Claudia

Claudia


Segunda parte » Capítulo 12

Página 21 de 36

Grace se comunicó con el jefe de botones. Alrededor de diez minutos después Pete subió con un guapo botones italiano que miró lascivamente a Grace. Los dejó entrar y se sintió tan sucia que pensó que nunca más sería capaz de mirarse al espejo.

—Señorita, esto es bastante difícil —dijo Pete—, pero la ayudaré.

Grace le entregó un fajo de billetes y notó que su preocupación desaparecía rápidamente.

—Ocúpese de todo —pidió, descompuesta.

Los dos hombres se detuvieron ante la puerta de Claudia y Pete comenzó a halagarla para que abriera. Cuando Grace vio que la puerta se entreabría, corrió hasta su habitación, situada al otro lado del pasillo. Colocó sus

manos temblorosas en su frente sudorosa, entró en el cuarto de baño y vomitó.

Se duchó, se puso el vestido negro, el collar de perlas y su sombrerito floreado, comprado con tanta excitación inútil, recordó, hacía tan sólo una semana, aunque tenía la sensación de que hacía una eternidad.

La prensa se reunió en el elegante Salón Rosa. Un cuarteto de cuerda que parecía salido de La muda alegre tocaba detrás de una cortina de helechos y el hotel servía discretamente bebidas ilegales en tazas de té.

La presidenta del club de admiradores de Claudia Barstow, Helen Crump —una flaca solterona de más de cuarenta años que llevaba cuatro hileras de abalorios rojos y un sombrero que parecía doble— la saludó efusivamente.

—Viajar con ella debe ser emocionante —comentó—. No he visto a Claudia desde que vino al Este para comprar ropa. ¡Bien, supongo que su público tendrá que cedérnosla una vez más!

Grace se preguntó qué estaba cediendo en ese momento el público de Claudia y qué explicación daría a la prensa una hora más tarde si Claudia no aparecía.

Pero aproximadamente una hora después, tal como estaba previsto, el cuarteto interpretó Velia y Claudia entró en el salón.

Incluso Grace contuvo la respiración.

Allí estaba Claudia, regenerada y regia, con un vestido de gasa, y perlas que brillaban en su pálido cuello y orejas. Llevaba el pelo trenzado y recogido sobre la cabeza como una corona. Parecía resplandecer a la luz de las velas y miró a los asistentes de modo soñador y reflexivo que, para los románticos, parecía cercano a las lágrimas. Dio graciosamente la mano a cada persona, recordando algunos nombres.

Claudia apoyó delicadamente la mano en el hombro de la joven representante de prensa, como si fuera su protegida.

—Ahora, mi querida Grace, debes relajarte —dijo con su hermosa voz dramática para que los periodistas cercanos la oyeran—. Debes estar cansada después de haber pasado esos días agotadores conmigo en el tren.

—¡Oh, señorita Barstow! —murmuró Helen Crump.

Grace se separó de los reunidos y aceptó agradecida una taza de whisky y soda.

Se ocupó de ofrecer fotografías y declaraciones de prensa sobre la última supercolosal película Titán que había protagonizado Claudia Barstow. Hizo esfuerzos por no pensar y descubrió que sonreía con una avidez conciliadora que se convertiría en su característica siempre que estuviera a cargo de estrellas que se encontraran bajo diversos estados de ánimo.

Claudia, ignorándola, hizo un recorrido por las tabernas clandestinas con varios miembros de la prensa, viejos camaradas que eran cordiales bebedores.

“Espero que la emborrachen —pensó Grace—. Así todo quedará aplazado hasta que llegue Fergus.” Se sonrojó al reparar en la tranquilidad con la cual su mente se acostumbraba a estas miserias.

Rechazó las frías invitaciones de varios miembros jóvenes de la prensa, que supuso contaban con la promesa de algún entretenimiento después de la diversión; engulló unos mezquinos canapés y se encerró en su habitación.

Se tumbó agotada en la cama y comenzó a revisar las listas de la prensa y a detallar el material y las fotografías que había entregado. De este modo todo estaría en orden cuando Fergus llegara. Al poco rato se quedó dormida.

Se despertó cuando su puerta pareció venirse abajo. Se levantó de un salto, la abrió y se encontró frente a Claudia Barstow.

—¿Qué servicio de mierda es éste? —gritó Claudia. Tenía el pelo caído sobre una oreja, estaba borracha y su boca mostraba una delgada línea de resentimiento. Grace volvió a llamar a Pete.

Faltaban horas para que amaneciera en Hollywood. Deseó que Fergus tuviera alas. Al mismo tiempo estaba furiosa con él.

La juerga al otro lado del pasillo se prolongó durante toda la noche. Grace se acurrucó en la cama y se tapó la cabeza con las mantas.

“¡Maldito clan Barstow! ¡Maldito Fergus! (Y eso que le había gustado bastante.) ¡Maldito Titán! ¡Malditos hombres!”

Fergus tendría que darle un aumento de salario, ascenderla a jefe publicista y abrirle una cuenta de gastos si pretendía que ella continuase con Claudia.

 

—DE ACUERDO —DIJO FERGUS, sentado frente a Claudia, mientras desayunaban—. Esto debe concluir, Claudia. Tienes un problema y, si piensas seguir en Titán, tendrás que superarlo. ¿Qué piensas hacer?

—Supongo que te refieres a mis hábitos alcohólicos —comentó Claudia levantando las cejas.

—Me has leído la mente —agregó Fergus, ahora que ella sostenía la taza de café con ambas manos—. Mírate. Estás al borde del delirium tremens. Claudia, hemos recorrido un largo camino. Eres una mujer de talento. Todo esto resulta lamentable.

Claudia caminó hasta la chimenea y apoyó un brazo sobre la repisa de mármol. Estaba hermosa. Incluso ahora, pensó Fergus.

—Mírate a ti mismo —comenzó Claudia—. Has engordado bastante. De no ser por Si, que te necesitaba como mediador, ahora te estarías ocupando de los inquilinos de la pensión de tu madre. No digo que no hayas aprendido a llevar tu negocio, pero sé quién es tu amo: el poder, Fergus; el poder. Y el dinero, naturalmente, con el cual se compra poder. Pero recuerda esto, mi buen amigo, una cosa es la ambición y otra muy distinta el talento. Y todo el poder y el dinero y la ambición del mundo no pueden remplazar al talento. Sin nosotros, Si y tú tan sólo sois miserables hombres de negocios. Con nosotros, poseéis un imperio mágico. Cuando trabajo, trabajo. Pongo todo en las películas. Estoy allí a la hora intempestiva en que se me dice que debo acudir. Lo que hago con el tiempo libre es cosa mía. Y pago por él, no olvides las horas solitarias, las malditas e impersonales habitaciones de hotel, lo decorados helados, las comidas improvisadas, los robos que sufro porque soy una reina del cine. ¿Acaso crees que alguien me quiso realmente alguna vez? Créeme, ni siquiera Simón me quiso por mí misma. Querido muchacho, no olvides que cuando eras un chiquillo tú mismo arreglaste, en mi propia cama, juntarme con Simón Moses. ¿Recuerdas? Fui admirada, buscada y usada debido a que una corporación me tiene en millones de cintas de celuloide.

—Bravo —comentó Fergus y aplaudió—, podríamos usar esto en una de las películas que detestas y que te han hecho millonaria.

—De millonaria nada, te lo aseguro —especificó Claudia—. Hubo bastantes pordioseros que supieron cómo sacarme muchas cosas. Claudia Barstow también debe intentar comprar su camino... Soy la mujer más sola del mundo. Nadie me quiere por lo que soy..., ¡tan sólo por lo que suponen que puedo darles!

—Me parece que necesitare un empresario más eficaz agregó Fergus—. Pero signes evitando la cuestión.

Y seguiré haciéndolo —puntualizó Claudia—. Cuestión que te tranquilizará puesto que estoy promocionando tu película en tus palacios cinematográficos, y seguramente no deseas que me vaya, ¿no es cierto?

—No son mis palacios cinematográficos —aclaró Porgue—. Yo sólo trabajo allí. Querrás decir las salas cinematográficas de los Moses.

Bueno, te casaste con ellas, ¿no es así? — preguntó, Claudia caminó hasta la ventana y miró el lluvioso cielo plomizo.

—¡Oh, Dios! —murmuró Claudia con tanta desesperación que Fergus guardó silencio.

Se acercó a ella y la cogió de los hombros.

—Claudia, no puedo ayudarte. Todos debemos encontrarnos a nosotros mismos. Lo he intentado y sigo haciéndolo. No es una tarea demasiado agradable. David es prácticamente lo único que me interesa.

Claudia lo miró. Fergus nunca había visto en su rostro una expresión de lástima o interés por él. La actriz le acarició la mejilla.

—Bien, Fergus, hemos recorrido un largo camino —dijo—, pero me pregunto si alguna vez supimos realmente hacia dónde íbamos.

—Tú has dado felicidad a mucha gente —afirmó—. Las personas olvidan sus propios problemas cuando te ven en el cine. Esto es importante.

—Supongo que sí —dudó.

Claudia se sentó en el sofá cercano a la chimenea, golpeó nerviosamente un cigarrillo y Fergus se lo encendió.

Tómalo con calma, Claudia —le aconsejó— y afloja el paso. Quizá tengas suerte y encuentres a alguien que se preocupe realmente por ti.

—No donde estoy, viejo amigo —agregó—. Es demasiado tarde. Supongo que de lo único que disfruto realmente es de todo ese amor y devoción falsos que recibo mientras estoy rodando una película. Encuéntrame buenos argumentos, buenos actores con quienes compartir el escenario, un buen director que realce mi facha y tendré unos años más de hipocresía. Parece que sólo sirvo para eso.

—No es tan terrible —la besó en la mejilla—. Debo irme, si no el avión despegará sin mí y perderé una reunión de la junta de directores, en la cual les diré cuán grandiosa eres y obtendré un trato mejor cuando llegue tu opción. Es decir, muy pronto.

Después de la partida de Fergus, Claudia caminó hasta el espejo de pared y contempló su imagen: el peinador rosa, el pelo recogido en lo alto de la cabeza, el rostro que adoptaba automáticamente una expresión encantadora.

—¡Oh, mierda! —protestó y sacó la lengua—. ¡Qué cursi te pones a veces!

Sonó el teléfono. ¿Quién demonios podía ser?

—Hola —saludó una tersa voz masculina—, apuesto a que no sabes a quién pertenece esta voz del pasado... Nada menos que a... Mike Cúneo. ¿Recuerdas tu primera película? Bien, quizá no sabías que yo puse la fortuna. ¿Qué opinas?

—¡Mike! —exclamó—. ¡Por Dios, claro que te recuerdo! El juego de dados ambulante. El guapo muchacho de pelo negro rizado. ¿Qué haces en Chicago?

Mike rió.

—¿No has oído hablar de mí?

—No —respondió—, ¿por qué?

—Yo... bueno, no puedo explicarlo por teléfono. Pero supongo que has oído hablar de la prohibición. ¿Te gustaría pasear por la ciudad en un coche a prueba de balas? ¿Comprendes el mensaje?

Claudia se echó a reír. Un gángster de buena fe, probablemente contrabandista de licores. Al llegar a esta conclusión se animó.

—¿Sigues siendo tan guapo? —preguntó.

—Mucho más —respondió—. Ya sabes que nada ayuda* tanto como el éxito.

—Ven a verme —le pidió.

Mike no era exactamente lo que ella esperaba. Estaba más guapo y su ropa no era elegante, sino cara. Poseía realmente una limousine a prueba de balas. La llevó a sus clubs, sus almacenes y le mostró encantado que él era un personaje.

Pero le prohibió beber alcohol de mala calidad.

—Eso es tripa podrida para los peleles —explicó—. Cariño, conmigo beberás vino con las comidas. Es sano.

La agasajó con caviar, la llevó a pasear por el lago en su yate ligero y le presentó orgullosamente a sus amigos, algunos hombres importantes y otros secuaces.

Durante una semana pasearon, bebieron vino, comieron, permanecieron levantados hasta tarde charlaron, e hicieron el amor, al menos durante algunas horas. Mike no contaba con tanto tiempo libre como el que Claudia había supuesto.

A veces Mike llegaba a altas horas de la noche, después de llamarla innumerables veces por teléfono para evitar que se impacientara. Claudia aprendió que la espera valía la pena. Sentía que, al fin, había conocido una persona que era más hedonista que ella.

Claudia no sabía cuán grande era el reino invisible que él gobernaba, pero Mike parecía hallarse siempre al borde del peligro y esto estimulaba su imaginación.

La semana pasó rápidamente. Comenzó a recibir apremiantes llamadas telefónicas de Fergus.

—Claudia, conozco cuando una tos es falsa, y tú no tienes gripe —afirmó Fergus—. Así que no trates de engañarme. Si no regresas de inmediato, Titán entablará juicio por daños y perjuicios. Eres una profesional y sabes a qué me refiero.

—De acuerdo, de acuerdo —respondió Claudia, aliviada de que él no hubiera mencionado a Mike. Fergus se habría puesto furiosos de sospechar que entre todos los hombres del mundo ella estaba con Mike Cúneo, su viejo socio y, además, gángster.

 

LA HABITACIÓN DE CLAUDIA EN el Chief parecía un burdel. Un ramo de orquídeas colgaba del perchero. Una colcha de armiño y almohadones cubrían el sofá. Sobre la mesa había una cesta con caviar, foie gras, champán y fruta, junto a las copas de cristal y un cubo para hielo de plata.

Mike se detuvo, sonriente.

—Elegante, ¿eh? —preguntó—. Apuesto a que nadie te trató como yo.

—Te aseguro que nadie —sonrió.

—Pero esto no es todo —agregó Mike—. Cierra los ojos.

Mike ciñó en su muñeca un ancho brazalete de diamantes. Éstos se desplegaban en ramilletes, como en un cartel, formando las palabras: MIKE AMA A CLAUDIA.

La actriz estaba azorada.

—Para que comprendas lo que siento por ti —explicó.

—Estás loco —dijo, y lo besó—. ¡Es sorprendente!

—Ahora engorda un poco —le pidió—. Eso me gusta. Y saluda al viejo cabrón de Fergus en mi nombre.

—¿Por qué no puedes venir conmigo?

—Tengo una importante cita de negocios en Canadá, y esto exige precauciones. No quiero que la próxima vez me veas con un traje a rayas. Ya sabes que tienen unos sastres lamentables. Quiero estar en un sitio desde el

cual pueda tenerte a mi alcance, nena. Quizá vaya a la costa. Algún día podremos irnos a Europa. ¿Qué opinas?

—Me encanta, me encanta.

Claudia se le acercó, deseando poder compartir sus deseos con él. Era triste poseer todas estas cosas a solas, después de tanta excitación y sexo. Pero al menos regresaba al estudio sintiéndose como una mujer. Rió al mirar el extravagante brazalete.

Ah, era mejor que algunas cosas de la vida permanecieran en la cumbre.

Ir a la siguiente página

Report Page