Cola

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2. Los 80: La última cena (de fish and chips) » Billy Birrel

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EL SEXO COMO SUCEDÁNEO DEL FÚTBOL

Oigo el entrechocar de botellas en sus cajas, así que me acerco a la ventana y corro la cortina. Es la furgoneta de Terry y le oigo dándole al pico. Justo cuando pensaba pegarle un grito desde la ventana o bajar a cascar con él, veo que está hablando con Maggie Orr y otra chavala. Alucinante; no creo que me tome la molestia. No es que tenga nada contra Maggie, ella es maja, pero la semana pasada acabé a gritos con su viejo.

El muy gilipollas siempre vuelve tajado del bar con su mujer y peleándose por el camino. A mi madre no la dejan dormir. Mi viejo no hace nada, así que me acerqué a la puerta a hablar con él. El tío empezó a sobrarse, diciendo que yo no era más que un chiquillo empanao. Le dije que ya le enseñaría yo quién era el chiquillo empanao si me lo decía en la calle. Él iba a hacerlo, hasta que su mujer se metió por medio y se lo llevó. Cuando vi a Maggie lo dejé, porque ella también estaba alterada y no quise avergonzarla; no es justo, ella no ha hecho nada malo.

Terry está ligando con ella y su amiga. Sé que no le gusta que me lo esté haciendo con Yvonne. Si él se folla todo lo que se mueve no pasa nada, cuando encima se supone que está comprometido, pero si su hermana lo hace se mosquea. Así es Terry Lawson: chungo.

Yvonne es maja; muy buena chica para ser hermana de Terry. Terry es mi amigo, pero uno no querría salir con una tía que fuera como él. Si es que existe. Y no es que yo esté saliendo con Yvonne. Como le he intentado explicar.

Aunque tendría que dejar de enrollarme con ella. Ya van tres veces, y sólo una con condón, además. Mal rollo. Vaya idea: preñar a Yvonne y tener que cargar con Terry como cuñado. Inconcebiblemente chungo.

Nah, las ataduras no me interesan. No con una chavala que vive a un par de calles de distancia. A lo mejor con alguna tía de España, o de California o de Brasil. Incluso del Leith de los huevos o alguna parte, pero de por aquí no.

La primera vez fue en la parte de arriba de las escaleras de mi casa. Contra la pared. Es imposible que se quedara embarazada así, porque toda la lefa se escurre. Siempre hay una posibilidad, es cierto, porque se la tienes metida hasta la empuñadura cuando sueltas el chocho. La siguiente fue en Colinton Dell, otra vez contra la pared, dentro del túnel. La tercera fue en su dormitorio, una tarde que hicimos pirola del cole. Pero esa vez utilicé una goma. Disponíamos de un montón de tiempo y de un paquete entero, pero sólo lo hice una vez porque me habían dicho que te jode las piernas para entrenar.

Es guapo estar aquí sentado en casa solo. Me encantan los viernes de sobremesa, llegar a casa y disponer de toda la casa para mí. Rab comiendo en el cole, mi madre y mi padre trabajando los dos. Le da a uno tiempo para pensar.

Maggie y su amiga se marchan y la furgoneta de Terry arranca para largarse. En este momento están pasando por delante unas chiquillas de primer curso. Son todas flacas, salvo una que tiene pinta de ser más de tercero; con tetas y culo y todo eso. Mirándolas, empiezo a compadecerla. En realidad es igual que sus amigas, se le ve en los ojos: una cría, igual que las demás. Pero como tiene tanto relleno, se le acercarán todos los guarros como Terry y tal, diciendo fuah, ¿echamos un polvo?, metiéndole mano y todo eso. A mí eso me parece muy chungo. Si tuviera una hermana y algún gilipollas intentara algo así con ella, le abriría la cabeza.

A lo mejor Terry piensa que así son las cosas entre yo e Yvonne, porque ella sólo va a segundo.

¡Qué fuerte! Aquí viene ella también. Lleva el pelo recogido en una coleta y una falda que deja ver varios centímetros por encima de la rodilla.

No cruza la calle, lo cual quiere decir que viene a verme a mí. Debe de saber que estoy en casa, o a lo mejor se ha acercado a ver si me pilla. Qué fuerte.

Podría tirármela ahora. En mi propia cama. Un polvo en mi propia cama.

Oigo sus pasos por la escalera. Pienso en sus piernas, en cómo cuando subimos las escaleras me gusta quedarme rezagado, haciendo que me ato los cordones, para poder mirarla mientras sube.

Suena el timbre.

Mañana por la mañana tengo partido. No quiero que me fallen las piernas. Dicen que puede que esté allí un cazatalentos del Dundee United.

Vuelve a sonar.

Entonces se abre la rendija del correo y la oigo agacharse, asomándose al recibidor en busca de señales de vida.

Estaría bien echar un polvo aquí, cogerme fiesta por la tarde. Pero no quiero que piense que estamos saliendo.

Eso, tengo fútbol por la mañana.

No hago caso, y la observo al salir de la escalera y bajar la calle.

EL ÁRBITRO ES UN HIJOPUTA

Voy corriendo a coger un pase de banda de Kenny; intento alcanzar el balón sin pararlo en seco. El balón sigue corriendo un poco y un chico del Fet sale tras él. Topamos el uno con el otro; yo me levanto de inmediato pero él sigue tirado. El árbitro me pita falta.

Vaya mamón.

«Estabas entrando con los tacos levantados, hijo, y en mis partidos no lo harás», me dice con voz de pito. «¿Te enteras?»

Me alejo. Fue una entrada legal. Qué mal rollo.

«¡¿Te enteras?!», repite.

A punto estuve de decirle que era una entrada legal pero nah, ni siquiera voy a hablar con un gilipollas como ése. Estos capullos se creen estupendos, pero no son más que viejos tipos-sin-colegas a los que les gusta dar órdenes a tíos jóvenes. Ya conocéis el percal. Uno se limita a hacer caso omiso, no habla con ellos jamás. Lo odian. Como el mamón de Blackie en el cole. Ese gilipollas se pasó de la raya ayer con lo que nos hizo a mí, a Carl y a Gally. Si le hubiesen pillado McDonald o Forbes habría sido él el que hubiese tenido problemas, no nosotros. Si se comportasen de esa forma con cualquiera que tuviera su edad saben que les partirían la boca, así que se meten con los de nuestra cuerda para sentirse importantes y listos.

Ya conocéis el percal.

De todas formas, vuelve a sonar el pito y se acabó, les hemos zullado y llevamos seis puntos de ventaja, porque los de Salvy no juegan hasta mediados de la semana. De vuelta en el pabellón, me visto rápido, porque hoy toca partido Hibs-Rangers y seguro que hay buen ambiente. Vamos a armarla, suponiendo que nadie se cague patas abajo.

Cuando salgo veo a mi hermano Rab y a sus colegas, merodeando a la salida del partido. Ese gigantón de Alex es enorme para ser un chaval que todavía está en primaria. Setterington. Creo que es el primo de Martin Gentleman o algo, así que eso de ser un hijo de puta grandullón debe ser cuestión de genes. Están en esa edad en que empiezan a creerse muy chulos pero no son más que unos críos. Me alegra pensar que habré dejado la secundaria justo antes de que empiece Rab, el año que viene. Tu hermanito en el cole. Eso es un corte total, delante de tus colegas y de las chavalas. A la mierda con todo eso.

«¿Todo bien?», le digo. El capullín lleva puesta mi chaqueta vieja. Eso sí, creo que le dije que podía quedársela. Le queda demasiado grande todavía; le cuelga.

«¿Vas a ir al fútbol esta tarde?», me pregunta.

«No sé», suelto yo, manoseando la solapa de la chaqueta que lleva puesta. Aún no está demasiado estropeada. Seguro que iba borracho cuando le dije que podía quedársela. «¿Estás aquí fuera espantando a los cuervos?»

Sus colegas se ríen ante eso. Esos mamoncetes me dan mal rollo.

«Muy gracioso», sale él, y a continuación señala el bolsillo de mi chaqueta y dice: «¿Y tú llevas la bufanda en el bolsillo o qué?»

«Sí…, no estábamos seguros de si iríamos o no. Me la llevé por si acaso. Escucha, tengo que ir directamente al centro para encontrarme con Terry, Carl y Gally. ¿Me dejas la bolsa en casa?»

Rab entorna los ojos por efecto del sol. «Carl es hincha de los Hearts, ¿para qué va a un partido de los Hibs?»

Este mamoncete es el Señor Preguntitas. Con él siempre estás que si «cómo es que esto» y «cómo es que lo otro». «Porque juegan fuera. Los Hearts están en Montrose o en alguna parte de la liguilla esa y Carl no se lo puede pagar, así que viene con nosotros.»

«Nosotros también vamos, ¿eh, Rab?», suelta el tal Alex Setterington. Entonces el mamoncete se vuelve hacia mí y pregunta: «¿Os vais a pegar con la peña de Glasgow?»

Me quedo mirando con gesto duro al macarrilla pecoso este. El muy jeta y sobrado se queda ahí sonriéndome. Miro a Rab y después a Setterington otra vez. Por encima de su hombro veo a Mackie bajando por la calle con Keith Syme y Dougie Wilson; le están lamiendo el culo. Sólo porque hoy ha metido dos, y sólo porque quieren ficharlo los Hibs. Yo nunca le lamería el culo a ese capullo. «¿Quién dice que vamos a ir al fútbol a pegarnos?»

«No lo sé, alguien me lo contó», dice Setterington sin dejar de sonreír. Sí, éste es un pequeño hijo de puta de lo más sobrado.

«No creas todo lo que oigas.»

«¿Dónde habéis quedado?», suelta Rab.

«No te importa», salgo yo, tendiéndole la bolsa, «tú lleva esto a casa. ¿Vas a ir al partido con papá?»

Rab arrastra un poco los pies sin moverse del sitio y sin decir palabra durante un momento; después dice: «Quizá, no estoy seguro.»

No va a ir con mi padre ni con el padre de ningún otro, eso fijo. Que mi madre y mi padre ni siquiera saben que va también es seguro. No le dejarían ir solo a un partido de copa grande como los Rangers, los Hearts o el Celtic. Me acuerdo cuando se ponían así conmigo: era de lo más chungo. No quiero avergonzarle delante de sus coleguillas y no voy a chivarme, pero luego quiero tener unas palabrillas con el muy mamoncete.

Tiene cara de estar mosqueadísimo conmigo por tener que llevar la bolsa a casa. Se vuelve y emprende el camino.

Cuando llego a la parada del autobús, hay dos chicos del Fet, y me miran.

«Hola, hola», salgo yo.

«Todo bien», me contesta uno de ellos.

El otro asiente con la cabeza. Mejor que no se sobren.

Mejor para ellos.

CABLE DE COBRE

Después de un rato los chicos del Fet suben a su autobús. Los del Fet son un equipo curioso, deberían ser buenos, pero son chunguísimos. Una maruja que hay en la parada me cuenta que acaba de pasar el Veinticinco. De todos modos me sobra tiempo. Empiezo a pensar en el día de hoy, en Doyle y esa peña. Más vale que Terry le comente a Doyle lo de nuestra parte del dinero del cableado. Ya hace más de quince días. Todos corrimos riesgos, grandes riesgos, chorizando ese cable. Ese gilipollas nos está dejando colgados y hay que decírselo claro. Él y Gentleman. Me da igual quiénes sean.

De todos modos, la noche aquella en la fábrica de cable fue asombrosa, totalmente increíble.

Es curioso, pero fue Carl el que animó a todo el mundo a robar en la fábrica de cable, y él fue el que se quedó al margen. Se pondría malo si lo descubriera. De todos modos es culpa suya; nunca se cuenta nada delante de Terry, no si quieres que permanezca en secreto. Al menos he aprendido eso en esta vida. Claro está, Terry se lo comentó a Doyle y después me metió a mí por medio. «Tú y yo, Billy», dijo. «Carl y Gally son nuestros colegas, pero para los tipos como Dozo Doyle y Gent no son más que unos críos. No querrán tenerlos por en medio.»

De todas formas, se notaba que en realidad era Terry quien pensaba así. Pensé, sí, vale, pero me sentó mal dejar fuera a Carl. Estuvo ahí abajo con el tío ese para el que trabaja, el viejo mamón del ultramarinos. Habían estado en el Cash’n’Carry de Granton recogiendo cosas para la tienda. Lo más importante es que estando en un área de carga fuera de la fábrica, apenas visible desde Shore Road, Carl se fijó en que tenían unas bobinas enormes de cableado de cobre, amontonadas sin más.

Bueno, pues Terry se puso a hablar de aquello con Dozo Doyle, sólo porque el viejo de Dozo es todo un gángster o maleante o lo que coño se supone que sea. El Duque, le llaman al cabrón. No sé de qué será duque, será de La Borra o algo por el estilo. A alguna gente le gusta hacerse ilusiones. En cualquier caso, United Wire le había dado el finiquito a un montón de tíos, así que allí no quedaba más que una plantilla raquítica. Resultó que uno de los vigilantes nocturnos era el viejo Jim Pender, y que bebía en el Busy. Por supuesto, Terry empezó a sonsacarle, a hacerse amigo del abuelete y todo eso. Le cuenta a Doyle que él piensa que Pender es más tramposo que una moneda de cuarenta y ocho peniques y que nos asistiría en lo de levantar el cobre. Por supuesto, fue una pasada, porque en realidad el pobre cabrón no tenía demasiadas opciones después de que Terry le presentara a Dozo, Martin Gentleman y el primo mayor de Dozo, Bri. El pobre gachó se cagó patas abajo; todos aquellos matoncetes o, en el caso de Gentleman, matonazos, merodeando a su alrededor. Muy chungo, pero ¿qué se le va a hacer?

En realidad fue en ese punto cuando los Doyle se hicieron con el control de todo, y Terry y yo no fuimos más que los convidados de piedra. El caso es que donde vivimos nosotros por las noches no hay una puta mierda que hacer; hay que divertirse un poco.

Así que fue Dozo Doyle, la gran mente criminal de la barriada, el sobrado al que a Terry le gustaría parecerse: fue él quien diseñó este plan.

Sólo había una forma de entrar y otra de salir del polígono donde estaba la fábrica de cable. No había forma alguna de atravesar Silverknowes y Cramond en coche, pues la carretera quedaba cortada a la entrada del polígono por la planta de Gas de Granton. Eso significaba que cualquier chori tenía que entrar y salir por la carretera de la playa. Doyle sabía que la poli siempre patrullaba por la carretera de la playa al lado del polígono industrial de Granton, buscando carne de trullo.

Doyle opinaba que debíamos dejar una furgoneta en el área de descarga durante el día. La furgona se quedaría ahí todo el día, y Pender, desde la oficina, se aseguraría de que nadie la tocase. Esperaríamos a la semana en que Pender cambiara del turno de día al de noche y tuviera que hacer los dos. Así estaría ahí a todas horas, ojo avizor.

Había un gran problema. Pender nos contó que había perros guardianes que los de Securicor dejaban sueltos por el terreno todas las noches. Por supuesto, no podían entrar en su oficina, que daba al área de descarga, pero nosotros estaríamos metidos en pleno mogollón con ellos si hacíamos las cosas como Doyle pretendía. Si los perros daban la alarma, se supone que Pender tenía que llamar a la policía. De todos modos eso era lo que menos nos preocupaba: aquellos bichos estaban entrenados para ir a muerte.

A Doyle no le inquietaba. Cuando alguien sacaba el tema, se pasaba la mano lentamente por su cabello negro, dejándolo caer hacia delante por capas. «Nos ocuparemos de esos cabrones. La mayoría de perros guardianes son unos jiñaos. Muy ladradores y poco mordedores. De ahí viene el refrán.»

Terry no estaba convencido. «Yo de perros no entiendo…»

«Déjanos los putos perros a nosotros», sonrió Doyle, echándole una mirada al gran Marty Gentleman. El mamonazo le devolvió la mirada de una forma que hacía que uno se compadeciera de los pastores alemanes. Yo no le tengo miedo a nadie, pero preferiría zurrarme con dos Doyle que con Gentleman. Es enorme: un monstruo, un anormal. ¿Quince años, eso? Ni de coña. En el barrio existe una regla dorada: si te enfrentas a Doyle, te enfrentas a Gentleman. Y anda que no lo sabe ese gilipollas de Dozo Doyle.

Brian Doyle, el primo, fue con Gentleman a ver a Pender durante el día, dejando de paso una furgoneta Transit blanca. El viejo les llevó a hacer una visita guiada de las instalaciones, indicándoles dónde patrullaban los perros y mostrándoles dónde almacenaban las enormes bobinas de rollos de cable de cobre.

Nos encontramos en el Busy. Brian Doyle parecía un gachó legal. Era mayor que nosotros, pero incluso él parecía recelar un poco de su primo más joven. Nos advirtió que las bobinas de cable pesaban mucho y que tendríamos suerte si lográbamos escapar con dos metidas en la furgoneta.

Pender, dándole chupetones al inhalador Ventolín, era un vejete gordo y con aspecto de estar poco en forma. Parecía muy nervioso, sobre todo respecto a los perros. Nunca se metía en su territorio, jamás entablaba con ellos contacto directo. Tenía el coche aparcado junto a la oficina y entraba por ahí. Pero podía oírlos fuera. A veces uno de ellos se tiraba contra la ventana y le dejaba cagado cuando el pobre capullo intentaba ver la tele. «Un magnífico ejemplar», le dijo a Gentleman, pero a continuación suelta: «Aunque maligno, el hijo de puta.»

El otro tipo que estaba metido en la historia era un tío llamado McMurray, pero todo el mundo le conocía por Polmont, porque había estado en el reformatorio ese. Había algo en aquel mamón que no cuadraba. Una vez estuvo en nuestro colegio y trató de sobrarse con un coleguilla mío llamado Arthur Breslin. Arturín era buen gachó, inofensivo. Cogí por banda al Polmont este y se cagó. Eso fue hace siglos, en primer curso, pero esas cosas se le quedan a uno grabadas.

Así que yo, Dozo Doyle, Terry y el capullo este de Polmont nos bajamos más tarde durante aquella noche a Granton para comprobar cómo íbamos a entrar. Merodeamos por el

fish and chips de allí, el Jubilee. Nos quedamos en la parada del autobús comiendo patatas fritas, asomándonos a los terrenos sobre los que estaba construida la fábrica.

No me gustó el aspecto del gran letrero que había a la entrada de los terrenos. Mostraba la silueta negra de un pastor alemán con el siguiente aviso:

ADVERTENCIA DE SECURICOR:

ESTOS TERRENOS ESTÁN VIGILADOS

POR PERROS GUARDIANES

«Esa valla parece alta que te cagas», dijo Terry. «Y enfrente están las casas esas. Seguro que algún capullo entrometido nos ve. Llenas de pensionistas de esos que no consiguen conciliar el sueño.»

«Sí, ya lo sé, por eso no vamos a escalarla, vamos a atravesarla», suelta Dozo Doyle, comiéndose el pescado y guipando a un par de tíos que entran en la tienda.

Terry y yo éramos todo oídos.

«Tengo unas cizallas industriales de las grandes, la cortarán sin problemas.» Pasó la mano por la valla. «Son enormes, cortan las cadenas de los candados gordos. Tienes que usar los dos brazos», sonrió, haciéndonos un gesto demostrativo.

Yo no me fiaba en absoluto de aquel animal gilipuertas, pero no dejaba de ser divertido. Algo que hacer que no fuera demasiado aburrido.

«Mirad, cortamos justo aquí», soltó, señalando una zona de la valla. «Esta mierda», dijo, golpeando con el puño la marquesina de aluminio gris de la parada del autobús, «nos mantiene a cubierto de las casas y de cualquier coche que pase por ahí. Entonces nos ocupamos de los perros, allanamos la oficina y atamos a Pender. A lo mejor allí nos encontramos con el pequeño plus de una caja de caudales. Ya sé que él dice que no hay pero no creo a ese viejo cabrón. Después de eso, cargamos la furgoneta con el cable de cobre. Nos abrimos camino con las cizallas por la puerta del fondo cortando la cadena, y salimos por la puerta de delante. Los otros seguratas del polígono puede que vean salir una furgona pero podría no ser más que otro segurata que se marcha a casa: no resulta tan sospechoso como una furgona

entrando. Está tirado.»

«Pero en la furgona no cabremos todos», dijo Terry.

Doyle miró a Terry como si fuera un poco corto. Recuerdo que pensé que eso Terry no se lo habría aguantado a nadie más. «Marty sabe conducir tan bien como Bri», dijo, impaciente, como si le diera explicaciones a un crío. «Nos hacemos con una segunda furgoneta, una pequeña, y la dejamos aparcada allí», dijo haciendo un gesto con la cabeza hacia los otros coches aparcados. «Después nos encontramos con los demás en la playa de Gullane.»

Miré a Terry, pero esperé a que hablara. «¿Por qué Gullane?», pregunto.

«Porque, tonto del culo», y las pupilas negras de los ojos de Doyle se ensancharon, «tenemos que quemar la envoltura de plástico del cable de cobre antes de poder venderlo. El mejor sitio para eso es una playa desierta.»

Terry asintió lentamente, con el labio inferior asomando. Se notaba que Doyle le tenía impresionado. Terry siempre se las ha dado de mangui, pero los de la casta de los Doyle lo llevan en la sangre. Llevan generaciones dedicándose a esto.

Todo salió según los planes. Salvo Doyle y su manera de hacer las cosas. Lo de ese mamón es mucho más que alucinante.

La noche que tocaba hacerlo me pasé por casa de Terry. Nos tomamos una lata de lager en su habitación y pusimos el primer elepé de los Clash.

Police’n Thieves venía al dedillo. Su madre parecía de lo más recelosa, como si supiera que algo se cocía. Eran las once de la noche e íbamos a salir.

Police and thieves, oh yeah-eh-eh…

Nos encontramos con Dozo y Brian Doyle en el

fish and chips de Cross, y después bajamos a Longstone para encontrarnos con Gentleman y el tal Polmont. No dice gran cosa ese tío. Generalmente eso me gusta, no me va la peña que no para de darle al pico todo el rato. ¿Qué es lo que dicen del ruido y las nueces? Ves a los políticos en la tela y todo eso; hablar sí que saben. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. Pero no parece que se les dé tan bien arreglar las cosas. O a lo mejor no se les da tan bien arreglar las cosas para los de nuestra cuerda.

Se apiñan en la parte de atrás y conducimos hasta Granton. Está desierto, salvo por un grupo de tíos que hay en la puerta del

fish and chips, que lleva cerrado largo rato. Han estado bebiendo, son de por aquí, tíos como nosotros, merodeando por el barrio, aburridos y sin ganas de volver a casa. Doyle observaba iracundo desde la furgona. «Esos capullos…, dentro de nada me acerco y les digo que se vayan a tomar por culo», gruñó, pasándose la mano por el cabello. Cuando se lo echa atrás se ve que tiene esas entradas en forma de V, como el conde Drácula.

«Puede que les vaya la marcha», suelta Brian.

«Los forramos», escupe Doyle.

«Yo he venido aquí a mangar, no a darme de hostias con una cuadrilla de payasos», dice Brian. «Si montas una aquí, vendrá todo el mundo; la poli, los cabrones de las casas de enfrente, todo dios.»

Doyle estaba a punto de decir algo cuando terció Terry: «Parece que se largan.»

Efectivamente, los tíos se marchaban, aunque había dos mamones que seguían allí. «A la mierda, a la mierda, a la mierda», silbaba Doyle. «Vale», soltó después de que los tíos se hubiesen despedido por centésima vez, «a estos capullos los matamos», y abrió la puerta del copiloto.

Brian le cogió por el hombro. «Quieto, cabrón», le suelta. «Se supone que hemos venido aquí a hacer un trabajito.»

Dozo Doyle le miró con expresión severa y mandíbula firme. «¿Me estás dando un toque, Bri?», pregunta en voz baja.

«No…, sólo digo que…»

«A mí no me intentes dar un toque», dice suavemente. Después escupe entre dientes: «¡A mí no me da un toque nadie! ¿Vale?»

Brian no dice nada.

«¡He dicho vale!», silba Dozo.

«No te estoy dando un toque. Sólo digo que hemos venido aquí a hacer un puto trabajo.»

«Perfecto», suelta Dozo, todo sonrisas, volviéndose a continuación hacia mí, como si fuera a mí a quien se hubiera estado dirigiendo todo el rato. «Siempre y cuando no intentes darme un toque», canturrea.

«Esos cabrones ya se han ido», suelta Terry, «vamos a empezar la puta función. No me importa estar en la parte trasera de una furgona con una pandilla de tías, pero con vosotros sí, cabrones. Además, este cabrón de aquí», y me mira, «acaba de rajarse. ¡Birrell, cacho guarro!»

«Vete a la mierda», suelto yo, «el primero en olerlo es el que lo suelta.»

Abrimos las puertas y salimos con las herramientas. Doyle lleva una especie de guante largo y algo así como un tubo acolchado por el que mete uno de los brazos. Está hecho con uno de esos conos de tráfico. Lleva consigo una chaqueta vieja. Huele que apesta, como a carne muerta. A pesar de que las calles están desiertas, debemos tener una pinta impresionante, seis tíos saliendo de una furgoneta en Granton Road en mitad de la noche. Una pasada total: en realidad no somos más que unos aficionados.

Lo bueno fue que cortamos la tela metálica rapidísimo; se parte a la primera con las cizallas esas. Polmont y Bri se mantienen al loro, atentos a cualquier coche o viandante desde la parada del autobús. Martin Gentleman es el primero en entrar, después Doyle y finalmente yo. Hago un gesto con la cabeza para darles luz verde a Brian y Polmont.

Acaban de pasar cuando oigo ladrar a un perro que aparece corriendo inmediatamente después, como de la nada, ¡justo en nuestras narices! Parece darse cuenta de que vamos en grupo, así que se para en seco, como si hubiera un campo de fuerza a pocos pasos delante de nosotros. Terry pegó un salto hacia atrás para apartarse. Polmont volvió a cruzar la valla escopeteado. Doyle, sin embargo, se agazapó, adoptando una posición beligerante, con el gran tubo aquel alrededor del brazo. El perro, a unos tres metros de distancia, enarcó la espalda, replegó las orejas y gruñó. Doyle se limitó a devolverle el gruñido, sosteniendo su brazo envuelto y acolchado delante de él y arrastrando el abrigo viejo por el suelo como un torero. Era como el póster que mi tía Lily me trajo de España, el que tengo en la pared de la habitación, ese que cuando quiero quitarlo la vieja protesta diciendo que fue un regalo:

PLAZA DE TORRES

EL CORDOBÉS

BILLY BIRRELL

«Venga pues, cabrón…, venga…, si te crees tan chulo», suelta Doyle.

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