Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 21. Arnie y Michael

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21. Arnie y Michael

Ever since you’ve been gone

I walk around with sunglasses on

But I know I will be just fine

As long as I can make my jet black

Caddy shine.

MOON MARTIN

Michael alcanzó a Arnie cuando ya estaba junto a Christine. Le apoyó una mano en el hombro. Arnie se soltó y continuó buscando las llaves.

—Arnie. Por favor.

Arnie se volvió con rapidez. Por un momento, pareció a punto de hacer más intensa la oscuridad de la noche golpeando a su padre. Luego, la tensión de su cuerpo se relajó un poco y se apoyó en el coche, tocándolo con la mano izquierda, acariciándolo, pareciendo extraer fuerza de él.

—Está bien —dijo—. ¿Qué quieres?

Michael abrió la boca y, luego, pareció no saber qué decir. Una expresión de desvalimiento —habría resultado graciosa si no hubiera sido tan terrible— se extendió por su cara. Parecía haber envejecido, haberse vuelto gris y macilento.

—Arnie —empezó, como si forzara las palabras a salir, venciendo el peso de una resistente inercia—. Arnie, lo siento mucho.

—Ya —repuso Arnie; se volvió y abrió la puerta del lado del conductor. Se extendió un agradable olor a coche bien cuidado—. Me he dado cuenta por la forma en que me has apoyado.

—Por favor. Esto es duro para mi, más duro de lo que imaginas.

Algo en su voz le hizo a Arnie volverse. Los ojos de su padre tenían una mirada de desesperación e infelicidad.

—No he dicho que quisiera apoyarte —explicó Michael—. También a ella la comprendo. He visto cómo la presionabas, decidido a salirte con la tuya a toda costa…

Arnie rió roncamente.

—En otras palabras, igual que ella.

—Tu madre, Arnie, está atravesando la menopausia —dijo, en voz baja, Michael—. Le está resultando en extremo difícil.

Arnie parpadeó, no muy seguro al principio de lo que había oído. Era como si su padre le hubiera dicho de pronto algo en chino, parecía del todo irrelevante con lo que estaba hablando.

—¿Qué?

—La retirada. Está asustada, y bebe mucho, y a veces tiene dolores. No con frecuencia —dijo, al ver la alarmada expresión de Arnie—. Ya ha ido al médico, y sólo es la menopausia. Pero se encuentra muy agitada emocionalmente. Tú eres su único hijo, y, tal como está, lo único que ve es que quiere que las cosas rueden bien para ti, cueste lo que cueste.

—Lo que quiere es que las cosas rueden a su manera. Y eso no es nada nuevo. Siempre lo ha querido.

—Es evidente que ella piensa que lo bueno para ti es aquello que ella considera bueno —siguió Michael—. Pero ¿qué te hace suponer que tú eres diferente? ¿O mejor? Hace unos momentos, querías imponerte, y ella lo sabía. Y yo también.

—Ella lo empezó…

—No, lo empezaste tú al traer el coche a casa. Sabías lo que ella sentía. Y tiene razón en otra cosa. Has cambiado. Desde aquel primer día en que viniste a casa con Dennis y dijiste que habías comprado un coche, entonces fue cuando empezó. ¿Crees que eso no la ha trastornado? ¿Y a mí también? ¿Ver a tu hijo exhibiendo rasgos de personalidad que ni siquiera sabías que existían?

—¡Eh, vamos, papá! Eso es un poco…

—Apenas si te vemos, siempre estás trabajando en tu coche, o por ahí con Leigh.

—Estás empezando a hablar como ella.

Michael sonrió de pronto, pero era una sonrisa triste.

—Te equivocas en eso. Te equivocas tanto como puedes equivocarte. Ella habla como ella misma, y tú hablas como ella, pero sólo yo hablo como el tipo encargado de alguna estúpida fuerza pacificadora de la ONU que está a punto de irse a pique.

Arnie se aplacó un poco, su mano había encontrado de nuevo el coche y empezó a acariciarlo, acariciarlo.

—Está bien —repuso—. Creo que entiendo lo que quieres decir. No sé por qué tienes que dejarla que te maneje así, pero de acuerdo.

Subsistió la triste y humillada sonrisa, un poco como la sonrisa de un perro que ha perseguido largo rato a una marmota en un caluroso día de verano.

—Quizás algunas cosas llegan a ser una forma de vida. Y quizás hay compensaciones que tú no puedes comprender y yo no puedo explicar. Como…, bueno, yo la quiero, ¿sabes?

Arnie se encogió de hombros.

—Bien, ¿y…?

—¿Podemos ir a dar una vuelta?

Arnie pareció sorprendido y, luego, complacido.

—Claro. Sube. ¿Algún sitio en particular?

—Al aeropuerto.

Arnie enarcó las cejas.

—¿Al aeropuerto? ¿Por qué?

—Te lo diré por el camino.

—¿Y Regina?

—Tu madre se ha ido a la cama —explicó Michael en voz baja.

Arnie tuvo la decencia de ruborizarse un poco.

Arnie conducía bien y con seguridad. Los nuevos faros de Christine abrían en la oscuridad de la noche un profundo túnel de luz. Pasó ante la casa de los Guilder, torció luego a la izquierda por Elm Street a la altura del Stop y enfiló la JFK Drive. La I-376 les llevó a la I-278, y luego hacia el aeropuerto. El tráfico era escaso. El motor zumbaba con suavidad. El panel de instrumentos del salpicadero relucía con un místico color verde.

Arnie conectó la radio y sintonizó WDIL, la emisora de onda media de Pittsburgh que solamente pone piezas antiguas. Gene Chandler estaba cantando The Duke of Earl.

—Funciona de maravilla —dijo Michael Cunningham.

Parecía impresionado.

—Gracias —replicó Arnie, sonriendo.

Michael hizo una profunda inspiración.

—Huele a nuevo.

—Muchas cosas son nuevas. El tapizado de los asientos me costó ochenta pavos. Parte del dinero por el que rezongaba Regina. Fui a la biblioteca y cogí un montón de libros, y traté de copiar todo lo mejor que pude. Pero no ha sido tan fácil como podría pensar la gente.

—¿Por qué no?

—Bueno, en primer lugar, el Plymouth Fury 58 no era la idea de nadie de un coche clásico, así que nadie escribió gran cosa sobre él, ni aun en los libros de tipo retrospectivo…, El automóvil americano, Clásicos americanos, Automóviles de los años 50, cosas así. El Pontiac 58 era un clásico, sólo que el segundo año Pontiac hizo el modelo Bonneville, y el T-Bird 58 con sus aletas de oreja de conejo, creo que ese fue el último Thunderbird realmente bueno, y…

—No tenía ni idea de que supieses tanto sobre coches antiguos —comentó Michael—. ¿Cuánto tiempo hace que tienes esta afición, Arnie?

Se encogió levemente de hombros.

—De todas formas, el otro problema era que LeBay adaptó a su gusto el modelo original de Detroit: Plymouth jamás ofreció un Fury en rojo y blanco, por ejemplo, y he estado tratando de restaurar el coche más en la forma en que él lo tenía que como Detroit quería que fuese. Así que he andado muy ocupado.

—¿Por qué quieres restaurarlo tal como lo tenía LeBay?

El mismo leve encogimiento de hombros.

—No sé. Simplemente, parece lo más adecuado.

—Bueno, creo que has hecho un trabajo soberbio.

—Gracias.

Su padre se inclinó hacia él, mirando el panel de instrumentos.

—¿Qué miras? —preguntó Arnie, con cierta aspereza.

—Que me ahorquen —dijo Michael—. Nunca he visto cosa igual.

—¿Qué? —Arnie bajó la vista—. Oh. El cuentamillas.

—Está girando hacia atrás, ¿no?

El cuentamillas, en efecto, estaba moviéndose hacia atrás, en aquellos momentos, en la noche del uno de noviembre, marcaba 79.500 millas y pico. Mientras Michael miraba, el indicador de décimas de milla pasó de 2 a 1 y, luego, a 0. Al volver a 9, el número de millas disminuyó en uno.

Michael se echó a reír.

—Eso es algo que se te ha pasado por alto, hijo.

Arnie sonrió: una leve sonrisa.

—Sí —explicó—. Will dice que hay un cable cruzado en alguna parte. No creo que me ponga a enredar con él. Resulta curioso tener un cuentamillas que corre hacia atrás.

—¿Es exacto?

—¿Cómo?

—Bueno, ¿si vas de nuestra casa a la plaza de la Estación, restará cinco millas del total?

—Ah —dijo Arnie—. Ya te entiendo. No, no es exacto en absoluto. Retrocede dos o tres millas por cada milla realmente recorrida. A veces, más. Tarde o temprano se romperá el cable del velocímetro, y, cuando lo cambie, la cosa se resolverá sola.

Michael, a quien en sus tiempos se le habían roto uno o dos cables del velocímetro, miró la aguja para ver la característica vibración indicadora de algún problema en su funcionamiento. Pero la aguja se mantenía inmóvil justo por encima de cuarenta. El velocímetro parecía estar perfectamente, era sólo el cuentamillas el que se había trastornado. ¿Y creía realmente Arnie que el velocímetro y el cuentamillas funcionaban con los mismos cables? Seguramente, no.

Se echó a reír y dijo:

—Es fantástico, hijo.

—¿Por qué el aeropuerto? —preguntó Arnie.

—Voy a regalarte un abono de treinta días de aparcamiento —respondió Michael—. Cinco dólares. Más barato que el garaje de Darnell. Y puedes sacar tu coche siempre que quieras. Hay una parada regular de autobús en el aeropuerto. Final de trayecto, en realidad.

—¡Cristo, es la cosa más disparatada que he oído jamás! —exclamó Arnie. Se arrimó al borde, ante una tintorería, y detuvo el coche—. ¿Tengo que recorrer treinta kilómetros en autobús para ir al aeropuerto a coger mi coche cada vez que lo necesite? ¡Eso parece salido de Trampa-22! ¡No! ¡Ni hablar!

Iba a decir algo más, cuando se sintió súbitamente agarrado del cuello.

—Escucha —dijo Michael—. Soy tu padre, así que escúchame. Tu madre tenía razón, Arnie. Te has vuelto irrazonable…, más que irrazonable, en los dos últimos meses. Te has vuelto sumamente peculiar.

—Suéltame —dijo Arnie, forcejeando para desasirse.

Michael no le soltó, pero aflojó la presión.

—Voy a ponértelo en perspectiva —dijo—. Sí, el aeropuerto está lejos, pero el autobús cuesta lo mismo que el que te llevaría a Darnell’s. Hay garajes más cercanos pero en la ciudad se dan más casos de robo y vandalismo. El aeropuerto, por el contrario, es completamente seguro.

—Ningún aparcamiento público es seguro.

—En segundo lugar, es más barato que un garaje en el centro de la ciudad y mucho más barato que el de Darnell.

—¡Ese no es el motivo y tú lo sabes!

—Tal vez tengas razón, Arnie —dijo Michael—. Pero estás pasando por alto algo. Estás pasando por alto el verdadero motivo.

—Bueno, supón que me dices cuál es el verdadero motivo.

—Muy bien, lo haré.

Michael hizo una pausa, mirando fijamente a su hijo. Cuando habló, su voz fue baja y serena, casi tan musical como su grabadora.

—Juntamente con el sentido de lo razonable, pareces haber perdido por completo tu sentido de la perspectiva. Tienes casi dieciocho años y estás en tu último curso en la escuela pública. Creo que has decidido no ir a Horlicks, he visto los folletos de Universidades que has traído a casa…

—No, no voy a ir a Horlicks —repuso Arnie. Parecía un poco más tranquilo ahora—. No después de todo esto. No tienes ni idea de lo ardientemente que deseo marcharme. O quizá sí.

—Lo sé. Y quizá sea mejor. Mejor que esta constante fricción entre tu madre y tú. Lo único que te pido es que no se lo digas aún, espera el momento de presentar la hoja de solicitud.

Arnie se encogió de hombros, sin prometer nada.

—Llévate tu coche a la Facultad, es decir, si todavía funciona…

—Funcionará.

—… y si es una Facultad que permite a los nuevos alumnos llevar coches al campus.

Arnie se volvió hacia su padre, sorprendido por su sorda ira…, sorprendido e inquieto. Era ésta una posibilidad que nunca se le había ocurrido.

—No iré a una Facultad que diga que yo no puedo tener coche —dijo.

Su tono era de paciente instrucción, la clase de voz que utilizaría un maestro en una clase de niños retrasados mentales.

—¿Lo ves? —preguntó Michael—. Ella tiene razón. Basar tu elección de una Facultad en las normas que practique con respecto a los nuevos alumnos y los coches es totalmente irracional. Estás obsesionado con este coche.

—No esperaba que comprendieses.

Michael apretó los labios durante unos instantes.

—De todos modos, ¿qué importa ir en autobús al aeropuerto para coger tu coche si quieres llevar a Leigh? Es un engorro, lo admito, pero no muy grande. En primer lugar, significa que no lo utilizarás a menos que lo necesites, y, además, ahorrarás el dinero de la gasolina. Tu madre puede tener su pequeña victoria; no tendrá que verlo.

Michael hizo una pausa y volvió a sonreír tristemente.

—Ella no lo considera una forma de perder dinero, ambos lo sabemos. Lo considera como tu primer paso decisivo para alejarte de ella…, de nosotros. Supongo que ella…, oh, mierda, no sé.

Se detuvo y miró a su hijo. Arnie le sostuvo pensativamente la mirada.

—Llévalo a la Universidad contigo, aunque elijas una Facultad que no permita a los alumnos de primero tener coche en el campus, siempre hay formas de arreglarse…

—¿Como aparcar en el puerto?

—Sí. Como esa. Cuando vengas los fines de semana, Regina estará tan contenta de verte que no mencionará el coche. Qué diablos, probablemente saldrá a ayudarte a lavarlo y cuidarlo sólo para averiguar lo que estás haciendo. Diez meses. Luego, se habrá terminado. Podremos tener paz de nuevo en la familia. Vamos, Arnie. Arranca.

Arnie puso el motor en marcha y se incorporó al tráfico.

—¿Tienes asegurado el coche? —preguntó de pronto Michael.

Arnie se echó a reír.

—¿Estás bromeando? En este Estado, si no tienes seguro individual y te ves metido en un accidente, te la cargas. Sin seguro individual, la culpa será tuya, aunque el otro se te haya caído encima desde el cielo. Es una de las formas que tienen los cagones de excluir de las carreteras de Pensilvania a los jóvenes.

Michael pensó decir a Arnie que un desproporcionado número de accidentes mortales en Pensilvania —el 41 porciento— afectaba a conductores de menos de veinte años (Regina le había leído la estadística, reproducida en un articulo del suplemento dominical, pronunciando la cifra con tono lento y apocalíptico: «¡Cua-ren-ta y uno por ciento!», poco después de que Arnie comprara su coche), y decidió que no era cosa que Arnie quisiera oír…, no en su actual estado de ánimo.

—¿Sólo individual?

Estaban pasando bajo una señal reflectante que decía «AEROPUERTO». Arnie encendió el intermitente y cambió de carril. Michael pareció relajarse un poco.

—No se puede tener seguro a terceros hasta cumplir los veintiún años. De veras, esas jodidas compañías de seguros son todas tan ricas como Creso, pero no te cubren a menos que todas las ventajas estén descaradamente a su favor.

Había en la voz de Arnie una nota amarga, levemente irritada, que Michael nunca le había oído antes, y, aunque no dijo nada, quedó sorprendido y un poco consternado por el lenguaje que utilizaba su hijo: había supuesto que Arnie empleaba esa clase de lenguaje con sus amigos (así se lo dijo más tarde Dennis Guilder, al parecer totalmente desconocedor de que hasta su último curso Arnie no había tenido realmente más amigos que Guilder), pero nunca lo había utilizado delante de Regina ni de él.

—Tu historial como conductor y si has recibido o no clases de conducir, no tienen nada que ver con ello —continuó Arnie—. La razón por la que no puedes obtener seguro a terceros es que sus puñeteras tablas actuariales dicen que no puedes tenerlo. Puedes suscribirlo a los veintiuno sólo si estás dispuesto a gastar una fortuna: generalmente, las primas acaban valiendo más que el coche hasta los veintitrés años o así, a menos que estés casado. Oh, los cagones lo tienen todo calculado. Saben cómo jorobarte, ya lo creo.

Delante brillaban las luces del aeropuerto, señaladas las pistas con míticas líneas paralelas de luz azulada.

—Si alguien me pregunta alguna vez cuál es la forma más baja de vida humana, le diré que un agente de seguros.

—Has estudiado a fondo el asunto —comentó Michael.

No se atrevió a decir nada más, Arnie parecía a punto de estallar de cólera.

—Me he recorrido cinco compañías diferentes. Pese a lo que ha dicho mamá, no me apetece tirar el dinero.

—¿Y el seguro individual es lo mejor que has podido encontrar?

—Sí. Seiscientos cincuenta dólares al año.

Michael lanzó un silbido.

—En efecto —asintió Arnie.

Otra señal destellante, advirtiendo que los dos carriles de la izquierda eran para aparcar, y los de la derecha para el aeropuerto propiamente dicho. A la entrada del aparcamiento, la carretera se dividía otra vez. A la derecha había una barrera automática en la que se cogía un boleto para estacionamiento por horas. A la izquierda se encontraba la cabina de cristal en cuyo interior se hallaba el empleado del aparcamiento, mirando un pequeño receptor de televisión en blanco y negro y fumando un cigarrillo.

Arnie suspiró.

—Quizá tengas razón. Quizá sea esa la mejor solución después de todo.

—Claro que lo es —dijo Michael, aliviado. Arnie volvía a parecer ahora el mismo de siempre y la dura expresión de sus ojos había desaparecido por fin—. Diez meses, eso es todo.

—Sí.

Condujo hasta la cabina, y el empleado, con un jersey negro y naranja que llevaba el anagrama de Libertyville en los bolsillos, descorrió la divisoria de cristal y se asomó.

—¿Qué hay?

—Quisiera un abono para treinta días —dijo Arnie, cogiendo su cartera.

Michael puso mano sobre la de Arnie.

—Es obsequio mío —dijo.

Arnie le apartó la mano, suave pero firmemente, y sacó su cartera.

—Es mi coche —dijo—. Pagaré yo.

—Sólo quería… —empezó Michael.

—Ya sé —respondió Arnie—. Pero lo digo de veras.

Michael suspiró.

—Sí, claro. Tú y tu madre. Todo irá bien si lo haces a mi manera.

Arnie apretó por un instante los labios y, luego, sonrió.

—Bueno…, sí —dijo.

Se miraron y rompieron a reír los dos.

En ese mismo momento, el motor de Christine se paró. Hasta entonces había estado latiendo con toda perfección. Ahora, se paró, simplemente, se encendieron las luces del aceite y de posición.

Michael enarcó las cejas.

—¿Qué pasa?

—No lo sé —respondió Arnie, frunciendo el ceño—. Es la primera vez que ocurre.

Hizo girar la llave, y el motor comenzó a funcionar enseguida.

—Nada, supongo —dijo Michael.

—Tendré que revisar la regulación —murmuró Arnie.

Aceleró el motor y escucharon con atención. Y en ese instante Michael pensó que Arnie parecía muy distinto. Parecía otra persona, alguien mucho más viejo y enérgico. Sintió una breve pero sumamente desagradable punzada de temor en el pecho.

—Eh, ¿quieres este boleto, o te vas a pasar ahí toda la noche hablando de tu regulación? —preguntó el empleado del aparcamiento.

A Arnie le resultaba vagamente familiar como ocurre con los tipos que ve uno por los pasillos de la escuela pero con los que no tiene ninguna otra relación.

—Oh, sí. Lo siento.

Arnie le dio un billete de cinco dólares, y el empleado le entregó un boleto.

—Al fondo —dijo—. Y no olvides renovarlo cinco días antes de fin de mes si quieres seguir teniendo la misma plaza.

—Vale.

Arnie condujo hacia el fondo del aparcamiento. La sombra de Christine se alargaba y encogía al pasar bajo las luces de sodio. Encontró una plaza vacía y, haciendo marcha atrás, situó a Christine en ella. Al sacar la llave, hizo una mueca y se llevó la mano a la altura de los riñones.

—¿Todavía te molesta? —preguntó Michael.

—Sólo un poco —respondió Arnie—. Casi se me había pasado y ayer me volvió de pronto. Debí de hacer algún esfuerzo. No olvides cerrar la puerta.

Salieron y cerraron las puertas. Una vez fuera del coche, Michael se sintió mejor: se sentía más cerca de su hijo y, quizá tan importante, sentía con menos intensidad la impresión de haber desempeñado el papel de bufón impotente, con su gorro de cascabeles, en la discusión que había tenido lugar antes. Una vez fuera del coche, notaba que tal vez hubiera salvado algo —acaso mucho— de la noche.

—Vamos a ver lo rápido que es realmente ese autobús —explicó Arnie, y empezaron a caminar por el aparcamiento en dirección a la terminal, en amistosa camaradería.

Durante el viaje hasta el aeropuerto, Michael se había formado una opinión acerca de Christine. Estaba impresionado por el trabajo de restauración que Arnie había hecho, pero le desagradaba el coche, le desagradaba intensamente. Suponía que era ridículo albergar tales sentimientos hacia un objeto inanimado, pero la aversión continuaba allí, fuerte e inequívoca, como un nudo en la garganta.

Era imposible identificar el origen de esa aversión.

Había causado una grave disensión en la familia, y suponía que esa era la verdadera razón…, pero no era todo. No le había gustado el aspecto que Arnie tenía cuando estaba al volante: arrogante y petulante al mismo tiempo, como un rey débil. El tono de impotencia con que había despotricado contra las compañías de seguros, su utilización de aquella horrible y sorprendente palabra de «cagones»…, incluso la forma en que se había parado el motor del coche cuando ambos se habían reído.

Y el olor que tenía. No se notaba al instante pero estaba allí. No el olor de la tapicería nueva, ese era bastante agradable, este era un olor subterráneo, acre casi (pero no totalmente) secreto. Era un olor viejo. Bueno —se dijo Michael—, el coche es viejo, ¿por qué demonios esperas que huela a nuevo? Y eso no tenía vuelta de hoja. Pese al trabajo realmente fantástico que Arnie había hecho para restaurarlo, el Fury tenía veinte años. Aquel olor acre y mohoso podría venir del viejo alfombrado del maletero, o, de las viejas esterillas del suelo que subsistían bajo las nuevas, quizá procedía del tapizado original existente bajo las nuevas fundas de los asientos. Era sólo un olor a viejo.

Y, sin embargo, ese olor subyacente, leve y vagamente nauseabundo, le preocupaba. Parecía ir y venir en oleadas, a veces muy ostensible, en ocasiones por completo imperceptible. Parecía carecer de fuente concreta. En los peores, momentos, olía como el cadáver en putrefacción de algún pequeño animal —un gato, una marmota, quizás una ardilla— que se hubiera introducido en el maletero o bajo la carrocería y hubiese muerto allí.

Michael estaba orgulloso de lo que su hijo había conseguido; pero también muy contento de salir del coche.

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