Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 28. Leigh hace una visita

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28. Leigh hace una visita

I don’t want to cause no fuss,

But can I buy your magic bus?

I don’t care how much I pay,

I’m gonna drive that bus to my bay-by.

I want it… I want it… I want it…

(You can’t have it…)

THE WHO

Cruzó sin contratiempos el piso y se sentó en una de las sillas para visitas, con las rodillas juntas y los tobillos cruzados, pulcramente vestida con un jersey de lana multicolor y una falda de pana marrón. Sólo al final se echo a llorar, y no pudo encontrar un pañuelo. Dennis Guilder le dio la caja de pañuelos de papel que tenía en la mano.

—Cálmate, Leigh —dijo.

—¡No pu-pu-puedo! No ha ido a verme…, y en la escuela parece tan cansado…, y tú dices que no ha estado aquí.

—Vendrá si me necesita —explicó Dennis.

—¡Estás lleno de chulería m-m-machista! —exclamó, luego, pareció cómicamente asombrada de lo que había dicho.

Las lágrimas habían dejado su rastro en el leve maquillaje que llevaba. Ella y Dennis se miraron unos instantes, y se echaron a reír. Pero fue una risa breve y no buena realmente.

—¿Le ha visto Motormouth? —preguntó Dennis.

—Motormouth. Así es como Lenny Barongg llama al señor Vickers. El consejero de orientación.

—¡Oh! Sí, creo que sí. Le llamaron al despacho de orientación anteayer: el lunes. Pero no dijo nada. Y yo no me atreví a preguntarle nada. No quiere hablar. Se ha vuelto muy extraño.

Dennis asintió. Aunque no creía que Leigh se diera cuenta —se hallaba sumida en su propia confusión—, él experimentaba una sensación de impotencia y un creciente temor por Arnie. Por las noticias que se habían filtrado en su habitación durante los últimos días, Arnie parecía estar al borde de un derrumbamiento nervioso. El informe de Leigh era sólo el más reciente y el más gráfico. Nunca había deseado estar al margen con más intensidad que ahora. Naturalmente, podía llamarle a Vickers y preguntarle si había algo que él pudiera hacer. Y podía llamar a…, salvo que, por lo que había dicho Leigh, Arnie estaba ahora siempre en la escuela, en Darnell’s o durmiendo. Su padre había vuelto enseguida de aquella especie de convención, y Leigh le había dicho que se había producido otra pelea. Aunque Arnie no lo había dicho de esa forma, Leigh dijo a Dennis que creía que había estado a punto de marcharse de casa.

Dennis no quería hablar con Arnie en Darnell’s.

—¿Qué puedo hacer? —le preguntó Leigh—. ¿Qué harías tú en mi lugar?

—Esperar —repuso Dennis—. No sé qué otra cosa puedas hacer.

—Pero eso es lo más difícil —respondió ella, en voz tan baja que era casi inaudible. Sus manos estrujaban el Kleenex, desgarrándolo y moteándose la falda con trocitos de él—. Mis padres quieren que deje de verle…, que le abandone. Temen… que Repperton y esos otros le hagan algo más.

—Estás segura de que fueron Buddy y sus amigos.

—Sí. Todo el mundo lo está. El señor Cunningham llamó a la policía, aunque Arnie le dijo que no lo hiciese. Que arreglaría el asunto a su manera, y eso les asusto a los dos. A mí también me asusta. La policía cogió a Buddy Repperton y a uno de sus amigos, el que llaman Moochie: ¿Sabes a quién me refiero?

—Sí.

—Y al chico que trabaja por la noche en el aparcamiento del aeropuerto también lo cogieron. Galton se llama…

—Sandy.

—Pensaban que debía de haber participado, que quizá los dejó entrar.

—Suele ir con ellos, sí —explicó Dennis—, pero no es un degenerado como los demás. Oye, Leigh…, si Arnie no ha hablado contigo, seguramente lo ha hecho algún otro.

—Primero, la señora Cunningham, y luego su padre. No creo que ninguno de ellos supiera que el otro había hablado conmigo. Están…

—Turbados —sugirió Dennis.

Ella meneó la cabeza.

—Es más que eso —dijo—. Los dos parecían… trastornados o algo así. A ella no puedo realmente comprenderla: lo único que quiere es salirse con la suya, creo, pero podría llorar por el señor Cunningham. Parece tan… tan…

Dejó la frase en el aire y luego empezó de nuevo.

—Cuando llegué allí ayer por la tarde, después de clase, la señora Cunningham, me pidió que la llamara Regina, pero, simplemente, no puedo…

Dennis sonrió.

—¿Tú puedes? —preguntó Leigh.

—Bueno, sí… pero tengo mucha más práctica.

Ella sonrió, la primera sonrisa buena de su visita.

—Quizás eso hiciera diferentes las cosas. El caso es que cuando fui ella estaba allí, pero el señor Cunningham se encontraba todavía en la escuela…, en la Universidad quiero decir.

—Ya.

—Ella se ha tomado vacaciones para toda la semana. Dijo que no podría volver ni aun para los tres días de Acción de Gracias.

—¿Cómo está?

—Destrozada —explicó Leigh, y cogió un nuevo Kleenex. Empezó a desgarrarlo—. Aparenta diez años más que cuando la conocí, hace un mes.

—¿Y él? ¿Michael?

—Más viejo, pero más duro —comentó Leigh, con tono vacilante—. Como si esto, no sé…, le hubiera inyectado energía.

Dennis guardó silencio. Conocía a Michael Cunningham desde hacía trece años y nunca recordaba haberle visto dotado de energía, así que no sabía. Regina había sido siempre la enérgica, Michael se limitaba a seguirla y a preparar las bebidas en las fiestas (generalmente fiestas de Facultad) que ofrecían los Cunningham. Ponía su magnetófono, parecía melancólico, pero ningún esfuerzo de imaginación podría hacerle a Dennis decir que le había visto nunca desplegar energía.

«El triunfo final», había dicho una vez el padre de Dennis, viendo desde la ventana cómo Regina llevaba de la mano a Arnie por el camino de su jardín hasta el lugar en que Michael esperaba al volante del coche. Arnie y Dennis tendrían entonces unos siete años. «Maternalismo supremo. Me pregunto si le hará al pobre infeliz esperar en el coche el día en que Arnie se case. O quizá pueda…».

La madre de Dennis había mirado a su marido con el ceño fruncido y le había hecho callar, mirando a Dennis con un ademán de «los críos lo oyen todo». Nunca olvidó esto ni lo que su padre había dicho, a los siete años no sabía del todo, pero aun a los siete años sabía claramente lo que era un «pobre infeliz». Y aun a los siete años comprendía vagamente por qué podía pensar su padre que Michael Cunningham lo era. Había sentido compasión por Michael Cunningham, y ese sentimiento se había mantenido hasta el presente.

—Llegó cuando ella estaba terminando su historia —contó Leigh—. Me pidieron que me quedara a cenar… Arnie ha estado comiendo en Darnell’s, pero yo les dije que tenía que irme. Así que el señor Cunningham se ofreció a llevarme, y en el coche, durante el viaje de regreso a casa, acabó poniéndome a su lado.

—¿Están en lados distintos?

—No exactamente, pero… El señor Cunningham fue el que acudió a la policía, por ejemplo. Arnie no quería hacerlo y la señora Cunningham… Regina, no podía resolverse a hacerlo.

Dennis preguntó con cautela:

—Está tratando realmente de arreglar el coche, ¿eh?

—Sí —murmuró ella, y, luego, exclamó, con voz estridente—. ¡Pero eso no es todo! Está empeñado hasta el cuello con ese Darnell, sé que lo está. Ayer, en el estudio, período tres, me dijo que esta tarde y esta noche le iba a poner una trasera nueva al coche, y yo le dije que sería terriblemente caro, y él dijo que no me preocupe, que su crédito era bueno…

—Cálmate.

Leigh estaba llorando de nuevo.

—Su crédito era bueno porque él y alguien llamado Jimmy Sykes le iban a hacer varios encargos a Will el lunes y el sábado. Eso es lo que dijo. ¡Y… yo no creo en los encargos que le hace a ese hijo de perra sean legales!

—¿Qué dijo a la policía cuando fue a preguntarle sobre Christine?

—Contó cómo la había encontrado… de esa manera, preguntaron si tenía idea de quién podría haberlo hecho y Arnie dijo que no. Le preguntaron si no era cierto que había tenido una pelea con Buddy Repperton, que Repperton había sacado una navaja y había sido expulsado de la escuela por ello. Arnie explicó que Repperton le había tirado al suelo la bolsa del almuerzo y la había pisoteado y que, luego, apareció el señor Casey y puso fin al asunto. Le preguntaron si no había dicho Repperton que le ajustaría las cuentas, y Arnie dijo que quizás hubiera dicho algo así, pero que muchas veces se hablaba por hablar.

Dennis permaneció en silencio, mirando el encapotado cielo de noviembre que se veía por la ventana y reflexionando en lo que acababa de oír. Le resultaba ominoso. Leigh había narrado con exactitud la entrevista con la policía, Arnie no había dicho una sola mentira: pero había presentado las cosas de modo que lo sucedido en el fumadero pareciese una vulgar escaramuza entre estudiantes.

Dennis encontraba aquello sumamente ominoso.

—¿Sabes qué puede estar haciendo Arnie para ese Darnell? —preguntó Leigh.

—No —respondió Dennis, pero tenía alguna idea.

Una cinta magnetofónica se puso en marcha en el interior de su cabeza, y oyó a su padre diciendo: «He oído unas cuantas cosas…, coches robados…, cigarrillos y whisky…, contrabando… Ha tenido suerte durante mucho tiempo, Dennis».

Miró el rostro de Leigh, demasiado pálido, estropeado por las lágrimas en su maquillaje. Estaba poniéndose de parte de Arnie, defendiéndole lo mejor que podía. Quizás estaba aprendiendo sobre dureza de carácter algo que, con su aspecto, no habría aprendido, en otro caso, en otros diez años. Pero eso no facilitaba en absoluto las cosas. Se le ocurrió de pronto, casi por casualidad, que la primera vez que observó la mejora experimentada por la cara de Arnie había sido más de un mes antes de que Arnie y Leigh ligasen: pero después de que hubieran ligado Arnie y Christine.

—Hablaré con él —prometió.

—Bueno —replicó ella. Se puso en pie—. Yo…, yo quiero que las cosas sean como antes, Dennis. Sé que nada lo es nunca. Pero todavía le amo, y… y sólo quiero que tú se lo digas.

—Sí. Descuida.

Estaban los dos azorados, y, durante unos largos minutos, ninguno de los dos pudo decir nada. Dennis estaba pensando que, en una canción, ese sería el momento que hace su aparición el Mejor Amigo. Y una parte secreta y mezquina de él no lo vería con malos ojos. En absoluto. Se sentía todavía poderosamente atraído hacia ella, más atraído de lo que se había sentido jamás hacia ninguna chica. Que Arnie continuase sus gestiones en Burton y paseándose por ahí en su coche. Él y Leigh podían llegar a conocerse mejor mientras tanto. Un poco de ayuda y consuelo. Ya se sabe.

Y, durante unos embarazosos momentos, después de la confesión de amor a Arnie por parte de Leigh, tuvo la impresión de que podría hacerlo, ella era vulnerable. Quizá estaba aprendiendo a ser dura, pero no es esa una escuela a la que nadie asista de buen grado. Podría decir la cosa adecuada, quizá ven aquí, y ella iría, se sentaría en el borde de la cama, hablarían un poco más, quizá de cosas más agradables, y quizá la besaría. Su boca encantadora y jugosa, sensual, hecha para besar y ser besada. Una vez, por consolarla. Dos veces, por amistad, tres veces, por todo. Sí, con un instinto que hasta el momento nunca le había fallado, comprendió que podría hacerse.

Pero no dijo ninguna de las cosas que habrían podido poner en marcha todo esto, y tampoco las dijo Leigh. Arnie estaba entre ellos, y, casi con toda seguridad, seguiría estando siempre. Arnie y su dama. Si no hubiera sido tan espectacularmente horrible, podría haberse echado a reír.

—¿Cuándo te van a dejar salir? —preguntó ella.

—¿Para caer sobre un público desprevenido? —pregunto y empezó a reír.

Al cabo de unos momentos se unió ella a su risa.

—Sí, algo así —dijo Leigh, y volvió a reír—. Lo siento.

—No te preocupes —dijo Dennis—. La gente se ha estado riendo de mí toda mi vida. Estoy acostumbrado. Dicen que tengo que quedarme aquí hasta enero, pero les voy a dejar con un palmo de narices. Me voy a casa para navidad. Estoy arreglándome muy bien en la cámara de rehabilitación. Mi espalda va muy bien. Los otros huesos se van soldando: el picor es terrible a veces. Estoy engullendo escaramujos en cantidades industriales. El doctor Arroway dice que eso no pasa de ser una creencia popular sin fundamento, pero el entrenador Puffer tiene mucha fe en ellos y siempre que viene a visitarme vigila cómo va la botella.

—¿Viene a menudo el entrenador?

—Sí. Ahora está haciéndome creer casi que eso de los escaramujos hace que los huesos se suelden con mayor rigidez —Dennis hizo una pausa—. Naturalmente, no podré volver a jugar nunca al fútbol americano. Andaré con muletas durante algún tiempo y, luego, con un poco de suerte, pasaré a usar bastón. El animoso doctor Arroway me dice que cojearé durante quizás un par de años. O quizá me quede cojo para siempre.

—Lo siento —replicó ella, en voz baja—. Siento que tuviera que pasarle a un chico tan bueno como tú, Dennis, pero en ello hay también algo de egoísmo. Me pregunto si todo esto de Arnie habría ocurrido si tú hubieras estado levantado y cerca de él.

—Muy bien —dijo Dennis, haciendo girar dramáticamente los ojos—. Échame la culpa a mí.

Pero ella no sonrió.

—He empezado a sentirme preocupada por su cordura, ¿lo sabías? Eso es lo único que no les he dicho a mis padres, ni a los de él. Pero creo que su madre…, que ella podría…, no sé qué le dijo él aquella noche, después de encontrar el coche destrozado, pero… creo que la escena entre ellos debió de ser realmente horrible.

Dennis asintió con un ademán.

—¡Pero es todo tan… tan absurdo! Sus padres le ofrecieron comprarle un buen coche usado para remplazar a Christine, y él se negó. Luego el señor Cunningham me dijo, cuando me llevaba a casa, que ofreció a Arnie comprar un coche nuevo…, a pagar con unos bonos que él tiene desde el cincuenta y cinco. Arnie dijo que no, que no podía aceptar un regalo así. Y el señor Cunningham explicó que podía comprenderlo y que no tenía que ser un regalo, que Arnie podía devolverle el dinero, que incluso le cobraría un interés si era eso lo que Arnie quería… ¿Comprendes lo que estoy diciendo, Dennis?

—Sí —replicó el chico—. No puede ser cualquier coche. Tiene que ser ese coche. Christine.

—Pero eso me parece obsesivo. Ha encontrado un objeto y ha efectuado una fijación en él. ¿No es eso una obsesión? Estoy asustada, y a veces me siento llena de odio… pero no estoy asustada de él. No es a él a quien odio. Es a ese mald…, no, a ese jodido coche. A esa zorra de Christine.

Se le colorearon intensamente las mejillas. Sus ojos se entornaron. Se curvaron hacia abajo las comisuras de sus labios. De pronto, su rostro no era ya hermoso, ni siquiera bonito, la luz que brillaba en él era implacable, convirtiéndolo en algo que era feo pero, al mismo tiempo, noble, impresionante. Dennis comprendió por primera vez por qué lo llamaban monstruo, el monstruo de los ojos verdes.

—Voy a decirte lo que quisiera que sucediese —dijo Leigh—. Quisiera que alguien se llevara una noche por error a su preciosa y jodida Christine al lugar donde juntan la chatarra de Philly Plains —sus ojos centellearon venenosamente—. Y que al día siguiente esa grúa del enorme imán redondo la cogiera y la pusiera en el triturador, y que alguien apretase el botón y quedara convertida en un pequeño cubo de tres por tres por tres. Eso pondría fin al asunto, ¿no?

Dennis no respondió, y, al cabo de unos instantes, pudo casi ver al monstruo volverse, enroscar en torno a si mismo su escamosa cola y desaparecer de su rostro. Los hombros de Leigh se encorvaron hacia delante.

—Supongo que suena horrible, ¿verdad? Como decir que ojalá hubieran rematado su trabajo esos tipos.

—Comprendo lo que sientes.

—¿De verdad?

Dennis pensó en la expresión de Arnie cuando había golpeado con sus puños el salpicadero. La especie de maniaco brillo que destellaba en sus ojos cuando él estaba cerca. Recordó la ocasión en que se había sentado al volante en el garaje de LeBay y en la especie de visión que había tenido.

Y, por último, pensó en su sueño: los faros proyectados sobre él entre el agudo chirriar de neumáticos.

—Sí —dijo—. Creo que sí.

Se miraron una a otro en aquella habitación de hospital.

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