Claudia

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Segunda parte » Capítulo 12

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PARA FERGUS, EL AÑO SIGUIENTE al nacimiento de su hijo fue época de tanta tensión por problemas personales que sólo resultó soportable gracias a las presiones del trabajo, que ocupaba las horas que permanecía despierto.

Los sábados visitaba obedientemente a su madre en el Hotel Hollywood. Ella se preocupaba cada vez más por las propiedades y se obsesionaba por los cientos de miles de personas que, en los años siguientes a los trastornos producidos por la primera guerra mundial, llegaban en grupos para asentarse en Los Ángeles. En una o dos ocasiones, Mary Francés le propuso que se arriesgara a invertir algo en bienes raíces.

—Mamá, las películas son riesgo suficiente para mí —le explicó—. Actualmente una cinta debe producir una fortuna para que la casa matriz siga siendo solvente.

—No te preocupes, hijo —respondió—. Quizás yo me ocupe de ti en tu vejez.

Evidentemente su madre no compraba vestidos elegantes con el dinero que le entregaba. Fergus se preguntó si la mente de su madre estaría debilitándose. Esto significaría trasladarla a algún asilo para ancianos. En la galería del hotel con frecuencia aparecía vacía una de las mecedoras predilectas. Los ancianos pasaban el tiempo meciéndose, observando el tráfico de Hollywood y jactándose de sus hijos insignes. Qué poco sabían realmente sobre las vidas de sus hijos, que los habían desarraigado para formar parte de esta riqueza falsa, vaciando sus manos y mentes.

—Escucha, mamá —dijo Fergus—, te aumentaré la pensión. Ahora, por Dios, cómprate alguna ropa decente. No ahorres los céntimos para mí. Si te vistes así la gente pensará que a Titán le van mal las cosas.

Mary Francés sonrió enigmáticamente.

—Mi armario está lleno a rebosar, y todos conocen tu prosperidad. David y yo iremos hoy a la función de la tarde del Nuevo Taj Majal, a ver una de tus películas en la que aparece uno de tus fantásticos prólogos.

—No mía, sino de Titán —aclaró Fergus—. No hagas mezclas. Pronto apareceré como productor. Es el nuevo título que sustituirá al de supervisor, y figurará en los créditos.

—Es hermoso —comentó Mary Francés.

—No se trata de nada nuevo —agregó Fergus—. Hace años que realizo este mismo trabajo. Pero ahora, por el precio de uno, el viejo Moses me hará aparecer como un hombre de dos cabezas. El nuevo título es productor, pero, de algún modo, “Simón Moses Presenta” siempre aparece en letras más grandes.

—Eso no es hermoso — agregó Mary Francés.

Fergus se acercó a la jaula. El periquito verde lo mordisqueó.

—Bestezuela indecente —dijo Fergus—. Bien, debo irme. Iré a Pasadena a ver a Esther.

—Salúdala de mi parte —pidió Mary Francés—. Si es que recuerda quién soy.

Fergus notó una expresión ansiosa en el rostro de su madre y comprendió su soledad, y que su única cuerda salvavidas la constituían él y David.

Sacó el sobre semanal preparado por la señorita Foster y agregó cien dólares de su bolsillo.

—Toma, consigue algo especial. Haré que Hori te recoja en la limousine y podrás ir con David a Mullen and Bluett y comprarle un bonito jersey o algo por el estilo. Diviértete. Me... me alegro de que seáis compinches.

La abrazó y besó su pelo rizado. Como de costumbre, ella echó a perder el momento al levantar la vista agradecida y lanzarle al rostro su aliento a dentadura postiza. Fergus se separó rápidamente.

—Oh, gracias, muchacho —sonrió—. ¡Eres tan bueno conmigo!

Fergus se sintió culpable. Dedicaba muy poco tiempo a su madre. El dinero redimía la conciencia.

—Escucha, ¿eres feliz aquí? Quizá te gustaría tener una casita en Hollywood, con un naranjal como el que solíamos soñar.

Ella sacudió la cabeza.

—¡Oh, no! ¡Ni siquiera con una ayuda tan buena como cincuenta dólares mensuales! Me gusta estar aquí, en el centro de todo.

 

UN DOMINGO POR LA MAÑANA, como solía hacer con frecuencia, Mary Francés Austin se levantó antes del amanecer. Trenzó su pelo gris apretadamente, lo sujetó cuidadosamente en la zona ligeramente calva de la coronilla, se puso su corsé más viejo y cómodo, los zapatos de cordones adecuados para caminar, y un vestido de seda floreada que había conocido muchos veremos. Luego se abrigó con una chaqueta liviana de lama, se puso un viejo sombrero de paja color azul marino, y guardó en su bolso brillante la mitad de los billetes que Fergus le había dado en su tradicional visita de los viernes por la tarde.

Se detuvo sonriente a escuchar los pájaros del jardín exuberante y bordeado de palmeras. El hotel no le permitía tener un perro o un gato pero, como no había leyes con respecto a los pájaros, eligió un periquito. El encargado nocturno, señor Noyes, le había propuesto que, puesto que no podía tener un perro, llamara Fido al ave. De modo que el periquito se convirtió en Fido.

Levantó el trozo de percal con el que cubría la jaula y apretó los labios hasta producir un silbido casi silencioso para despertarlo. El ave revoloteó y sus ojos trastornados se abrieron ante ella.

Mary Francés lo dejó caminar por sus hombros mientras limpiaba la jaula. Le puso agua fresca, grava y semillas y ocultó cuidadosamente dos nuevas escrituras de propiedad entre los tesoros escondidos — cada vez mayores— del cajón desmontable de la jaula.

—Primer banco nacional —dijo, sonriendo al periquito—, mamá regresará por la tarde.

Fido gorjeó soñolientamente y ella lo cogió con cuidado y lo colocó en la jaula, donde podría ver su imagen en un espejito y hacer sonar una campana.

—Estoy segura de que no te pondrás triste —agregó—. Adiós. adiós, muchachuelo.

—Muchachuelo —repitió Fido.

Mary Francés caminó lentamente hasta el vestíbulo. El señor Noyes desayunaba en el comedor, cerca de la puerta, desde donde podía ver el reflejo de la centralita en una vidriera doble colocada en ángulo. Los actores y actrices recibían llamadas de los ayudantes de dirección y los agentes teatrales a cualquier hora del día y de la noche.

—Bien, ¿qué cuenta hoy, Hetty Oreen? —preguntó el señor Noyes, sacando un palillo del bolsillo del chaleco.

—La semana pasada fue mi cumpleaños —explicó

Mary Francés—. Fergus me regaló dinero. Pobre muchacho, no pudo venir. Estaba muy ocupado. Trabaja tanto... —sonrió—. Siempre me pide que compre ropa nueva. ¿Sabe una cosa, señor Noyes?

El encargado hizo un gesto negando.

—¿Qué?

—No pienso ir a Coulters. ¿Para qué quiero ropa elegante? Pienso ir al sótano de Hamburger. Jamás notará la diferencia.

—Seguro— aseveró el señor Noyes—. Entonces vaya al centro y coja el autobús a Wilshire. Mi hijo dice que están por abrir unos nuevos terrenos.

—Por ahora estoy ocupada con la vieja oficina del centro —secreteó Mary Francés—, pero no debe contárselo a nadie. Fergus se enfadaría conmigo.

Noyes sabía, como todos los huéspedes del hotel, que una vez por semana Fergus Austin pasaba entre diez minutos y media hora con su madre: su penitencia por haber nacido. Calmaba su conciencia y desaparecía. Éste era el trato común para las madres de los acomodados y famosos.

—Bien, debo ocuparme de la centralita —agregó el señor Noyes—. Mi hijo Robbie dice que han encontrado una nueva trampa para la subdivisión. Algo que se les ocurrió a esos indios tramposos. Lo dejan en manos de los expertos de las inmobiliarias. A las once en punto hacen sonar una campana en los terrenos. En ese momento todos tienen el derecho de sacar la bandera del terreno que han elegido. La bandera lleva un número y deben llevarla a la oficina. Pago al contado. Hacen fila para sacar la bandera de los terrenos elegidos. A veces se pelean a puñetazos porque el primero que llega es el que se queda con el lote.

Mary Francés sonrió.

—Mi compañía del centro de la ciudad es más refinada —comentó—. Ofrecen almuerzos gratuitos.

—Es usted temible, señora Austin —afirmó.

—Hasta esta noche.

Tomó el tranvía, abrió el “Examiner” y comenzó a leer lo que ocurría en El Pueblo de Nuestra Señora la Reina de Los Ángeles de Porciúncula, conocida con el nombre indefinido de Ciudad de los Ángeles.

 

LOS TURISTAS RECIÉN LLEGADOS en el Santa Fe y en el Southern Pacific holgazaneaban en Central Park. Constituía el lugar de reunión donde podían sentarse y hablar con personas afines.

El señor y la señora Petersen conversaron con la simpática mujer que llevaba en la mano una bolsa marrón de Hamburger Co.

—No es que Colorado nos disgustara —explicó la señora Petersen, que hablaba por ella y por su marido—. El cielo sabe que tuvimos hermosos momentos de prosperidad en Leadville, pero nada fue igual después de la guerra.

—Tuvieron suerte de poder venir aquí —comentó Mary Francés.

—Teníamos ahorrada una buena suma y no sabíamos dónde gastarla —respondió la señora Petersen.

Mary Francés sonrió cálidamente.

—Bien, sin duda han venido a un buen lugar. Yo misma estoy realizando una inversión en propiedades. Mejor dicho, pienso analizar las posibilidades de adquirir un terreno. La inmobiliaria ofrece un paseo gratuito por las casas de las estrellas de cine y, además, un almuerzo gratuito. ¿Por qué no vienen?

—¿Almuerzo gratis? —preguntó el señor Petersen levantando la mirada.

—No sabríamos cómo llegar —comentó su esposa.

—Es facilísimo —afirmó Mary Francés, sonriendo con seguridad. Sus ojos azules estaban muy abiertos y mostraban amistad—. La gente de la inmobiliaria pone un autobús a su disposición y les da un paseo. Quizá los vea en la parada del autobús. Tengo irnos billetes que alguien me dio.

—William, la gente es realmente amistosa —comentó la señora Petersen—. No tenemos nada que perder y no nos pueden obligar a nada.

En el momento en que el autobús de las once en punto partió, Mary Francés había recorrido los dos lados de Central Park. Cuando subió al autobús dieciséis personas portaban tarjetas de cartón con sus iniciales en una esquina.

Bertie Sawyer, el guía, se hallaba junto al conductor con un megáfono en las manos. A medida que el autobús avanzaba, señalaba los lugares de interés:

—Ése, damas y caballeros, es el famoso Westlake Park, conocido por los ciudadanos como la bañera de Charlie Chaplin. En un día claro, y la mayoría lo son en Los Ángeles, se puede ver flotando el traje de baño de Sennett. Pero no se asusten, señores, su estudio se encuentra en el Valle de San Fernando... Allí, compatriotas, está el regalo de cumpleaños ofrecido por el multimillonario Joe Scherck a su hermosa novia, Norma Talmadge: los famosos apartamentos Talmadge. Todos cuentan con lámparas de cristal y algunos con grifos de oro puro. Y allí está la casa que perteneció a Thomas Ince. Jackie Coogan, la estrella infantil millonaria, vive detrás de esos muros en su mansión, compatriotas, cerca de Oxford Street. Y ésta es la famosa casa donde se hospedó Mary Pickford cuando era cortejada por Douglas Fairbanks. El exclusivo Fremont Place. Compatriotas.

¿el alquiler que pagan es alto? Pues bien, antes de que ella se hiciera famosa en Pickfair, encontró un espantoso apartamento aquí por el que pagaba ochocientos dólares mensuales. Y ésta es la casa que todos vieron en el cine, cuando Colleen Moore se mudó del barrio viejo y de la sociedad aristocrática de Los Ángeles. Sí, señoras y caballeros, aquí las parcelas son tan valiosas que la gente traslada sus mansiones del mismo modo que nosotros preparamos una maleta..«

Finalmente el autobús se detuvo junto a un descampado, donde una gran tienda de circo remplazaba a las oficinas. Cientos de banderas flameaban al viento. En el interior, mesas de caballete sostenían los almuerzos. Se entregó a todos un plato de papel.

—Con permiso —dijo Mary Francés a los Petersen—, Me alegro de haber hecho la visita con ustedes. Compraré un terrero en Orange Avenue. ¿Por qué no hacen lo mismo y así somos vecinos? —Y entró rápidamente en la tienda.

—Creo que está chiflada al aceptar la comisión —dijo Bertie Sawyer mientras almorzaba—. No instalarán alcantarillas aquí hasta dentro de varios años.

Mary Francés saludó a un agente inmobiliario que abría su libro mayor sobre una mesa de caballete.

—Sé lo que estoy haciendo —afirmó—. Mañana seguiré investigando hacia Hollywood. La gente comienza a mudarse a esa zona. Hay una nueva inmobiliaria que prepara una gran campaña.

—¿Cómo? —preguntó Bertie intrigado.

—Olvídelo —repuso Mary Francés—. Es mejor que me apure si quiero comprar el primer terreno.

 

FERGU8 SE ABRIÓ PASO ENTRE el tránsito de Franklin Avenue hasta Los Feliz. Estaba irritado pues recordaba

que en otra época no había tantos coches. Se sintió cada vez más deprimido. ¿Cómo lograría encajar los trocitos y despojos de su vida familiar? ¿Qué tipo de vida podría ofrecerle a David si estaba tan ocupado con el estudio?

Atravesó los portales del Sanatorio Las Cruces. Detrás del edificio principal, rodeadas por un exuberante jardín, casitas cerradas escondían a sus trágicos residentes.

Esther estaba echada en una poltrona, bajo un sicomoro. La enfermera le había cepillado el pelo y lo había recogido con cintas rojas para la visita de Fergus. Esther salió de su letargo y le sonrió, y él recordó fugazmente la dulzura y promesas que ella había cobijado cuando joven. Pero mientras saboreaba este momento agridulce, Fergus recordó el infierno que vivía siempre que ella regresaba a su casa. Se concentraba en David. El chiquillo ahora tenía seis años y el estado de su madre ya no pasaba inadvertido para él. Esther lo miraba de modo insensato, clavando los ojos en él y moviendo la cabeza como si no pudiera creer que este hermoso chiquillo era su hijo.

Ahora, después de una visita sin sentido en la que hablaron del tiempo y la comida, de cómo se sentía, si había leído las revistas que él le envió (no lo había hecho) y si la radio funcionaba correctamente (suponía que sí), Fergus la besó en la mejilla y emprendió el camino de regreso. Otro fin de semana más.

Se sentía aliviado de que los fines de semana de David parecieran normales. Los sábados, durante los cuales la familia Moses se dedicaba al sabbath, eran los días de Mary Francés.

David y Mary Francés solían cumplir la cena ceremonial en el próspero restaurante de Kathleen en Hollywood Boulevard, donde se reunía la gente importante del cine.

Kathleen solía agasajar a Fergus contándole cómo se divertían abuela y nieto. Fergus sabía que los acomodaba en el mejor reservado. Pero igual eran molestados por los aduladores que deseaban tener algo que ver con las empresas Moses o Austin.

David le había contado que estaba acostumbrado a oír que decían que él era el heredero de los estudios Titán.

—¿Y eso qué quiere decir, papi? —preguntó.

—Quiere decir que heredarás un montón de problemas. ¿Has visto el puño en la torre de agua de Titán, el puño que tiene fuego entre los dedos?

—Seguro —afirmó David—. ¿Qué quiere decir?

—Quiere decir: ¡cuidado! —explicó Fergus.

Pero se sintió interiormente satisfecho al descubrir qué poca importancia tenía esto para David, que demostraba mayor entusiasmo con las películas que veía con su abuela. Además, como cualquier niño sano, se entusiasmaba con los diversos platos que Kathleen le daba a probar antes de incluirlos en el menú. Kathleen y Tony le dijeron que era el degustador de sus comidas. Las celebridades daban su nombre a sus bocadillos preferidos. Un bocadillo de tres pisos llevaba el nombre de David Austin: su primera aparición en la propaganda de los famosos de Hollywood.

La broma en el restaurante de Kathleen consistía en que para comer el bocadillo necesitaban un niño de seis años con un estómago de hierro heredado de Fergus Austin y las agallas de Simón Moses.

Los domingos pertenecían a la familia Moses. Fergus caminaba con David hasta la mansión de Hollywood Boulevard. Solían almorzar en el solario. Fergus y Simón discutían la política del estudio con más serenidad que en el despacho. A veces Rebecca llevaba a David a Pasadena. Si Esther no estaba, David visitaba hogares similares a la propiedad de los Moses, donde los nietos de los escogidos de la cinematografía estaban en exhibición. Los pequeños generalmente lograban evadir la compañía de los mayores y se divertían jugando al croquet, nadando, recibiendo lecciones de tenis de un profesional o jugando al golf con palos de tamaño menor en campos privados.

Si tenían suerte, David y su padre se acercaban a la casa de los Martínez y se unían a los festejos, en los que algún primo tocaba la guitarra y cantaba y los hijos de los Martínez —ahora eran cinco— corrían hablando en un rápido español con sus primos de Sonora. Esto era divertido y, desgraciadamente, para David no sucedía con demasiada frecuencia.

David no era un niño extrovertido; parecía hallarse inmerso en su mundo interior. Esto no era extraño, teniendo en cuenta la confusión de su corta vida.

Pronto alcanzaría la edad exigida para ingresar en la Academia Militar Black Foxe, donde se enfrentaría con la realidad de la rutina y la competencia con sus compañeros en lugar de hallarse en una lucha constante entre dos viejas que no tenían nada que hacer.

A veces Fergus sentía culpabilidad por los domingos que pasaba su madre. Pero no necesitaba preocuparse, pues Mary Francés consideraba estos días como el mundo que había montado para sí misma con su amigo especial.

Kathleen era la bendición de Mary Francés, quien abrigaba la apostasía de desear que esta muchacha pelirroja de piel blanca fuera la esposa de su hijo.

Este domingo, como todos, Kathleen la recogió en el M armón gris perla para asistir a la primera misa.

—Éstas son las mañanas en que Tony se convierte en un paisano —sonrió—. ¡Mary Francés, qué bueno es! Lleva a los niños a casa de su madre, van a la iglesia de la vieja plaza... y luego todos se hartan de judías y enchiladas para satisfacción de sus corazones y se sientan a., chapurrear en español. A Tony lo quieren mucho. Lleva a la familia las provisiones que necesitarán durante toda la semana y todos van a saludarlo y a pedirle limosna. Pero a él le encanta y lo merece.

—Tienes suerte —comentó Mary Francés—. Él trabaja con tesón.

—Seguro —afirmó Kathleen—» Durante su día libre no piensa más que en llegar a casa y comenzar a preparar la comida para nuestros parroquianos. Venga esta noche, que prepararemos goulash.

—¡Oh, sí! —exclamó Mary Francés—. ¿Irá Fergus?

—No, tiene una reunión. David cenará con sus abuelos. Pobre niño.

Ambas estaban de acuerdo en esto, pues conocían la pesadez y tristeza de la familia Moses.

Después de la misa anduvieron por el nuevo y floreciente Beverly Hills y tomaron una comida ligera en el Hotel Beverly Hills.

—¿Sabía que Will Rogers afirma que en Beverly Hills hay más agentes inmobiliarios que contrabandistas de alcohol? —preguntó Kathleen.

Anduvieron por las nuevas calles, recorriendo polvorientos campos de judías que eran arados; llegaron hasta la autopista en la que Barney Oldfield escribió una página de la historia de las carreras.

—Quizá deba poner un nuevo restaurante en Beverly Hills —comentó Kathleen.

—Oh, no, yo no lo haría —aconsejó Mary Francés—. Creo que el mejor sitio es cerca del Rancho La Brea. Me decidí y compré por cincuenta dólares el pie un terreno que hace esquina. Hoy sólo lo podrías conseguir por el triple. Vayamos hasta allí a verlo.

Kathleen sonrió.

—¿Lo sabe Fergus?

—¡Por Dios, no! —repuso Mary Francés.

Anduvieron en coche por las carreteras y los caminos laterales, mirando los cortes amarillos de las colinas verdes y los arroyos, a medida que nuevas calles, aceras y terrenos nivelados imprimían cicatrices sobre los caminos y los viejos ranchos.

Hasta los productivos campos cercanos a Pico eran arados; de allí habían salido, durante la guerra, los frijoles blancos comunes que habían dado dolor de estómago a miles de marinos. Ahora los campos de frijoles dejaban paso a aeropuertos y fábricas. A lo lejos, Signal Hill comenzaba a vomitar sus gases venenosos mientras las refinerías y los pozos producían millones para los hombres del Medio Oeste que habían emigrado al Oeste incluso antes del fin del siglo.

Mary Francés no tenía sentimiento alguno con respecto al robo de tierras. Se alegraba de que muchas personas utilizaran la tierra, y sólo pensaba en el valor de la inversión.

—Kathleen, tú también debieras comprar un terreno —agregó—. Si no te apuras, será demasiado caro. Yo ya empecé a cambiar algunos de mis lotes únicos por terrenos de mayor tamaño.

—Sucede que mi dinero está invertido en el restaurante de pago al contado —explicó Kathleen—. No sé nada sobre terrenos. Pero sé que uno siempre puede confiar en el hecho de que las personas tienen hambre aproximadamente tres veces por día.

 

PARA FERGUS LOS PROBLEMAS del estudio eran múltiples. El entusiasmo por el joven arte de la cinematografía era remplazado por las críticas. La industria debía ponerse los pantalones largos y olvidar la adolescencia. Corría el año 1927.

Las tragedias que había sufrido la sociedad cinematográfica durante la década anterior produjeron preocupación y censura nacionales. Olive Thomas, una hermosa actriz casada con Jack Pickford, se había quitado la vida en París bajo los efectos de las drogas. El guapo Wallace Reid murió a los treinta años por la misma causa, en la cumbre de su carrera. Fatty Arbuckle había sido acusado de un sórdido asesinato después de una juerga desenfrenada en San Francisco.

El asesinato sin resolver del afable director William Desmond Taylor había puesto fin a la carrera de la bonita y rubia Mary Miles Minter y de la mordaz Mabel Norín and, que también fue víctima de las drogas.

La prensa y el público se abalanzaron rápidamente sobre la industria cinematográfica y la única solución consistió en elegir un árbitro de la moral. Puesto que Will Hays había sido nombrado presidente de la Motion Pictures and Producers Distributors of America, un movimiento de su cabeza podía terminar con una carrera.

Fergus se agitaba y daba vueltas en la cama cuando pensaba en que Zukor se había visto obligado a perder dos millones de dólares por las cintas de Fatty Arbuckle. Puesto que tenía en sus manos a los revoltosos Barstow, siempre que el teléfono sonaba de noche temía que hubieran surgido problemas por partida doble. Sabía a quiénes debía sobornar en el Departamento de Policía y a qué guardianes de las tabernas clandestinas y los cabarets había que pagar.

Sus dos estrellas principales debían ser protegidas, por todos los medios, de la prensa, sedienta de cualquier escándalo jugoso. Pero sucedía que Titán las necesitaba desesperadamente.

De las diversas y efímeras escapadas amorosas de Fergus durante aquellos bulliciosos años, Grace Boomer —compañera de una sola noche— había sido la única con quien entabló amistad.

Grace había sido extra y vivía con oficinistas y salía con los que estaban de paso. Después de que Fergus la llevó a cenar y, como esperaba, fue a su apartamento de Orchid, ella confesó, mientras bebía ginebra de contrabando, que estaba harta de encuentros de una sola noche, interminables y sin sentido, y que deseaba trabajar en algo auténtico.

Fergus, conmovido por su sinceridad, puso a prueba la determinación de la muchacha ofreciéndole el puesto de encargada de la correspondencia. Grace trabajó con ahínco y aceptó la tarea pobremente remunerada, sonriendo y saludando a Fergus cada vez que lo veía.

Por último fue trasladada al departamento de publicidad, que se hallaba en expansión, para el cargo de ayudante de Red Powell, jefe de publicidad. Hizo grandes progresos y se convirtió en leal defensora de Fergus en un departamento compuesto por rufianes ambiciosos que se interesaban por las empresas Moses más importantes.

Fergus descubrió que era necesario aumentar la publicidad sobre la última película de Claudia, Lucrecia. Debido a la vulgar dirección de Plimpton y la evidente falta de afinidad de Claudia con el guapo protagonista, Leslie Charles, la película dejó mucho que desear. La última moda consistía en que los actores presentaran personalmente sus films. Los nuevos palacios cinematográficos eran los depósitos de la euforia de masas, en los que los admiradores peleaban y hacían cola para ver en persona a sus estrellas favoritas.

 

CLAUDIA HABÍA PROCURADO NO VER a Simón en privado. Le resultó difícil, pues sus ojos la seguían cuando ella se veía obligada a asistir a las diversas reuniones de Titán. En varias ocasiones le había dado la mano ceremonialmente en beneficio de los importantes visitantes de Nueva York. Naturalmente, fue fotografiada con él y otras estrellas de Titán cuando inauguraron las nuevas oficinas.

El hecho de hallarse cerca de él en términos tan formales la perturbaba. Añoraba la continuidad de esta relación, el amor que podía esperar más allá de las aventuras sexuales, el modo personal en que él protegía sus películas y la camaradería que había surgido de la ayuda que se habían prestado en los sencillos comienzos.

Fergus constituía la fuerza organizadora del aspecto material del estudio, pero la admiración impetuosa y práctica de Fergus por los talentos creativos y su instinto para el tipo de película que daría dinero era lo que lograba que las películas de Titán alumbraran la pantalla. Simón se limitaba a seguir tendencias —Claudia y Jeffrey habían discutido intensamente esta cuestión— y, con el correr de los años, se había convertido en un poderoso empresario.

Más de una veintena de estrellas componían la nómina de la compañía, pero ella tenía un trato especial, ya que junto con Jeffrey había contribuido a amasar la riqueza del estudio.

Claudia se sorprendió al recibir una llamada telefónica personal de Simón.

Claudia, debo quebrar el silencio que se interpone entre nosotros. ¿Podría verte mañana?

—Oh, Sí; ha pasado tanto tiempo... ¿Cómo podré mirarte a los ojos después de lo que habrás oído? No sé.

—Claudia, en parte soy también responsable. Debo verte.

—¿Dónde? —preguntó.

—¿Te parece bien la casita del rancho? ¿Todavía tienes la llave?

Simón le había regalado un llavero cuyo extremo mostraba la réplica en oro de la casa.

—Oh, sí, claro que tengo la llave. ¿A qué hora?

—Será mejor por la tarde. ¿Te parece bien a las dos?

—A las dos estaré allí —repuso.

¿Qué sentido tenía meterse de nuevo en esto? Las noches solitarias, la ridícula persistencia con un hombre mayor casado con una mujer a la que jamás abandonaría y entregado a un negocio que exigía la mayor parte de su tiempo.

Pero deseaba estar con él, ver la calidez de sus ojos cuando la miraba. Estaba acostumbrada a los hombres guapos, que utilizaban la belleza para sus actuaciones; habían estado a su alrededor toda la vida: en la familia y en el trabajo. Pero Si era distinto, inocentemente elegante y no intentaba llamar la atención. ¿Cómo un hombre que había comenzado con un carro de venta ambulante en Doyer Street había conseguido todo esto?

Salió de su casa de la playa y fue hasta Santa Mónica. la iglesia católica situada en la Calle Séptima. Había transcurrido mucho tiempo desde que encendiera por última vez un cirio. Sabía que para ella no había salvación en una religión que había abandonado. La idea del ritual y la confesión la amedrentaban, pero la oración era algo distinto.

“Por favor, señor —rezó en silencio—, permíteme tener a este hombre en mi vida, permíteme amarlo y cuidarlo como él me cuidó. Permite que de algún modo hayan en mí un amor y una plenitud que merezcan su devoción. Y no me permitas perturbar su otra vida, sino mostrarme satisfecha con lo que de él reciba...”

Algo turbada, abandonó la iglesia. Tendría que buscar la salvación en su propia vida, no en una iglesia vacía donde el olor a incienso entorpecía su razonamiento, en una acción que había sido dictada por su fantasía infantil.

Al día siguiente hizo que su cocinero preparara una cesta con manjares exquisitos y champán helado. Guardó la ropa de montar en una maleta, con la esperanza de que ella y Si cogieran caballos de los establos del estudio y pasearan por las colinas, tal como habían hecho muchas veces. Agregó un hermoso vestido y uno de sus camisones más transparentes, y partió en un estado de júbilo que hacía mucho tiempo no sentía. Era ridículo mostrarse tan ansiosa por encontrarse con un hombre con el cual había convivido durante años y que, en realidad, estaba lejos de ser el más excitante compañero de cama que hubiera tenido.

Claudia entró en la casa, abrió las ventanas, salió al patio y recogió un puñado de margaritas, las acomodó en un florero de peltre y giró alegremente para ver cómo se agitaban las blancas colinas a causa de la brisa fragante meciendo las flores. ¡Oh, era maravilloso regresar! El escenario estaba montado.

Apareció la limousine de Simón. Se sorprendió al ver que Timmons, el conductor, abría la puerta trasera y luego se dedicaba a leer la “Pólice Gazette”. ¿Por qué Si no había ido en su Pierce Arrow? Estaba vestido con traje oscuro y corbata. Debía tener la maleta en el coche, pues sólo llevaba un maletín.

Simón abrió la puerta y se detuvo a mirarla un instante. Era sólo un recuerdo del hombre que había ido a su apartamento y le dijo que la amaba, pidiéndole que lo acompañara a Atlantic City.

Corrió hacia ella y la abrazó. Luego se separó y la miró.

—¡Oh, Claudia! ¡Claudia! —Sus manos temblaban como aquella vez. Se agachó para besarla y luego la miró a los ojos—. ¡Qué hermosa eres!

Claudia le acarició la mejilla.

—Por Dios, Si, quítate el abrigo. No seas tan formal. Bebamos algo.

Claudia sacó un cigarrillo y Simón se apresuró a encenderlo. Luego abrió la botella de champán y lo sirvió. Parecía nervioso. ¿Qué era lo que le preocupaba? Naturalmente, hacía mucho tiempo que no se reunían. Después de lo ocurrido, tampoco debía ser fácil para él.

—Claudia..., tengo problemas.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Reina la calma en los negocios. Las grandes salas cinematográficas me están dejando sin un céntimo. La condenada radio está rivalizando con la industria de nuestra familia.

—¿Es realmente tan serio? —inquirió.

—Terrible..., terrible. Podría quebrar.

—¿Y mi nueva película? ¿.Lucrecia no obtiene lo que esperabas?

—Lamento decirlo, Claudia, pero sabes que los preestrenos en Santa Bárbara y Pasadena fueron tibios, y a la cadena de salas no le va tan bien con esos prólogos elegantes. Ahora bien, si estuvieras dispuesta a realizar una gira de representaciones personales con la película, tendríamos que ahuyentar a la gente.

—¡Yo! —exclamó Claudia—. ¿Pretendes que yo haga una cosa así y sea empujada por el público? ¡Vamos, Si, es pedir demasiado!

Simón bajó la cabeza.

—Supongo que sí. Supongo que no lo harías ni siquiera por mí, aunque supieras que puedo quebrar. Si comenzamos a insuflar nuestra producción ayudará a que la gente retorne a nuestras salas de las grandes ciudades. ¡Siempre temí a esas salas gigantescas! Sabía que abarcábamos más de lo que podíamos. Pero Abe no quiso escuchar... no quiso escuchar.

Claudia se acercó a él. Simón no se caracterizaba por asustarse. Acarició su pelo canoso.

—De acuerdo, querido, lo haré por ti —respondió—. Tú has hecho todo por mí. Ahora descansemos. Enciende el fuego, quítate el traje y ponte algo más cómodo... como solíamos hacer.

—¿Lo harás? —le preguntó mientras la besaba en el cuello.

—Sí, si tú me lo pides —respondió.

—Bien —agregó—. Llamaré ahora mismo a Red Powell para que prepare el itinerario. Tengo una copia para ti en el maletín.

Moses caminó hasta el bargueño y lo abrió. Allí había oculto un teléfono.

—¿Cuándo instalaste este teléfono? Creí que habíamos hecho la promesa de que nunca tendríamos uno.

—Bueno —se disculpó—, puesto que había dejado de verte...

Mientras Simón hablaba por teléfono, Claudia lo observó. Siempre lo había embromado diciéndole que era un Shylock. Pero ahora comprendió que Shylock se había convertido en César, y que luchaba de un modo muy claro por su imperio, hasta llegar a utilizarla a ella.

Cuando colgó el auricular, Claudia se hallaba de pie junto a la chimenea apagada.

Se acercó a ella sonriente y comentó:

—Red está encantado. Será grandioso. Durante la gira tendrás lo mejor de lo mejor, y ya sabes que yo te recompensaré.

—Hablando de quitarte el abrigo y encender el fuego... —murmuró molesta: todo había sido tan preparado de antemano.

Simón la abrazó.

—Querida, tendrá que esperar. Lo siento, pero debo salir para Nueva York. Apenas pude conseguir un rato para venir a verte aquí... Y lo deseaba tanto...

—Seguro —se mofó fríamente—. De acuerdo, señor Moses. Le protegeré, ya que usted me protegió. Sigues enojado conmigo por lo que dije en el Hotel Hollywood: ya sabes que no fui contigo lo que podría llamarse fiel. Bien, Si, escucha. Te quería. Es posible que te haya utilizado, pero te quería. Y ahora tú no eres exactamente leal conmigo. Me estás usando como a un artículo de la corporación. Iré. Claro que realizaré tu piojosa gira. También está en juego mi pellejo. ¡Pero desaparece inmediatamente de mi vista! Vine aquí para hacer el amor contigo; ahora que has recibido lo que querías, puedes irte.

—Pero... Claudia —se defendió—. Te quiero. Deseo quedarme, pero no... no te imaginas lo que me están haciendo en Nueva York. Es una lucha por la vida. No tengo otra alternativa.

—Ninguna alternativa —lo corrigió—. Vete, ya has logrado tu objetivo.

Lo empujó hacia la puerta, recogió el maletín, lo tiró afuera, dio un portazo y echó el cerrojo a la puerta.

—Claudia... —susurró Simón para que el chófer no lo oyera.

—¡Vete! —gritó—. Hijo de puta. ¡Si no te vas daré en escándalo que podrá oírse desde los establos!

Claudia oyó las pisadas de Simón mientras se acercaba al coche. Se sentó, conmovida, y luego comenzó a reírse de sí misma. ¡Increíble! Claudia Barstow encendía Cirios en una iglesia y representaba el papel de María Magdalena. El hombre a quien Claudia Barstow estaba dispuesta a dedicar su vida, aunque sólo recibiera una pequeña parte de la de él, la había dejado plantada.

Terminó el champán, abrió de golpe el bargueño y levantó el auricular e intentó comunicarse con Fergus. Al menos ella le había dedicado parte de sus pensamientos. ¡A la mierda con Simón Moses! Todo había terminado.

Fergus había ido a pasar el fin de semana a Santa Bárbara. Claudia abrió un aparador de la cocina, sacó una botella de whisky y salió al patio.

Bien, ¿por qué no plantarse en medio del camino? Allí habría adulación, admiradores, podría exhibir su ropa nueva y olvidarse de los tibios preestrenos. Era libre, ahora no tenía compromisos y esta vez, sin ningún deseo más que el de divertirse, compartiría su cama con cualquiera. Después de todo, ¿qué era lo que Jeffrey le había dicho? Ah, sí, necesitas un nuevo reparto de papeles.

 

EL DEPARTAMENTO DE PUBLICIDAD en pleno había puesto obstáculos a la idea de que Claudia realizara una gira. Además de tener que acarrear decenas de baúles, maletas, cajas con pelucas, bolsos de maquillaje y un bar portátil que necesariamente debía llenarse en cada uno de los hoteles, conocían los pecados personales de la estrella. Desesperado, Fergus buscó una solución. Le pidió a Grace Boomer que fuera a su despacho, la felicitó por el trabajo que estaba realizando y le sirvió un trago. La muchacha estaba anonadada al comprobar que no se

trataba de algo personal, sino de un asunto de negocios, pero ella debía mantener a su madre enferma.

—Grace, ahora eres una verdadera publicista —comentó con entusiasmo—. En un año has pasado de recadera a un trabajo importante. Tengo noticias para ti. Serás ascendida. Se te aumentará el salario. Esto significa que considero que estás preparada para realizar una tarea muy importante para Titán. Será tu primera oportunidad. Ahora que las presentaciones personales en las salas cinematográficas son tan valiosas, hemos decidido que Claudia Barstow realice un circuito para promocionar Lucrecia. Pensamos que sería una idea fabulosa que tú la acompañaras. ¿Qué opinas? —Sonrió y ella lo miró por encima del vaso, con los ojos desmesuradamente abiertos—. Recorrerás los Estados Unidos en primera clase, con todos los gastos pagados.

¡Una agente de prensa novata de veinticuatro años acompasando a una reina cinematográfica de treinta y cinco en un recorrido por todo el país! San Francisco, Seattle, Chicago, Detroit, Nueva Orleans, Dallas y Nueva York.

Fergus no le contó que Red Powell no estaba dispuesto a hacerlo. Y tampoco que Chris Holmes rechazó la tarea, el aumento de salario que incluía y renunció después de cinco años de antigüedad.

Grace no entendía nada. Conocer a todos los periodistas. Ser anfitriona de la serie de fiestas que se darán en honor de una encantadora estrella cinematográfica» Hacer contactos para toda la vida, conocer los presidentes de los clubs de admiradores y ver cómo golpea el pulso de la nación con respecto a los preferidos de los Estudios Titán.

Conocer a políticos y gente importante capaces de abrir todas las puertas en cada una de esas ciudades.

¿Por qué Fergus no aprovechaba su posición en la empresa e iba?

 

EN EL LARK, CAMINO SAN FRANCISCO, Grace Boomer, con la mente puesta en las entrevistas, preparaba material publicitario especial para cada ciudad y se sentía astuta y ejecutiva con su nuevo traje de Broadway— Hollywood. A la mañana siguiente el mozo de servicio la llamó al llegar a Palo Alto y vio a cuatro estudiantes, legañosos y borrachos, saludando ante la ventanilla del compartimiento de Claudia Barstow.

¿Cómo sabían todos dónde se encontraba la actriz?

Allí había una mujer; una actriz que no existía si no tenía público: la soledad era un anatema para ella. Pero Grace no lo había comprendido hasta ahora. ¿Por qué?

Porque era una tonta. Por eso. Y, además, no había hecho caso de todas las advertencias veladas con respecto al alcohol, los encuentros y el equipaje. Ella le había gustado a la señorita Barstow, que había encontrado encantadora su compañía. Y se puede aprender mucho al estar cerca de una criatura excepcional como una Barstow. Grace intentó hablar con mayor corrección y comenzó a perseguir la afabilidad en lugar de preocuparse por los mozos de servicio y los camareros que visitaban a la actriz.

Llamó a la puerta del compartimiento de Claudia para ayudarla a ordenar el equipaje. El tren llegaría pronto a San Francisco.

Después de esperar oyó un “adelante” casi imperceptible.

Claudia estaba echada en la cama, vestida con un peinador de seda. Reinaba el desorden en el compartimiento; vasos y botellas vacías inundaban el suelo. Infinitas

colillas revelaban la presencia de los muchos visitantes que habían pasado allí la noche.

El tren pasó por Atherton. El mozo de servicio pidió que el equipaje fuera apilado en la plataforma.

—Señorita Barstow, será mejor que se vista —dijo Grace, ignorando su mirada vidriosa y enojada—. Estamos por llegar a la estación y debemos apearnos.

—Que esperen —contestó Claudia—. Debo prepararme.

Grace llamó al mozo de servicio y lo sobornó para que le consiguiera café doble.

—Tratemos de apresurarnos. Quizás algunos miembros de la prensa la estén esperando allí y sé que el club de sus admiradores hará acto de presencia. Es un gran día para ellos.

Esto alegró notablemente a Claudia. Grace le alcanzó la loción de limpieza y el maquillaje. Notó que Claudia se maquillaba con genio instintivo. Resultó increíble cómo se transformó casi de inmediato en una belleza.

Grace la ayudó a vestirse. Claudia, al comprender que era demasiado tarde para arreglarse el pelo, se puso un sombrero muy ajustado a la cabeza. Azorada, Grace vio que la actriz sacaba un mechón de cada costado y hacía que todo su aspecto pareciera perfectamente ordenado.

Claudia ingirió bicarbonato y eructó delicadamente. Masticó varias hojas, se cubrió generosamente de colonia Jockey Club y se sentó: el retrato de una mujer hermosa y dueña de sí misma, deseosa de reunirse con el público que la adoraba.

Grace arregló rápidamente el compartimiento y guardó cosas a diestra y siniestra. Levantó la vista una vez y vio que Claudia, con la serena satisfacción de la realeza, parecía observar la burda conducta de una sierva.

En el andén había cientos de admiradores y varios policías que habían sido puestos sobre aviso por Red

Powell. Claudia fue escoltada por vehículos que la protegieron del público que la adoraba.

Grace lanzó un profundo suspiro. Bien, al menos la actriz era una borracha bastante agradable.

No sabía cuánto se equivocaba.

Después de San Francisco, Claudia cayó en un sueño letárgico. El viaje fue aburrido —la mayoría de los viajeros eran familias que emigraban— y Grace logró mantenerla fuera del coche salón gracias a la Prohibición.

La persona que tenía a su cargo lentamente se animó, pero luego se puso nerviosa e irritable... Y cuando llegaron al hotel de Chicago ya era una maniática de ojos desorbitados.

—Consígueme un poco de alcohol decente y un par de compañeros —gritó Claudia—. ¿Acaso Moses cree que esta miserable excursión es un picnic de la escuela dominical? No podré enfrentarme a la prensa a menos que tenga antes algo que relaje mis nervios y algún compañero decente. ¡Me pongo demasiado nerviosa al estar enjaulada!

—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó Grace—. ¿Qué puedo hacer?

—Oh, Dios mío —se quejó Claudia—. ¿Por qué mierda Fergus no mandó a Red Powell?

Agarró una botella de champán de la mesa, y avanzó a grandes pasos por el decorado saloncito del dormitorio y se encerró bajo llave.

Grace oyó el estallido del corcho. Llamó a la puerta y dijo:

—Señorita Barstow, la prensa la espera dentro de una hora.

—¡Consígueme un hombre! —gritó Claudia.

A Grace le pareció que transcurrían miles de años hasta conseguir ponerse en comunicación con Fergus, que

estaba en Hollywood. Mientras aguardaba, temblorosa, sosteniendo el auricular, oyó que Claudia se enfurecía consigo misma.

—Ha enloquecido —explicó Grace—. Está en el dormitorio, dando alaridos, y pide un hombre. Debe reunirse con la prensa dentro de una hora. ¿Qué hago?

—Llama al jefe de botones —respondió Fergus—. Entrégale cien dólares y luego explícale que nuestra estrella está nerviosa y necesita compañía. Comprenderá. Y atrasa una hora la conferencia. Ofréceles bebida y comida. Alquilaré el avión de Ned Doane e iré para allí.

Grace comenzó a llorar.

—Estoy asustada.

—Maldita sea, olvídate del susto. Grace, eres responsable de una inversión comercial de varios millones de dólares. Escucha, llama a Pete al despacho del jefe de botones. ¡Dile “el tratamiento”! Muestra el dinero. Para eso lo tienes, para una emergencia. Menciona el nombre de nuestra estrella. Él sabrá qué hacer. ¿Comprendido? Saldré1 al amanecer y mañana estaré allí.

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