Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 26. Christine martirizada

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26. Christine martirizada

Transfusion, transfusion,

Oh I’m never-never-never gonna speed again,

Pass the blood to me, Bud.

«NERVOUS» NORVUS

El día siguiente, Arnie y Leigh fueron juntos al aeropuerto después de clase para recoger a Christine. Proyectaban viajar a Pittsburgh para hacer algunas compras anticipadas de Navidad, y les ilusionaba hacerlo juntos: parecía terriblemente adulto.

Arnie estaba de muy buen humor en el autobús, sacando divertidos parecidos a los demás viajeros y haciéndola reír, a pesar de que estaba con la regla, que generalmente le producía depresión y siempre era dolorosa. La señora gorda con zapatos de hombre era una monja renegada dijo. El chico del sombrero de cowboy era un buscavidas. Y así sucesivamente. Ella entró también en el juego, pero no era tan buena como él. Era sorprendente la forma en que había salido de su concha: la forma en que había florecido. Esa era la palabra. Experimentaba la complacida satisfacción de un prospector que ha sospechado la presencia de oro a partir de ciertas señales y ha acertado. Le amaba, y había acertado en amarle.

Bajaron del autobús en la terminal y echaron a andar cogidos de la mano, por la carretera de acceso al aparcamiento.

—No está mal —convino Leigh. Era la primera vez que iba con él para recoger a Christine—. Veinticinco minutos desde la escuela.

—Sí —dijo Arnie—. Mantiene la paz familiar, que es lo importante. Te aseguro que cuando mi madre vino a casa aquella noche y vio a Christine se puso completamente furiosa.

Leigh rió, y el viento agitó sus cabellos. La temperatura había templado desde la noche, pero seguía siendo fría. Lo prefería. A las compras de Navidad les sentaba bien un poco de frío en el aire. Una pena que las decoraciones de Pittsburgh no estuviesen puestas todavía. Pero, no; era mejor. Y de pronto se sintió contenta de todo, sobre todo contenta de vivir. Y de estar enamorada.

Había pensado en ello, en la forma en que le amaba. Había tenido ya algún que otro devaneo, y una vez, en Massachusetts, había pensado que quizás estuviera enamorada pero con Arnie no tenía ninguna duda. Él la turbaba a veces —su interés por el coche parecía casi obsesivo—, pero incluso su ocasional desasosiego desempeñaba un papel en sus sentimientos, que eran más ricos que cuando había conocido antes. Y parte de ello, se confesaba a sí misma, tenía algo de egoísmo: en sólo unas semanas había empezado a formarle… a completarle.

Caminaban entre los coches, en dirección a la sección permanente del aparcamiento. En lo alto, un reactor se disponía a tomar pista, y el rugido de sus motores se desplegaba en grandes oleadas de sonido. Arnie estaba diciendo eso pero el avión borró completamente su voz después, las primeras palabras —algo acerca de la cena del día de Acción de Gracias—, ella se volvió a mirarle, secretamente regocijada por su boca moviéndose en silencio.

Y, entonces, de pronto, su boca dejó de moverse. Se detuvo en seco. Se le dilataron los ojos… y parecieron salírsele de las órbitas. Su boca empezó a retorcerse, y la mano que sostenía la de Leigh se cerró súbita y cruelmente, oprimiéndole dolorosamente los huesos.

—Arnie…

El rugido del reactor se estaba desvaneciendo, pero él no pareció oírle. Su mano se cerró con más fuerza. Su boca se había cerrado y estaba contorsionada en una horrible mueca de sorpresa y de terror. Leigh pensó: Le está dando un ataque al corazón…, algo.

—Arnie, ¿qué ocurre? —exclamó—. Arnie…, ¡Ayyyyyyy, me haces daño!

Durante un insoportable momento, la presión sobre la mano que tan leve y amorosamente había estado sosteniendo un momento antes aumentó hasta parecer que iban a romperse los huesos. El vivo color de sus mejillas había desaparecido y su piel semejaba la superficie de una placa funeraria.

Pronunció una sola palabra —¡Christine!—, y soltó de momento a Leigh. Echó a correr, golpeándose la rodilla contra el parachoques de un Cadillac, tambaleándose, cayendo casi al suelo, recuperándose y echando a correr de nuevo.

Leigh comprendió al fin que se trataba de algo referente al coche —el coche, el coche, siempre el maldito coche—, y una intensa ira, total y desolada, se elevó en su interior. Por primera vez, se preguntó si sería posible «ganarle», si Arnie lo permitiría.

Su ira se extinguió en el instante en que realmente miró… y vio.

Arnie corrió hacia lo que quedaba de su coche, con las manos extendidas, y se detuvo tan bruscamente delante de él que el gesto pareció casi un horrorizado ademán de proporción, el clásico ademán de la victima atropellada un instante antes de la colisión mortal.

Permaneció así unos momentos, como si quisiera detener el coche, o al mundo entero. Luego, bajó los brazos. Su nuez subió y bajó dos veces mientras forcejeaba por tragar algo —un gemido, un grito—, y luego su garganta pareció hincharse, destacando en ella con perfecto relieve cada músculo, cada tendón, incluso las mismas venas. Era la garganta de un hombre tratando de levantar un piano.

Leigh caminó lentamente hacia él. Todavía le dolía la mano, y mañana estaría hinchada y virtualmente inservible, pero se había olvidado de ella por el momento. Su corazón fue hacia él y pareció encontrarlo, sentía su tristeza y la compartía…, o así se lo parecía. Sólo más tarde comprendió hasta qué punto la había excluido Arnie aquel día: cuánto de su sufrimiento decidió asumir sólo para sí, cuánto de su odio ocultó.

—Arnie, ¿quién lo ha hecho? —preguntó, con voz desgarrada.

No, no le había gustado el coche, pero verlo reducido a esto le hacía comprender plenamente los sentimientos de Arnie, y ya no podía odiarlo: o así lo creía.

Arnie no respondió. Estaba mirando a Christine, con ojos llameantes y la cabeza un poco inclinada.

El parabrisas había sido destrozado por dos sitios; puñados de fragmentos de cristal aparecían esparcidos por la rajada tapicería de los asientos como diamantes falsos. La mitad del parachoques delantero había sido arrancado y reposaba ahora sobre el pavimento, junto a una maraña de cables negros semejantes a los tentáculos de un pulpo. Tres de las cuatro ventanillas habían sido rotas también. La carrocería había sido agujereada con algún instrumento aguzado, y las perforaciones, a la altura de la cintura, formaban una línea ondulada. La puerta de la derecha colgaba, abierta, y vio que habían sido rotos todos los cristales del salpicadero. Había por todas partes restos del relleno de los tapizados. La aguja del velocímetro yacía sobre la alfombrilla del lado del conductor.

Arnie caminó con lentitud alrededor de su coche, observando todos los detalles. Leigh le habló dos veces.

No le respondió ninguna de las dos. El color plomizo de su cara se hallaba ahora quebrado por dos ardientes rosetones en los pómulos. Cogió la cosa parecida a un pulpo que reposaba en el pavimento, y Leigh vio que era la cápsula distribuidora: su padre se la había mostrado una vez en que había estado haciendo unos arreglos en su coche.

La miró un momento, como si examinara un exótico ejemplar zoológico, y luego la tiró. Los cristales rotos rechinaban bajo sus pies. Ella le habló de nuevo. No hubo contestación, y ahora, además de una terrible piedad por él, empezó a sentir también miedo. Dijo más tarde a Dennis Guilder que parecía del todo posible —al menos en el momento— que hubiera perdido la razón.

Arnie apartó de un puntapié un embellecedor, que golpeó contra la valla con metálico sonido. Los pilotos habían sido destrozados, más gemas falsas, esta vez rubíes, y en el pavimento en lugar del asiento.

—Arnie… —intentó de nuevo.

Se interrumpió. Él estaba mirando por el agujero de la ventanilla del lado del conductor. Un terrible sonido empezó a brotar de su pecho, un sonido selvático. Ella miró por encima de su hombro, vio, y sintió de pronto una insensata necesidad de reír y gritar y desmayarse, todo al mismo tiempo. En el salpicadero: no lo había visto al principio, en medio de la destrucción general, no había visto lo que había en el salpicadero. Y, con un vómito ascendiéndole súbitamente a la garganta, se preguntó quién podía ser tan vil, tan por completo vil, como para hacer semejante cosa, para…

—¡Cagones! —gritó Arnie, y su voz no era suya.

Era aguda, estridente, quebrada por la ira.

Leigh se volvió y vomitó, apoyándose ciegamente en el coche contiguo a Christine, viendo ante sus ojos unas manchitas blancas que se hinchaban como granos de arroz. De forma borrosa, pensó en la feria del Condado: todos los años colocaban un coche viejo y destartalado en una plataforma de madera y ponían a su lado un pesado mazo, y por veinticinco centavos se le podían asestar tres golpes.

La idea era destrozar el coche. Pero no…, no…

—¡Malditos cagones! —gritó Arnie—. ¡Os cogeré! ¡Os cogeré aunque sea la última cosa que haga! ¡Aunque sea la última jodida cosa que haga jamás!

Leigh se incorporó y, por un terrible momento, se encontró deseando no haber conocido a Arnie Cunningham.

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