Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 20. La segunda discusión

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20. La segunda discusión

The Dealer came up to me and said,

“Trade in your Fo’d,

And I’ll put you in a car that’ll

Eat up the road!

Just tell me what you want and

Sign that line,

I’ll have it brought down to you

In an hour’s time.”

I’m gonna get me a car

And I’ll be headed on down the road;

Then I won’t have to worry about

That broken-down, ragged Ford.

CHUCK BERRY

El Plymouth 1958 de Arnie Cunningham obtuvo licencia de circulación en la tarde del uno de noviembre de 1978. El muchacho culminó el proceso, que había empezado realmente la noche en que él y Dennis Guilder cambiaron aquel primer neumático pinchado, pagando un impuesto de 8,50 dólares, una tasa municipal de circulación de dos dólares (que le permitía también el estacionamiento gratuito en los parquímetros del centro urbano) y unos derechos de matriculación de quince dólares. En la Oficina de Tráfico de Monroeville le fue entregada la placa de matricula de Pensilvania HY-6241-J.

Regresó de la Oficina de Tráfico en un coche que había prestado Will Darnell y salió del garaje de autoservicio Darnell’s al volante de Christine. Arnie la llevó casa.

Sus padres regresaron de la Universidad Horlicks cosa de una hora después.

La pelea comenzó casi en seguida.

—¿Lo habéis visto? —preguntó Arnie, dirigiéndose a los dos, pero quizás un poco más a su padre—. Lo he matriculado esta misma tarde.

Estaba orgulloso, tenía razones para estarlo. Christine había sido lavada y pulida, y relucía a la débil luz de atardecer otoñal. Aún le quedaba un poco de herrumbre, pero presentaba un aspecto mil veces mejor que el día en que Arnie la había comprado. La carrocería y la capota estaban impecables. El interior tenía un aspecto flamante. Relucían los cristales y los cromados.

—Sí, yo… —empezó Michael.

—Claro que lo hemos visto —exclamó Regina. Estaba revolviendo una bebida en un vaso Waterford con furiosos círculos en sentido contrario a las agujas del reloj—. Casi nos chocamos con él. No quiero verlo aparcado aquí. Esto parece un depósito de coches usados.

—¡Mamá! —exclamó Arnie, atónito y dolido.

Miró a Michael, pero Michael había salido de la habitación para prepararse él también una bebida. Quizás había decidido que la iba a necesitar.

—Así es —dijo Regina Cunningham.

Tenía la cara un poco más pálida que de costumbre, el rojo de sus mejillas destacaba casi como el maquillaje de un payaso. Ingirió la mitad de su tónica con ginebra, haciendo una mueca como si tomara una medicina desagradable.

—Llévalo a donde lo tenías. No quiero que esté aquí, y no toleraré que esté aquí, Arnie. Es definitivo.

—¿Llevarlo? —exclamó Arnie, furioso ahora, además de dolido—. Estupendo, ¿no? ¡Me está costando veinte pavos semanales!

—Te está costando mucho más que eso —repuso Regina. Apuró su bebida y dejó el vaso sobre la mesa. Se volvió para mirarle—. El otro día eché un vistazo a tu libreta de ahorros…

—¿Qué hiciste?

A Arnie se le desorbitaron los ojos.

Su madre enrojeció un poco, pero no bajó la vista. Volvió Michael y se detuvo en el umbral, mirando con consternación a su mujer y a su hijo.

—Quería saber cuánto habías estado gastando en ese maldito coche —explicó—. ¿Qué tiene de extraño? El año que viene tienes que ir a la Universidad. Que yo sepa, la Universidad no es gratuita en Pensilvania.

—¿Así que entraste en mi habitación y te pusiste a rebuscar hasta encontrar mi libreta de ahorros? —preguntó Arnie. Sus grises ojos tenían una expresión encolerizada—. Quizá buscabas también marihuana. O novelas verdes. O quizá manchas de corridas en las sábanas.

Regina le miró boquiabierta. Tal vez esperaba verle dolido e irritado, pero no tan absoluta e inconteniblemente furioso.

—¡Arnie! —rugió Michael.

—Bueno, ¿por qué no? —replicó Arnie—. ¡Creía que era asunto mío! ¡Bien sabe Dios cuánto tiempo os habéis pasado diciéndome los dos que era responsabilidad exclusiva mía!

—Me siento muy decepcionada al oírte decir eso, Arnold —repuso Regina—. Decepcionada y dolida. Te estás comportando como…

—¡No me digas cómo me estoy comportando! ¿Cómo crees que me siento? Me mato a trabajar para poner a este coche en condiciones…, más de dos meses y medio he estado trabajando en él, y cuando lo traigo a casa lo primero que me dices es que me lo lleve de aquí. ¿Cómo quieres que me sienta? ¿Contento?

—No debes hablar a tu madre en ese tono —pidió Michael. A pesar de las palabras, el tono era de desmanada conciliación—. Ni utilizar esa clase de lenguaje.

Regina alargó el vaso a su marido.

—Prepárame otro. Hay una botella de ginebra entera en la despensa.

—Quédate, papá —dijo Arnie—. Por favor. Aclaremos esto.

Michael Cunningham miró a su mujer, luego a su hijo y otra vez a su mujer. Vio en ambos una implacable dureza Se retiró a la cocina, con el vaso de su mujer en la mano.

Regina se volvió ceñudamente hacia su hijo. La cuña estaba en la puerta desde el verano; quizá veía ahora la última oportunidad de eliminarla.

—En julio tenías casi cuatro mil dólares en el Banco —dijo—. Casi las tres cuartas partes de todo el dinero que has ganado desde el noveno grado, más los intereses…

—Oh, le has estado siguiendo la pista, ¿eh? —exclamó Arnie. Se sentó de pronto, mirando a su madre. Su tono era de disgustada sorpresa—. Mamá…, ¿por qué no cogiste todo el maldito dinero y lo pusiste en una cuenta a tu nombre?

—Porque hasta hace poco —siguió ella— parecías comprender para qué era el dinero. Durante los dos últimos meses todo ha sido coche, coche, coche, y, más recientemente, chica, chica, chica. Es como si hubieras perdido la razón por ambas cosas.

—Bueno, gracias. Siempre puede serme útil una opinión desprovista de prejuicios sobre la forma en que conduzco mi propia vida.

—En julio tenías casi cuatro mil dólares. Para tu educación, Arnie. Para tu educación. Ahora tienes poco más de dos mil ochocientos. Puedes seguir derrochando todo lo que quieras, y reconozco que duele un poco, pero es un hecho. Has gastado mil doscientos dólares en dos meses. Quizá por eso no quiero ni ver ese coche. Deberías comprenderlo. A mí me parece como…

—Escucha…

—… como un gran billete de dólar volando por los aires.

—¿Puedo decirte un par de cosas?

—No, creo que no, Arnie —dijo, con tono terminante—. Realmente, creo que no.

Michael había vuelto con su vaso, medio lleno de ginebra. Agregó tónica en el bar y se lo entregó. Regina bebió, haciendo de nuevo aquella mueca de disgusto. Arnie se hallaba sentado en la silla próxima al televisor, mirándola pensativamente.

—¿Tú das clases en la Universidad? —preguntó—. ¿Das clases en la Universidad y es esa tu actitud? «He dicho. Los demás podéis callaros». Estupendo. Lo siento por tus alumnos.

—Ándate con ojo, Arnie —amenazó, apuntándole con el dedo—. Ándate con ojo.

—¿Puedo decirte un par de cosas, o no?

—Adelante. Pero será igual.

Michael carraspeó.

—Reg, creo que Arnie tiene razón, esa no es una actitud constructi…

Regina se volvió hacia él como una tigresa.

—¡Cállate tú también!

Michael retrocedió.

—La primera cosa es esta —empezó Arnie—. Si examinaste con un poco de atención mi libreta de ahorros, y estoy seguro de que lo hiciste, te darías cuenta de que mi saldo llegó a su punto más bajo de dos mil doscientos dólares en la primera semana de setiembre. Tuve que reponer toda la parte delantera de Christine.

—Hablas como si estuvieras orgulloso de ello —replicó ella, airadamente.

—Lo estoy —la miró con fijeza a los ojos—. Hice ese trabajo yo mismo, sin ayuda de nadie. Y lo hice realmente bien. No… —se le quebró momentáneamente la voz y luego recobró su firmeza— no podrías distinguirlo del original. Pero lo que quiero decir es que el saldo ha vuelto a subir seiscientos dólares desde entonces. Porque a Will Darnell le ha gustado mi trabajo y me ha tomado a su servicio. Si puedo añadir seiscientos dólares más cada dos meses…, y quizá logre ahorrar más si me emplea en la compra de coches usados en Albany, habrá cuatro mil seiscientos dólares en mi libreta para cuando acabe el curso. Y si el verano que viene trabajo a jornada completa, empezaré la Universidad con casi siete mil dólares. Y todo eso gracias al coche que tanto odias.

—Eso no te servirá de nada si no puedes entrar en una buena escuela —replicó ella, cambiando hábilmente de terreno, como hacía en las reuniones de comité de su departamento cuando alguien se atrevía a disentir de sus opiniones…, lo cual no era frecuente. No admitía el argumento, simplemente, pasaba a otras cosas—. Tus notas han bajado.

—No lo bastante como para que importe —repuso Arnie.

—¿Qué quieres decir con no lo bastante? ¡Tienes un deficiente en Cálculo! ¡La semana pasada recibimos una tarjeta roja!

Las tarjetas rojas, conocidas a veces como «tarjetas de rescate» por los estudiantes, eran entregadas hacia la mitad del período de evaluación a los alumnos que habían sacado una nota media de 75 o menos durante las cinco primeras semanas del trimestre.

—Eso fue por un solo examen —explicó con calma Arnie—. El señor Fenderson es famoso por poner tan pocos exámenes en la primera mitad de un trimestre que puede uno sacar una tarjeta roja con un suspenso sólo por no haber entendido un concepto básico, y acabar con un sobresaliente por toda la evaluación. Cosa que te habría explicado si me lo hubieses preguntado. No lo hiciste. Además, es sólo la tercera tarjeta roja que saco desde que empecé la escuela superior. Mi promedio sigue siendo 93, y tú sabes lo bueno que es eso…

—Bajar —exclamó ella con voz estridente, y avanzó un paso hacia él—. ¡Es esa maldita obsesión con el coche! Tiene una amiga, me parece estupendo, maravilloso, soberbio. ¡Pero eso del coche es absurdo! Hasta Dennis dice…

Arnie se puso en pie, tan rápidamente y tan cerca de ella, que Regina retrocedió un paso, sorprendida, momentáneamente al menos, por su cólera.

—Deja a Dennis fuera de todo esto —pidió, con voz suave pero no por eso menos amenazadora—. Esto es un asunto entre nosotros.

—Está bien —convino ella, cambiando nuevamente de tercio—. El hecho es que tus notas van bajando. Yo lo sé, y lo sabe tu padre, y esa tarjeta roja en Matemáticas es un indicio.

Arnie sonrió confiado y Regina pareció ponerse a la defensiva.

—Bien —siguió—. Vamos a hacer una cosa. Déjame tener el coche aquí hasta que termine la evaluación. Si saco una sola nota más baja de notable, se lo vendo a Darnell. Él lo comprará, sabe que podría conseguir uno de los grandes en el estado en que se encuentra ahora. Su valor no puede dejar de subir.

Arnie reflexionó unos momentos.

—Te propongo algo mejor. Si no figuro en el cuadro de honor del semestre, me deshago también de él. Eso significa que me apuesto el coche a que saco casi sobresaliente en Cálculo, no sólo en el trimestre, sino en el semestre entero. ¿Qué dices?

—No —respondió de inmediato Regina.

Lanzó una mirada de advertencia a su marido: Quédate al margen de esto. Michael, que había abierto la boca, la cerró al instante.

—¿Por qué no? —preguntó Arnie, con engañosa suavidad.

—¡Porque es una trampa, y tú lo sabes! —gritó Regina, totalmente desbocada su furia—. ¡Y no pienso seguir aguantando tus insolencias! ¡Yo…, yo te he cambiado los pañales! Te he dicho que lo saques de aquí, que lo lleves a donde quieras, pero no lo dejes donde yo tenga que verlo. ¡Y no se hable más!

—¿Qué opinas tú, papá? —preguntó Arnie, desplazando su mirada.

Michael abrió de nuevo la boca para hablar.

—El opina lo mismo que yo —interrumpió Regina.

Arnie le miró de nuevo. Sus ojos, con la misma tonalidad de gris, se encontraron.

—No importa lo que yo diga, ¿verdad?

—Creo que la cosa ha ido ya demasiado lejos…

Empezó a volverse, con expresión todavía resuelta y ojos extrañamente confusos.

Arnie la cogió del brazo.

—No importa, ¿verdad? Porque cuando has tomado una decisión sobre algo, no ves, no oyes, no piensas.

—¡Basta, Arnie! —gritó Michael.

Arnie observó a Regina, y Regina le observó a él. Sus ojos eran gélidos.

—Te diré por qué no quieres verlo —dijo él, con aquella misma voz suave—. No es el dinero, porque el coche me pone en contacto con un trabajo en el que soy bueno y acabará haciéndome ganar dinero. Tú lo sabes. Tampoco son mis notas. No son peores que antes. También lo sabes, es porque no puedes soportar no tenerme dominado, como tienes a tu departamento, como le tienes a él —señaló con el pulgar a Michael, que se las arregló para parecer encolerizado y culpable y desdichado al mismo tiempo—. Como siempre me has tenido a mí.

Arnie presentaba ahora un rostro congestionado y los puños cerrados a los costados.

—Todas esas historias sobre que la familia decidía en común las cosas, discutía en común las cosas, realizaba en común las cosas. Pero el hecho es que siempre fuiste tú quien elegía mis ropas para la escuela, mis zapatos para la escuela, con quién debía jugar y con quién no podía hacerlo, tú decidías adónde íbamos a ir de vacaciones, tú decidías cuándo cambiar de coche y cuál comprar. Y esta es la única cosa que no puedes manejar, y te jode, ¿verdad?

Regina le abofeteó en la cara. Sonó como un pistoletazo en el cuarto de estar. Ahora, había caído el crepúsculo y pasaban, borrosos, los coches, sus encendidos faros semejantes a amarillentos ojos. Christine estaba en el asfaltado camino de los Cunningham como antes había estado en el césped de Roland D. LeBay, pero ofreciendo un aspecto considerablemente mejor: parecía fría, indiferente, muy por encima de aquella desagradable pelea familiar.

Quizás había progresado en status social.

Bruscamente, sorprendentemente, Regina Cunningham se echó a llorar. Era este un fenómeno análogo al de la lluvia en el desierto, que Arnie sólo había visto cuatro o cinco veces en toda su vida…, y en ninguna de las otras ocasiones había sido él la causa de las lágrimas.

Sus lágrimas eran aterradoras, dijo más tarde a Dennis, por el simple hecho de que estaban allí. Eso era suficiente, pero había más: las lágrimas la hacían parecer vieja de golpe, como si en cuestión de segundos hubiera pasado de los cuarenta y cinco a los sesenta años. El penetrante brillo gris de su mirada se tornó borroso y débil y, de pronto, las lágrimas le corrían por las mejillas, surcando su maquillaje.

Extendió la mano sobre la repisa de la chimenea para coger el vaso, pero, en lugar de ello, lo empujó con las yemas de los dedos. Cayó en el hogar y se hizo añicos. Cayó una especie de incrédulo silencio, una estupefacción por el hecho de que las cosas hubieran podido llegar tan lejos. Y aun a través de la debilidad de las lágrimas, consiguió decir:

—No quiero tenerlo en nuestro garaje ni delante de esta casa, Arnie.

—Tampoco yo quiero tenerlo aquí, madre —respondió él, con frialdad.

Echó a andar hacia la puerta, se volvió y les miró a los dos.

—Gracias. Por ser tan comprensivos. Muchas gracias a los dos.

Salió.

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