Christine

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Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 19. El accidente

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19. El accidente

Tach it up, tach it up,

Buddy, gonna shut you down.

THE BEACH BOYS

Esa fue la última vez que hablé con Arnie —que realmente hablé con él— hasta el Día de Acción de Gracias, porque el sábado siguiente fue el día que me lesioné. Era el día en que jugábamos de nuevo contra los Osos de Ridge Rock, y esta vez perdimos por el tanteo, verdaderamente espectacular, de 40-3. Pero, hacia el final del partido, yo ya no estaba en el campo. Cuando faltaban unos siete minutos para terminar la primera mitad, me adelanté, recibí un pase, eché a correr y fui simultáneamente embestido por tres defensas de los Osos. Fue un instante de dolor terrible: una cegadora llamarada, como si hubiera sido sorprendido en el punto cero de una explosión nuclear. Luego, todo fueron tinieblas.

Las tinieblas se mantuvieron durante largo tiempo, aunque a mí no me pareció muy largo. Estuve inconsciente durante unas cincuenta horas y, cuando desperté, al atardecer del lunes, 23 de octubre, me encontraba en el Hospital Municipal de Libertyville. Mis padres estaban allí. También Ellie, pálida y fatigada, tenía profundas ojeras, y me sentí absurdamente conmovido, había encontrado motivos para llorar por mí pese a todos los caramelos que yo le había birlado después de haberse ido a la cama, pese a aquella vez, cuando tenía doce años, en que le había dado una bolsita de Vigoro después de que se hubiera pasado una semana mirándose de costado en el espejo con su camiseta más ajustada para poder ver si le aumentaba el volumen de los pechos (se había echado a llorar, y mi madre había estado muy enfadada conmigo durante casi dos semanas), pese a todas las bromas y faenas que le había estado haciendo en nuestros juegos.

Arnie no estaba allí cuando desperté, pero no tardó en unirse a mi familia, él y Leigh habían permanecido en la sala de espera. Esa noche aparecieron mis tíos de Albarne y el resto de la semana fue un continuo desfile de familiares y amigos: se presentó todo el equipo de fútbol americano, incluido el entrenador Puffer, que parecía haber envejecido unos veinte años. Supongo que había descubierto que existían cosas peores que una temporada de derrotas. Puffer fue el que me dio la noticia de que no podría volver a jugar al fútbol americano, y no sé qué esperaba, por la tensa expresión de su rostro, algo así como que me echase a llorar, o quizá que me diese un ataque de histeria. Pero no tuve ninguna reacción especial, ni interior ni exteriormente. Me bastaba con estar vivo y saber que acabaría volviendo a andar.

Si hubiese sido golpeado sólo una vez, lo más seguro es que me hubiera incorporado de un salto y hubiese seguido jugando. Pero el cuerpo humano no está hecho para ser embestido desde tres ángulos diferentes al mismo tiempo. Tenía las dos piernas rotas, la izquierda por dos sitios. El brazo se me había quedado doblado a la espalda al caer, y me había fracturado parcialmente el antebrazo. Pero todo eso no era en realidad más que la guinda del pastel. También me había fracturado el cráneo y sufrido lo que el médico encargado de mi caso seguía llamando «un accidente espinal inferior», lo que parecía significar que había estado en un tris de quedarme paralítico de cintura para abajo durante el resto de mi vida.

Recibí muchas visitas, muchas flores, muchas tarjetas.

Todo ello era, en algunos aspectos, muy agradable…, como estar vivo para ayudar a celebrar el propio velatorio.

Pero también tuve mucho dolor y muchas noches de no poder dormir, tenía un brazo suspendido sobre el cuerpo por medio de pesas y poleas, al igual que una pierna (ambos miembros parecían picarme continuamente bajo las escayolas), y un molde temporal —que se llama «molde de presión»— en torno a la parte baja de la espalda. También, naturalmente, tenía ante mí la perspectiva de una larga estancia en el hospital y de continuos viajes en silla de ruedas a esa cámara de los horrores tan inocentemente denominada Sala de Rehabilitación.

Oh, y otra cosa: tenía mucho tiempo.

Leía el periódico, hacía preguntas a mis visitantes, y, en más de una ocasión, según pasaba el tiempo y mis sospechas comenzaban a desbocarse, me pregunté a mí mismo si no estaría perdiendo la razón.

Estuve en el hospital hasta Navidad y, para cuando volví a casa, mis sospechas habían adquirido casi su forma final. Encontraba cada vez más difícil negar esa monstruosa forma, y sabía perfectamente bien que no estaba perdiendo la razón. En cierto modo, habría sido mejor —más confortable— que hubiera podido creerlo. Para entonces, estaba terriblemente asustado, y más que medio enamorado también de la chica de mi mejor amigo.

Tiempo para pensar…, demasiado tiempo.

Tiempo para llamarme a mí mismo cien cosas por lo que estaba pensando respecto a Leigh. Tiempo para mirar al techo de mi habitación y desear no haber conocido jamás a Arnie Cunningham, ni a Leigh Cabot, ni a Christine.

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