Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 27. Arnie y Regina

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27. Arnie y Regina

Would you like to go riding

In my Buick ’59?

I said, would you like to go riding

In my Buick ’59?

It’s got two carburators

And a supercharger up the side.

THE MEDALLIONS

Aquella noche entró en la casa a las doce menos cuarto. La ropa que se había puesto pensando en el viaje a Pittsburgh estaba manchada de grasa y de sudor. Tenía las manos ennegrecidas, y el dorso de la izquierda estaba surcado por una superficial herida de tirabuzón que semejaba una marca al fuego. Se le veía el rostro macilento y con una expresión aturdida. Había oscuros círculos bajo sus ojos.

Su madre se hallaba sentada a la mesa, con las cartas de un solitario extendidas ante ella. Había estado esperando que volviese a casa y temiéndolo al mismo tiempo. Leigh había llamado por teléfono y le había contado lo sucedido. La muchacha, que le parecía a Regina bastante buena chica (aunque quizá no lo bastante buena para su hijo), daba la impresión de haber estado llorando.

Alarmada, Regina había colgado lo más rápidamente que pudo y había marcado el número del garaje de Darnell. Leigh le había dicho que Arnie había pedido allí una grúa y se había ido en ella con el conductor. A ella la había mandado en un taxi, venciendo sus protestas. El teléfono había sonado dos veces y, luego, una voz jadeante había dicho: «Aquí, Darnell’s».

Había colgado, comprendiendo que sería un error hablar con él allí…, y parecía que ella y Mike habían cometido ya suficientes errores respecto a Arnie y su coche. Esperaría hasta que volviese a casa. Lo que tenía que decirse lo diría mirándole a la cara.

Lo dijo ahora.

—Lo siento, Arnie.

Habría sido mejor si Mike pudiera estar también aquí. Se encontraba en Kansas City, asistiendo a un simposio sobre el comercio y los comienzos de la empresa libre en la Edad Media. No regresaría hasta el domingo. Comprendía —no sin cierto pesar— que tal vez estuviera perdiendo ahora toda la gravedad de la situación.

—Lo siento —repitió como un eco Arnie, con voz tonada expresiva.

—Sí, yo, es decir, nosotros…

No pudo continuar. Había algo terrible en su yerta expresión. Sus ojos tenían una mirada vaga, perdida. Sólo al mirarle y menear la cabeza, con los ojos brillantes y el aborrecible sabor de las lágrimas en la nariz y la garganta. Detestaba llorar. De voluntad enérgica, una de las hijas de una familia católica compuesta por su padre, obrero de la construcción, su madre y siete hermanos, recta a entrar en la Universidad, pese a la creencia de su padre de que lo único que las chicas aprendían allí era a dejar de ser vírgenes y a abandonar la iglesia, ya había tenido sobradamente su ración de lágrimas y más. Y, si su propia familia pensaba que era dura a veces, era porque no comprendían que cuando atraviesa uno el infierno sale de él endurecido por el fuego. Y, cuando uno ha tenido que abrasarse para hacer su voluntad, tenía que hacerlo siempre.

—¿Sabes algo? —preguntó Arnie.

Ella meneó la cabeza, sintiendo todavía la ardiente y paralizante quemadura de las lágrimas bajo sus párpados.

—Me harías reír si no estuviera tan cansado que apenas si puedo tenerme en pie. Podrías haber estado allí, manejando las barras de hierro y los martillos con los tipos que lo hicieron. Probablemente estás más contenta que ellos de lo ocurrido.

—¡Arnie, eso no es justo!

—¡Claro que lo es! —rugió, fulgurantes de pronto sus ojos se vieron con un fuego horrible. Por primera vez en su vida, Regina le tenía miedo a su hijo—. ¡Fue idea tuya que me lo llevase de casa! ¡Fue idea de él llevarlo al aeropuerto! ¿A quién crees que hay que echarle la culpa? ¿A quién? ¿Crees que habría ocurrido si hubiese estado aquí? ¿Eh?

Avanzó un paso hacia ella, con los puños apretados a los costados y ella tuvo que hacer un esfuerzo para no retroceder.

—Arnie, ¿no podemos hablar sobre esto? —preguntó—. ¿Como dos seres racionales?

—Uno de ellos se cagó en el salpicadero de mi coche —dijo con frialdad—. ¿Te parece eso racional, mamá?

Ella había creído sinceramente que tenía dominadas las lágrimas, pero esta noticia —noticia de una furia tan estúpida e irracional—, le hizo verterlas de nuevo. Lloró. Lloró de dolor por lo que su hijo había visto. Bajó la cabeza y lloró, aturdida, dolida y atemorizada.

Durante toda su vida de madre se había sentido secretamente superior a las mujeres que le rodeaban y que tenían hijos mayores que Arnie. Cuando él tenía un año esas otras madres habían meneado con tristeza la cabeza y le habían dicho que esperase a que tuviera cinco años: era entonces cuando empezaban los problemas, cuando tenían edad suficiente para decir «mierda» delante de sus abuelas y jugar con cerillas cuando estaban solos. Pero Arnold, tan bueno como el oro cuando tenía un año, había seguido siendo tan bueno como el oro cuando tenía cinco. Entonces, las otras madres habían hecho rodar sus ojos y habían dicho espera a que tenga diez, y luego había sido quince, entonces era cuando las cosas se ponían realmente desagradables, entre la droga, y los conciertos de rock, y las chicas capaces de hacer cualquier cosa, y —Dios no lo quiera— robando tapacubos, y esas, bueno, enfermedades.

Y durante todo el tiempo ella había continuado sonriendo interiormente porque todo estaba resultando conforme a su plan, todo estaba resultando como ella pensaba que debía haber sido su propia infancia. Su hijo tenía unos padres cariñosos que le querían y le ayudaban, que le mandarían encantados a la Universidad que él eligiese (siempre que fuese una buena), culminando así el juego/tarea/vocación de ser padres. Si le hubieran indicado que Arnie tenía pocos amigos y era a menudo objeto de las burlas y amenazas de los otros, ella habría observado con tono estirado que ella había ido a una escuela parroquial de un barrio de suburbio, en la que las medias de algodón de las chicas eran a veces arrancadas por juego y quemadas luego sirviéndose de encendedores Zippo que llevaban grabado el cuerpo crucificado de Jesús. Y, si se le hubiera sugerido que sus propias actitudes hacia la educación de los niños diferían sólo en términos objetivos materiales de las actitudes de su odiado padre, ella se habría puesto furiosa y señalado a su buen hijo como su vindicación final.

Pero ahora su buen hijo estaba ante ella, pálido, exhausto, con grasa hasta los codos, pareciendo latir con la misma clase de mal refrenada ira que había sido característica de su abuelo, incluso pareciéndose a él. Todo parecía haberse desmoronado.

—Arnie, hablaremos por la mañana de lo que puede hacerse —dijo, tratando de recobrarse y detener las lágrimas—. Hablaremos de ello por la mañana.

—Tendrás que madrugar —respondió él, pareciendo perder interés—. Voy a echarme a dormir unas cuatro horas, luego volveré.

—¿Para qué?

Lanzó una feroz carcajada y agitó los brazos bajo los tubos fluorescentes de la cocina como si quisiera volar.

—¿Para qué crees? ¡Tengo mucho trabajo que hacer! ¡Más de lo que te imaginas!

—No… Tienes clase mañana… Yo… yo te lo prohíbo, terminantemente…

Se volvió para mirarla, para observarla y ella volvió a inmutarse. Era como una pesadilla que parecía seguir.

Seguir.

—Iré a clase —manifestó—. Meteré ropa limpia en una bolsa e incluso me ducharé para que mi olor no ofenda a nadie. Luego, cuando las clases terminen, volveré a Darnell’s. Hay mucho trabajo que hacer, pero puedo hacerlo, sé que puedo…, aunque me llevará una buena parte de mis ahorros. Más, tendré que añadirlo a lo que estoy haciendo para Will.

—¡Tus deberes…, tus estudios!

—Ah. Eso —sonrió con la mecánica sonrisa de una figurilla accionada por un mecanismo de relojería—. Sufrirán, claro. No puedo engañarte acerca de eso. Tampoco puedo prometerte ya una nota media de 93. Pero pasaré. Puedo sacar aprobado. Quizás hasta algún notable.

—¡No! ¡Tienes que pensar en la Universidad!

Arnie regresó hacia la mesa, cojeando acusadamente de nuevo. Apoyó las manos sobre la mesa, delante de ella, y se inclinó. Ella pensó: Un desconocido…, mi hijo es un desconocido para mí. ¿Es realmente culpa mía? ¿Lo es? ¿Porque yo quería lo mejor para él? ¿Puede ser? Por favor, Dios mío, haz que esto sea una pesadilla de la que despertar‚ con lágrimas en los ojos por su realismo.

—En estos momentos —dijo con suavidad, sosteniendo su mirada—, las únicas cosas que me importan son Christine y Leigh, y estar a buenas con Will Darnell para poder dejarla como nueva. Me importa un carajo la Universidad. Y, si me pones obstáculos, abandonaré la escuela superior. Eso debería hacerte callar.

—No puedes —dijo ella, sosteniendo su mirada—. Tú lo comprendes, Arnold. Quizá merezca yo tu…, tu crueldad pero combatiré con todas mis fuerzas contra esa vena tuya de autodestrucción. Así que no hables de abandonar la escuela superior.

—Pero es cierto que lo haré —respondió él—. No quiero inducirte a pensar que no vaya a hacerlo. En febrero cumpliré los dieciocho años, y lo haré si no te mantienes al margen de esto en lo sucesivo. ¿Me comprendes?

—Vete a la cama —dijo ella, llorosa—. Vete a la cama, me estás destrozando el corazón.

—¿Sí? —sorprendentemente, se echó a reír—. Duele, ¿verdad? Lo sé.

Se marchó entonces, caminando con lentitud, inclinando ligeramente el cuerpo a la izquierda a causa de la cojera. Poco después, ella oyó el pesado y fatigado golpeteo de sus zapatos en la escalera…, un sonido terriblemente reminiscente también de su infancia, cuando había pensado: El ogro se va a la cama.

Le invadió un nuevo espasmo de llanto, se incorporó pesadamente y se dirigió a la puerta trasera para llorar en privado. Se mantenía firme —pequeño consuelo, pero mejor que nada—, y levantó la vista hacia una cornuda luna que quedaba cuadruplicada a través del velo de sus lágrimas. Todo había cambiado, y había sucedido con la rapidez de un ciclón. Su hijo la odiaba, lo había visto en su rostro: no era una pataleta, un enfado temporal, un pasajero berrinche de adolescencia. La odiaba, y no era esa la forma en que esperaba llevarse con su buen hijo.

En absoluto.

Se detuvo en el porche y lloró hasta que las lágrimas empezaron a agotarse y los sollozos se convirtieron en ocasionales hipos y suspiros. El frío le mordía los tobillos, desnudos sobre las zapatillas y le atravesaba la bata.

Entró y subió la escalera. Se detuvo ante la puerta del cuarto de Arnie, donde permaneció indecisa casi un minuto antes de entrar.

Se había quedado dormido sobre la colcha. Tenía los pantalones puestos. Parecía más inconsciente que dormido y su cara semejaba horriblemente vieja. Un efecto de la luz que llegaba del pasillo y caía en la habitación encima de su hombro le dio por un momento la impresión de que le estaba clareando el pelo, de que su entreabierta boca carecía de dientes. Llevándose la mano a la boca, contuvo un grito de horror y se dirigió apresuradamente hacia él.

Su sombra, que se había proyectado sobre la cama, se movió con ella, y vio que era sólo Arnie y que la impresión de vejez era simple consecuencia de la luz y de su propia confusión.

Miró el radio reloj de la mesilla y vio que estaba puesto para sonar a las cuatro y media. Pensó en desconectar la alarma, incluso alargó la mano para hacerlo. Finalmente, se encontró con que no podía.

En lugar de ello fue a su propio dormitorio, se sentó ante el teléfono y lo descolgó. Lo sostuvo unos momentos en la mano, vacilando. Si llamaba a Mike en plena noche, pensaría que…

¿Que había sucedido algo terrible?

Rió entre dientes. Bueno, ¿no había sucedido? Sin duda que sí. Y continuaba sucediendo.

Marcó el número del Ramada Inn, en Kansas City, donde se hospedaba su marido, vagamente consciente de que era la primera vez, desde que veintisiete años antes saliera de la sombría y mugrienta casa de tres pisos de Pittsburgh para ir a la Universidad, en que se disponía a pedir ayuda.

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