrazos y la miro a los ojos. «Tenemos una química que te cagas, muñeca. Eso no se olvida así como así. ¿Entiendes lo que te digo?»

Asiente.

Ésa es una frase estupenda; la saqué de una de esas películas que vi en el Classic, en Nicolson Street.

Percy’s Progress, creo que se llamaba. Aquella del chico blanco al que le pusieron la cola del negro.

Me separo de ella y empezamos a vestirnos.

Entonces vuelve a entrar Maggie. «Os tendréis que marchar», dice con voz quejosa, los ojos todo colorados, retorciéndose un mechón de pelo entre los dedos.

Gail busca sus bragas, pero me he adelantado y me las he metido discretamente en el bolsillo. Recuerdo. Como hice con Philippa de Huddersfield, cuando me la tiré en la casa de huéspedes. Un recuerdo de Blackpool. ¿Por qué no? Cada uno a lo suyo. Es mejor montárselo con tías que montar en tranvía, mejor comer coñitos que comer caramelos. Eso pienso yo, en cualquier caso.

La Maggie esta está pero que muy picajosa. «Venga, Maggie, ¿cuál es el problema? Tu tío no va a venir a molestarnos arriba», le digo. «No estarás celosa de Gail, ¿verdad?»

«Vete a la mierda», me espeta. «¡Tú lárgate de aquí, listo!»

Sacudo la cabeza mientras me ato las botas de piel vuelta. No soporto la inmadurez en una chica cuando se trata de temas de polla y coño. Si quieres echar un polvo, lo echas. Si no quieres, simplemente di no. «No empieces a sobrarte, Maggie, Gail y yo sólo nos estábamos divirtiendo un poco», le advierto a la muy tontuela. Todo quisque tiene derecho a disfrutar. ¿Cuál es el puto problema? Tendría que haberle soltado la frase aquella, de

Emmanuelle creo que era, en la que el tío va y dice: No seas tan inhibida y reprimida, nena.

«Eso es todo lo que fue, Maggie», dice Gail, que seguía buscando sus bragas, «no vayas a rebotarte por eso. Ni siquiera estás saliendo con Terry.»

Maggie rechina los dientes ante esto, y después se vuelve hacia mí, «Entonces ¿quiere eso decir que ahora sales con ella?», pregunta, con aspecto dolido. No os peleéis chicas, no os peleéis, ¡hay suficiente para todas! ¡Fijo! ¡No seas tan inhibida y reprimida, nena!

Me vuelvo hacia Gail y le guiño el ojo. «Nah…, no seas boba, Maggie. Como decía, sólo era un poco de diversión intrascendente. ¿Eh, Gail? Hay que divertirse un poco, eh. Ven aquí y dame un abrazo», le digo a Maggie, dándole una palmadita a la cama. «Tú, yo y Gail», cuchicheo. «Tu tío Alec no va a molestarnos.»

Ella se mantiene en sus trece, mirándome con dureza. Me acuerdo de cuando yo y Carl Ewart éramos monitores de comedor y servíamos la comida a los de nuestra mesa. Como a él le gustaba ella, él invitaba a chocolatinas, y Carl solía asegurarse de que a ella le tocara una buena ración, y hasta repetía. Probablemente conseguimos mantener con vida a la piojosa vacaburra entre Carl y yo, y así es como me lo agradece.

¡Apuesto que al señor Ewart le habría gustado servirle a esta guarrilla la ración que le acabo de servir yo! ¡Fijo!

«Terry, ¿has visto mis bragas?», pregunta Gail.

«Nah, no son de mi talla», me río. ¡Estarán debajo de mi almohada esta noche! ¡Huele-que-te-huele!

«Intenta mantenerlas puestas alguna vez, igual así no las pierdes tan fácilmente», le espeta Maggie.

«Ya, como acabas de hacer tú», le contesta bruscamente Gail. «¡No te sobres conmigo, rica, sólo porque estés en tu casa!»

Los ojos de Maggie acaban de volver a humedecerse. Todo quisque sabe que Gail la haría papilla en una pelea limpia. De todos modos, menudo espectáculo. Yo estoy en calzoncillos y me acerco a Maggie y la rodeo con los brazos. Ella intenta apartarme pero no se empeña demasiado, si me entendéis. «Sólo estábamos tonteando», le digo. «¿Ahora por qué no nos sentamos todos y nos tranquilizamos?»

«¡Yo no puedo tranquilizarme! ¡Cómo voy a tranquilizarme! ¡Mi madre y mi padre están en Blackpool y mi tío Alec está aquí! ¡Siempre está borracho y ya le ha pegado fuego a su propia casa! Tengo que estar siempre vigilándole…», lloriquea, y ahora ya lo hace a moco tendido.

Yo trato de consolarla mientras miro cómo Gail se pone los pantalones sin bragas. Podría intentar robarle un par a Maggie más tarde, porque de lo contrario creo que ese gran felpudo negro que tiene podría transparentarse a través de esos pantalones de fino algodón blanco. De todas formas, no creo que esté tan lejos de casa.

«No te preocupes por tu tío Alec, Maggie.» Gail sacude la cabeza. Lo único que le interesa son sus bragas. ¡Con eso ya somos dos!

Maggie le tiene un poco de miedo a su tío Alec. No quiere bajar y encontrárselo, ni siquiera para hacernos un té. «Tú no le conoces, Gail, siempre está borracho», solloza ella. Quizá sea una excusa, quizá sepa que en cuanto salga por la puerta volveré a metérsela a Gail.

«Está bien, bajaré a saludar, haré algo de té y lo subiré.» Con una galletita, digo yo, imitando al chavalín de Glasgow que sale en el anuncio ese de British Rail. El pobre capullín se pensaba que era un chollazo que le dieran una galleta en un tren. Allá probablemente lo sea de todos modos; para esos putos piojosos será como oro en polvo. Sí, el palique de Glasgow, no hay cosa mejor, o al menos eso es lo que le dicen a cualquier capullo que sea lo bastante bobo como para hacerles caso.

Bajo las escaleras esperando que el tío no sea uno de esos cabrones psicópatas. El caso es que es de bien nacidos ser agradecidos y yo encuentro que la mayoría de gente no tiene problemas contigo si tú no tienes problemas con ellos.

EL TÍO ALEC

Esta puta casa es verdaderamente cochambrosa, todo hay que decirlo. Mi madre no tiene demasiado dinero, pero incluso cuando se quedó sola, antes de enrollarse con ese capullo alemán, nuestro hogar parecía un palacio en comparación con esto. La habitación de Maggie es la mejor de todas, es como si perteneciera a otra casa.

Es curioso, pero cuando bajo las escaleras que llevan al cuarto de estar, resulta que al tío lo reconozco. Alec Connolly. Un chorizo con todas las letras.

Alec me mira con lo que mi madre llama una cara de bebedor de pro, toda colorada y con manchas hepáticas que le suben por el cuello. Con todo, preferiría estar en compañía de alguien así que de ese capullo alemán con el que anda ella. Está siempre en casa, no bebe jamás, y me gruñe si llego dando tumbos. Cuanto antes nos consigamos Lucy y yo un sitio propio, mejor. «Hola, hola», dice el gachó, con un tono más bien frío.

Me limito a guiñarle el ojo al viejo capullo. «¿Qué hay, colega? ¿Cómo va todo? Estoy arriba con Maggie y su amiga escuchando unos discos.»

«Así que ahora lo llamáis así», dice él, pero medio riéndose. Este tipo es legal: en realidad le importa un carajo. Estoy seguro de que esta habitación se ha emporcado todavía más desde la última vez que estuve en ella. Las suelas se me pegan al linóleo agrietado y a la alfombra mohosa que hay en el medio.

Alec está sentado en un sillón desvencijado intentando liarse un cigarrillo con unas manos temblorosas. Sobre la mesilla de café que tiene delante hay montones de latas, una botella de whisky medio vacía y un gran cenicero de cristal. Lleva un traje azul desgastado y una corbata casi del mismo color que sus ojos, que destacan en ese careto coloradote. Me limito a encogerme de hombros. «Te llamas Alec, ¿no? Yo me llamo Terry.»

«Sé quién eres, te he visto en la furgoneta. ¿Eres el hijo de Henry Lawson?»

Uy-uy. Conoce al viejo. «Sí. ¿Le conoces?»

«He oído hablar de él, pero es unos años mayor que yo. Bebe en Leith, eh. ¿Qué tal le va?»

A quién le importará un cojón ese cabrón. «Bien, quiero decir…, no sé. Parece estar bien. No nos llevamos muy bien», le cuento al Alec este, pero creo que se coscó de eso en cuanto nombró al viejo hijo de puta.

Alec dice algo gruñendo, como si estuviese aclarándose la garganta. «Sí», dice después de un rato, «familias. De ahí vienen todos los problemas. Pero qué se puede hacer, ¿eh? Ya me dirás tú», dice, abriendo los brazos, con el cigarrillo liado en un cazo.

Ante eso no se puede decir nada. Así que asiento y digo: «Iba a hacerle a tu sobrina y a su amiga una taza de té. ¿Quieres una?»

«Al té que le den», dice encendiendo el pitillo y señalando la pila de latas que hay sobre la mesa. «Tómate una cerveza. Venga. Sírvete tú mismo.»

«Luego lo haré, Alec, una cervecita y un poco de palique, pero no quiero ser grosero con mi compañía del piso de arriba», le explico.

Alec se encoge de hombros y aparta la vista como diciendo: así tocamos a más. Hay algo en este viejo cabrón que me gusta, y desde luego vendré a cascar un rato con él más tarde. Ahí está, mantenerle contento para poder seguir cepillándome a Maggie y Gail por estos lares. Y en el Busy dicen todos que se dedica mucho a los trapicheos ilícitos. Es útil conocer a cabrones de ese tipo: por los contactos y tal.

Al meterme en la cocina casi me caigo y me parto el cuello sobre una baldosa suelta. Empiezo a calentar el agua. La tetera no es de las que se enchufa, así que hay que hacerlo en el gas. Después de un rato vuelvo a subir las escaleras con una tetera a donde me aguardan las dos guarrillas. Maggie está sentada con una funda de cassette, escribiendo sobre la tarjeta los temas del elepé que ha estado grabando. Exagera; es una excusa para no hablar con Gail.

«El té está listo», suelto yo. Después, cuando Maggie levanta la vista para mirarme, digo: «No sé de qué te preocupas, Maggie, Alec es legal.»

«Ya, pero tú no le conoces tan bien como yo», vuelve a advertirme.

Gail sigue machacando con lo de sus bragas. «Me está volviendo loca», dice.

No las necesitará si piensa andar por ahí conmigo, eso fijo.

SALLY Y SID JAMES

Me despierto en la cama sudando que te cagas y caigo en la cuenta de que estoy solo. Miro y las veo a las dos durmiendo en el suelo. Entonces lo recuerdo todo; durante la noche logré situarme entre las dos, pensando en un trío, como en las películas. Intenté masturbarlas a las dos a la vez, pero se pusieron un poco raras. Después de eso ninguna de las dos me dejaba meterla, les daba demasiado corte delante de la otra. Así que tendré que seguir haciéndomelas por separado un tiempo, y entonces les apetecerá montar un trío. Fijo.

Sí, lo intenté toda la noche, pero no querían saber nada, así que después de intentar echarme de la cama, y de eso no había la más mínima posibilidad, desistieron las dos y se fueron a clapar al suelo. Así que yo me hice una buena paja y me quedé plácidamente dormido. Fue una noche un poco frustrante, pero una buena cabezadita me vendría bien porque hoy toca fútbol y por la noche bailoteo. La sal de la vida.

Sin embargo, por la mañana no resultó fácil levantarse de la cama con la tranca que se me había puesto, con ellas dos echadas en el suelo y sobando. Me hice otra pequeña paja mirándolas; la mayor parte la absorbió la alfombra, aunque un poco acabó en la manga de la blusa de Gail. Entonces bajé a hurtadillas y vi a Alec, sentado aún en el mismo sillón, viendo el

Tiswas ese.

Sale la de las tetas guays. «La Sally James esa, menudo polvo tiene, ¿eh?», suelto yo.

«Sally James», dice Alec arrastrando las palabras.

Por lo que a este viejo capullo respecta podría perfectamente ser Sid James.

Ahora la botella de whisky está vacía, y creo que la mayor parte de las latas también. «¿Quieres un té?», pregunta.

«A decir verdad, Alec, me preguntaba si seguía en pie aquella oferta de una copa.»

«Tendrá que ser en el pub», sale él, indicando el montón de latas vacías sobre la mesita de café.

«Por mí muy bien», le digo.

Así que nos vamos calle abajo, hacia el Wheatsheaf. Hace un día estupendo y me apetece lo del fútbol. Se ha hablado mucho acerca de reunir a una pequeña pandilla de la barriada hoy, con Doyle y toda esa peña. La mayoría de los chicos de nuestra barriada apoyan a los Hearts, por eso de que vivimos en las afueras, pero también hay bastantes Hibees por ahí. Si se pudiera reunir a todos los seguidores locales de los Hibees sería una cuadrilla bastante portentosa, porque están tipos como Doyle y Gentleman y yo y Birrell que somos todos de los Hibs. Siempre se habla, y por lo general eso es lo único que se hace. Pase lo que pase, de todos modos echaremos unas buenas risas. Doyle tiene una cosa a su favor: el cabrón está loco, pero si vas con él siempre tendrás algo que contar. Como la vez que chorizamos todo aquel cable de cobre, eso fue demasiado. Aunque el cabrón aún no me haya pagado. Me vuelvo hacia Alec al pasar por delante del parque, con el pub ya a la vista. «Entonces, ¿tú te encargas de que Maggie no haga ninguna tontería mientras sus padres están en Blackpool?»

«Sí, no lo estoy haciendo demasiado bien, ¿verdad?», dice riéndose sarcásticamente.

«Yo soy un caballero, Alec. Nos quedamos levantados pegando la hebra toda la noche. Las dejé para echarme a dormir. Maggie es buena chica, no es de ésas.»

«Sí, ya», suelta él. No se cree una palabra.

«No, estoy convencido. Creo que a lo mejor a su amiga le va un poco la juerga a la chita callando, pero a Maggie no», le explico. Es mejor no dejar que el capullo piense que le estoy vacilando. Se lo piensa, porque se hace un cierto silencio mientras entramos en el pub. Pido un par de pintas y eso le devuelve la sonrisa. Se nota que Alec es un oso bolingoso de primera clase. «Entonces, ¿cuánto tiempo vas a quedarte allí?», le pregunto.

Su mirada se pierde en el horizonte. «No lo sé. Mi casa se incendió. En Dalry. Cableado en mal estado. Todo la casa acabó en llamas: mi mujer está en el hospital, toda la pesca», me explica. Entonces empieza a ponerse negro. «Los putos capullos de la junta del gas son los que tienen la culpa…, voy a ir a un abogado, llevaré a juicio a esos cabrones.»

«Ya lo creo Alec, tiene que haber algún tipo de indemnización. Estás en tu derecho, colega», le digo.

«Ya», dice sonriendo con gesto inexorable, «cuando consiga cobrar del seguro…, entonces será el momento de entrar a saco.»

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