Claudia

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Fidel no supo qué decir. Esa noche la Viuda no lo acompañó hasta la tranquera ni le hizo ningún comentario acerca del clima. El Cerrajero se quedó todavía dos semanas, hasta terminar el mes, pero ya no volvió a cenar con ellas después de aquella noche. Una mañana cargó todas sus cosas en la camioneta de un fletero y se mandó a mudar. Antes de irse abrió la tranquera y cruzó el jardín por última vez. Venía a dejar la llave y a traer unos regalitos de despedida: un pañuelo de seda para Angélica y una hebilla en forma de mariposa para Claudia. La Viuda no lo hizo pasar. En la puerta nomás le recibió la llave y los paquetes sin mirarlos. Fue una despedida de lo más fría, sin un beso ni un apretón de manos. A Claudia no la vio. Capaz que estaba en el patio de atrás, colgando la ropa o dándole de comer a las gallinas.

 

* * *

 

A Dios gracias el local no estuvo desocupado mucho tiempo. Pocos días después cayó un panadero de Cañuelas que tenía ganas de poner una sucursal en el barrio. A Angélica le vino al pelo. El pan que vendía no era de muy buena calidad, y las facturas estaban siempre medio gomosas, pero con tal que el tipo pagara el alquiler... Al final todo había sido para mejor, pensaba la Viuda. Por lo menos no iba a tener que verle más la jeta al viejo ridículo ése. No iba a tener que escuchar todo el día sus opiniones estúpidas, repitiendo como loro todo lo que oía por la radio, ni hacerse la que se reía con sus chistes imbéciles. Se debería creer quién sabe qué, el tipo. Viejo verde, venir a hacerse el galán con una chica discapacitada, que encima tenía edad como para ser su nieta. Y ella también, putita desagradecida, después de todo lo que había hecho por ella. Va a decir que no se daba cuenta de nada, que no ponía carita de inocente y no se le paseaba por delante todo el día con las tetas bien paradas. No señor, esas cosas ella no las iba a permitir. No en su casa. Ahí se hacía lo que ella decía, y al que no le guste, ya sabe.

Ese invierno debió ser el más frío de los últimos diez años, desde que vivían en Cañuelas. Por las mañanas el pasto amanecía con una capa de escarcha gruesa como un dedo. En el barrio hubo una epidemia de gripe que no perdonó a nadie. Todo el mundo cayó en cama. Claudia se recuperó enseguida, pero Angélica estuvo mal varias semanas. Casi pasa para el otro lado, se ve que andaba con las defensas bajas. La Mudita se encargó de cuidarla. Preparaba la comida, iba a la farmacia a buscar los remedios, le hacía nebulizaciones. Ayudaba a Angélica cuando tenía que a ir al baño, y cuando le agarraban calambres en las piernas le hacía friegas con Átomo Desinflamante. Era la primera vez que la Mudita quedaba a cargo de la casa, y la verdad que se portó muy bien. Hacía todo todo lo que Angélica le había enseñado. Buscaba los precios más baratos, pagaba las facturas del gas y de la luz, iba a chicanear al inquilino cuando se atrasaba con el alquiler.

La gripe pasó pero la salud de Angélica quedó muy deteriorada. En el hospital de Cañuelas no estaban preparados para casos de gran complejidad así que la derivaron un hospital más grande. La primavera llegó al fin. El cerezo se llenó de pétalos rosados. La perra volvió a tener cría. Regalaron todos los cachorros, menos una hembrita que había salido igualita a ella. Claudia se encariñó terriblemente con el animalito; lo bañaba, le daba la mamadera, correteaba descalza con la perra por el patio. Angélica la miraba desde la ventana de la cocina. Sí, la verdad es que ninguno de los hijos de su vientre le había dado tantas satisfacciones, ni se había portado tan bien con ella como esa chica a la que encontró prácticamente en la calle. Los primeros tiempos, cuando saltó lo del Cerrajero, Angélica estaba rencorosa. Retaba a Claudia por cualquier pavada, una vez hasta la hizo llorar. Se imaginaba las peores cosas, vaya a saber de dónde las sacó. Pero después terminó por ser más comprensiva, con ella y con el otro payaso. Tampoco él tenía la culpa. ¿Cómo dice el dicho? A caballo viejo, pasto tierno. La Biblia estaba llena de casos así. El rey David también se había enamorado de una jovencita y por ella pecó. Judá se dejó engañar por Tamar, que lo esperó disfrazada de prostituta debajo de la higuera. Y después estaba Rut, la moabita, que se buscó un hombre mayor para que se cumplieran las promesas de Yavé.

Todas las semanas Angélica tenía que ir a hacerse ver al Hospital Posadas. Era todo una movida. Tenía que tomarse el 88 hasta la estación de Ramos y de ahí el tren hasta Haedo. Para ahorrar parte del viaje a veces se quedaba a dormir en lo del hijo mayor, en Laferrere. Pero entonces se sentía inquieta por Claudia, que tenía que quedarse solita allá en Cañuelas. Si los malandras llegaban a enterarse, si llegaban a meterse de noche, Dios no permita, ella ni los iba a oír, ni iba a poder gritar pidiendo ayuda.

Le hicieron un chequeo completo. Presión, colesterol, nivel de azúcar en la sangre. El médico no fue muy optimista. Se había dejado estar mucho tiempo, le dijo, y era cierto. Tantos años cuidando la salud de su marido, nunca se le había ocurrido prestarle atención a la de ella. Sí, había sentido dolores alguna que otra vez, molestias más que nada, pero nunca pensó que fuera para tanto. ¿Por qué? ¿Tan grave estaba?

A fin de año Claudia rindió los exámenes y pasó al último año del secundario. En la escuela de sordomudos la pusieron a que le enseñara a los nenes más chiquitos. Ad honorem, por supuesto, ahí nadie cobraba un peso. Angélica se alegró por ella, aunque por otro lado se sentía inquieta. Sabía que Claudia nunca iba a poder vivir de eso, ni de la pensión miserable que recibía del Estado. Una tarde, después de darle muchas vueltas al asunto, la Vieja tomó una decisión. Hizo que Claudia se vistiera de punta en blanco, se peinara bien y se maquillara como para ir al baile. Ella también se arregló un poco, cosa de no parecer un espantapájaros, y tomadas del brazo cruzaron la ruta y se fueron para el lado de los monoblocks. Recorrieron patios y pasillos, pasaron junto a muros pintados con aerosol. Era fácil perderse en esas conejeras, no había ni un cartel indicador. En un estacionamiento Angélica preguntó por el edificio 23. Fueron a parar a un patio igual a los demás, y a un hall oscuro que apestaba a orín. En una de las puertas había una tarjeta clavada con chinches: FIDEL LÓPEZ — CERRAJERO. Casi no lo reconocieron: encorvado, canoso. Los años parecían habérsele venido encima todos juntos. Estaba vestido que daba lástima: un pantalón de corderoy grasiento, un chaleco hecho hilachas. Llevaba por lo menos tres días sin afeitarse. Una de las patillas de sus anteojos se había roto y la había pegado con cinta scotch. Su aspecto era el de un hombre vencido, alguien que ya no espera nada bueno de la vida, pero al ver a la Mudita pareció cambiar por completo. Se enderezó todo lo que pudo, se pasó la mano por el pelo, amagó a acomodarse la camisa. ¡Claudia! exclamó, y se la quedó mirando embobado. No lo podía creer. Recién después se dio cuenta de que Angélica venía con ella. Les dijo Pasen, pasen, tanto tiempo.

La sala de estar estaba dividida al medio por un mostrador. De un lado estaban instaladas las máquinas de la cerrajería, las estanterías y los muestrarios; detrás había un sillón con un siete en el respaldo, varias botellas y un pulover hecho un bollo en un rincón. De un clavo colgaba un banderín grasiento de San Lorenzo. Por la puerta de atrás se asomaban los pies de una cama deshecha. El lugar apestaba a cigarrillo, a cerveza desvanecida, y pedía a los gritos que le pasaran un plumero. Fidel pidió disculpas por el desorden. Cerró la puerta del dormitorio, hizo desaparecer las botellas. ¿Gustaban algo para tomar? ¿Café, té? Claudia estaba preciosa, y se había puesto la hebilla que él le regaló. Angélica dijo que por desgracia no tenían mucho tiempo. Habían venido nomás a hacer la copia de una llave, pero ya que estaban aprovechaban para invitarlo el domingo a almorzar. Si a él le parecía bien, claro, y no tenía nada mejor que hacer.

 

* * *

 

Fidel llegó pasado el mediodía, con una Coca de dos litros y una bandeja de masas. Esta vez estaba bien limpio y afeitado, con los mocasines brillantes y un chaleco que no le conocían. Claudia corrió a abrirle la tranquera. Mushi mushi mushi, le dijo mientras cruzaban el jardín, y le contó por señas algo que él no entendió. Alguna vez la misma Claudia le había enseñado algunos signos del lenguaje de los sordomudos, pero él ya no se acordaba de ninguno.

Las mujeres acababan de llegar de misa. Habían dejado el tuco hirviendo en mínimo desde la mañana, y ahora nomás tenían que poner los fideos un rato a hervir. Claudia revisó con curiosidad infantil el paquete que había traído el Cerrajero. Cuando vio las masas dio una palmada de entusiasmo, pero Angélica le advirtió que esas eran recién para después de comer.

Era un día soleado, pero no tan caluroso. Estaba lindo para comer en el patio, a la sombra del alero. Claudia sacó ella sola la mesa afuera. Aunque era pesada la levantó como si fuera una pluma, y sólo aceptó la ayuda del Cerrajero cuando hubo que pasarla por la puerta. Comieron los tres juntos, como en los viejos tiempos. Angélica era casi la única que hablaba. Fidel le decía Sí, claro, Mire usted, mientras maniobraba con el tenedor y los tallarines. Trataba de prestar atención a lo que la Vieja decía, pero no podía evitar que su mirada se deslizara todo el tiempo hacia Claudia. Vista así, medio de perfil y con la luz dándole en ese ángulo, la Mudita parecía propiamente una muñeca: las pestañas, la nariz, la curva de los labios... En cierto momento ella sorprendió la mirada del Cerrajero y le devolvió una sonrisa tan encantadora que Fidel sintió que el corazón se le derretía como cera.

¿Se había dado cuenta Angélica? Seguro que sí, aunque siguiera charlando como si nada. La verdad es que se lo extrañaba en el barrio, decía. Siempre tan servicial con los vecinos, tan atento. Nada que ver con el inquilino que tenían ahora. A ése lo único que le interesa es la plata. En el negocio tenía una empleada de lo más antipática, y él cuando venía apenas si saludaba. El pan que vendía dejaba bastante que desear, y encima a veces había que andarlo persiguiendo para que pagara en fecha. Fidel estuvo a punto de preguntarle si no había probado amenazarlo con la escopeta, pero no quiso quedar como un impertinente.

El reflejo del sol se fue haciendo más fuerte. En el descampado metían ruido las chicharras. Allá lejos, un carancho planeaba sobre el montecito de eucaliptus. Por la ruta los autos pasaban casi todos para el lado de Provincia. Familias que iban a pasar un día en el campo, seguramente, o a la laguna de Lobos, como indicaban las cámaras infladas sobre el techo de los coches.

Terminado el almuerzo fueron a tomar mate abajo del cerezo. Angélica se sentó en la reposera, Fidel y la Mudita sobre unas banquetas. Claudia era la encargada de cebar. Sobre una silla colocó la azucarera, el termo de Villa Carlos Paz y el paquete con las masas. En un rato se zampó tres o cuatro. Las de dulce de leche eran las que más le gustaban. Angélica tuvo que llamarle la atención, y como Claudia protestó la mandó adentro a lavar los platos.

 

* * *

 

Unas nubes aplacaron un poco el calor de la tarde. De a ratos soplaba un viento suave. Las ramas del cerezo se movieron y unos pétalos bajaron aleteando como mariposas. La Vieja levantó uno que había quedado sobre su falda y aspiró un instante el aroma. A este arbolito lo plantó mi marido cuando recién nos vinimos para acá, le dijo al Cerrajero. Queríamos alejarnos de los problemas, empezar una vida distinta... En ese tiempo Claudita tendría unos 16 ó 17 años. La tenía con ella desde los siete, prácticamente la había criado. Era una chica muy buena y dulce, nunca le había dado motivo de queja...

El barrio se preparaba para la siesta del domingo. Todo estaba más tranquilo y silencioso. Por la ruta casi no pasaban autos, y hasta las chicharras parecían haberse tomado un descanso. Como si supiera que estaban hablando de ella, Claudia volvió de la cocina y se sentó otra vez en su banqueta. Se había sacado el vestido dominguero y ahora tenía puesta una remera de entrecasa escrita en norteamericano y unos shorts. Estaba descalza, con el pelo suelto; tenía las manos todavía húmedas de lavar los platos y con un gesto de contrariedad comprobó que se le había quebrado una uña.

Muy inteligente, además, siguió diciendo la Vieja. En la escuela de sordomudos la querían muchísimo, y en la capilla del barrio también. Dijo que Claudia iba dos veces por semana al comedor de Cáritas. Armaba empanadas, ayudaba a clasificar la ropa de las donaciones, salía a vender rifas. El Cerrajero reconoció que él no era de ir mucho a la iglesia. La última vez había sido unos cinco años atrás, cuando bautizaron al nene de su hijastra. Nunca fue muy religioso, aunque respetaba a la gente que lo era. Angélica dijo que ella antes tampoco iba, pero las dificultades de la vida la habían ido acercando al Señor. Es que es así, dijo la Vieja, mientras a uno le va bien se piensa que puede hacerlo todo solo, pero es en la angustia cuando se da cuenta que no puede vivir lejos del Señor. Cuando mi marido se enfermó...

Fidel procuró no distraerse. Cada tanto intercalaba algún ¿Ah, sí? en el monólogo de la vieja, para no dejarla pagando, aunque toda su atención estaba puesta en la Mudita. No podía dejar de mirarla, de reojo al menos. Estaba hecha lo que se dice un bombón, y la remera que se había puesto le marcaba el busto de manera impresionante. Era un infarto, como dicen los pibes de ahora.

La yerba ya se fue lavando, aunque ninguno tenía ganas de seguir con el mate. Unas gallinas se acercaron a picotear debajo de las sillas. Con la vista perdida en la lejanía, Claudia se urgaba los dientes con el dedo meñique. De a ratos jugueteaba con un mechón de su pelo. Debe aburrirse como una ostra, pensó Fidel. No es para menos. ¿Qué podía sacar de bueno de la conversación de un par de vejestorios, que encima no podía entender? A pesar de tenerla ahí al lado Fidel empezó a sentir a la Mudita más lejana que nunca, y sin darse cuenta se dejó ganar por el desaliento. ¿Cómo podía haber pensado siquiera en hacerse ilusiones con ella? Ojalá nunca la hubiera vuelto a ver, pensó. Ojalá no se hubieran abierto de nuevo las heridas que tanto le habían costado... ¿No le parece, Fidel? le preguntó la Vieja y él dijo Sí, sí, claro, aunque no tenía ni idea de lo que le estaba hablando.

Además yo ya estoy grande, siguió diciendo Angélica, no me queda mucho hilo en el carretel. ¿Qué voy a hacer cuando el Señor me llame a rendir cuentas? Mis hijos ya están grandes, tienen su propia vida. Yo hice todo lo que pude, para mal o para bien. Mi única preocupación, ahora, es Claudita. ¿Qué va a pasar con ella cuando yo no esté? En alguna parte tiene hermanos y hermanas más grandes, sin contar tíos y primos, pero nunca se ocuparon de ella. No serían capaces de reconocerla si se la cruzaran por la calle. ¿Quién va a hacerse cargo, entonces? Es una chica muy buena y obediente, pero no puede arreglarse sola. Le hace falta alguien que la guíe cuando yo no esté para cuidarla.

Fidel sintió un escalofrío recorrerle el espinazo. ¿A dónde pensaba ir a parar? En menos de un minuto la expresión de abatimiento del Cerrajero desapareció por completo. Era todo oídos.

Si Claudia llegara a quedarse sola, Dios no permita, lo más probable era que terminara en un asilo. Angélica no quería ni pensar. Una chica como ella, en un lugar así... No señor, eso no podía pasar jamás. Claudia se merecía algo mejor. Era una chica con problemas, es verdad, pero muy despierta y sanita. Fuerte como un roble, además. Seguro iba a ser una buena madre. Los hijos no tenían por qué salirle sordomudos también.

Angélica extendió una mano hacia Claudia y le acarició el pelo. Claudia sonrió y levantó un poco los hombros, como un gato cuando le hacen cosquillas. ¿Tenía idea acaso de lo que decía la Vieja? Cansada de estar en la misma posición, la Mudita se puso de pie y se desperezó, estirando de punta a punta su abundante belleza. La remera se le levantó unos centímetros y el Cerrajero pudo ver por un momento la piel blanquísima de su espalda, cubierta de una pelusa casi imperceptible. A falta de algo mejor que hacer, Claudia se fue a jugar con la perrita, a hacerle cosquillas en la panza y a tirarle las orejas.

Lo que a ella le hace falta, dijo Angélica, es un marido. Pero no un muchacho tarambana, de estos que hoy dicen una cosa y mañana hacen otra. No, no. Ella lo que necesita es un hombre maduro, hecho y derecho, que la respete y la quiera así como es. Un hombre bueno, dijo la Vieja. Algo así no se consigue todos los días.

El Cerrajero tragó saliva y con un hilo de voz dijo que, en efecto, un hombre bueno no era tan fácil de encontrar. La Viuda se inclinó hacia él, le dio una palmada en la rodilla y le dijo: Usté es un hombre bueno.

Ya había dicho todo lo que tenía que decir. Acto seguido bostezó, dijo que estaba cansada y que se iba a un rato a recostar. Pero usted quedesé, le dijo a Fidel. Quedesé con Claudia acá charlando, haciéndole compañía. Ella necesita estar también con alguien más. Se aburre, pobre, todo el día acá conmigo.

 

* * *

 

Por la ruta pasó zumbando un camión cisterna de La Serenísima. En un rato se nubló, como amenazando lluvia. Claudia dejó en paz a la perra y vino a sentarse en la reposera que había dejado libre Angélica. Estaba ahí, al lado suyo, como siempre la había soñado. Fidel, sin embargo, no sabía cómo encararla. ¿Cómo se charla con una chica que no habla ni escucha? Era una pena, podría haberle contado un par de chistes buenísimos. Algo había que hacer, urgente, antes de que ella empezara a aburrirse. Al Cerrajero le entraron unas ganas locas de fumar, pero se contuvo porque sabía que a ella el olor a pucho no le gustaba.

Si no podía hablarle, qué podía hacer. Agarrarle la mano, capaz, o chantarle un beso, como en las películas. Pero no quería arriesgarse a que ella lo rechazara o, peor aún, que lo mirara con asco. Estaría en todo su derecho, después de todo. A ella deberían gustarle seguro los chabones más jóvenes, con más pinta. Angélica se la había dado servida en bandeja, es verdad, pero ella ¿tenía idea lo que la Vieja había dicho un rato antes? ¿Estaba de acuerdo, lo aceptaba? Eso es lo que al Cerrajero le hubiera gustado saber.

De ratos se levantaba un poco más de viento. Volaron algunas briznas de pasto y algo de tierra; las ramas del cerezo se mecieron sobre sus cabezas. Fidel estiró los brazos y cortó delicadamente una flor. Se la colocó a Claudia en el pelo y ella, un poco sorprendida, se lo agradeció con una sonrisa. Fidel la miró a los ojos y ella bajó la vista, como avergonzada. Animado, el Cerrajero acercó un poco más su banqueta y le pasó una mano por el brazo, preguntándole con un gesto si no tenía frío. Ella dijo que no y se echó un poco para atrás. Tal vez para poner distancia le señaló a Fidel el mate y le preguntó si gustaba otro. Fidel dijo que sí, aunque la verdad no tenía ganas. El termo estaba vacío. Claudia le indicó que lo esperara y se fue adentro a buscar más agua. Fidel la observó mientras se alejaba. ¡Por Dios, qué buena estaba! Era un forro si la dejaba escapar.

Estaba una situación completamente inesperada. Si alguien, un par de días atrás, le hubiera dicho que... Hasta que las dos mujeres fueron a verlo, con la excusa de la llave, Claudia no había sido para él más que un sueño lejano, perdido para siempre. El último eslabón de su larga cadena fracasos, como dicen en los tangos. Fidel nunca había dejado de pensar en ella, y tal vez porque no tenía ni una foto suya, la imagen de Claudia se le había ido desdibujando en la memoria, terminando por convertirse en una especie de abstracción: una mirada, una sonrisa; un ángel que llenaba sus recuerdos y se amoldaba a sus más locas fantasías. Pero la Claudia que hoy estaba al lado suyo no tenía nada de irreal. Respiraba, se movía y meneaba sus rollizos encantos, invitándolo a actuar. ¿Lo invitaba, sí o no? ¿Qué era lo que ella pensaba realmente? Fidel no se explicó por qué tardaba tanto en volver de la cocina. Se puso de pie, dio un pequeño paseo por el patio. Estaba decidido a actuar, a jugarse entero y aguantarse lo que venga. No podía dilatarlo más, pero ¿y si ella lo sacaba carpiendo? Volvió a sentarse, carcomido por la ansiedad. Parecía increíble, un hombre de su edad, comportándose como un adolescente... Los años no le habían enseñado nada, por lo visto. Del cielo cayeron unas gotas aisladas pero él ni las sintió. El viento le despeinaba el flequillo. Una gallina que pasaba lo miró de perfil.

Claudia volvió finalmente. Se sentó otra vez delante suyo con el termo. Se cebó un mate, lo probó, le pasó el siguiente al Cerrajero. Fidel lo tomó muy despacio, preguntándose cuál sería su próximo movimiento. Se hacía todo tan difícil si no podía usar la parla, ese fue siempre su fuerte. Fidel le dio una enérgica chupada a la bombilla y miró a Claudia a los ojos de manera inequívoca. Ella bajó la vista otra vez, pero volvió a levantarla, y le lanzó al Cerrajero una mirada cargada de desafío. A Fidel se le cayó el mate. Parte de la yerba le salpicó el pantalón, y el resto quedó desparramado por el piso. Pero qué imbécil, dijo en voz alta, tratando de arreglar el estropicio. A Claudia le pareció divertido. Fidel sonrió, como pidiendo disculpas, y ella le dio a entender que no tenía importancia. Se quedaron quietos otra vez. En un rapto de osadía, Fidel la tomó de la mano y esta vez ella no la retiró. Con la vista clavada en el piso, la Mudita dejó que el Cerrajero se la acariciara muy despacio y le recorriera cada uno de los dedos. Ahora sí, pensó el Fidel, y arrimó un poco más su banqueta. Le pasó la otra mano por detrás de la cintura y la deslizó lentamente. Pero cuando ya estaba por rodearla Claudia se puso de pie de un salto. Fidel se echó para atrás y tragó saliva, aunque ella no parecía enojada. Nomás le hizo señas de que la esperara y corrió adentro a buscar algo.

 

* * *

 

Esta vez volvió enseguida. Traía la revista del domingo del Clarín, pero no se sentó donde estaba antes sino en la banqueta de enfrente. Puso la revista sobre sus rodillas y pasó varias hojas hasta encontrar lo que buscaba. Era una foto a doble página de una morocha en pose sugerente. Sin los lentes Fidel alcanzó a leer sólo el título: Jennifer López, la Bomba Latina. Claudia le explicó por señas que era una cantante y dibujó en el aire un cuadrado. ¿La televisión? Sí. Siempre la veía por televisión. El Cerrajero suspiró, preguntándose a qué venía todo eso. Se le hacía difícil retomar el asunto donde lo habían dejado, más ahora que se había sentado más lejos. De pronto Claudia le dijo Mushi mushi mushi, se levantó y caminó hasta la mitad del patio. Cerró los ojos, levantó los brazos y lentamente comenzó a balancearse al ritmo de una música que sólo ella escuchaba. La Mudita se inclinó, dio unos pasos felinos y entró a sacudirse con unos movimientos que amenazaban con hacerle saltar en cualquier momento las costuras. Aferrado a su banqueta, Fidel no se atrevía ni a respirar. Está loca, pensó. Era un bochorno: blanca y carnosa, meneándose como una desquiciada, la imagen de Claudia no podía ser más diferente a la de la chica de la revista, a la que, por otra parte, no tenía por qué parecerse. Era  algo que daba risa aunque él, por supuesto, no se reía para nada. Está mal de la cabeza, pensó. O por áhi no. Tal vez lo que pasaba era que tenía la mente de una nena de diez años. La culpa era de él, por no haberse dado cuenta. Sí, a lo mejor era eso lo que en realidad había detrás del encanto y del aire misterioso de Claudia: un retraso mental tan evidente que sólo un imbécil como él podía haber ignorado. Todo es un error, pensó, una pérdida de tiempo. Fidel lamentó haber venido esa tarde, haberse enamorado de ella, haber nacido. La Mudita terminó su número con un salto que espantó a las gallinas y se quedó estática, con los brazos cruzados frente al pecho y la cabeza inclinada. Al fin abrió los ojos y miró a Fidel para ver qué le parecía. El Cerrajero ensayó una sonrisa para no decepcionarla.

La función había terminado. Claudia se dejó caer pesadamente sobre la reposera, tratando de recuperar el aliento. Su pecho subía y bajaba pero a Fidel ya no le pareció tan atractivo. No sabía dónde meterse. Sentía vergüenza ajena por el espectáculo que acababa de presenciar y en su confusión sólo buscaba una excusa para tomarse el buque y no volver nunca más.

La Mudita buscó el termo y le cebó otro mate. Fidel hizo un gesto negativo, tal vez un poco brusco. Claudia pareció confundida. Le preguntó con un gesto qué le pasaba pero Fidel miraba para otro lado.

Por la ruta ya empezaban a pasar de nuevo los autos, esta vez para el lado de Capital. Por un momento los dos se quedaron mirándolos, era lo único que se movía en el paisaje monótono de la llanura. Claudia también parecía abstraída en sus pensamientos, vaya a saber qué pasaba por su cabecita hueca. Era imposible saberlo, igual que con los perros. Vista así, pensó Fidel, Claudia parecía una chica como cualquier otra. Angélica le había dicho alguna vez que tenía un pequeño retraso madurativo. Era lo que pasaba con los sordomudos cuando no se les enseñaba desde chiquitos a comunicarse con el lenguaje de señas, como en el caso de ella. Enamorado como estaba, Fidel había terminado por olvidarlo, aunque ahora no sabía qué pensar.

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