Claudia

Claudia


Claudia

Página 5 de 10

Claudia volvió a incorporarse de un salto. Le indicó a Fidel que lo esperara y volvió a meterse en la casa. ¿Y ahora con qué pensaba descolgarse? Fidel ya no quería ser testigo de otra función lamentable, y seriamente pensó en ganar la tranquera y tomarse el palo. Sabía que no iba a hacerlo, sin embargo. No era del tipo de personas que toman decisiones osadas, o que hacen algo que pueda ofender a los demás, aún cuando le estén rompiendo las pelotas. Claudia volvió lo más contenta, con el paquete de masas: había descubierto el escondite. Se sentó, puso el paquete sobre sus rodillas y lo abrió. Le ofreció una masita a Fidel, que dijo que no quería. Trató de explicarle que no le gustaban las cosas dulces, pero se dio por vencido. Ella, por su parte, se comió un gratinado, una bombita y dos pañuelos de dulce de leche. Los saboreó muy despacio, cerrando los párpados, como si disfrutara de un placer imposible de comparar. Las aletas de la nariz le temblaban, el Cerrajero estaba tan cerca que podía contarle una a una las pecas. Sus sentimientos habían cambiado otra vez. Iba y venía de la depresión a la euforia. ¿Y qué? Era una mujer como cualquier otra, nomás un poco distinta. Fidel le acarició la sien y dejó resbalar los dedos sobre su mejilla. Cuando ella al fin abrió los ojos y lo miró de frente él exclamó ¡Dios mío, es hermosa! Ella se río, como si hubiera entendido lo que había dicho. Fidel se inclinó muy despacio hacia su boca. Un poco más, un poco más... Claudia lo dejó venir pero a último momento se echó para atrás. Hasta acá llegué, pensó el Cerrajero, ahora llama a la Vieja y me sacan a patadas en el orto. Pero la Mudita simplemente sonrió y le volvió a ofrecer una masa. ¿Es que no se daba cuenta o lo estaba provocando? Fidel naufragaba entre la duda y el deseo. Vamos, le decía ella con un gesto, una masita nomás, para darle el gusto. Fidel eligió una que no parecía tan dulce, pero al morderla el relleno salió como a presión: con razón le decían bombitas. La crema se le desparramó por los dedos y la Mudita se rió con ganas al ver el gesto de contrariedad del Cerrajero. Fidel se miraba la mano enchastrada sin saber qué hacer. Claudia le hizo señas de que se lamiera la crema pero él no quiso, y con la otra mano se puso a buscar torpemente un pañuelo en el bolsillo del lado contrario. Claudia entonces hizo algo inesperado: lo agarró de la muñeca, acercó la mano de Fidel a su boca y le pasó ella misma la lengua por los dedos. Al Cerrajero se le cortó el aliento, y sintió que iba a morirse si no le daba un beso en ese mismo instante. Tenía que contenerse, sin embargo. Era un hombre grande, sabía cómo dominar sus impulsos.

 

* * *

 

Fue una ceremonia íntima, sin muchos invitados. Claudia llevaba un traje de dos piezas color beige, sencillito y elegante. Alguien dijo que parecía una azafata. El Cerrajero tenía puesto un saco bordó que él mismo planchó la noche anterior, una corbata verde con caballitos de mar y uno de sus infaltables chalecos. A las once fue el casamiento por civil en el Registro de Cañuelas. Los testigos fueron Angélica y su hijo mayor, un hombretón de unos cuarenta y tantos años, que se había venido peinado a la gomina y con un traje azul impecable: la secretaria al principio lo confundió con el novio. Él mismo los llevó después con el Falcon de vuelta al barrio, donde el Cura de barba ofició la ceremonia religiosa. Las señoras de la iglesia le adaptaron a Claudia un vestido blanco que debió haber sido un par de talles más chico. Igual estaba lindísima, y cuando el Cura le preguntó, por medio de la intérprete, si aceptaba a Fidel por esposo para siempre, ella dijo que sí con tanto entusiasmo que al Cerrajero se le hizo un nudo en la garganta, y apenas si pudo contestar cuando le tocó el turno a él.

Los festejos tuvieron lugar en el patio de atrás de la casa. Hicieron un asadito y un par de pizzas. Hubo música pero no baile, y al final partieron la torta con los dos muñequitos. Como no alcanzaban las sillas trajeron las banquetas de lona e improvisaron unos bancos con cajones vacíos de verdura. Los hombres, casi todos, prefirieron quedarse de pie, junto a la parrilla, para ir atacando los cortes apenas iban saliendo. Un vecino medio copeteado se puso a hacer bromas acerca de la diferencia de edad entre los novios. Dijo, entre otras cosas, que el Cerrajero iba a tener que esforzarse para seguirle el tranco a su joven esposa. Fidel puso su mejor cara y trató de seguirle la corriente, porque no lo decía con mala intención, aunque se sintió aliviado cuando alguien con un poco más de tacto cambió el tema de conversación. Por supuesto que él también había pensado en eso, antes de dar el gran paso. No era un tema menor, pero qué podía hacerle. Las cosas eran así. Él la quería con locura, y al parecer ella lo quería también. Aparte que Fidel no parecía de cincuenta y cinco, todo el mundo se lo decía. Tenía sus buenas patas de gallo, es verdad, pero conservaba toda su cabellera, y no había criado semejante panza, como algunos. El problema era que Claudia, que acaba de cumplir los veintisiete, tenía una carita tan infantil que parecía una adolescente. ¿Iba a hacerse problema por eso? Si los otros eran envidiosos, peor para ellos.

Hacia las tres de la tarde los invitados comenzaron a retirarse. También Angélica. Antes de subirse al auto les pidió que no se preocuparan por ella; iba a quedarse unos días en Laferrere, en la casa del hijo, y de paso iba a aprovechar para hacer algunos trámites. La Vieja abrazó a Fidel, y a Claudia le hizo la señal de la cruz en la frente. La Mudita se quedó en la vereda diciéndole adiós con la mano hasta que el Falcon dobló por la ruta y quedó tapado por las casas.

Entraron. La casa estaba al fin tranquila y en silencio. Claudia le pidió al Cerrajero que la esperara mientras iba a cambiarse. Todo había quedado bien limpio y ordenado; unas vecinas se encargaron de lavar la vajilla y acomodar todo para no dejarle el trabajo a la joven esposa. Fidel se aflojó el nudo de la corbata y cerró la canilla de la cocina, que había quedado goteando. No se movía con comodidad en esa casa que conocía de memoria, pero que por primera vez pisaba como dueño. O casi. Angélica la había puesto unos días atrás a nombre suyo y de Claudia. Firmaron el boleto de compra-venta delante de un escribano, pagaron las comisiones y sellados. Así, cuando la Vieja muriera la casa no iba a entrar en sucesión. No tenía por qué, tampoco, ya que los hijos habían recibido su parte antes de que ella y el Tano se mudaran a Cañuelas. El trato fue que Angélica iba a quedarse ahí con ellos, en el tiempo que le quedara de vida, aunque sin molestarlos para nada. Iba a acomodarse en la piecita del fondo, la que antes había sido de Claudia y después sirvió para guardar los cachivaches.

Claudia volvió, vestida de shorts y remera, aunque no los mismos de la otra vez. Estaba descalza, y al llegar junto a Fidel puso el pie encima de una silla para mostrarle las ampollas que le habían sacado los zapatos. No parecía nerviosa para nada. ¿Tenía idea de lo que venía ahora que estaban solos? Él mismo no estaba seguro de saberlo. Nunca se había visto en una situación parecida. Su anterior mujer ya era separada cuando él la conoció, y sus otras relaciones habían sido siempre con mujeres experimentadas: cuando era soltero, con prostitutas y después, ya de viudo, con yeguas viejas de ahí del barrio, algunas ya casadas y con hijos, incluso nietos.

Afuera el barrio seguía con su actividad cotidiana. El tráfico era un poco más intenso a esa hora de la tarde, pero los ruidos llegaban amortiguados a través de las cortinas. Claudia se arrimó a la ventana y se asomó apenas, como para pizpear discretamente. Se quedó con la frente pegada al vidrio, mirando vaya a saber qué. Fidel sintió que ya había llegado el momento. Se acercó muy despacio por detrás, colocó las manos sobre los hombros de su esposa y la acarició delicadamente. Apoyó los labios contra su pelo y la abrazó un poco más. Claudia no se movió, pero su respiración se fue haciendo más marcada. El Cerrajero se inclinó para besarla en la sien, en la mejilla, fue buscando poco a poco sus labios... Pero antes de que llegara Claudia se dio vuelta hacia él y se le colgó del cuello para darle un beso y un mordisco.

 

* * *

 

Por la noche todo estaba más tranquilo. No pasaba un alma por la calle y el silencio era tal que el reloj del comedor podía oírse con toda nitidez. Claudia dormía atravesada sobre la cama de dos plazas, despatarrada y serena. En la cocina, frente a la ventana que daba al descampado, Fidel fumaba. Daba una pitada tras otra, y cuando se le terminaba un cigarrillo prendía otro con la colilla del anterior.

Claudia no era virgen. Nunca lo hubiera pensado, pero sí. Fue ella la que tomó la iniciativa, algo sorprendida por los escrúpulos del Cerrajero, y se descolgó de entrada con un montón de herejías que él ni se hubiera imaginado. Cosas que Fidel se había propuesto enseñarle muy de a poco, con el correr del tiempo, preguntándose incluso si eran cosas que uno podía hacer con su legítima esposa.

Por la ruta pasaba cada tanto algún un auto solitario, un 88 vacío o algún camión de hacienda hacia el mercado de Liniers. Fidel miraba las lucecitas rojas alejándose hasta la curva y perdiéndose detrás del montecito de eucaliptus. Todavía no terminaba de reponerse. Fue tremendo. En la penumbra de la habitación, con las cortinas filtrando el sol de la media tarde, Fidel escuchó por primera vez el Mushi mushi desatado de la Mudita, un canto ronco y profundo que lo escandalizó y lo puso a mil al mismo tiempo. Era demasiado. Por un momento tuvo miedo que vinieran a quejarse los vecinos. Fue una suerte que estuvieran en una casa de verdad y no en su departamento de los monoblocks, donde las paredes eran tan finitas.

El cigarrillo casi se había terminado. Fidel lo apagó bien antes de tirarlo a la basura y prender otro. Se pasó una mano por el pelo y se rascó, todavía incrédulo. La culpa era de él. ¿Por qué había estado tan seguro de que Claudia nunca había estado con nadie antes de conocerlo? En las pocas semanas que duró el noviazgo ni se le ocurrió pasarse de la raya. Se comportó como un novio ejemplar, apenas uno que otro toquecito cuando se despedían. Fidel había imaginado su primer encuentro con la Mudita como algo único, inolvidable. Y así fue, en cierto modo.

La puerta del dormitorio se abrió. Claudia salió medio dormida, restregándose las lagañas. Pasó en patas para el baño y cerró la puerta. No lo había visto a Fidel, que seguía fumando junto a la ventana, con la luz apagada. Quién lo hubiera creído, con esa carita de inocente... El Cerrajero dio otra pitada y meneó la cabeza. Ya no podía estar seguro de nada. No es que estuviera arrepentido, pero al menos le hubiera gustado saber. Es verdad que nunca se lo preguntó cuando estaban de novios. Ni se le pasó por la cabeza, aunque con unas pocas señas hubiera alcanzado. ¡A esas señas las sabía cualquiera!

En el baño se oyó correr el agua y después el clic de la llave. Claudia apareció de nuevo en el comedor y en la oscuridad vio brillar la brasa del pucho. Con un gesto le preguntó a Fidel qué estaba haciendo ahí. Le sacó el cigarrillo de la boca y lo apagó en la pileta. Después tomó al Cerrajero de la mano y se lo llevó otra vez para la pieza.

 

* * *

 

Angélica tardó una semana en volver. Justo siete días. Ya tenían su habitación preparada. Sacaron afuera los cacharros, limpiaron bien a fondo. Claudia la pintó de arriba a abajo y cosió unas cortinas nuevas para la ventana. Fidel cambió un vidrio que estaba partido y pegado con cinta de empaque, colocó burletes de goma-espuma para evitar el chiflete e instaló un calefactor de tiro balanceado.

A la Viuda le encantaron los cambios. No esperaba que quedara tan bien. Sin embargo, después de charlarlo un poco con el Cerrajero, quedaron en que era mejor que ella siguiera durmiendo en la pieza grande con Claudia, igual que antes. De esa manera, dijo Fidel, Claudia podía atenderla si llegaba a descomponerse durante la noche, o si le hacía falta algo. El Cerrajero dijo que no tenía problemas en instalarse él en el cuartito de atrás, y hasta lo prefería. Le contó que la Mudita daba muchas vueltas en dormida y lo molía a patadas, y él cuando se despertaba ya no podía volver a dormirse. Aparte que era muy friolento y a Claudia le gustaba dormir destapada, con el calefactor en mínimo. A Angélica le extrañó, pero no dijo nada. Si a ellos les parecía bien así...

No traía muy buena cara. Parecía más delgada que antes, e incluso más pálida. El médico le había recetado unos medicamentos nuevos, sin sacarle los que ya venía tomando. En una hoja tenía todo anotado: dos pastillas por la mañana, otra al mediodía, tres más antes de acostarse. Gotas, supositorios, comprimidos sublinguales. Dos veces al día por lo menos tenía que tomarse la presión e ir variando las dosis.

Se acercaban las elecciones presidenciales y el clima político se ponía cada vez más caldeado. Los partidos de la oposición se habían unido y llevaban ventaja en las encuestas. Durante la campaña prometían terminar con la corrupción, la marginalidad y el desempleo. Fidel seguía interesándose en las noticias, por supuesto, aunque no tanto como antes. No tenía tiempo. Había tantas cosas por hacer: terminar de mudarse, poner el departamento en venta, trasladar la cerrajería. Eso fue lo que más tiempo le llevó. El local seguía alquilado al panadero, así que Fidel instaló su negocio en la parte de adelante del comedor, junto a la puerta de entrada, y construyó un tabique de machimbre para separarlo del resto de la casa. Armó un mostrador chiquito sobre el que puso las copiadoras de llaves y la piedra circular. Sobre las paredes colocó muestrarios de llaves, cerraduras, picaportes, burletes, trabas. Eso sin contar otros artículos no del todo relacionados con su oficio, como regadores de plástico, pegamentos, herramientas Made in China, tramperas para lauchas... Todo en un espacio reducido pero rigurosamente ordenado. En el alambrado que daba a la calle colocó un cartel que decía Cerrajería - Llaves en el Acto que él mismo pintó. Durante el horario de atención al público dejaba la tranquera abierta, los clientes nomás tenían que cruzar el jardín y tocar el timbre. La perra, que había quedado con la cadena más corta, los anunciaba casi siempre antes de que llegaran. Adentro no cabían más de dos personas a la vez, tres como mucho, aunque casi nunca venían tantos al mismo tiempo. Fidel escribió con fibrón carteles que decían TRABAJOS A DOMICILIO, CUIDADO CON EL ESCALÓN, SU PREGUNTA NO MOLESTA. Apenas abrió cayeron unos inspectores a decir que el lugar no cumplía con las medidas mínimas del código de planificación, y hubo que tirarles un cincuenta para que se dejaran de joder.

 

* * *

 

Las condiciones estaban lejos de ser las ideales, aunque en el fondo eran cosas sin importancia. A fin de cuentas, si se ponía a reflexionar, el Cerrajero tenía que admitir que estaba muy satisfecho de cómo había salido todo. Se sentía mejor que nunca. Sus dolores de cintura habían desaparecido, igual que los calambres que a veces le agarraban en las piernas. Se olvidó del imsomnio, de las migrañas y de sus viejos amigotes, Martinotti y Domínguez. Ya no tenían mucho que decirse. A Fidel ya no le interesaba hablar de los achaques, ni de lo mal que estaba todo, y temas como el fútbol o la política habían perdido toda importancia para él. Ni siquiera estaba seguro del lugar que ocupaba San Lorenzo en la tabla posiciones del campeonato local.

Superado el período de acostumbramiento, en el que ninguno de los tres sabía muy bien qué hacer para no molestar a los demás, todo empezó a marchar a las mil maravillas. Al menos para Fidel. La mujeres lo atendían a cuerpo de rey. ¿Las tostadas estaban bien así o le gustaban más sequitas? ¿Prefería más café que leche o más leche que café? Angélica le enseñaba a la Mudita a preparar las comidas preferidas del Cerrajero, a hacer los choclos como a él le gustaban. Pero no era entrometida, y cuando le parecía que el matrimonio necesitaba intimidad se borraba del mapa. Se iba a recostar un rato a su pieza o de visita a algún lado.

Por propia iniciativa Claudia empezó a ayudar a su marido en la cerrajería. Aprendió a desarmar y acondicionar cerraduras, a cambiar combinaciones, a dar vuelta los pestillos según la puerta cerrara a la izquierda o a la derecha. No tenía nada de tonta. Le tomó la mano enseguida al copiado de llaves, que no era algo tan fácil como parecía: había que elegir sin equivocarse el perfil adecuado entre cincuenta y pico de modelos, colocarlo en la copiadora del lado correcto; después tallar bien la llave, darle los últimos toques con la lima y el cepillo. Lo que más gustaba a la Mudita era atender en el mostrador. Era muy amable con la gente, y una gran vendedora además. Al contrario de Fidel, que perdía la paciencia enseguida cuando un cliente no se decidía, ella le explicaba —a su manera, por supuesto— la ventaja de cada artículo, y casi siempre terminaba vendiéndoles más cosas de las que venían a buscar. La Mudita prefería arreglarse ella sola en el mostrador, sin recurrir a su marido más que cuando era imprescindible: cuando un trabajo era muy complicado para ella, o un cliente demasiado obtuso para entender lo que le quería decir.

El entusiasmo de Claudia por su nuevo oficio le vino al pelo a Fidel, que de esta manera podía salir a hacer trabajos a domicilio o ir a hacer algún trámite sin necesidad de estar clavado todo el día en el mostrador. Y lo mejor era que esa actividad la mantenía ocupada, tranquila y en casa. Al Cerrajero no le gustaba nada la idea de que su esposa agarrara la calle y él no le viera el pelo en todo el día. Que tuviera otros intereses y se juntara con gente que él no conocía. A veces sucedía que Fidel se iba adentro a hacer algo y la dejaba a Claudia atendiendo, pero en cuanto entraba alguien él se pegaba una corrida hasta el tabique y espiaba por el aujerito a ver quién era. Si se trataba de una mujer o algún viejito no pasaba nada. Pero si el cliente resultaba ser un chabón joven o medio pintón Fidel largaba todo y enseguida intervenía; le inventaba a Claudia algo que hacer adentro y se ponía él mismo a atender al galán.

No se le iba de la cabeza el chasco que se había llevado con su esposa la noche de bodas. O la tarde, mejor dicho. Constantemente le daba vueltas al asunto. ¿Con quién había aprendido Claudia todas esas cosas que sabía? ¿Cuándo había sido, y dónde: acá en Cañuelas, o cuando todavía vivía entre esos negros mafiosos de Laferrere? Si era así tenía que haber empezado de bien chica. Pero con quién, ése era el asunto. Podía haber sido un amigo de la familia, o un vecino... Era fácil, cualquiera podía hacerlo con una muda. Total, ella no iba a decir nada. Pudo haber sido con alguien de la casa, incluso. ¿Por qué no? Los hijos de la Vieja seguro le habían dado una pasada también. Fidel se acordaba del grandote del Falcon y rechinaba los dientes. Hijo de mil puta, degenerado. Venir a aprovecharse... Aunque, pensándolo bien, Claudia no se comportaba como una mina que de chica hubiera sido violada o abusada sexualmente. Todo lo contrario. Parecía conocer el lado bueno del asunto, haberlo disfrutado en cantidad y forma. Pero con quién, eso era realmente lo importante. ¿No habría sido con alguien de acá del barrio? ¿Lo veía ella todavía? Eso era lo que al Cerrajero le hubiera gustado saber.

 

* * *

 

No es que pensara en eso todo el tiempo. Había días que ni se acordaba, pero a veces sí. Entraba a darse manija y se ponía serio, con la mirada ausente, se olvidaba dónde estaba y lo que estaba haciendo. Cuando Claudia lo veía así se acercaba y lo tomaba de la mano. Le hacía algún mimo, le preguntaba por qué tenía esa cara. ¿Había discutido con algún cliente? ¿Se le había perdido plata? No, decía Fidel. ¿Era por ella, entonces? ¿Había hecho mal algo? Él decía que no pasaba nada y hacía un gesto restándole importancia al asunto. Pero Claudia no le creía. Se ponía una mano en el pecho y le explicaba que si él estaba triste, ella estaba triste también. Eso bastaba para que el Cerrajero se olvidara de todos sus recelos. En el fondo tenía que reconocer que su esposa no le daba ningún motivo de queja. Se comportaba de manera muy decente y correcta. Le hacía caso en todo, y casi nunca salía de la casa si no era con él o con la Vieja.

Estaba cada día más hermosa, la Mudita. Daba gusto verla. Sus facciones se habían afinado, y aunque seguían gustándole los chupetines bolita y se había teñido el pelo igual a Jennifer López, su apariencia era ahora la de una mujer hecha y derecha, más madura y más completa. Pasado el frenesí de los primeros tiempos, sus relaciones con Fidel fueron haciéndose más armoniosas y profundas; se encontraban casi siempre en la pieza de él, a la hora de la siesta, que era cuando el Cerrajero estaba más descansado y podía responder mejor a las exigencias de su esposa. Se hubieran sorprendido, esa manga de tarados, que el día de la boda se miraban y se hacían sonrisitas, si supieran lo que era capaz de hacer con una mujer casi treinta años más joven. Si se lo hubiera contado a alguno de sus amigos lo hubieran tomado por un versero, y sin embargo... A él mismo le costaba creerlo, a veces. Nunca le había pasado algo así. A su anterior mujer, que en paz descanse, siempre le dolía algo: si no era la cabeza era la espalda, el pie o el dedo gordo. Siempre estaba cansada, aunque no hiciera un carajo en todo el día, y cuando al fin se dignaba a darle el gusto parecía estar con la cabeza en otra parte. Miraba el techo y resoplaba, como esperando que todo terminara cuanto antes. Con Claudia era muy distinto. Ella siempre estaba dispuesta, aunque la despertara en mitad de la noche, y bastaban unas pocas caricias para ponerla a mil.

Hacían un montón de cosas juntos. Cocinaban, miraban los partidos. Algunos domingos iban a pescar a la laguna de Lobos, o se empilchaban bien y se iban a dar una vuelta por la Capital. Nunca podían ir muy lejos porque no podían dejar a Angélica sola mucho tiempo. Pero planeaban hacer un viaje, algún día, ir de luna de miel a Bariloche, a Salta o a las Cataratas. Se llevaban muy bien, pero no siempre coincidían en todo. Fidel era muy métodico, le gustaba tener todo en su sitio y no podía comprender por qué Claudia cambiaba siempre de lugar los muebles, o por qué renovaba unas cortinas que estaban bien así. Ahora que tenía a su disposición las herramientas de su marido, la Mudita se animaba a ir cada vez más lejos en sus innovaciones. Armó una estantería nueva con caños estructurales, pintó un falso vitraux para la ventanita del baño, y en la cocina colocó una guarda de azulejos iguales a los que tenía en su casa Araceli González. Claudia no tenía miedo de ensuciarse las manos, y cuando no sabía cómo hacer algo le pedía a su marido que le enseñe. Fidel accedía, no siempre de buena gana. Él era así: práctico, pero sin el menor sentido de la estética. Bastaba ver cómo estaba vestido. Aunque gracias a Claudia eso fue cambiando también, empezando por esos antejos que usaba, gruesos y cuadrados como dos televisores. Claudia insistió en que se hiciera unos nuevos, sin marco, como los que usaba una profesora suya en la escuela de sordomudos. También le hizo cambiar sus camisas a cuadros por otras de corte más moderno, los pantalones de corderoy por unos Wrangler prelavados y los mocasines marrones por unos zapatos náuticos Fila. Claudia se encargó de hacerle desaparecer las deplorables medias a rombos y le compró un cinturón Charro igual al que usaba Tinelli. Con lo único que no tuvo suerte fue con los chalecos. Eran como una segunda piel para el Cerrajero, y no hubo forma de hacérselos dejar. Fidel no se acostumbraba a los pulóveres, decía que las mangas le molestaban, no lo dejaban moverse bien. Para remediarlo, al menos en parte, Claudia le pidió a Angélica que le enseñara a tejerle unos chalecos nuevos, que fueran un poco más discretos o que por lo menos combinaran con el resto de su atuendo.

Ni su madre lo hubiera reconocido a Fidel cuando ya llevaban un año de casados. Todos esos cambios, por supuesto, fueron dándose de forma gradual. Claudia nunca se hubiera atrevido a darle una orden directa; más bien le hacía una sugerencia, así al pasar, como si se tratara algo sin la menor importancia. Más tarde volvía a decírselo. Le buscaba la vuelta, insistía y rompía las pelotas hasta que se salía con la suya. Terminaba ganándole por cansancio, o lo ponía delante del hecho consumado, cuando él ya no podía hacer nada al respecto. En ese sentido era igual de hinchapelotas que cualquier mujer. El Cerrajero al final tenía que ceder para no alterar la paz del hogar, y se quedaba masticando bronca un buen rato, aunque a veces tenía que reconocer que era ella la que tenía la razón. Después de todo no eran cosas tan importantes y, si se ponía a pensar, no era tanto lo que hacía falta para tenerla contenta. Él también era feliz, tal vez por primera vez en su vida. Tenía una compañera que lo quería y estaba otra vez lleno de esperanzas y proyectos. Aunque no se olvidaba de la edad que tenía, Fidel se sentía otra vez como si fuera un muchacho: alguien que todavía puede ver el futuro como un lugar lleno de promesas, alguien a quien las malas experiencias de la vida aún no lo han hecho escarmentar.

 

* * *

 

Sólo una cosa le faltaba al Cerrajero para ser completamente feliz: un hijo. O no para ser feliz, pero sí para darle a su vida cierto equilibrio, o lo que sea que un hombre busca cuando quiere formar una familia. Durante su primer matrimonio Fidel había llegado a convencerse de que no necesitaba tener hijos. Su mujer ya tenía una nena de su pareja anterior y no quería ni hablar del asunto. Con los años Fidel terminó por aceptarlo, aunque ahora pensaba diferente, y se le caía la baba cada vez que las señoras del barrio venían al negocio con los bebés. Fidel les hacía cosquillas en la papada, les regalaba caramelos. No veía la hora de tener él también un mocosito dando vueltas por la casa, aprendiendo todos los días una monería distinta. Pero los meses pasaban y Claudia no quedaba embarazada. Cada vez que tenía su período el Cerrajero se inquietaba, y un presentimiento daba vueltas sobre su cabeza como un buitre. Sería cómico que, después de guardarle rencor durante tantos años a su primera mujer, resultara que no hubieran podido tener hijos por más que ella hubiese accedido. El Cerrajero se preguntaba si de chico no había tenido una de esas enfermedades que lo dejan a uno estéril. No lo sabía, ni tenía a quien preguntarle.

La única manera de despejar dudas era ir a que lo revisara un médico. Le costó decidirse. Ya había visto en el Discovery Channel cómo se hacían esos estudios y le parecía humillante tener que pasar por todo eso. Contar sus intimidades a gente que no conocía, hacerse la puñeta en un frasco, dejar que vieran en un microscopio si tenía o no los bichitos que hacían falta para fabricar los pibes. Todo para que después el médico viniera y le dijera Mire, mi amigo, lo lamento pero usté es un inútil...

Finalmente se animó. Los exámenes resultaron ser menos traumáticos de lo esperado, y revelaron que no tenía ningún problema para procrear. Quedaba entonces Claudia. ¿Cómo era posible? Una chica como ella, tan sana y fuerte... Una tarde le pidió que se cambiara para ir al Centro. ¿Al centro de Cañuelas? No, a Buenos Aires. Claudia se puso loca de contenta. Le encantaba ir a la Capital; ver el tráfico y la gente, tomar el subte. Una sola consulta fue suficiente. Fidel se quedó en la sala de espera, hojeando una revista, mientras el médico revisaba a su esposa. Al rato salió y pidió hablar a solas con él. Esta chica no puede tener hijos, le dijo, tiene las trompas ligadas. ¿Las qué? preguntó el Cerrajero. Sí, le dijo el médico, está esterilizada, por lo visto desde hace varios años. ¿Es que no se había dado cuenta? ¿Nunca nadie se lo dijo?

Después de la consulta Claudia quiso ir a mirar vidrieras por el centro, a pasear por los shoppings y a comer a un Mac Donalds. Fidel se dejó arrastrar sin ofrecer resistencia. Seguía aturdido todavía por las palabras del matasanos, que le había hablado como si él fuera una especie de degenerado. A las doce de la noche tomaron el 88 en Plaza Miserere y viajaron en uno de los últimos asientos. Claudia se durmió enseguida, recostada contra él. Llegaron casi a las dos de la mañana. Angélica los esperaba despierta, con cara de asustada. Parecía más débil y enferma, pero el Cerrajero no se dejó conmover. Ni siquiera le contestó el saludo, y después de dejar a Claudia dio media vuelta y se fue. No quería decir ni una palabra. Sabía que si abría la boca iba a ser para problemas. Vieja de mierda, pensó, vieja puta. Si por lo menos le hubiera avisado, si le hubiera dicho alguna vez... Él no se habría hecho tantas ilusiones como se hizo, y de paso se hubiera ahorrado un montón de plata y de tiempo. Sin contar que lo hizo quedar como un boludo.

 

* * *

 

Pasó la noche fumando y dando vueltas. Cuanto más lo pensaba, más bronca le daba. Una muchacha joven, sana y fuerte como un roble... Eso fue lo que la Vieja le dijo aquella vez, Seguro va a ser una buena madre. Lo engrupió bien engrupido. Quién sabe cuánto hace que venía usando a la Mudita para conseguir lo que quería de la gente. De los hombres, sobre todo. Total, ya había tomado todas las precauciones para no tener inconvenientes.

No quería volver, no todavía. Si veía a la Vieja, así como estaba, era capaz de cualquier cosa. Capaz que terminaba preso.

Cruzó la ruta y pateó sin rumbo por calles por las que casi nunca iba, haciendo ladrar a los perros de las casas. Sin proponérselo llegó a su antiguo barrio y se internó por los laberintos de los monoblocks. Sólo por costumbre entró en el hall del edificio 23. El departamento aún estaba en venta y Fidel conservaba en su llavero una copia de la puerta principal. Tuvo que reconocerla al tacto, porque en el hall no había ni una sola lámpara sana. Acertó al fin y metió la llave en la cerradura, pero en el momento de hacerla girar le vinieron a la mente una sarta de recuerdos. Detalles ya olvidados de lo que había sido su vida antes de casarse con Claudia. Una vida vacía y sin sentido, sin esperanza y sin amor.

Ir a la siguiente página

Report Page