Claudia

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Segunda parte » Capítulo 11

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11

 

EL DÍA MÁS AMARGO DE LA VIDA de Simón Moses fue aquel en que su hija Esther contrajo matrimonio con Fergus Austin.

Debido a las tragedias ocurridas en la familia, fue una boda sencilla. Se realizó por la mañana, entre las camelias y las plantas del jardín de los Moses.

El padre de Fergus se había expuesto a una ventisca y fallecido de neumonía el invierno anterior, de modo que parecía adecuado que su madre se trasladara a la costa para la boda. Vendió la pensión y decidió quedarse en California.

Para la boda se atavió con lo mejor que el dinero y la opinión de una encargada de vestuario podían comprar.

Esther, a pesar de su hermosura, no era la mujer que la señora Austin hubiera elegido para su hijo. El hecho de que el alcalde Woodman oficiara la ceremonia no \m pasó inadvertido. Lamentó que su hijo no se cesara por la iglesia.

Al mismo tiempo, Rebecca y Simón Moses soñaban con que un rabino prometiera a su hermosa muchacha judía bendiciones eternas con un guapo novio judío, en el Templo de B’nai B’rith.

Los desposados partieron para Santa Bárbara en su nuevo automóvil Cadillac V8.

—Será mejor que llevemos a la señora Austin al hotel —dijo Rebecca—. Simón, recuerda que ella también está triste.

—Al diablo con ella —repuso Simón—. Ya me ha causado bastantes problemas pariendo a Fergus Austin.

—¡Basta, Simón! agregó Rebecca—. Sólo tenemos una hija y ella siempre estuvo loca por él. Deja en paz a Fergus.

Simón, Rebecca y Mary Francés se detuvieron delante del Hotel Hollywood en la limousine Packard de los Moses.

—Este fin de semana la llevaré a dar un paseo por Pasadena —dijo Rebecca—. Querida, mientras tanto, vaya conociendo la ciudad.

El chófer abrió la puerta.

Simón miró las puertas del vestíbulo y quedó paralizado.

Claudia y Jeffrey Barstow salían del hotel con un grupo de amigos. Reían y, evidentemente, habían estado bebiendo.

—Bien —le gritaba Claudia a su hermano—, así no tendré que comprar un regalo de boda. Naturalmente, no fui invitada. Aunque yo podría haber acompañado al novio. De hecho, él no es tan malo en la cama.

—Si me dieras a la novia, no me quejaría —afirmó Jeffrey—. Una vez estuvo en mi yate.

Mientras reían, ambos vieron la limousine: Rebecca tenía los ojos desorbitados, Simón se veía paralizado, y Mary Francés Austin agradeciéndoles con entusiasmo el buen rato compartido. El momento de tensión pasó. Claudia y Jeffrey subieron al Stutz Bearcat y desaparecieron a toda velocidad.

Simón se hundió en la tapicería color gris de la limousine. El coche arrancó, en dirección al oeste por Hollywood Boulevard. Simón se sentía como si estuviera viajando en un féretro. Después de lo que le había dado a Claudia durante todos esos años... Nunca habría terminado con ella, ni en su corazón ni en los negocios. Esos malditos Barstow constituían la clave de su fortuna. Odiaba al tiempo que amaba y, una vez más, su odio se volvió contra Fergus.

Miró a Rebecca. Tenía el rostro casi tan blanco como el pelo.

—¡Oh, Becky! —gimió.

Ella ofreció su mano.

—Está bien, Simón —murmuró—. Ahora quizá lo sepas. “ Saber qué —pensó Simón—. Ella siempre ha sabido. En esta ciudad no hay secretos. ¿Qué ha oído ella que yo no sepa”? Tragó saliva y miró por la ventanilla, apretándole la mano hasta que a Rebecca le dolieron los dedos, a pesar de los guantes.

En las pocas manzanas que lo separaban de su casa pensó en su inteligente hijo, David; en su atractiva hija. Martha, y en su hermosa hija Esther, la única que quedaba. La había dejado en manos de su enemigo.

 

CLAUDIA .ESTABA EN UNA TABERNA clandestina cercana a Sunset Boulevard en compañía de su hermano. Lloraba.

—Oh, Dios —se quejaba—. Alguien debiera atarme y encerrarme cuando bebo. ¡Lo que le he hecho a Si! ¡Nunca me perdonará!

—Querida —dijo Jeffrey sirviéndose un trago de la botella que había en la mesa—, tú eres miembro del clan Barstow. Nadie nos perdona. Nosotros perdonamos. ¿Qué es lo que él pretende que hagas mientras no está? ¡Después de todo, no vivimos en la era victoriana; casi hemos llegado a 1920! Somos modernos. Tú eres una joven vital y atractiva. Tendrías que haber asistido a la boda de Fergus. Al fin de cuentas, salvaste su pellejo, y él el tuyo, un millar de veces.

—Bajo estas condiciones, resultaría imposible que yo fuera a casa de los Moses. —Claudia se sonó la nariz.

—Parece que te has resfriado —comentó Jeffrey—. Aconsejo otro gran trago de whisky.

—De acuerdo —aceptó Claudia.

Jeffrey se lo sirvió.

—Jeff, a veces es tan triste... Todo comenzó con la muerte de David. Primero se trataba de la shiváh. Si me explicó que, durante una semana, tapan todos los espejos, se sientan en el suelo o en bancos duros y los amigos y parientes llenan la casa con su dolor. Y al año siguiente fue la pobre Martha. Volvieron a pasar por todo esto. Los únicos momentos que pude estar con él fueron en la casita del rancho Guadalupe, aunque sólo cuando se suponía que él estaba trabajando. Intentó arreglarlo todo con regalos y afecto. Dios mío, tengo la mitad de la joyería de Brock en una caja de seguridad. Pero, como hombre, terminó conmigo. Ya sabes, la culpa. Pero ha sido bueno conmigo, Jeff, y es el único que realmente se preocupó por mí. A mi manera, le amo más de lo que supuse que podría amar a alguien.

—Eso es lo que importa —afirmó Jeffrey y suspiró—. No suele aparecer en la vida. El sexo está tan a mano como cualquier taburete. Pero el amor...

Claudia siguió hablando de sus problemas:

—La familia Moses siempre realiza esas deprimentes ceremonias religiosas. Incluso cuando están festejando hacen cosas perversas, como probar comida agria y sentarse en un matzo. Y todos se adhieren como hormigas.

—No olvides a nuestra familia, —intercaló Jeffrey—. Los católicos también se preocupan por los festejos. Eso te pasa por mezclarte con un judío. Ellos nos ganan en fiestas religiosas. Tendrías que haber elegido un guapo protestante. Sólo festejan Navidad, el Día de Acción de Gracias y una Pascua bastante moderada.

—Oh, cállate —pidió Claudia—. No intentes alegrarme con tus disparates. Déjame sufrir. Lo merezco.

—Entonces sufre —propuso Jeffrey—. En ese caso me voy de aquí. Tengo una cita con una joven seductora que se muere de ganas de sufrir, aunque en otro sentido. Vamos, te llevaré a tu casa para que puedas estar cómoda. Además, es muy incestuoso emborracharse con la hermana de uno.

—¡Qué gran consuelo eres tú! —exclamó Claudia arrogantemente—. ¡Oh, cómo pude hacerle eso a mi querido hombre!

—Lo olvidará —dijo Jeffrey—. Siempre lo olvidan cuando te restriegas contra ellos. Pero Fergus, buen Dios, ¿lo que le has hecho? —retrocedió.

—Pobre Fergus — agregó Claudia—. Y ahora ni siquiera lo tendré...

—Lo que tú necesitas es un nuevo reparto de papeles —comentó Jeffrey mientras la ayudaba a salir.

 

ALGO ALEJADA DE HOLLYWOOD Boulevard, en la Avenida Laurel, una casa espaciosa descansaba entre eucaliptus y un exuberante jardín californiano.

Resultaba perfecta para los recién casados. Esther decoró las grandes habitaciones con muebles ingleses, candelabros de cristal y alegres cortinajes. Construyeron una cancha de tenis y en la larga galería de la parte trasera colocaron cómodos muebles de mimbre.

Un experimentado cocinero vienés se hizo cargo de la cocina; una criada polaca se ocupaba de la limpieza y de servir la mesa; un chófer japonés se ocupaba de los tres coches y hacía de mayordomo durante las fiestas.

Esther fue agasajada con toda la ropa blanca que su lavandera belga podía cuidar. La cristalería, la porcelana y la vajilla de plata llegaron como tributo a la heredera de Titán.

Esther arregló su casa, preparó las reuniones dominicales de costumbre para la gente del estudio, visitó a su gran cantidad de nuevos amigos y aprendió a telefonear a su esposo a las horas acordadas. Se reunía con sus amigas para almorzar, ir de compras o a la peluquería, tomaba una lección de tenis o de golf y regresaba a su casa a dormir la siesta, bañarse y cambiarse de ropa. El tiempo le resultaba tedioso. Pasaban muchas horas hasta que Fergus regresaba a casa. No era el momento adecuado para ver a otras personas. Obedientemente, aguardaba hasta las siete en punto y entonces llamaba a la secretaria ejecutiva de Fergus, la hogareña y entusiasta Harriet Foster, que era su contacto.

Por lo general Harriet le daba un informe del día: los minuciosos problemas de producción eran de gran importancia para la señorita Foster. Por lo general Fergus estaba conferenciando en una sala de proyección, reunido con el jefe de algún departamento: él se pondría en contacto con ella. Solía llamar mucho después de que el encolerizado cocinero anunciaba que la comida se había arruinado. Fergus regresaría pronto a su casa. Había surgido algo inesperado. Le pedía que fuera paciente y tomara un pequeño aperitivo, pues él iría en cuanto pudiera.

Esther tomaba un pequeño aperitivo. Después otro. Luego hojearía una revista o intentaría leer un libro. Más tarde tomaría otro pequeño aperitivo. Tenía vergüenza de llamar a su madre o a sus amigos y reconocer que Fergus todavía no había regresado.

Desesperada, propuso que construyeran una sala de proyección en un ala de la casa. Ésta contaría con el mejor equipo. Fergus explicó que resultaría agradable mirar las producciones de otros estudios, quizá durante los fines de semana, para averiguar qué era lo que hacían, pero que no podía meter en la casa a los encargados de los empalmes, las películas sin montar, ni la gente del departamento. La mayoría de su trabajo debía cumplirse en el estudio.

Con frecuencia Fergus regresaba a su casa y la encontraba quisquillosa, bajo la influencia depresiva de demasiados tragos, o lánguidamente sexual, ataviada con una elegante túnica y preguntándose por qué él no caía inmediatamente en sus brazos cuando ella había pasado toda la tarde pensando amorosamente en su marido.

—Querida —solía decir Fergus mientras la besaba—. No puedo salir de una ajetreada oficina de negocios y entrar de inmediato en un harén. Estás magnífica, pero déjame descansar un momento y tomar un trago.

Pero cuando esto sucedía, alguna crisis en el estudio solía interrumpir esta situación. Cuando se tomaban unas horas libres, terminaban recibiendo llamadas telefónicas urgentes y toda esperanza que Esther tuviera de permanecer en la intimidad quedaba anulada. En algunas ocasiones tuvo que hundir las uñas en las palmas para no arrancar el cable del teléfono de la pared. Esther ocultó su ira, pero ésta permanecía latente.

Fergus no era el ardoroso amante con el que había soñado. La muchacha comenzaba a comprender que la personalidad de gran ejecutivo de su marido no le permitía comprometerse con una mujer en una relación romántica duradera. La carrera de Fergus era demasiado absorbente como para dedicar tiempo a los galanteos, actitud que Esther había esperado. La aceptaba cariñosamente cuando ella se mostraba cariñosa, malhumoradamente cuando ella estaba de mal humor, cumplía con sus deberes conyugales y se ocupaba de los asuntos de negocios, surgieran cuando surgiesen.

Entonces Esther pensó en tener un hijo. No sería asunto de Fergus. Algo que le pertenecería para amar. Si era niño, lo llamaría David, como su hermano muerto, y esto haría feliz a su padre y a su madre. Pero cada mes que pasaba volvía a desilusionarse y se preguntó si las tensiones y decepciones que enfrentaba le impedían quedar embarazada, tal como deseaba.

Una noche de julio Fergus regresó a su casa y le abrazó en el umbral, cuando le abrió la puerta.

—Cariño, tengo buenas noticias —explicó—. Mañana vamos a rodar a Arrowhead Springs. Nos hospedaremos en el hotel y tú vendrás. ¿Qué opinas? Mezclaremos negocios y placer durante unos días.

—¡Maravilloso! —exclamó Esther—. No te estorbaré. Llevaré montañas de libros, el traje de montar y me daré baños de vapor...

—¡Tranquilízate! —bromeó—. Cariño, no iremos a vivir, allí, sólo pasaremos cuatros días y siempre hay algo que hacer. Lleva también mi traje de montar.

—¿Quiénes van?

—Bueno, Plimpton, el personal de las cámaras, la gente de vestuarios, el encargado de las vistas fijas, Jeffrey Barstow y Claudia, aproximadamente cuatro actores, seis extras y algunos guionistas. Los cosechadores, esa novela del oeste, es una obra perfecta para los Barstow. Será estupendo. Ya sabes, el período posterior a la guerra civil en el oeste.

—No me cuentes el argumento —pidió Esther—. Prepararé las maletas. ¿A qué hora saldremos?

—Yo me iré alrededor de las cinco de la mañana, con Plimpy en el coche del estudio. Tú nos seguirás en el

turismo, pero conducirá Hori; no quiero que tú lleves el coche por ese camino de montaña. Llegarás a la hora de comer... conmigo.

Esther le abrazó y lo besó.

—Ahora comamos algo —agregó Fergus—. Debo concentrarme en el guion y telefonear al escritor después de la cena.

Esther preparó las maletas. Unos días fuera, incluso con la compañía, podían ser tan excitantes como unas vacaciones. Después de todo él no estaba obligado a llevarla, sino que había querido que fuera.

Por la mañana llovía. Hacía largo rato que Fergus se había ido y Esther cerró las maletas, notó alegremente que la lluvia se convertía en llovizna y luego ésta disminuía. Salió al jardín junto con el sol. Las rosas estaban totalmente húmedas. Cortó algunas para llevarlas como recuerdo sentimental. El dulce olor que despedían resultaría hermoso en la habitación del hotel.

Se arregló el peinado —una guirnalda de rizos atados con cintitas blancas—, y se puso un abrigo blanco encima del vestido de seda.

Agregó al equipaje su capa para lluvia, el paraguas y un par de botas, pero el tiempo mejoró tanto que, cuando salieron, no tuvo que pedirle a Hori que cerrara los cristales laterales del automóvil.

Cerca de Riverside, comenzó a soplar un viento punzante. Hori detuvo el coche.

—Debemos cerrar los visillos, señora Austin. Este viento es tan terrible que quizá raye la pintura.

—¡Oh, qué importa! —exclamó Esther—. ¡Se está tan bien al aire libre!

Esther bajó del coche. Hileras de vides se extendían hacia las colinas purpúreas y el nevado San Jacinto. Toda la tierra despedía el aroma de las cosas vivas. Qué hermosa tierra; una tierra de promisión. Cerca de allí se veía una construcción de adobe. Caminó hacia ella y noto que pertenecía al viñedo. Una tímida italiana la saludó y le vendió una botella de vino tinto.

La compró con alegría. Ella y Fergus lo beberían juntos, tal vez en la cama. Esther había oído hablar de la excitante práctica de llenarse la boca de vino frío y besar al amante, trasvasando el vino con besos a su cálida boca. Seguramente esto sorprendería a Fergus.

Regresó al asiento trasero, preparándose para el viaje hasta San Bernardino y la corta ascensión por la colina. Sabía que la ubicación del hotel estaría marcada en la montaña por una antigua señal india. Los indios, muertos hacía mucho tiempo, habían trazado una enorme punta de flecha sobre la tierra estéril de modo misterioso y, según se decía, la habían envenenado, destruyendo así la vegetación. De este modo el símbolo gigante que señalaba hacia un manantial medicinal se vería eternamente.

Mientras atravesaban las afueras de la ciudad, comenzó a caer una violenta lluvia. Hori condujo el coche a través de los resbaladizos caminos. Finalmente llegaron hasta una corriente que obstruía el camino. Hori se bajó del coche.

—Es inútil, señora Austin —explicó—. No podremos pasar. El coche es demasiado ancho.

Esther miró hacia fuera. A pesar de la cortina de lluvia creyó ver la inmensa punta de flecha de tierra estéril en contraposición con el verde de la empinada colina. Señalaba hacia donde estaba Fergus y ella llegaría hasta allí.

—¿Cuál es la distancia? —le preguntó a un hombre que encendía faroles rojos bajo la tormenta, previendo la noche que se acercaba.

—Al menos tres kilómetros, señora.

—De acuerdo, no está tan lejos —agregó—. Hori, lleve el coche a San Bernardino y, sea como sea, que mis cosas estén mañana allí. La compañía ya se encuentra en el hotel. Iré caminando.

—¿Caminará bajo esta lluvia? —preguntó el trabajador.

—No me derretiré —respondió—. Mi esposo me espera.

Esther se calzó las botas, se puso la capa de seda para la lluvia encima del abrigo y cogió el bolso, la botella de vino y el ramo de rosas, protegiéndolo todo con el paraguas.

Se sentía como una aventurera al caminar bajo la tormenta provista de un farol.

El trabajador la observaba.

—Ese muchacho le debe gustar —comentó.

 

EL GRAN DESMORALIZADOR del personal cinematográfico cuando filmaban en exteriores lo constituía el tiempo libre. Los hombres y’ las mujeres se reunían en un ambiente extraño, lejos de sus hogares y sus familias. Se hospedaban en pequeños cubículos y el único lugar de reunión lo constituía el bar o el restaurante, a menos que fueran provisoriamente aceptados en la suite de felpa del supervisor, el director o la estrella, respiro que lograba que se sintieran más insatisfechos cuando regresaban a su modesto alojamiento.

Salvo cuando iban provistos de libros o diversiones inocentes, apostaban, bebían demasiado, discutían y, por lo general, se acostaban con alguien que en realidad no consideraban particularmente adecuado para una relación más íntima.

Esta visión abarcó a la compañía de Los cosechado— res mientras siguieron las lluvias. Pronto se supo que el camino se había inundado. Fergus fue informado de que su esposa no lograría llegar hasta allí y las comunicaciones telefónicas quedaron momentáneamente interrumpidas.

Claudia entró a la suite de Fergus.

—Esta lluvia es terrible —comentó—. Fergus, estoy enloqueciendo; vamos, echemos un trago.

Fergus percibió la energía nerviosa que se apoderaba de Claudia cuando se sentía encerrada.

—De acuerdo —contestó—, echemos todos un trago y analicemos el guion.

—¿Qué quiere decir todos? —inquirió Claudia.

—Me refiero a tu hermano. Es un buen momento para realizar una lectura.

—¿Sólo piensas en el trabajo? —preguntó—. Dios mío, te estás volviendo seco y aburrido.

Claudia señaló la botella de champán colocada en un refrigerador situado sobre la mesita de café.

—Vamos, querido, la mandé traer y ni siquiera la has visto. Seguramente has abierto muchas desde aquella que descorchaste para mí. ¿Te acuerdas?

Fergus abrió la botella y sirvió dos copas.

—Ahora eras más hermosa.

—Ése es mi Fergus —Claudia le ofreció la copa y bebió—. Nosotros hemos tenido suerte.

—Así es —afirmó.

—Sé que no te quedó más remedio que casarte con esa niña.

—Un momento —señaló Fergus—, es una muchacha muy hermosa. Y yo siempre me sentí atado a ella.

—No demasiado —comentó Claudia—. Tu memoria no es tan mala.

—Tú eres una diosa —afirmó Fergus y bebió— y nadie puede dejar de adorar a una diosa... de vez en cuando.

—Entonces adórame —propuso—. Tengo ganas de que lo hagas.

—¡Vamos, Claudia!

—Escucha —pidió, sirviendo más champán—, me siento sola. Ya sabes que desde... bien, desde tu boda, Simón se ha alejado de mi vida. No discutiremos esto. Pero recuerda que en el rancho Guadalupe te dije que tú no robabas nada a Simón cuando él no estaba. Bien, digo lo mismo con respecto a Esther. No está aquí. ¿Acaso tenemos algo que perder? Y, Fergie, tú sabes cuánto se puede ganar.

El viento y la lluvia producían un borrascoso golpe de tambor contra la ventana. Claudia apagó las luces. Permanecieron en silencio un instante y luego la muchacha se acercó a Fergus.

—Este momento Fergus.«—susurró—, este momento. Una tarde lluviosa. Nosotros solos. Ya sabes que nuestros cuerpos encajan. Te deseo y tú me deseas, ¿no es así?

—Así es —repuso Fergus.

—Aquí y ahora.

Se soltó los tirantes del vestido y aflojó el cinturón. La ropa cayó desordenadamente al suelo. Estaba desnuda.

 

EL RECEPCIONISTA HABÍA ENTREGADO a Esther Austin la llave de la suite de su marido. Abrió silenciosamente la puerta, haciendo malabarismos con las rosas y el vino.

Permaneció de pie en la oscuridad. Ellos seguían en el suelo, sin notar su presencia.

Tardó un instante en comprender.

Cerró lentamente la puerta y permaneció inmóvil en el pasillo vacío. Luego guardó la llave en el bolso, acomodó la botella de vino en el brazo, empuñó las rosas y comenzó a caminar. Tuvo que detenerse y apoyarse contra la pared. La botella de vino resbaló y se estrelló ruidosamente contra el suelo.

Permaneció aterrorizada intentando no llorar, preguntándose adónde podía ir.

Un cuadro de luz la iluminó cuando una puerta se abrió de golpe.

Allí estaba Jeffrey Barstow.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué fue eso?

Esther no respondió.

Jeffrey notó que la muchacha estaba perturbada. —El vino... —murmuró—. Se me cayó la botella. Comenzó a llorar sordamente.

—¡Esther! —exclamó—. Entra.

La condujo hasta la sala de su suite y la ayudó a quitarse la capa. Cogió las flores empapadas.

—Muy bonitas —comentó Jeffrey—, pero no necesitabas... —Le levantó el mentón y sonrió—. En fin, no puedo ser tan malo cuando estás conmigo. ¿Quieres champán, vino, whisky, coñac, té... ron?

Esther sonrió ligeramente al recordar.

—Así está mejor —comentó Jeffrey—. Al demonio con el vino. Estás empapada y necesitas coñac.

Él le quitó el abrigo, la ayudó a sentarse y deshizo su guirnalda de cintas. Mientras Esther bebía coñac, el actor cogió una toalla y le secó el pelo.

—Escucha, querida mía, si se trata de lo que yo supongo, eres demasiado hermosa y deseable como para permitir que te perturbe. —Le dedicó su mirada de ojos azules—. Si me permites, haré que te olvides de Claudia y de Porgue en cinco minutos. ¿Qué apuestas?

—Lo dudo —afirmó.

Jeffrey le sirvió más coñac.

—Ahora bebe de golpe. No quiero que cojas una neumonía. ¿Por qué no m© dejas intentarlo...? Me detendré cuando me lo pidas.

Las cortinas estaban cerradas. Jeffrey echó madera en el hogar y, con ternura y dedicación a todos los botones y encajes, la desvistió lentamente, acariciándola, besando su cuerpo, rozando la tierna piel de sus brazos y muslos.

Esther no le pidió que se detuviera.

Jeffrey la amó tierna y profundamente. Cuando terminaron, sirvió más coñac y se sentaron a conversar frente al fuego. El actor se maravilló ante el cúmulo de sensaciones, tal como surgen en los últimos momentos. ¡Qué regalo!

Luego volvió a acariciarla y la poseyó más impetuosamente, ya que ella estaba dispuesta.

Esther respondió y no se sintió avergonzada.

—Como verás —explicó Jeffrey—, la segunda vez es para demostrarte que no se trataba sólo de una necesidad. Esther, eres muy hermosa, y aquella vez en mi barco te deseé intensamente.

—Supongo que actué como una estúpida —explicó.

—Ah, no. Éste era el momento adecuado para nosotros.

La muchacha se puso de pie para recoger su ropa.

—No —se interpuso Jeffrey—, no puedes irte. Pasarás conmigo esta noche. Tú y yo tendremos un recuerdo maravilloso, ininterrumpido, y no regresarás a tu esposo enojada, sino dulcemente, ya que tú y yo hemos recibido la mejor tajada.

Él la hizo sonreír.

Más tarde Jeffrey pidió una gran cena para él solo, que le sirvieron en el salón. Esther se ocultó en el dormitorio y, cuando el camarero se fue, cenaron regiamente, compartiendo la comida y riendo ante esta travesura.

Esa noche Jeffrey la llevó hasta su cama. En sus brazos, Esther supo que antes nunca había sido correctamente amada. Jeffrey aguardó hasta sentir la excitación creciente que llevaba a Esther a un gozoso sometimiento, luego se movió profunda y rápidamente, sintiendo por último el apretado latido de su éxtasis que los unió en un torrente de intensa realización mutua.

Jeffrey la abrazó tiernamente y le agradeció que le hubiera dado esta alegría. Esther quedó dormida entre sus brazos, sintiéndose hermosa y completa como mujer, sentimiento que nunca había experimentado.

Por la mañana Jeffrey había desaparecido. Sobre la almohada había una rosa amarilla y una notita escrita en papel del hotel: “Eternamente agradecido. J. B.".

Nadie pareció reparar en el hecho de que Esther había pasado la noche fuera de su habitación. El encargado de la recepción le había dado la llave y suponía que se hallaba con su esposo.

Fergus estaba tan ocupado que cuando Esther apareció al mediodía y explicó que acababa de llegar a pie, no le hizo ninguna pregunta.

La joven tenía resaca, estaba helada y la culpa persistía en ella. Pero cuando miró a Fergus y lo imaginó rodando desnudo por el suelo, encima de Claudia, su culpa desapareció.

Se alegró de descubrir que tenía fiebre. Se quedó en el dormitorio y Fergus hizo colocar la cama en el salón de la suite, de modo que pudo evitar estar con él. El camino fue reparado y Esther regresó a la ciudad antes que la compañía, en un coche del estudio, pues el horario de la filmación se había retrasado a causa de la lluvia constante.

En el camino de regreso la muchacha sacó a cada rato la notita de su bolso. De no haber existido, había dudado de si la experiencia era real, y sonrió mientras la guardaba.

En la casa evitó a Fergus, explicando que sería terrible si le contagiaba su resfriado durante la producción de esta costosa película, teniendo en cuenta que había tanto en juego.

Después de la muerte de Martha, Titán había sufrido un golpe terrible al no dar al público la película del oeste de Punch Weston, que estaba casi terminada. La segunda película bélica de Claudia había sido un fracaso a causa del armisticio, y el grueso del dinero de los Moses se invertía en relumbrantes palacios cinematográficos, esenciales para exhibir las producciones Titán. La colocación de películas en bloque también era el único modo de sacarse de encima algunos filmes de menor calidad que fueron realizados para mantener en actividad los estudios y la regularidad de los gastos generales.

Esther descubrió que estaba embarazada. Al principio se aterrorizó y luego pensó que Jeffrey Barstow era un hombre maravilloso para engendrar un hijo, siempre y cuando el niño no tuviera que ser educado por él. Era inteligente, y la famosa belleza y encanto de los Barstow sería una buena herencia. Además, Esther no se sentía avergonzada, pues durante aquella corta noche se habían amado.

Pensó en Claudia y en su padre, en Claudia y Fergus. y esto se convirtió en una broma amarga a la que recurría debido al desdén creciente que sentía por su esposo. Pero sabía que debía llevarlo hasta su cama una vez más, para asegurarse de que jamás sospechara que el niño no había sido engendrado por él.

Una noche, antes de que Fergus regresara a casa, Esther se atavió con una túnica de seda y le preparó a su esposo un whisky con soda con mano generosa.

Después de agasajarlo con su comida favorita, la muchacha le contó algunas historias divertidas que había oído en la ciudad. Esther se mostró tan alegre y divertida, que Fergus se relajó y, después de tomar coñac, se acostó con ella y cumplió con la tarea que permitiría que Esther estuviera en paz durante los meses siguientes. Mientras estaban en la cama, la muchacha no pudo dejar de comparar el apresurado egoísmo de Fergus con el amor tierno y abarcador que Jeffrey le había ofrecido, nacido de la alegría de sus cuerpos y de la imaginación de su mente poética y apasionada.

La madre y el padre de Esther estaban encantados con el embarazo, y tía Yetta y Mary Francis Austin comenzaron a tejer monstruosidades.

Fergus aceptó el embarazo como una conclusión natural de su matrimonio. Él y Esther se distanciaron aún más.

No se trataba de que él fuera cruel ni de que la hubiera abandonado. Por las noches estaba físicamente allí, cansado y nervioso, apretando los dientes hasta tal punto que un dentista tuvo que arreglarle la dentadura. Se levantaba al amanecer cuando rodaban y leía hasta altas horas de la noche mientras estaba preparando una película.

Debido a sus horarios, Esther le convenció de que sería mejor que tuvieran dormitorios separados. Sus hábitos irregulares trastornaban a los criados, a los que era necesario retribuir en exceso. Agregaron un mayordomo nocturno al personal y construyeron una mesa de vapor en la cocina, que mantenía la comida lista a cualquier hora.

En una ocasión Fergus llegó tarde, cogió su cena y comenzó a darle las gracias, diciéndole a carcajadas que era mucho más comprensiva que su esposa, que dormía hacía varias horas y rara vez parecía saber, o importarle, si él había llegado o no. Bien, musitó, quizás eso era lo que el embarazo hacía a una mujer: la atención al feto era más importante que la atención al amante anterior. Sonrió irónicamente, pues en otra época se había sentido fastidiado por las atenciones constantes y amorosas de Esther. Ahora extrañaba la comodidad de la luz de las velas y la comida servida en buena vajilla. Decidió comer con más frecuencia en la nueva taberna de Kathleen. Al menos allí siempre habría un rostro sonriente que lo saludaría.

Se agregó una nueva ala a la casa, con un cuarto para los niños en el primer piso y un despacho en la planta baja. A cualquier hora del día o de la noche llegaban las llamadas telefónicas de los diversos teatros claves de todo el país. Fergus debía estar al tanto de las ganancias comparativas, y su humor era dictado por los mensajes que recibía.

Esther se juró que no permitiría que su hijo fuera expuesto a estas interrupciones de medianoche. Tendrían que encontrar un modo de alejar sus vidas de este monstruo intruso de los negocios.

Intentó estar en paz consigo misma mientras descansaba por la noche, sintiendo que el hijo de Jeffrey crecía en sus entrañas. La amarga broma de que tanto ella como su madre habían sido atormentadas por Claudia Barstow alegró sus largas y pesadas horas. ¡Oh, si toda la gente que había sabido lo de Claudia y Fergus pudiera saber que el guapo y talentoso Jeffrey Barstow era el padre de su hijo...! ¡Esto haría insignificantes todos los actos vulgares, y por todos conocidos, de Fergus y esa puta! Alguna vez, de algún modo, se lo contaría a alguien. Debía hacerlo, pues se trataba de una situación clásicamente divertida.

Pensaba constantemente en Jeffrey, lograba que las conversaciones se refirieran a lo que hacía, y en la peluquería acaparaba las pilas crecientes de populares revistas cinematográficas. A veces, cuando lo veía en una fotografía acompañado de hermosas mujeres, se deprimía. Luego se convencía de que no tenía derecho a sentirse celosa. Sólo había sido una aventura y, gracias a Dios, nadie conocía sus sentimientos. Tendría que sentir vergüenza por el hijo que llevaba en sus entrañas.

Un día, en los últimos tiempos del embarazo, salió a caminar a última hora de la tarde por la parte del Desfiladero Laurel. Había arrancado una ramita de madreselva y disfrutaba de su fragancia, cuando un conocido Stutz Bearcat se acercó. Su corazón comenzó a latir agitadamente.

Durante un instante Jeffrey se detuvo a mirarla. El sol teñía su tez color albaricoque y doraba los mechones de pelo que caían sobre sus orejas. Jeffrey cogió su mano, la besó y le quitó la ramita de madreselva.

Esther bajó la mirada, ruborizada.

—Hermosa Esther —dijo Jeffrey, con esa inolvidable voz Bartow que parecía una caricia—, por favor, mírame.

Le había echado una mirada tan afectuosa que Esther quedó aturdida. Contempló su belleza y, al recordar, se sintió en paz con él. Sonrió.

—Te quiero —afirmó Jeffrey—, Oh, Esther, ¿dónde podemos encontrarnos? ¿Cómo puedo hacer para verte?

—Es inútil —respondió.

—Alguna vez... De algún modo...

Pasaron varios coches. Les resultaba imposible permanecer allí parados.

Jeffrey extendió la mano y le tocó suavemente el estómago. Sus ojos albergaban una pregunta. Esther asintió y sonrió, tratando de que las lágrimas no le taparan la visión, pues quería ver la mirada de asombro creciente y alegría en el rostro de Jeffrey.

—Sí... —dijo—. Gracias, Jeffrey.

El tragó saliva, incapaz de hablar durante un instante. Luego susurró:

—Estoy muy orgulloso.

La miró, inmóvil, como si intentara grabar en su mente el momento. Aspiró la fragancia de la madreselva, subió a su coche y desapareció.

 

CUANDO ESTHER COBIJÓ A SU HIJO entre sus brazos y miró su rostro, reparó en las flores que llenaban la habitación. Deseaba contárselo a Jeffrey, pero era imposible.

Y se conmovió al recibir una enorme cesta de orquídeas blancas y una minúscula planta de madreselva que llevaba la siguiente nota: “Comparto tu felicidad, J. B.".

Ocultó la nota bajo la almohada y posteriormente la juntó con la que Jeffrey había escrito aquella gloriosa noche que compartieron. Lo extrañaba e hizo que la enfermera le llevara todas las revistas cinematográficas que pudiera conseguir. Cuando no había nadie cerca, miraba las fotografías de Jeffrey y, en una ocasión, cuando la enfermera le llevó al niño y se retiró, acercó una fotografía a su hijo y susurró:

—Aquí está. Éste es tu padre. ¡Mira qué guapo!

Deseó haber dado a su hijo el nombre de Jeffrey, pero sabía que esto también era imposible.

Ocultó rápidamente la revista cuando la puerta se abrió para dejar paso a los visitantes. Se trataba de las dos felices abuelas, Rebecca y Mary Francés, ambas encantadas de que Esther hubiera dado un hijo a la familia.

—Me encantan las niñas, pero me alegro de que el primero sea varón —explicó la señora Austin.

—¿Qué nombre le pondrás? — preguntó Rebecca.

—Mamá —respondió Esther—, hemos hablado de esto cien veces. Ya sabes que no hay otro nombre para él salvo David.

Rebecca se echó a llorar.

—A mi David le hubiera gustado —afirmó, frotándose los ojos.

—Te ruego que no llores —pidió Esther—. No voy a secar el suelo cada vez que llames a tu nieto, ¿verdad?

—Lo siento. Intentaré no llorar —se disculpó Rebecca—. Creo que se parece a su tío David —agregó.

—Tonterías —afirmó Esther—. Se parece a un bebé recién nacido, muy colorado. Y yo lo adoro.

No se permitió a las abuelas tocar al niño, ni siquiera con guantes. Por eso se sentaban en las sillas de respaldo alto y alababan las flores, mientras Esther lamentaba no poder echar un trago porque amamantaría a su hijo.

En su casa, Fergus veía al niño los domingos y a veces por la mañana, muy temprano, antes de ir al estudio. Alguna vez le prometió a Esther que se divertirían mucho con David cuando creciera —se dedicarían a los viajes, la caza, la pesca y la natación—, pero Esther sabía que se trataba de una fantasía, como la que ellos habían hecho de ir a Europa o de emprender un viaje en automóvil hasta Canadá, bordeando la costa. Simplemente, nunca ocurriría.

Cuando el niño fue cómodamente instalado con la niñera inglesa y Esther dejó de amamantarlo porque el médico le explicó que se encontraba demasiado nerviosa, fue presa de la depresión posterior al parto.

Sentía que no tenía nada que hacer en la vida. Los expertos parecían capaces de realizar todo mejor que ella. Su posición social era difícil, pues Fergus rara vez salía, salvo cuando asistía a las reuniones de protocolo comercial. Era una esposa que rara vez veía a su marido, pero a causa de su orgullo debía soportar en secreto esta soledad. Sus padres no podían ayudarla. Su padre pasaba la mayor parte del tiempo viajando a Nueva York, y su madre —con los dedos nudosos cargados de demasiados diamantes— y la señora Austin —con las manos enrojecidas por el trabajo cubiertas por los guantes de cabritilla blanca— la visitaban como dos arpías. Eran capaces de permanecer sentadas varias horas, alzando torres de clisés y admirando todos los privilegios de Esther en esta nueva vida de riqueza. La enloquecían.

Desarrolló un interés devorador por la familia Barstow y preguntaba constantemente a Fergus sobre las obras adecuadas para ellos.

—¿Por qué te interesas tanto por ellos? —preguntó Fergus—. Ya sabes que Claudia y Jeffrey son las criaturas-problema del estudio. Siempre se meten en algún enredo del que hay que sacarlos.

—¿Desde cuándo las estrellas del cine deben ser profesores de la escuela dominical? —inquirió—. Quizás estoy pensando en algo que te sea de utilidad. Esto debiera alegrarte.

Esther pensaba leer libros que pudieran servir para Jeffrey. Cada vez que* descubría uno adecuado para él, se imaginaba a sí misma como la heroína, y esta fantasía la consolaba. En ese momento Jeffrey vivía un ardiente romance con una hermosa estrella vienesa que el estudio acababa de contratar y, aunque esto la perturbaba, en cierto sentido se alegraba de no poder verle, ya que todos sabían lo que todos hacían en la ciudad. Sabía de muchas fuentes que no sólo su padre, sino Fergus, habían tenido relaciones íntimas con Claudia. Pero esto ya no le importaba.

Con el correr del tiempo, su depresión se agudizó.

Comenzó a sufrir frecuentes dolores de cabeza y una mañana se despertó bañada en lágrimas, sollozando sin poder controlarse. Esto duró dos días.

Incluso Fergus se preocupó.

—Cariño, después de tener un hijo la tristeza es algo común. Me gustaría llevarte a algún sitio, pero no te imaginas lo difícil que es en este momento. Sufrimos una pérdida de 380.000 dólares con la película inacabada de Punch Weston y la cinta bélica de Claudia, pero esto es sólo el principio. La estrellas exigen unos salarios delirantes. Cada vez que Mary Pickford va a un nuevo estudio y firma un nuevo contrato, nos vemos obligados a aumentar los salarios anteriores para que nuestras estrellas estén satisfechas. El otro día Rowland, de la Metro, afirmaba que los lunáticos se han hecho cargo del manicomio, Fairbanks, Pickford, Chaplin y Griffith nos están destruyendo con su nueva compañía. Estos asquerosos alemanes han traído una loca película moderna, El gabinete del doctor Caligari, y un director llamado Lubitsch realizó un film espectacular llamado Passion. Por eso todos quieren ser extravagantes y europeos. Las estrellas desean convertirse en directores o supervisores, todos pagan una fortuna por los argumentos, y la economía completa de las estrellas consentida de Titán reposa sobre mis hombros. El despacho de tu padre en Nueva York determina nuestros presupuestos. ¡Increíble I Parece que no comprenden que todo se ha duplicado. Tengo que actuar aquí a partir de las ondas cerebrales de las personas que están al otro lado del continente y que no saben nada de los problemas del estudio.

Fergus notó que Esther seguía llorando, cubriéndose el rostro con el pañuelo.

—Esther, lamento el discurso —agregó—, pero debes comprender cuáles son mis responsabilidades. Si no logro que las cosas funcionen, tu padre me reemplazará. Sin duda por un Moses.

—¡Él no se atrevería a hacer eso! —exclamó Esther—. ¡Y menos ahora, que te has casado conmigo!

Nada más cerrar la boca, comprendió que había cometido un error.

—Lo logré sin ti —afirmó Fergus, enojado—. Nunca lo olvides.

—No quise decir eso —agregó, llorando—. Sino que te quiero y papá lo sabe.

—Bien, demuestra tu amor animándote —dijo Fergus—. Tengo demasiados problemas en el trabajo como para llegar a casa y encontrar una esposa llorona. Serénate. ¿Por qué no lees, juegas al golf o sales a pasear? No vivas como una reclusa. {Mírate! —señaló la cama en desorden—. Has estado en la cama desde que salí esta mañana. No es extraño que te sientas enferma, actuando de este modo.

—Estoy enferma —rectificó.

—Entonces llamaré al médico —agregó Fergus—. Esto me sobrepasa. No soy un especialista. Haré que Wolfrum venga mañana a verte.

“Dios mío —pensó—, ¿por qué he nombrado a Wolfrum?’’ Podría haber hablado de cualquier otro. Pero Wolfrum conocía todos los secretos de la familia Moses. así que era adecuado. Después de todo, no sería bueno que los chismosos sospecharan que la hija de Simón Moses, la esposa de Fergus Austin, parecía hallarse al borde de una crisis nerviosa. La gente comenzaría a hacerse preguntas. Ya todo estaba bastante mal en el estudio como para que alguien supusiera que Esther conocía asuntos sobre Titán que la afligían.

Wolfrum... era el médico adecuado para atender este problema privado. No se atrevería a abrir el pico.

Salió del dormitorio y cerró la puerta suavemente, aunque, según notó Esther, agitado.

Más tarde la muchacha oyó el coche de Fergus ponerse en marcha. Permaneció despierta, intentando leer. Cuando lo oyó volver, apagó rápidamente la luz para que Fergus creyera que estaba dormida y no volvieran a discutir. Esperó, nerviosa, a que él subiera la escalera y entrara a ver cómo se encontraba. Pero Fergus pasó sin entrar y se metió en su cuarto. Oyó su voz mientras hablaba por teléfono.

Esther luchó contra la jaqueca y, por último, después de tomar pastillas, durmió inquietamente hasta altas horas de la mañana siguiente.

 

EL DOCTOR WOLFRUM estaba preocupado.

—Las jaquecas son algo característico de su familia —explicó—. Su padre se encontraría mucho mejor si tomara medicamentos, pero considera que la ingestión de aspirina y codeína constituyen un pecado.

—Nada de eso me alivia —se quejó Esther—. Por favor, deme un calmante. ¡No puedo seguir así porque moriré! Wolfrum le aplicó una inyección.

Esther experimentó un regocijo que la llevó a sentirse envuelta en un capullo de alivio y bienestar.

Tres meses después Harriet Foster, la secretaria sobreprotectora de Fergus, entró en el despacho con un fajo de facturas en la mano. Fergus levantó molesto la mirada y un instante después su perturbación fue mucho mayor.

—Señor Austin, sé que el doctor Wolfrum es terriblemente caro, pero, por Dios, estas facturas de la farmacia son incomprensibles —comentó—. La señora Austin debe estar muy enferma.

Después de echar una mirada, Fergus le pidió, con voz normal, que se retirara y se dedicó a estudiar las facturas, con una sensación enfermiza en la boca del estómago.

Regresó temprano a su casa, a la hora normal de la cena. La planta baja estaba a oscuras pues, evidentemente, los criados suponían que llegaría varias horas más tarde. Esther reposaba en una litera en la penumbra de su dormitorio, con un libro cerrado a su lado. Aún estaba en camisón y bata. Había estado allí desde la mañana, con los gruesos cortinajes de tafetán cerrados para impedir la entrada de la luz.

Fergus se agachó cuidadosamente para besarla. Levantó la manga de encaje de su bata y vio los diminutos pinchazos rojos de la aguja sobre su pálida piel.

—Esther —dijo—, Esther, no eres tú.

—Estoy bien, Fergus —repuso—, bien. ¿Qué sucede?

Sus palabras sonaban extrañas, como si un extranjero intentara pronunciarlas con toda corrección.

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