Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 33. Junkins

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33. Junkins

I think you better slow down and drive

with me, baby…

You say what?

Hush up and mind my own bidness?

But Baby, you are my bidness!

You gooood bidness, baby,

And I love good bidness!

What kind of car am I drivin?

I’m drive a '48 Cadillac

With Thunderbird wings

I tell you, baby, she’s a movin thing,

Ride on, Josephine, ride on…

ELLAS MCDANIEL

Junkins se presentó en Darnell’s hacia las nueve menos cuarto de esa noche. Arnie acababa de dar por terminado su trabajo sobre Christine por ese día. Había sustituido por otra nueva la antena que había arrancado la pandilla de Repperton y, durante los últimos quince minutos, había estado sentado ante el volante, escuchando la Cabalgata de Oro del viernes por la noche en la WDIL.

Su intención había sido sólo encender la radio y recorrer el dial una vez para asegurarse de que había colocado correctamente la antena y de que no había interferencias. Pero captó la señal de WDIL clara y fuerte, y se había quedado allí, con la mirada perdida a través del parabrisas, mientras Bobby Fuller cantaba «Lucha contra la ley», mientras Frankie Lymon y los Teenagers cantaban «¿Por qué se enamoran los tontos?», mientras Eddie Cochran cantaba «Vamos, todos» y Buddy Holly cantaba «Sigue soñando». No había anuncios en WDIL las noches de los viernes. Sólo música. De vez en cuando, una acariciadora voz femenina se abría paso para decirle lo que ya sabía, que estaba escuchando WDIL-Pittsburgh, el sonido de Blue Suede Radio.

Arnie permanecía sentado ante el volante, tamborileando levemente con los dedos mientras relucían las luces rojas del salpicadero. La antena funcionaba de maravilla. Sí. Había hecho un buen trabajo. Era como decía Will, tenía buena mano. Mira a Christine, Christine lo demostraba. Había sido un montón de chatarra en el césped de LeBay, y él la había remozado, luego, había sido un montón de chatarra en el aparcamiento del aeropuerto, y él la había remozado otra vez. Había…

Sigue soñando…, soñando, y dime…

Dime… que no esté solo…

Había, ¿qué?

Sustituido la antena, sí. Y había alisado algunas de las abolladuras, eso podía recordarlo. Pero no había encargado ningún cristal (aunque todos había sido repuestos), no había encargado tapicerías nuevas para los asientos (pero habían sido cambiadas todas también) y sólo una vez había mirado con atención bajo el capó, antes de volverlo a cerrar, horrorizado, los daños causados en el interior de Christine.

Pero ahora el radiador estaba entero, el bloque del motor limpio y reluciente, los pistones moviéndose con toda libertad y facilidad. Y ronroneaba como un gato. Pero hubo sueños.

Había soñado con LeBay sentado al volante de Christine, LeBay vestido con un uniforme del Ejército moteado por manchas gris azuladas de moho de sepulcro. La carne de LeBay se había desprendido y caído. Asomaban huesos blancos y relucientes. Las cuencas en que antaño estuvieran los ojos de LeBay se hallaban vacías y oscuras (pero algo se retorcía allí dentro, ah, sí, algo). Y luego los faros de Christine se habían encendido y alguien había quedado prendido en su luz, prendido como una chinche en una cartulina blanca. Alguien conocido.

¿Moochie Welch?

Quizá. Pero, cuando Christine se había lanzado súbitamente hacia delante, con un aullante chirriar de neumáticos, le había parecido a Arnie que el aterrorizado rostro que se encontraba en la calle se fundía como si fuera de sebo, cambiando mientras el Plymouth avanzaba hacia él, ahora era el rostro de Repperton, o el de Sandy Galton, ahora la cara de luna llena de Will Darnell.

Quienquiera que fuese, había saltado a un lado, pero LeBay había dado marcha atrás a Christine, accionando la palanca del cambio con negros y putrefactos dedos —colgaba un anillo en torno a uno de ellos, tan flojamente como un aro tirado a la rama de un árbol muerto— y, luego, aceleró de nuevo mientras la figura corría hacia el otro lado de la calle. Y, mientras Christine avanzaba, la cabeza se había vuelto, lanzando una aterrorizada mirada hacia atrás, y Arnie había visto la cara de su madre…, la cara de Dennis Guilder…, la cara de Leigh, toda ojos bajo una flotante nube de cabellos rubios. Y, finalmente, su propia cara, en la que la contorsionada boca formaba las palabras ¡No! ¡No! ¡No!

Dominándolo todo, incluso el rugido del tubo de escape (algo de la parte baja había resultado dañado, indudablemente), sonaba la triunfante voz de LeBay surgiendo de una corroída laringe, pasando por entre unos labios retraídos ya de los dientes y tatuados con una delicada red de moho verdoso oscuro, la voz triunfante y estridente de LeBay:

—¡Ahí tienes, cagón! ¡A ver qué te parece!

Se había producido el sordo y mortal golpe del parachoques de Christine contra la carne, el destello de un par de gafas que se elevaban en el aire nocturno, girando sobre sí mismas y, luego, Arnie había despertado en su habitación, encogido, tembloroso y aferrando la almohada. Eran las dos menos cuarto de la mañana, y su primer sentimiento fue de un grande y terrible alivio, alivio por el hecho de continuar todavía con vida. Él estaba vivo, LeBay estaba muerto y Christine se hallaba a salvo. Las tres únicas cosas del mundo que importaban.

Oh, pero, Arnie, ¿cómo te lastimaste la espalda?

Una voz interior, insidiosa e insinuante, formulando una pregunta a la que tenía miedo de responder.

Me la lastimé en Philly Plains —había dicho a todo el mundo—. Uno de los cacharros empezó a resbalar por la rampa de la caja del camión de Will, y empujé para contenerlo…, lo hice sin pensar, simplemente, lo hice. Y me lastimé algo dentro a consecuencia del esfuerzo. Eso había dicho. Y uno de los cacharros había empezado a resbalar, y él lo había empujado, pero no era así como se había lastimado la espalda, ¿verdad? No.

Aquella noche, después de que él y Leigh encontraran a Christine destrozada en el aparcamiento, posada sobre cuatro neumáticos rajados…, aquella noche en Darnell’s, después de que se hubo marchado todo el mundo…, en la oficina de Will había sintonizado la radio con las viejas canciones de WDIL. Will confiaba en él ahora, ¿por qué no? Le llevaba cigarrillos a Nueva York, transportaba licores a Burlington, y dos veces había llevado algo envuelto en papel de estraza a Wheeling, donde un joven que conducía un Dodge Challenger le entregaba a cambio otro paquete ligeramente mayor. Arnie pensaba que quizás estaba intercambiando cocaína por dinero, pero no quería saberlo con seguridad.

En estos viajes conduciría el coche particular de Will, un Imperial de 1966 tan negro como una medianoche en Persia. Tenía un motor extraordinariamente silencioso, y poseía un doble fondo en el suelo. Si no rebasaba uno el límite de velocidad no había problemas. ¿Por qué iba a haberlos? Lo importante era que ahora tenía las llaves del garaje. Podía entrar después de que se hubieran marchado todos los demás. Como había hecho aquella noche. Y había puesto la WDIL…, y había… había…

Se había lastimado la espalda de alguna manera.

¿Qué había estado haciendo para lastimarse la espalda?

Una frase extraña acudió a él como respuesta, elevándose, lentamente, del subconsciente: Es un curioso lapso.

¿Quería realmente saberlo? No. De hecho, había veces en que no quería en absoluto al coche. Había veces en que pensaba que sería mejor…, bueno, mandarlo a la chatarra.

No es que fuera a hacerlo, ni que pudiera. Era sólo que, a veces (en los sudorosos y agitados momentos que siguieron al sueño de la noche anterior, por ejemplo), sentía que si se deshacía de él, sería… más feliz.

La radio escupió de pronto una explosión casi felina de estática.

—No te preocupes —susurró Arnie.

Su mano se deslizó lentamente sobre el salpicadero, complaciéndose en el contacto. Sí, el coche le asustaba a veces. Y suponía que su padre tenía razón, había cambiado en cierto grado su vida. Pero no podía llevarlo a la chatarra, lo mismo que no podía suicidarse.

La estática desapareció. Las Marvelettes estaban cantando «Por favor, señor cartero».

Y entonces una voz dijo en su mismo oído.

—¿Arnold Cunningham?

Dio un respingo y apagó la radio. Se volvió. Un hombrecillo menudo y apuesto se hallaba apoyado en la ventanilla de Christine. Sus ojos eran de color castaño oscuro, y tenía arreboladas las mejillas…, a consecuencia del frío exterior, suponía Arnie.

—¿Sí?

—Rudolph Junkins. Policía del Estado, Departamento de Investigación.

Junkins introdujo su mano por la abierta ventanilla.

Arnie se la quedó mirando un momento. Así que su padre tenía razón.

Le dirigió su más atractiva sonrisa, tomó la mano, la estrechó con fuerza y dijo:

—No dispare, polizonte, tiraré la pistola.

Junkins sonrió también, pero Arnie advirtió que la sonrisa apenas si rozó sus ojos, que estaban explorando el coche de una manera rápida y concienzuda que a Arnie no le gustó. En absoluto.

—¡Vaya! Por lo que me ha dicho la policía local, creía que los tipos que la emprendieron con tu cacharro lo habían tatuado realmente. Desde luego, no lo parece.

Arnie se encogió de hombros y salió del coche. Los viernes por la noche el garaje estaba muy poco concurrido. Will raramente iba y no estaba esta noche. Al otro lado, en el hueco número diez, un tal «Habbs» estaba poniendo un silenciador nuevo a su viejo Valiant y, al fondo del garaje, sonaba periódicamente el zumbido de una herramienta neumática mientras alguien colocaba neumáticos especiales para la nieve. Por lo demás, él y Junkins tenían todo el garaje para ellos solos.

—No resultó ser tan malo como parecía —dijo Arnie.

Pensó que este sonriente y apuesto hombrecillo podría ser sumamente inteligente. Y, como consecuencia natural de este pensamiento, apoyó la mano en el techo de Christine y se sintió inmediatamente mejor. Podía habérselas con este hombre, inteligente o no. Después de todo, ¿qué motivos tenía para preocuparse?

—No se produjeron daños estructurales.

—¿Oh? Tenía entendido que le habían practicado agujeros en la carrocería con algún instrumento aguzado —explicó Junkins, mirando con atención el lateral de Christine—. Que me ahorquen si puedo ver la reparación. Debes de ser un genio carrocero, Arnie. Dada la forma de conducir que tiene mi mujer, debería contratarte para los arreglos.

Le dirigió una desarmadora sonrisa, pero sus ojos continuaron examinando el coche. Se posaban un instante en la cara de Arnie y, luego, volvían de nuevo al coche. A Arnie le estaba gustando aquello cada vez menos.

—Soy bueno, pero no soy Dios —dijo Arnie—. Si se fija realmente, puede ver el trabajo realizado en la carrocería —señaló una diminuta ondulación en la parte posterior de Christine—. Y ahí —señaló otra—. Tuve suerte de encontrar en Ruggles algunas piezas originales de carrocería de Plymouth. En este lado, sustituí toda la puerta trasera. ¿Ve cómo no casa exactamente la pintura?

Y dio unos golpecitos en la puerta con los nudillos.

—No —repuso Junkins—. Quizá pueda verlo con un microscopio, pero a mí me parece que encaja a la perfección.

Dio también unos golpecitos en la puerta con los nudillos. Arnie frunció el ceño.

—Un trabajo formidable —siguió Junkins. Caminó lentamente hasta la parte delantera del coche—. Formidable, Arnie. Te felicito.

—Gracias.

Observó cómo Junkins, fingiendo sincera admiración, utilizaba sus perspicaces ojos castaños para buscar abolladuras sospechosas, pintura descascarillada, quizás una mancha de sangre o un mechón de pelo. Buscando señales de Moochie Welch. Arnie se sintió seguro de pronto de que era eso lo que el cagón estaba buscando.

—¿En qué puedo servirle exactamente, detective Junkins?

Junkins se echó a reír.

—¡Hombre, eso es demasiado ceremonioso! ¡No puedo aceptarlo! Llámame Rudy, ¿eh?

—De acuerdo —dijo Arnie, sonriendo—. ¿En qué puedo servirle, Rudy?

—¿Sabes?, es curioso —dijo Junkins, poniéndose en cuclillas para mirar el faro izquierdo.

Le dio unos golpecitos reflexivamente y, luego, aparentemente con aire distraído, pasó el dedo índice a lo largo de su semicircular superficie de metal. Su abrigo se posó unos instantes sobre el suelo de cemento, luego, se incorporó.

—Cuando recibimos denuncias de este tipo…, el destrozo de tu coche, quiero decir…

—Oh, realmente no lo destrozaron —replicó Arnie.

Estaba empezando a sentir como si caminara por la cuerda floja, y volvió a tocar a Christine. Su solidez, su realidad, parecieron confortarle una vez más.

—Lo intentaron, sí, pero no hicieron un trabajo muy bueno.

—Bueno, supongo que no estoy al tanto de la terminología —rió Junkins—. De todos modos, cuando me presentaron el caso, ¿qué crees que dije? «¿Dónde están las fotografías?». Eso es lo que dije. Creí que era un olvido, ya sabes. Así que llamé a la policía de Libertyville y me dijeron que no había fotografías.

—No —repuso Arnie—. Un chico de mi edad no puede conseguir nada más que seguro personal, como ya sabrá. Y aun eso con una deducción de setecientos dólares. Si hubiera tenido seguro a todo riesgo, habría tomado un montón de fotos. Pero, como no lo tengo, ¿para qué iba a hacerlo? Seguro que no querría pegarlas en mi álbum.

—No, supongo que no —dijo Junkins, y se dirigió hacia la parte trasera del coche, buscando cristales rotos, arañazos, culpabilidad—. Pero ¿sabes qué otra cosa me ha parecido curiosa? ¡Ni siquiera denunciaste el delito!

Levantó hacia Arnie sus oscuros e inquisitivos ojos, miró atentamente y, luego, sonrió.

—Ni siquiera lo denunciaste. «Bueno —me pregunté—. ¿Quién lo denunció?». El padre del fulano, van y me dicen —Junkins meneó la cabeza—. No lo entiendo, Arnie, no me importa decírtelo. Un tipo se parte el lomo para restaurar un coche hasta que vale dos mil, quizá cinco mil dólares, luego unos fulanos se lo destrozan…

—Ya le he dicho…

Rudy Junkins levantó la mano y sonrió desarmadoramente. Por un extraño momento, Arnie creyó que iba a decir: «Paz», como hacía a veces Dennis cuando las cosas se tornaban opresivas.

—Se lo dañan. Perdona.

—Vale —replicó Arnie.

—De todos modos, según dijo tu amiga, uno de los atacantes…, bueno, se defecó en el salpicadero. Yo hubiera pensado que te habrías puesto furioso. Que lo habrías denunciado.

La sonrisa se desvaneció ahora y Junkins miró a Arnie gravemente, casi con severidad.

Los ojos fríos y grises de Arnie se encontraron con lo castaños de Junkins.

—La mierda se limpia —dijo al final—. ¿Quiere saber una cosa, Mr… Rudy? ¿Quiere que le diga una cosa?

—Claro, hijo.

—Cuando yo tenía año y medio, cogí un tenedor y marqué con él una mesa-escritorio antigua que mi madre había comprado con los ahorros de quizá cinco años. Con sus pequeños ahorros, eso es lo que dijo. Supongo que lo dejé hecho un desastre en muy poco tiempo. Naturalmente, no lo recuerdo, pero ella dice que se quedó allí sentada y se echó a llorar —Arnie sonrió levemente—. Hasta este año, no podía imaginarme a mi madre llorando. Ahora, sí. Quizás es que me estoy haciendo mayor, ¿no le parece?

Junkins encendió un cigarrillo.

—No sé muy bien adónde quieres ir a parar, Arnie.

—Dijo que preferiría tener que estar cambiándome los pañales hasta los tres años, antes de que hiciera esas cosas. Porque, explicó, la mierda se limpia —Arnie sonrió—. Se le echa agua, y desaparece.

—¿Como desapareció Moochie Welch? —preguntó Junkins.

—No sé nada de eso.

—¿No?

—No.

—¿Palabra de boy-scout? —preguntó Junkins.

La pregunta era jocosa, pero los ojos, no, escrutaban a Arnie, al acecho del más mínimo quiebro de voz, de una crucial vacilación.

Al otro lado del garaje, el tipo que había estado poniendo sus neumáticos para la nieve dejó caer una herramienta sobre el cemento y el tipo entonó, casi ritualmente:

—Oh, mierda jodida.

Junkins y Arnie miraron brevemente en su dirección, y la tensión cedió.

—Claro, la palabra de boy-scout —repuso Arnie—. Mire, supongo que tiene usted que hacer eso, es su trabajo…

—Claro que es mi trabajo —convino con suavidad Junkins—. El muchacho fue atropellado tres veces en cada dirección. Quedó convertido en una masa sanguinolenta. Lo recogieron con pala.

—¡Yo no tuve nada que ver con ello! —gritó Arnie, y el hombre del fondo, que había estado trabajando con su silenciador levantó la vista, sobresaltado.

Arnie bajó la voz.

—Lo siento. Sólo quiero que me deje en paz. Sabe perfectamente que yo no tuve nada que ver con ello. Ya ha visto el coche. Si Christine hubiera golpeado a Welch tantas veces y con tanta fuerza, estaría completamente abollada. Lo sé por las películas de la televisión. Y, cuando estaba en primero de Mecánica del Automóvil, Mr. Smolnack dijo que las dos formas mejores de destruir totalmente la delantera de un coche era atropellar a un ciervo o a una persona. Bromeaba un poco, pero hablaba en serio… si entiende lo que quiero decir.

Arnie tragó saliva y oyó un chasquido en su garganta, que estaba muy seca.

—Desde luego —convino Junkins—. Tu coche tiene un aspecto excelente. Pero tú, no, muchacho. Tú pareces un sonámbulo. Pareces absolutamente jodido, y perdona mi francés —tiró su cigarrillo—. ¿Sabes una cosa, Arnie?

—¿Qué?

—Creo que estás mintiendo a más velocidad de la que puede trotar un caballo —dio una palmada sobre el capó de Christine—. O quizá deba decir a más velocidad de la que pueda correr un Plymouth.

Arnie le miró, con la mano apoyada en el espejo retrovisor. No replicó.

—No creo que estés mintiendo sobre la muerte de Welch. Pero creo que estás mintiendo sobre lo que le hicieron a tu coche, tu amiga dijo que lo habían destrozado, y ella es mucho más convincente que tú. Lloraba mientras me lo contaba, dijo que había cristales rotos por todas partes… A propósito, ¿dónde compraste los cristales nuevos?

—En McConnell’s —respondió Arnie, sin vacilar—. En el Burg.

—¿Tienes el recibo?

—Lo tiré.

—Pero allí se acordarán de un pedido tan grande como ese.

—Puede —dijo Arnie—, pero yo no estaría muy seguro, Rudy. Son los más importantes especialistas en cristales para automóviles que hay al oeste de Nueva York y al este de Chicago. Eso cubre mucho terreno. Trabajan mucho y, en gran parte, es con coches usados.

—Pero tendrán los papeles.

—Pagué al contado.

—Pero tu nombre figurará en la factura.

—No —dijo Arnie, y sonrió fríamente—, figurará el de «Garaje de Autoservicio Darnell’s». Así consigo un diez por ciento de descuento.

—Lo tienes todo previsto, ¿eh?

—Teniente Junkins…

—Estás mintiendo también sobre los cristales, aunque maldito si sé por qué.

—Usted pensaría que Cristo estaba mintiendo en el Calvario, me parece a mí —replicó, airado, Arnie—. ¿Desde cuándo es delito comprar cristales de repuesto si alguien rompe a uno las ventanillas? ¿O pagar al contado? ¿O conseguir un descuento?

—Desde nunca —dijo Junkins.

—Entonces, déjeme en paz.

—Más importante, creo que mientes al decir que no sabes nada sobre lo que le sucedió a Welch. Sabes algo y quiero saber qué.

—No sé nada —dijo Arnie.

—¿Qué hay de…?

—No tengo nada más que decirle —le interrumpió Arnie—. Lo siento.

—Muy bien —replicó Junkins, desistiendo tan pronto que Arnie se sintió de inmediato receloso.

Rebuscó en la chaqueta que llevaba bajo el abrigo y sacó su cartera. Arnie vio que Junkins tenía una pistola en una funda sobaquera, y sospechó que Junkins había querido que la viese. Sacó una tarjeta y se la dio a Arnie.

—Puedes encontrarme en cualquiera de estos números. Si quieres hablar sobre algo. Sobre lo que sea.

Arnie se guardó la tarjeta en el bolsillo superior.

Junkins volvió a pasear lentamente en torno a Christine.

—Un trabajo de restauración formidable —repitió. Miró fijamente a Arnie—. ¿Por qué no lo denunciaste?

Arnie exhaló un tembloroso suspiro.

—Porque pensé que sería el final —dijo—. Que abandonarían.

—Sí —dijo Junkins—. Eso me parecía. Buenas noches, hijo.

—Buenas noches.

Junkins empezó a alejarse, se volvió y regresó junto a él.

—Piénsalo —dijo—. Realmente, tienes mal aspecto, ¿sabes lo que quiero decir? Tienes una novia preciosa. Está preocupada por ti, y siente lo que le pasó a tu coche. Tu padre está preocupado por ti también. Me di cuenta hablando con él por teléfono. Piénsalo y llámame, hijo.

Dormirás mejor.

Arnie sintió que algo le temblaba detrás de los labios, algo pequeño y lloroso, algo que dolía. Los castaños ojos de Junkins eran bondadosos. Abrió la boca —sólo Dios sabía lo que habría podido salir de ella—, y entonces una monstruosa punzada de dolor le recorrió la espalda, haciéndole enderezarse súbitamente. Tuvo también el efecto de una bofetada en un ataque de histerismo. Se sintió más tranquilo con la cabeza despejada de nuevo.

—Buenas noches —repitió—. Buenas noches, Rudy.

Junkins le miró unos momentos más turbado y se marchó.

Arnie empezó a estremecerse. El temblor comenzó a subir por sus manos, se le extendió por los antebrazos y los codos y luego, le agitó todo el cuerpo. Buscó a ciegas la manilla de la puerta, la encontró por fin y se deslizó en el interior de Christine, en los confortantes olores a coche y tapicería nueva. Giró la llave de posición ACC, se encendieron las luces rojas del salpicadero y buscó el conmutador de la radio.

Al hacerlo, sus ojos se posaron en el oscilante rectángulo de cuero marcado con las iniciales R.D.L., y su sueño retornó con terrible intensidad: el putrefacto cuerpo sentado donde él se encontraba sentado ahora, las vacías cuencas mirando a través del parabrisas, los huesos de los dedos aferrando el volante, la vacua sonrisa de los dientes de la calavera mientras Christine se lanzaba sobre Moochie Welch, mientras la radio, sintonizada con WDIL, emitía «El último beso», interpretado por J. Frank Wilson y los Cavaliers.

Sintió de pronto ganas de vomitar. Una poderosa náusea se elevó desde su estómago hasta la garganta. Arnie salió trabajosamente del coche y corrió hacia el lavabo, mientras sus pisadas resonaban extrañamente en sus oídos. Llegó justo a tiempo. Vomitó una y otra vez, hasta que no le quedó más que agria saliva. Bailaban las luces delante de sus ojos. Le zumbaban los oídos y los músculos de su garganta palpitaban cansadamente.

En el espejo lleno de manchas, miró su pálido y macilento rostro, los oscuros círculos bajo sus ojos y el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Junkins tenía razón. Su aspecto era horrible.

Pero sus granos habían desaparecido.

Lanzó una enloquecida carcajada. No renunciaría a Christine, pasara lo que pasase. Eso era lo único que no haría.

Y, de pronto, tuvo que hacerlo de nuevo, sólo que no le quedaba nada que vomitar, sólo una serie de desgarradores espasmos, y aquel eléctrico gusto a saliva en la boca.

Tenía que hablar con Leigh. Súbitamente, tenía que hablar con Leigh.

Entró en la oficina de Will, donde el único sonido era el latido del reloj registrador que marcaba los minutos. Marcó de memoria el número de los Cabot, pero se equivocó dos veces, a causa del violento temblor de sus dedos.

Contestó la misma Leigh, con voz soñolienta.

—¿Arnie?

—Tengo que hablar contigo, Leigh. Tengo que verte.

—Arnie, son casi las diez. Acababa de salir de la ducha y meterme en la cama… Estaba casi dormida…

—Por favor —dijo, y cerró los ojos.

—Mañana —repuso ella—. No puede ser esta noche, mis padres no me dejarían salir tan tarde…

—Sólo son las diez. Y es viernes.

—La verdad es que no quieren que te vea mucho, Arnie. Al principio, les gustabas, y a mi padre todavía le gustas: pero los dos piensan que te has vuelto un poco raro.

Hubo una larga pausa.

—Yo también lo pienso —dijo al final Leigh.

—¿Significa eso que ya no quieres verme más? —preguntó sordamente Arnie.

Le dolía el estómago, le dolía la espalda, le dolía todo.

—No —había ahora en su voz un levísimo tono de reproche—. Estaba haciéndome a la idea de que tú no querías verme a mí, no en la escuela, y por las noches siempre estabas en el garaje. Trabajando en tu coche.

—Ya he terminado —replicó él. Y, luego, con un monstruoso esfuerzo—. Es del coche de lo que quería…, ¡Ayyy, maldita sea!

Se agarró la espalda, donde había sentido otro feroz latigazo de dolor, y sólo encontró la faja.

—¿Arnie? —su voz sonó alarmada—. ¿Estás bien?

—Sí, me ha dado una punzada en la espalda.

—¿Qué ibas a decir?

—Mañana —respondió él—. Iremos a Baskin-Robbins, tomaremos un helado, haremos quizás unas cuantas compras de Navidad, cenaremos y te dejaré en casa para las siete. Y no me portaré de forma rara. Te lo prometo.

Ella rió y Arnie sintió un gran alivio. Era como un bálsamo.

—Tonto.

—¿Significa eso que estás de acuerdo?

—Sí, significa que estoy de acuerdo —Leigh hizo una pausa y dijo, dulcemente—: Te he dicho antes que mis padres no querían que te viese mucho. No he dicho que no quiera yo.

—Gracias —dijo él, esforzándose por mantener la firmeza de su voz—. Gracias por eso.

—¿De qué quieres hablarme?

«De Christine. Quiero hablarte de ella… y de mis sueños. Y de por qué tengo un aspecto horrible. Y de por qué ahora siempre quiero escuchar la WDIL, y de lo que hice aquella noche, cuando todo el mundo se hubo marchado: la noche en que me lastimé la espalda. Oh, Leigh, quiero…».

Otra punzada de dolor en la espalda, como el zarpazo de un tigre.

—Creo que acabamos de hablar de ello —dijo.

—Oh —una pequeña y cálida pausa—. Bueno.

—¿Leigh?

—Hum…

—Habrá más tiempo ahora, te lo prometo. Todo el que quieras.

Y pensó: «Porque ahora, con Dennis en el hospital, tú eres todo lo que me queda, todo lo que queda entre mí… entre mí y…».

—Eso es estupendo —exclamó Leigh.

—Te quiero.

—Adiós, Arnie.

«¡Dilo tú también!» —deseó gritar de pronto—. «¡Dilo tú también, necesito que lo digas!».

Pero en su oído sólo sonó el chasquido del teléfono al ser colgado.

Permaneció largo tiempo sentado a la mesa de Will, con la cabeza baja, tratando de recuperar el dominio de sí mismo. Ella no necesitaba repetirlo cada vez que él se lo decía, ¿verdad? Él no necesitaba tan desesperadamente oírlo, ¿no? ¿No?

Arnie se levantó y fue hacia la puerta. Leigh iba a salir con él mañana, eso era importante. Harían las compras de Navidad que habían proyectado hacer el día en que aquellos cagones destrozaron a Christine, pasearían y charlarían, se divertirían. Ella diría que le quería.

—Lo diré —murmuró, de pie en el umbral, pero a la izquierda, hacia la mitad del garaje, Christine se alzaba como una muda y estúpida negación, proyectando hacia delante la rejilla de su radiador, como si buscase algo.

Y, desde su subconsciente, la oscura e inquisitiva voz susurró: «¿Cómo te lastimaste la espalda? ¿Cómo te lastimaste la espalda, Arnie?».

Era una pregunta que no se atrevía a contestar.

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