Claudia

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Segunda parte » Capítulo 11

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—Nada —contestó—, pensé... bien, todo ha sido muy aburrido para ti. Podríamos tomarnos unas cortas vacaciones. Ir a Playa de los Guijarros y practicar un poco de golf.

Se mostró alarmada.

—¡Oh, no! —exclamó—. ¡No!

—¿Por qué no?

—No... no puedo dejar a David.

—Vendrá con nosotros. Ha llegado el momento de que salga del cuarto para niños.

—Pero... el estudio —insinuó con pánico.

—Esther, vístete, baja a cenar y hablaremos.

Fergus bajó, se sirvió un whisky solo, llamó al mayordomo y ordenó que encendieran la chimenea, las luces y prepararan carne a la parrilla.

“Esther está realmente atrapada —pensó—. Tiene miedo de alejarse de la fuente de abastecimiento. No le diré nada a Simón Moses. Es mi problema. Lo solucionaré.”

Esther bajó media hora después. Su vestido florentino y la cabellera, trenzada alrededor de la cabeza, perdían brillo al lado de sus ojos resplandecientes y la esmaltada fijeza de su profundidad.

Fergus estaba aterrado. Esta imitación de Claudia Barstow era su mujer; esta mujer enferma era su obra. Había estado tan ocupado que no se dedicaba a ella. Aceptó este nuevo entusiasmo, sabiendo que un nuevo pinchazo en el brazo lo había creada Planearon el viaje a Playa de los Guijarros y Fergus le informó que la enfermera del niño, la señorita MacDonald, tendría vacaciones y que tomarían a alguien más adecuado.

Esther preparó su maleta. La nueva enfermera se hizo cargo de todo. En cuanto Esther y Fergus fueron al campo de golf de Playa de los Guijarros, la enfermera registró eficazmente el equipaje de la señora Austin, quitó la caja de los narcóticos y la guardó bajo llave en su botiquín, tal como le habían ordenado.

Durante el segundo día la señora Austin mostró la misma vivacidad que el anterior. La enfermera encontró otra caja, astutamente escondida, en el neceser.

Al tercer día la señora Austin se encerró en su habitación.

Al cuarto día fue conducida en ambulancia, sudorosa y agonizante, acompañada por un médico, al Sanatorio Las Cruces de Pasadena.

Fergus retornó al estudio, donde el departamento de producción se ocupaba de una nueva cinta, La fiebre del oro. Se concentró en el trabajo con una fuerza que sorprendió incluso al personal.

 

WOLFRUM ENTRÓ EN EL DESPACHO de Fergus.

—Debería matarle —afirmó Fergus.

Wolfrum se sentó y encendió un cigarrillo.

—Sé que no lo harías —comentó—, teniendo en cuenta los servicios que he realizado para esta familia. Tu esposa está débil. Necesitaba una terapia drástica. En este mundo de rápido enriquecimiento hay muchas personas incapaces de enfrentar las presiones y privilegios que se les ofrecen. Necesitan escapar de sus temores. Cuando tu esposa esté en condiciones de adaptarse a su propia situación, estoy seguro de que se sentirá bien. Pero hasta que esto ocurra yo sólo la he aliviado, como te he aliviado a ti, de las realidades que ella no está preparada para enfrentar.

—Creo que será mejor que se dedique a la práctica particular — agregó Fergus—. El estudio ya no necesita sus servicios.

—Pensaba sugerirlo —dijo Wolfrum—. El hecho de pertenecer a un solo estudio me limita.

—Puede irse esta misma noche —afirmó Fergus.

—Es muy precipitado —aclaró Wolfrum—. Me gustaría contar con un poco de tiempo. Tengo demasiados archivos con documentos, naturalmente cerrados bajo llave, que contienen secretos escandalosos. Seguro de que no querrías que fuesen dados a conocer. Por si acaso, guardo un duplicado en otro sitio. —Apagó el cigarrillo y antes de salir agregó—: Mi consultorio estará en la Séptima Avenida y Broadway. No necesito decirte que soy un buen médico. Piensa en tu nariz y en Claudia Barstow. Y en el certificado de defunción de Martha Moses, firmado por mí. Encontrarás en mi carrera muchas cosas por las que debieras sentirte agradecido.

 

EN EL ESTUDIO SE SUPO que Esther Austin había sufrido una crisis después de tener el hijo. Todas las secretarias señalaron sabiamente que la riqueza no necesariamente significa felicidad. Bastaba con mirar a la familia Moses: el hijo muerto en la guerra; la hija desaparecida, probablemente un suicidio; y ahora Esther Moses, tan afortunada al casarse con un joven prometedor, atractivo y trabajador como Fergus Austin, encerrada en un manicomio de Pasadena. Esto demostraba cuán afortunada se era al no ser una Moses.

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