Christine

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Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 18. En las gradas

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18. En las gradas

O Lord, won’t you buy me a Mercedes-Benz?

My friends all drive Porsches,

I must make amends…

JANIS JOPLIN

Durante las dos primeras semanas de octubre vi muchas veces a Arnie y Leigh, primero apoyados en el armario de él o el de ella, hablando antes de sonar el timbre, luego, cogidos de la mano o saliendo de la escuela enlazados por la cintura. Había sucedido. En la jerga de escuela superior, estaban «saliendo juntos». Yo pensaba que era algo más que eso. Yo pensaba que estaban enamorados.

No había visto a Christine desde el día en que ganamos a Hidden Hills. Al parecer, había vuelto al garaje de Darnell para nuevas mejoras: quizás eso era parte del acuerdo a que Arnie había llegado con Darnell cuando este le facilitó aquel día la placa con la viñeta ilegal. No veía al Fury, pero veía mucho a Leigh y Arnie… y oía hablar mucho de ellos. Constituían el tema de todos los cotilleos en la escuela. Las chicas querían saber qué veía ella en él, por amor de Dios, los chicos, siempre más prácticos y prosaicos, sólo querían saber si mi amigo había conseguido tirársela. A mí me traían sin cuidado ninguna de las dos cosas, pero, de vez en cuando, me preguntaba que pensarían Regina y Michael del caso extremado del primer amor de su hijo.

Un lunes de mediados de octubre, Arnie y yo almorzamos juntos en las gradas del campo de fútbol americano, como habíamos tenido intención de hacer el día en que Buddy Repperton sacó la navaja: efectivamente, Repperton había sido expulsado por eso. A Moochie y Don les habían dado tres días de vacaciones. Ahora se estaban portando bastante bien. Y, entretanto, el equipo de fútbol americano había sido derrotado dos veces más.

Nuestro palmarés era ahora de 1-5 y Puffer había vuelto a sumirse en un hosco silencio.

Mi bolsa del almuerzo no estaba tan llena como el día de Repperton y la navaja, la única virtud que yo podía ver en ir 1-5 era que nos hallábamos tan distanciados de los Osos de Ridge Rock (ellos iban 5-0-1) que nos sería imposible hacer nada en la Liga a menos que el autobús de su equipo se cayera por un precipicio.

Nos sentamos al suave sol de octubre —la época de los fantasmas con sus sábanas y máscaras de goma y vestiduras de Woolworth’s Darth Vader no estaba lejos—, mascando y sin hablar gran cosa. Arnie tenía un huevo cocido con especias y me lo cambió por uno de mis bocadillos de carne. Supongo que los padres saben muy poco acerca de las vidas secretas de sus hijos. Todos los lunes desde el primer grado, Regina Cunningham le había puesto a Arnie un huevo cocido en la bolsa del almuerzo, y, al día siguiente de que en mi casa se hubiera cenado carne fría (lo que solía ocurrir los domingos), yo solía tener un bocadillo de carne en la mía. Ahora bien, yo siempre he detestado la carne fría, y Arnie siempre ha detestado los huevos cocidos con especias, aunque nunca le he visto rechazar uno hecho de cualquier otra manera. Y a menudo me he preguntado qué pensarían nuestras madres si supiesen qué pocos de los centenares de huevos cocidos con especias y de las docenas de bocadillos de carne fría, que fueron a nuestras respectivas bolsas de almuerzo, habían sido realmente comidos por aquel a quien iban destinados.

Cogí mis pastas y Arnie cogió sus pastillas de pan de higos. Me miró para cerciorarse de que le estaba observando y, luego, se metió seis de ellas a la vez en la boca y las masticó. Sus mejillas se hincharon grotescamente.

—Oh, Cristo, ¡qué bestia! —exclamé.

—Ung-ung-guz-ung —respondió Arnie.

Empecé a hurgarle con los dedos en los costados, donde siempre ha tenido muchas cosquillas, gritando:

—¡Tiqui-tiqui! ¡Mira, Arnie, te estoy haciendo tiqui-tiqui!

Arnie se echó a reír, expulsando bolitas de pan de higo masticado. Sé que debe de parecer repugnante, pero era realmente divertido.

—¡Basta, Dennis! —dijo Arnie, con la boca todavía llena de pan de higos.

—¿Qué has dicho? No entiendo tu bárbaro idioma.

Y seguí hurgándole con los dedos, haciéndole lo que, por alguna razón perdida ya en la noche de los tiempos, llamábamos de niños «tiqui-tiqui», y él siguió contorsionándose, retorciéndose y riendo.

Trago lo que tenía en la boca y, luego, eructó.

—Eres un jodido marrano, Cunningham —expliqué.

—Ya lo sé.

Parecía de veras complacido por ello. Probablemente lo estaba —que yo sepa, nunca se había metido seis pastillas de pan de higos a la vez delante de nadie. Si lo hubiera hecho delante de sus padres, me imagino que a Regina le habría dado un soponcio y a Michael, posiblemente, una hemorragia cerebral.

—¿Cuánto es lo más que has hecho? —le pregunté.

—Una vez, hice doce —respondió—. Pero creí que me asfixiaba.

—¿Se lo has hecho ya a Leigh?

—Lo estoy reservando para el baile de graduación —dijo—. Y le haré también tiqui-tiqui.

Reímos los dos, y comprendí lo mucho que echaba de menos a Arnie a veces. Tenía el fútbol americano, el consejo de estudiantes, una nueva amiga que (esperaba) consentiría a hacerme un trabajito manual antes de que terminase la temporada. Tenía pocas esperanzas de conseguir que hiciera mucho más, estaba demasiado embelesada consigo misma. Sin embargo, era divertido intentarlo. Y, pese a todo, había echado de menos a Arnie. Primero había estado Christine; ahora, Leigh y Christine. Esperaba que por ese orden.

—¿Dónde está hoy? —pregunté.

—Indispuesta —dijo—. Está con la regla y supongo que duele realmente.

Enarqué mentalmente las cejas. Si ella le comentaba sus problemas femeninos, la verdad es que estaban adquiriendo una gran camaradería.

—¿Cómo es que la invitaste a ir al partido de fútbol americano aquel día? —pregunté—. ¿El día en que jugamos en Hidden?

Se echó a reír.

—El único partido de fútbol americano que he visto desde mi segundo curso. Te dimos suerte, Dennis.

—¿Simplemente la llamaste y la invitaste a ir?

—Casi no lo hago. Era la primera cita que he tenido jamás —me miró con timidez—. Creo que no dormiría más de dos horas la noche anterior. Cuando la llamé y ella me dijo que iría conmigo, empecé a sentirme mortalmente asustado de comportarme como un imbécil, o de que apareciese Buddy Repperton con ganas de pelea o que sucediera alguna otra cosa.

—Parecías dominar perfectamente la situación.

—¿Sí? —aquello le gustó—. Bueno, me alegro. Pero estaba asustado. Ella hablaba conmigo en los pasillos, ya sabes: me pedía apuntes y cosas así. Se apuntó al club de ajedrez, aunque no era muy buena…, pero está mejorando. Yo le enseño.

«Apuesto a que sí, granuja» pensé, pero no me atreví a decirlo: todavía recordaba la forma en que había reaccionado aquel mismo día en Hidden Hills. Además, quería oír esto. Sentía bastante curiosidad, cautivar a una chica tan estupenda había sido una verdadera hazaña.

—Así que, al cabo de algún tiempo, empecé a pensar que quizás ella estaba interesada en mí —continuó Arnie—. Probablemente tardé en caer en cuenta más de lo que habrían tardado otros: tipos como tú, Dennis.

—Claro —repuse—. Yo soy lo que James Brown llamaba «una máquina sexual».

—No, no eres una máquina sexual, pero sabes de chicas —explicó con toda seriedad—. Las entiendes. A mí siempre me han asustado. Nunca sabía qué decir. Y sigo sin saberlo, supongo. Leigh es diferente. Me daba miedo invitarla —pareció reflexionar sobre esto—. Quiero decir que es una chica hermosa, realmente hermosa. ¿No te parece, Dennis?

—Sí. En mi opinión, es la más hermosa de toda la escuela.

Sonrió, complacido.

—A mí también me lo parece…, pero creía que tal vez fuese porque la quiero.

Miré a mi amigo, esperando que no fuera a meterse en más líos de los que podía resolver. En aquel momento, desde luego, no tenía ni idea de lo que podía suponer el lío.

—El caso es que un día les oí hablar a Lenny Barongg y Ned Strougham en el laboratorio de Química, y Ned le estaba contando a Lenny que la había invitado a salir, y ella había rehusado, pero amablemente…, como si tal vez aceptara en otra ocasión si volviese a pedírselo. Y me la imaginé saliendo con Ned en primavera y empecé a sentirme de veras celoso. Es ridículo: ella le rechaza, y yo me siento celoso. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Sonreí y asentí. En el campo, las majorettes ensayaban nuevas evoluciones. No creía que ayudaran mucho a nuestro equipo, pero era agradable verlas. En el radiante mediodía sus sombras se encharcaban junto a sus talones sobre la verde hierba.

—La otra cosa que me llamó la atención fue que Ned no parecía humillado, ni avergonzado…, ni rechazado, ni nada de eso. Intentó una cita, le salió mal, y eso fue todo. Decidí que yo también podía hacerlo. Pero cuando la llamé por teléfono estaba sudando a chorros. Me la imaginaba riéndose de mí y diciendo algo así como: ¿Salir yo contigo, mequetrefe? ¡Debes de estar soñando! ¡No estoy tan apurada todavía!

—Sí —convine—. No puedo imaginar por qué no lo hizo.

Me dio un juguetón puñetazo en el estómago.

—¡Ojo, Dennis! ¡Te haré vomitar!

—No importa —dije—. Cuéntame el resto.

Se encogió de hombros.

—No hay mucho más que contar. Cogió el teléfono su madre y dijo que iba a llamarla. Oí el ruido del aparato al ser dejado sobre la mesa, y estuve a punto de colgar —Arnie levantó dos dedos apenas separados por medio centímetro—. No me faltó ni esto. Palabra.

—Conozco la sensación —dije, y era cierto.

Eso es por lo que teme uno la risa, imagina el desprecio en mayor o menor grado, sea uno jugador de fútbol americano o un cuatro ojos lleno de granos, pero no creo que pueda comprender el grado en que Arnie debió de sentirla. Lo que él había hecho había requerido un valor extraordinario. Una cita es una cosa mínima, pero en nuestra sociedad hay toda una serie de fuerzas arremolinadas tras ese simple concepto: quiero decir que hay chicos que pasan por toda la escuela superior sin reunir nunca el valor suficiente para pedirle una cita a una chica. Nunca, ni una sola vez, en los cuatro años. Y eso no uno ni dos, montones de chicos. Y hay montones de chicas tristes que no son invitadas nunca. Es una piojosa manera de dirigir las cosas, si se para uno a pensar en ello. Resulta lastimada mucha gente. Podía imaginar oscuramente el puro terror que debía de haber sentido Arnie mientras esperaba a que Leigh se pusiera al teléfono, la sensación de aterrado asombro ante la idea de que no se proponía invitar sólo a una chica, sino a la chica más guapa de la escuela.

—Por fin se puso —continuó Arnie—. Dijo: «¿Qué hay?», y, oye, no pude articular palabra. Lo intenté, y no me salió más que un soplo de aire. Así que ella dijo: «¿Qué hay? ¿Quién es?», como si se tratase de alguna broma, ya sabes, y pensé: «Esto es ridículo. Si puedo hablar con ella en el pasillo, puedo hablarle también en el maldito teléfono, todo lo que puede decir es que no, quiero decir que no puede matarme ni nada si le pido una cita. Así ella dijo, hola, y bla-bla-bla, y esto y lo otro y aquello y entonces me di cuenta de que ni siquiera sabía adónde diablos quería invitarla y nos estábamos quedando sin cosas que decir, y no tardaría en colgar. Así que la invité a lo primero que se me ocurrió y le dije a ver si querría ir el sábado al partido de fútbol americano. Ella dijo que le encantaría, así como suena, como si hubiese estado esperando que la invitase, ¿sabes?

—Probablemente lo estaba.

—Sí, quizá.

Arnie reflexionó sobre ello, admirado.

Sonó el timbre, lo que significaba que faltaban cinco minutos para la quinta clase. Arnie y yo nos levantamos. Las majorettes salieron trotando del campo, haciendo ondear airosamente sus falditas.

Bajamos de las gradas, tiramos nuestras bolsas de almuerzo a uno de los cubos de basura pintados con los colores de la escuela —naranja y negro— y echamos a andar hacia la escuela.

Arnie continuaba sonriendo, recordando cómo había resultado aquella primera vez con Leigh.

—Si la invité a ir al partido fue por pura desesperación.

—Muchas gracias —repliqué—. Eso es lo que saco con volcar todo mi esfuerzo los sábados por la tarde, ¿eh?

—Ya sabes lo que quiero decir. Luego, cuando ella dijo que sí, que vendría, tuve esa horrible idea y te llamé… ¿Recuerdas?

Recordé de pronto. Me había llamado para preguntarme si el partido era en casa o fuera y había parecido absurdamente consternado cuando le dije que era en Hidden Hills.

—De modo que así estaban las cosas. Tengo una cita con la chica más guapa de la escuela, estoy loco por ella, y resulta que el partido se juega fuera y mi coche está en el garaje de Will.

—Podías haber ido en el autobús.

—Eso lo sé ahora, pero no lo sabía entonces. No sabía que dejaría de ir tanta gente a los partidos si el equipo empezaba a perder.

—No me lo recuerdes —manifesté.

—Así que recurrí a Will. Sabía que Christine podía hacer el viaje, pero no había manera de conseguir la licencia de circulación. Estaba desesperado.

¿Hasta qué punto desesperado? —me pregunté fría y súbitamente.

—Y él me echó una mano. Dijo que comprendía lo importante que era, y si…

Hizo una pausa, y pareció reflexionar.

—Y esa es la historia —terminó desganadamente.

—Y si…

Pero eso no era cosa mía.

Vigílale, había dicho mi padre.

Estábamos cruzando ahora el fumadero, desierto a excepción de tres chicos y dos chicas que terminaban apresuradamente un porro. El evocador olor de la marihuana tan similar al aroma de hojas de otoño quemándose lentamente, se me introdujo en la nariz.

—¿Has visto a Buddy Repperton? —pregunté.

—No —repuso—. Ni ganas. ¿Y tú?

Yo le había visto una vez, rondando por la Happy Gas de Vandenberg, una estación de servicio en la carretera 22, en Monroeville. Era propiedad del padre de Don Vandenberg, y había estado a punto de quebrar después del embargo árabe sobre el petróleo en 1973. Buddy me había visto, yo pasaba de largo.

—Pero no como para hablar con él.

—¿Quieres decir que puede hablar? —exclamó Arnie con un desdén que no era propio de él—. ¿Ese cagón?

Me sobresalté. Otra vez aquella palabra. Pensé en ello, me armé de valor y le pregunté de dónde había sacado esa expresión.

Me miró pensativo. Sonó de pronto el segundo timbre emergiendo estrepitosamente del costado del edificio. Íbamos a llegar tarde a clase, pero en aquellos momentos no me importaba lo más mínimo.

—¿Recuerdas el día en que compré el coche? —preguntó—. No el día en que deposité la seña, sino el día en que lo compré realmente.

—Claro.

—Entré con LeBay en la casa mientras tú te quedabas afuera. Tenía una cocina pequeñita, con un mantel a cuadros rojos y blancos en la mesa. Nos sentamos y me ofreció una cerveza. Pensé que sería mejor que la tomase. Y deseaba realmente el coche y no quería ofenderle, ya sabes. Así que nos tomamos cada uno una cerveza, y él continuó divagando: desvariando acerca de cómo todos los cagones estaban contra él. Era su palabra, Dennis. Los cagones. Dijo que eran los cagones quienes le obligaban a vender su coche.

—¿A qué se refería?

—Supongo que se refería a que era demasiado viejo para conducir, pero él no lo dijo así. Todo era culpa de ellos. De los cagones. Los cagones querían que se sometiese a un examen de conducir cada dos años y a un reconocimiento médico de la vista cada año. Era este reconocimiento lo que le preocupaba. Y dijo que no querían que circulase…, nadie quería. Así que alguien tiró una piedra contra el coche.

—Todo eso lo entiendo. Pero no entiendo por qué…

Arnie se detuvo en el umbral, olvidando que ya íbamos retrasados para el comienzo de la clase. Tenía las manos metidas en los bolsillos posteriores de sus pantalones vaqueros y había fruncido el ceño.

—No entiendo por qué dejó que Christine se echara a perder de ese modo, Dennis. El estado en que se encontraba cuando yo la compré. Hablaba de ella como si realmente la amase: ya sé que tú pensabas que era sólo parte su táctica para vender, pero no es cierto y, casi al final, cuando estaba contando el dinero, gruñó: «Ese jodido coche. Que me ahorquen si sé por qué lo quieres, muchacho. Es el as de picas». Y yo dije que creía que podía arreglarlo y dejarlo bastante bien. Y él replicó: «Todo eso y más. Si los cagones te dejan».

Entramos. Mr. Leheureux, el profesor de francés, iba apresuradamente a alguna parte, reluciendo su calva bajo las luces fluorescentes.

—Vais retrasados ya —explicó, con voz preocupada que me recordó al conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas.

Aceleramos el paso hasta que se perdió de vista y luego volvimos a aflojarlo.

Arnie siguió:

—Cuando Buddy Repperton me atacó de aquella manera, estaba realmente asustado —bajó la voz, sonriente pero serio—. Casi me meo en los pantalones, si quieres que te diga la verdad. De todos modos, supongo que he utilizado sin darme cuenta la palabra de LeBay. En caso de Repperton es adecuada, ¿no te parece?

—Sí.

—Tengo que irme —concluyó Arnie—. Cálculo y, luego, Mecánica del Automóvil III. De todas formas, creo que con Christine he aprendido ya todo el curso.

Se alejó apresuradamente y yo permanecí unos momentos en el pasillo, mirándole. Los lunes, tenía estudio con Miss Rata Paca durante la clase sexta y pensaba que podría escabullirme por la trasera sin ser advertido, ya lo había hecho en otras ocasiones. Además, los veteranos suelen salir con bien en estos casos, como estaba aprendiendo con rapidez.

Permanecí allí, tratando de ahuyentar una sensación de pánico que nunca volvería a ser tan amorfa o inconcreta. Algo marchaba mal, había algo discordante, algo que no encajaba. Sentí un escalofrío que ni el brillante sol de octubre que se derramaba por todas las ventanas de las escuelas superiores de todo el mundo podía aliviar. Las cosas eran como lo habían sido siempre, pero estaban disponiéndose a cambiar: lo sentía.

Permanecí allí tratando de recuperarme, intentando decirme a mí mismo que el escalofrío no era más que mi temor por mi propio futuro y que ese era el cambio que me inquietaba. Quizás eso fuera parte de la cosa. Pero no era toda la cosa. Ese jodido coche. «Que me ahorquen si sé por qué lo quieres, muchacho. Es el as de picas». Vi a Mr. Leheureux que volvía del despacho y empecé a moverme.

Yo creo que todo el mundo tiene en la cabeza una especie de pala, y en momentos de tensión o de inquietud puede accionarla y, simplemente, arrojar todo por la gran grieta que se abre en el suelo de su mente consciente. Deshacerse de ello. Enterrarlo. Salvo que esa grieta va a dar al subconsciente y, a veces, en sueños, los cadáveres se levantan y andan. Esa noche, volví a soñar con Christine, esta vez con Arnie sentado al volante, balanceándose obscenamente el cadáver putrefacto de Roland D. LeBay en el asiento derecho mientras el coche se abalanzaba contra mí desde el garaje, prendiéndome en los salvajes círculos de sus faros.

Desperté con la almohada apretada contra la boca para sofocar mis gritos.

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