Christine

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Segunda parte: Arnie. Canciones de amor adolescentes » 34. Leigh y Christine

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34. Leigh y Christine

My baby drove up in a brand-new Cadillac,

She said, “Hey, come here, Daddy,

I ain’t never comin back!”

Baby, baby, won’t you hear my plea?

Come on, sugar, come on back to me!

She said, “Balls to you, big daddy,

I ain’t never comin back!”

THE CLASH

El día era gris y amenazaba nieve, pero Arnie acertó en dos cosas: se divirtieron y él no era un tipo raro. La señora Cabot estaba en casa cuando llegó Arnie, y su recibimiento fue frío. Pero pasó bastante tiempo —tal vez veinte minutos— antes de que bajase Leigh, luciendo un suéter de color caramelo que ceñía deliciosamente su busto y un nuevo par de pantalones color de arándano, que también se ajustaban deliciosamente a sus caderas. El inexplicable retraso en una muchacha que era casi siempre exactamente puntual pudo ser deliberado. Arnie se lo preguntó más tarde y Leigh lo negó con una inocencia que era tal vez un poco exagerada, pero, en todo caso, la demora resultó eficaz.

Arnie podía ser encantador cuando se lo proponía, y empezó a camelar resueltamente a Mrs. Cabot. Antes de que Leigh bajase saltando la escalera y recogiéndose los cabellos en cola de caballo, Mrs. Cabot se había ablandado. Había obsequiado a Arnie con una Pepsi-Cola y escuchaba arrobada los relatos que él le hacía sobre el club de ajedrez.

—Es la única actividad civilizada que conozco al margen de los estudios —dijo a Leigh y sonrió a Arnie con aprobación.

—Es una LATA —gritó Leigh, rodeando la cintura de Arnie con un abrazo y estampando un beso sonoro en su mejilla.

—¡Leigh Cabot!

—Perdona, mamá, pero está monísimo con un poco de carmín, ¿no te parece? Espera un momento, Arnie, te daré un Kleenex. No te arañes la cara.

Hurgó en su bolso buscando el pañuelito. Arnie miró a la señora Cabot poniendo los ojos en blanco. Natalia Cabot se tapó la boca con una mano y rió entre dientes. El acercamiento entre ella y Arnie era completo.

Arnie y Leigh fueron a Baskin-Robbins, donde la tirantez inicial, consecuencia de la conversación telefónica de la noche anterior, acabó por desaparecer. Arnie había sentido un vago temor de que Christine no funcionase bien, o de que Leigh dijese algo desagradable acerca del coche; nunca le había gustado montar en su automóvil. Pero ambas preocupaciones habían resultado injustificadas. Christine funcionó como un reloj suizo, y los únicos comentarios de Leigh acerca del coche habían revelado satisfacción y asombro.

—Nunca lo habría creído —explicó cuando salieron de la pequeña zona de aparcamiento de la heladería y se unieron a la corriente de tráfico en dirección a Monroeville Mall—. Debes de haber trabajado como un burro.

—No fue tan difícil como, probablemente, te parezca —contó Arnie—. ¿Te importa que ponga música?

—No, claro que no.

Arnie encendió la radio. The Silhouettes tocaban estruendosamente Get a Job.

Leigh hizo una mueca.

—Horrible. ¿Puedo cambiarlo?

—Eres mi invitada.

Leigh conectó con una emisora de rock de Pittsburg donde estaba actuando Billy Joel. «Tal vez tengas razón —decía alegremente Billy—, puede que yo esté loco». A continuación, Billy dijo a su novia Virginia que las muchachas católicas empezaban demasiado tarde, era el Block Weekend. «Ahora —pensó Arnie—. Ahora empezarás…, a recular… a hacer alguna tontería». Pero Christine siguió rodando con normalidad.

El Mall estaba lleno de gente nerviosa pero en su mayoría bonachona, que iba de compras, la última frenética y a veces desagradable aglomeración de antes de la Navidad, mejor que hacía dos semanas. El espíritu navideño era todavía lo bastante nuevo para ser llamativo, y era posible contemplar los adornos colgados sobre los amplios pasillos del Mall sin sentirse malhumorado como Ebenezer Scrooge[1]. El campanilleo de los Santa Claus del Ejército de Salvación todavía no se había hecho irritante, aún pregonaban bienandanzas y buena voluntad en vez del monótono y metálico canturreo de «Los pobres no tienen Navidad, los pobres no tienen Navidad, los pobres no tienen Navidad», que Arnie parecía oír siempre cuando se acercaba el día, y tanto las dependientas de las tiendas como los Santa Claus del Ejército de Salvación se hacían más monótonos y parecían más macilentos.

Anduvieron asidos de la mano hasta que se lo impidió la cantidad de paquetes que llevaban, y Arnie se lamentó, posiblemente, de que ella le estaba convirtiendo en una bestia de carga. Cuando bajaron al piso inferior y a B. Dalton, Arnie quería buscar un libro sobre confección de juguetes para el padre de Dennis Guilder, Leigh advirtió que había empezado a nevar. Permanecieron un momento junto a la ventana de la escalera flanqueada de cristales, mirando como niños hacia el exterior. Arnie tomó la mano Leigh y esta le miró sonriendo. Él podía oler su piel, y la propia y con cierto aroma de jabón, así como la fragancia de sus cabellos. Acercó un poco la cabeza, y la chica aproximó un poco la suya. Se besaron ligeramente y ella le apretó la mano.

Más tarde, después de haber permanecido en la librería, se quedaron un rato sobre la pista del centro del Mall, observando las piruetas y los saltos de los que patinaban al son de los villancicos.

Fue un día estupendo hasta el momento en que Leigh Cabot estuvo a punto de morir.

Casi con toda seguridad habría muerto, de no haber sido por el autostopista. Estaban en su camino de regreso, y el tempranero crepúsculo de diciembre hacía rato que se había convertido en oscuridad nevada. Christine, con su seguridad acostumbrada, zumbaba tranquilamente sobre diez centímetros de reciente y blanda nieve.

Arnie había reservado una mesa para comer temprano en la British Lion Steak House, único restaurante realmente bueno de Libertyville, pero el tiempo había pasa más de prisa de lo previsto y convinieron en comprar un tentempié en McDonald’s, en la JFK Drive. Leigh había prometido a su madre que estaría en casa a las ocho y media, porque los Cabot «recibían a unos amigos», y eran ya las ocho menos cuarto cuando salieron del Mall.

—Tanto mejor —dijo Arnie—. Estoy casi arruinado.

Los faros iluminaron al autostopista plantado en la intersección de la carretera 17 y la JFK Drive, todavía a ocho kilómetros de Libertyville. Sus negros cabellos le llegaban a los hombros. Estaban salpicados de nieve, y tenía una bolsa de muletón entre los pies. Cuando se acercaron al autostopista alzó un rótulo pintado con letras resplandecientes. Decía así: LIBERTYVILLE, PA. Le dio la vuelta al acercarse ellos más. El otro lado decía: ESTUDIANTE NO PSICÓTICO.

Leigh se echó a reír.

—Llevémosle, Arnie.

Arnie replicó:

—Cuando se toman el trabajo de avisar que no están locos es cuando hay que tener más cuidado. Pero sea como tú quieres.

Detuvo el coche. Aquella tarde habría sido capaz de intentar cazar la luna con un cesto si Leigh se lo hubiera pedido.

Christine rodó con suavidad hasta la orilla de la carretera, resbalando apenas sus neumáticos. Pero cuando se detuvieron, retumbaron unos parásitos en la radio, que había estado tocando una estridente pieza de rock y, cuando hubieron cesado aquéllos, oyeron a Big Bopper cantando Chantilly Lace.

—¿Qué ha sido del Block Party Weekend? —pregunto Leigh, mientras el autostopista corría hacia ellos.

—No lo sé —dijo Arnie, pero lo sabía.

Había ocurrido otras veces. En ocasiones, la radio de Christine sólo pillaba la emisora WDIL. No importaban los botones que apretasen ni que accionase la palanca frecuencia modulada debajo del tablero, era WDIL o nada.

De pronto, tuvo la impresión de que había cometido un error al detenerse para recoger al viajero.

Pero era demasiado tarde para volverse atrás, el muchacho había abierto una de las portezuelas traseras de Christine, arrojado su bolsa al interior y subido detrás de ella. Una ráfaga de aire frío y un torbellino de nieve entraron con él.

—Gracias, hombre —dijo, suspirando, el muchacho—. Los dedos de mis manos y de mis pies salieron para Miami Beach hace unos veinte minutos. Deben de haber ido a alguna parte, a fin de cuentas, porque ya no puedo sentirlos.

—Agradézcalo a mi dama —explicó conciso Arnie.

—Gracias, señora —dijo el muchacho, llevándose cortésmente la mano a un invisible sombrero.

—No hay de qué —repuso Leigh, y sonrió—. Feliz Navidad.

—Lo mismo les deseo —dijo el viajero—, aunque no dirían que estuviésemos en Navidad si hubiesen estado sentados ahí esperando que alguien les recogiese. La gente pasaba a toda velocidad y desaparecía. ¡Zas! —miró con asombro a su alrededor—. Bonito coche, hombre. Es magnifico.

—Gracias —replicó Arnie.

—¿Lo ha restaurado usted mismo?

—Sí.

Leigh estaba mirando a Arnie y se sentía confusa. Su interior humor expansivo había sido sustituido por una sequedad impropia de él. En la radio, terminó Big Bopper y empezó Richie Valens con La Bamba.

El autostopista meneó la cabeza y rió.

—Primero Big Bopper, y después Richie Valens. Debe ser una velada fúnebre en esa vieja WDIL.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Leigh.

Arnie apagó la radio.

—Murieron en un accidente de aviación. Con Buddy Holly.

—¡Oh! —exclamó Leigh, con voz muy débil.

Quizás el viajero percibió también el cambio de humor de Arnie; permaneció silencioso y meditabundo en el asiento de atrás. Fuera, la nieve empezó a caer más deprisa y espesa. Era la primera tormenta fuera de temporada.

Por fin centellearon las luces amarillas sobre la nieve.

—¿Quieres que vaya yo, Arnie? —preguntó Leigh.

Arnie se había quedado casi tan mudo como una piedra respondiendo con simples gruñidos a sus animados intentos de entablar conversación.

—Iré yo —dijo, deteniendo el coche—. ¿Qué quieres?

—Sólo una hamburguesa y patatas fritas, por favor.

Antes había pensado darse un banquete —Big Mac, y un batido e incluso bollitos dulces—, pero parecía haber perdido el apetito.

Arnie aparcó. Bajo la fuerte luz amarilla que brotaba de la fachada del bajo edificio de ladrillos, su cara parecía eléctrica y en cierto modo enferma. Se volvió, apoyando brazo en el respaldo del asiento.

—¿Quiere que le traiga algo?

—No, gracias —repuso el desconocido—. Mis padres me esperan para la cena. No puedo disgustar a mamá. Mata el ternero más gordo cada vez que vuelvo a c…

El chasquido de la portezuela al cerrarse interrumpió su última palabra. Arnie se había apeado y se dirigía con rapidez a la puerta de entrada, levantando con las botas pequeños grumos de nieve recién caída.

—¿Está siempre tan alegre? —preguntó el viajero—. ¿O se vuelve taciturno algunas veces?

—Es muy amable —dijo con firmeza Leigh.

Se había puesto súbitamente nerviosa. Arnie había parado el motor y se había llevado las llaves, dejándola sola con el desconocido del asiento de atrás. Podía verle por el espejo retrovisor y, de pronto, sus largos cabellos negros enmarañados por el viento, su barba descuidada y sus ojos oscuros le daban un aspecto salvaje a lo Manson.

—¿Dónde estudia? —preguntó pellizcándose el pantalón y dejando enseguida de hacerlo.

—En Pitt —explicó el viajero, y no añadió más.

Sus ojos se encontraron con los de ella en el espejo, Leigh bajó rápidamente los suyos sobre el regazo. Pantalones de color rojo de arándano. Se los había puesto porque Arnie le había dicho una vez que le gustaban…, probablemente porque era el par más ajustado que poseía, más ajustado incluso que sus Levi’s. De pronto lamentó no haberse puesto algo distinto, algo que ni el mayor esfuerzo de la imaginación pudiese considerar provocativo: tal vez un saco de arpillera. Trató de sonreír —era una idea graciosa, sí, un saco de arpillera hasta las rodillas—, pero no lo consiguió. No podía dejar de reconocer una cosa: Arnie la había dejado sola con el desconocido (¿Como castigo?, la idea de recogerle había sido suya), y ahora estaba asustada.

—¡Qué mala sensación! —exclamó de pronto el desconocido, haciendo que ella contuviese el aliento.

Las palabras habían sido claras y rotundas. Podía ver a Arnie a través del cristal de la ventana, en el quinto o sexto puesto de la fila. Tardaría un rato en llegar al mostrador. Se imaginó que el viajero cerraba de repente las manos enguantadas alrededor de su cuello. Desde luego, podía tocar el claxon…, pero ¿Sonaría este? Lo dudó sin tener un motivo lógico para ello. Pensó que si podía tocar el claxon noventa y nueve veces sonaría al fin satisfactoriamente. Pero si, la centésima vez, la estrangulaba el desconocido en cuyo favor había intercedido, el claxon guardaría silencio. Porque…, porque Christine no la quería. En realidad, creía que Christine odiaba su valor. Así era de sencillo. Absurdo, pero sencillo.

—¿Co… Cómo ha dicho?

Miró por el espejo retrovisor y se sintió inmensamente aliviada al ver que el autostopista no la miraba, contemplaba a su alrededor. Tocó la funda del asiento con la palma de la mano, después rozó ligeramente la tapicería del techo con las puntas de los dedos.

—Una mala sensación —dijo, meneando la cabeza—. Este coche, no sé por qué, me pone nervioso.

—¿De veras? —preguntó ella, confiando en que su voz sonase diferente.

—Sí. Una vez, cuando era pequeño, me quedé encerrado en un ascensor. Desde entonces sufro ataques de claustrofobia. Nunca los había tenido dentro de un automóvil, pero ¡caray!, ahora estoy sufriendo uno. De los peores. Creo que podría encenderse una cerilla sobre mi lengua, tan seca tengo la boca.

Lanzó una breve y confusa carcajada.

—Si no me hubiese retrasado tanto, creo que me apearía y seguiría andando. Sin querer ofenderla a usted ni al coche de su amigo —añadió apresuradamente, y cuando Leigh volvió a mirar el espejo, sus ojos no parecían en modo alguno salvajes, sino sólo nerviosos.

Por lo visto, no bromeaba en lo tocante a la claustrofobia y ya no se parecía en nada a Charlie Manson. Leigh se preguntó cómo había podido ser tan estúpida…, aunque ahora sabía el cómo y el porqué. Lo sabía perfectamente.

Era el coche. Durante todo el día se había sentido todo bien viajando en Christine, pero ahora habían vuelto sus anteriores nerviosismo y repugnancia. Había proyectado, simplemente, sus sentimientos sobre el autostopista porque…, bueno, porque podía sentirse asustada y nerviosa por causa de un tipo que acabase de recoger en la carretera, pero era insensato asustarse de un automóvil, una estructura inanimada de acero, cristal, plástico y metal cromado. No era sólo un poco extraño, era una insensatez.

—¿No huele usted algo? —preguntó de repente el estudiante.

—¿Si huelo algo?

—Un mal olor.

—No, no huelo nada —ahora pellizcaba con los dedos el borde de su suéter, arrancando hebras de lana. Su corazón palpitaba desagradablemente dentro del techo—. Debe de ser parte de sus accesos de claustrofobia.

—Supongo que sí.

Pero ella podía olerlo también. Confundiéndose con los ricos y frescos olores del cuero y de la tapicería, se percibía un débil hedor, como a huevos podridos. Una pequeña vaharada…, que se resistía a marcharse.

—¿Le importa que abra un poco la ventanilla?

—Como quiera —repuso Leigh, y descubrió que tenía que esforzarse un poco para mantener la voz firme y tranquila.

De pronto, los ojos de su mente le mostraron el retrato que había aparecido en el periódico de la mañana de ayer, el retrato de Moochie Welch, tomado probablemente del anuario. El pie de la foto rezaba: Peter Welch víctima de un fatal atropello, cuyo autor se dio a la fuga, y que la policía cree que pudo ser un asesinato.

El autostopista bajó unos centímetros el cristal de la ventanilla y entró una ráfaga de aire claro y frío que se llevó el mal olor. Dentro de McDonald’s, Arnie había llegado al mostrador y estaba haciendo su pedido. Al mirarle, Leigh experimentó un torbellino tan raro de amor y de miedo que se sintió mareada por la mezcla. Por segunda o tercera vez en los últimos días, lamentó no habérselo dicho primero a Dennis; Dennis, que parecía tan sensato y tan sensible…

Trató de apartar estos pensamientos.

—Si tiene frío, dígamelo —dijo el viajero, en son de culpa—. Soy un poco raro, lo sé —suspiró—. A veces pienso que no hubiese debido dejar la droga, ¿sabe?

Leigh sonrió.

Arnie salió del establecimiento con una bolsa grande, resbaló un poco sobre la nieve, subió y se sentó detrás del volante.

—Esto parece una nevera —gruñó.

—Lo siento, hombre —dijo el autostopista desde atrás, levantando el cristal de la ventanilla.

Leigh esperó a ver si volvía aquel mal olor, pero ahora percibía el del cuero y el de la tapicería, y el débil aroma de la loción que usaba Arnie para después del afeitado.

—Aquí tienes, Leigh.

Le dio una hamburguesa, patatas fritas y una lata de Coca-Cola. Él se había comprado un Big Mac.

—Gracias de nuevo por llevarme, hombre —dijo el autostopista—. Puede dejarme en la esquina de JFK y Center, si no es pedir demasiado.

—Muy bien —replicó con brevedad Arnie, y arrancó.

La nieve caía ahora aún más espesa, y el viento había empezado a soplar con fuerza. Por primera vez, Leigh sintió que Christine patinaba un poco al tratar de agarrarse en la ancha calle, que estaba ahora casi desierta. Tardarían menos de quince minutos en llegar a casa.

Al desaparecer aquel olor, Leigh descubrió que había recuperado el apetito. Devoró la mitad de su hamburguesa, tomó un poco de Coca-Cola y sofocó un eructo con el peso de la mano. La esquina de Center y JFK, marcada con un monumento conmemorativo de la guerra, apareció a la izquierda, y Arnie detuvo el coche, pisando suavemente el freno para que Christine no resbalase.

—Que tenga un buen fin de semana —dijo Arnie.

Ahora volvía a ser el de siempre. Tal vez sólo necesitaba un poco de comida, pensó, divertida, Leigh.

—Lo mismo les deseo —respondió el autostopista—. Y feliz Navidad.

—Igual digo —convino Leigh.

Dio otro bocado a su hamburguesa, lo masticó, lo tragó… y sintió que se atragantaba con él. De pronto, no pudo respirar.

El autostopista se estaba apeando. La portezuela hacía mucho ruido al abrirse. El chasquido del pestillo al cerrarse sonó como un vaso que cayese en la cámara acoraza de un Banco. El zumbido del viento era como la sirena de una fábrica.

(«Esto es estúpido, lo sé, pero no puedo respirar, Arnie no puedo respirar.»)

«¡Me estoy ahogando!», trató de decir, pero sólo pudo emitir un sonido débil y confuso que estuvo segura de que sería acallado por el rumor del viento. Se llevó las manos al cuello y lo encontró hinchado y palpitante. Quiso chillar. Pero no tenía aliento para chillar

(«no puedo, Arnie»)

y sintió aquello allí, una cálida bola de pan y hamburguesa. Trató de toser, pero no pudo. Las luces del tablero, un verde brillante, circulares

(«como los ojos de un gato Dios mío y no puedo RESPIRAR») la estaban observando…

(«Dios mío no puedo RESPIRAR, no puedo RESPIRAR, no puedo»)

El pecho empezó a hincharse para aspirar aire. De nuevo trató de expulsar el trozo de hamburguesa y de pan a medio masticar, pero no quiso salir. Ahora el ruido del viento era más fuerte, más fuerte que cualquier ruido que hubiese oído hasta entonces, y Arnie desviaba al fin la mirada del desconocido para mirarla a ella, se volvía en movimiento retardado, abriendo casi cómicamente los ojos e incluso su voz parecía demasiado fuerte como un tono, como la voz de Zeus hablando a algún pobre mortal desde detrás de una gran masa de nubes de tormenta:

—¡LEIGH…! ¿ESTÁS…? ¿QUÉ DIABLOS TE…? ¡SE ESTÁ AHOGANDO! ¡DIOS MÍO, SE ESTÁ…!

Alargó la mano con lento movimiento, y entonces se retiró, inmovilizado por el pánico

(«Oh, ayúdame por el amor de Dios, haz algo, me estoy muriendo, Dios mío, me estoy ahogando con una hamburguesa de McDonald’s, Arnie, ¿por qué no me AYUDAS?»)

y, desde luego, ella supo la razón; él retiró las manos porque Christine no quería que nadie la ayudase; Christine había librado de la misma manera de la otra mujer en competencia, y ahora los instrumentos del tablero eran realmente ojos, grandes y redondos ojos impertérritos que observaban su muerte por asfixia, unos ojos que sólo podían ver a través de una creciente multitud de puntitos negros, unos puntitos que estallaban y se desperdigaban mientras

(«mamá, oh Dios mío, me estoy muriendo y ESO ME VE, ESO ESTÁ VIVO VIVO VIVO, OH MAMÁ, DIOS MÍO Christine ESTÁ VIVA»)

Arnie alargaba de nuevo los brazos en su dirección. Ahora empezó a retorcerse sobre el asiento, levantando espasmódicamente el pecho y clavándole los dedos en el cuello.

Los ojos le salían de las órbitas. Los labios empezaban a tomar un color azulado. Arnie golpeaba inútilmente la espalda y gritaba algo. Le agarró los hombros, al parecer para sacarla del coche, y entonces retrocedió y se irguió, llevándose involuntariamente las manos a la espalda.

Leigh seguía agitándose y retorciéndose. El obstáculo le cerraba su garganta parecía enorme, cálido y palpitante. Trató de nuevo de escupirlo pero esta vez más débilmente. El bulto no se movió. Y empezó a menguar el zumbido del viento, todo empezó a desvanecerse, pero ahora la necesidad de aire no parecía tan horrible. Tal vez se estaba muriendo, pero de pronto no le pareció tan malo. Nada era tan malo, salvo aquellos ojos verdes que la miraban desde el tablero de los instrumentos. Ya no eran unos ojos fríos. Ahora brillaban de odio y de triunfo.

(«Oh, Dios mío, me pesa de todo corazón haberos ofendido, si os he ofendido, este es mi acto de…»)

Arnie había vuelto a alargar los brazos desde el asiento del conductor. De pronto, la portezuela de Leigh se abrió golpe y ella cayó de lado bajo una ráfaga fría y cortante. El aire la reanimó en parte, la lucha por el aire volvió a parecerle importante, pero el obstáculo no quería moverse…, no quería moverse.

Muy lejos, tronó la voz irritada de Arnie, la voz de Zeus:

—¿QUÉ ESTÁ HACIENDO? ¡QUÍTELE LAS MANOS DE ENCIMA!

La rodearon unos brazos. Brazos vigorosos. El viento sobre su cara. Nieve girando delante de sus ojos.

(«Óyeme, Dios mío, este es mi acto de contrición, me pesa de todo corazón haberte ofendido, ¡OH! ¡HUYYY!, ¿Qué están HACIENDO a mis costillas? me duelen, qué… están haciendo»)

y, de pronto, la ciñeron unos brazos, aplastándola, y dos manos se cruzaron en un nudo debajo de sus senos, en el hueco del plexo solar. Y de pronto un dedo pulgar se levantó, como lo levantan los autostopistas para pedir que los lleven, sólo que esta vez apretó dolorosamente el esternón. Al mismo tiempo, los brazos oprimieron brutalmente su presa. Se sintió cogida

(«oh, me están rompiendo las COSTILLAS»)

en un gigantesco abrazo, como de oso. Todo su diafragma pareció ascender, y algo salió disparado de su boca con la fuerza de un proyectil. Cayó sobre la nieve, un bolo de carne y pan.

—¡Suéltala! —gritó Arnie, apeándose y pasando por detrás de Christine hasta el sitio donde el autostopista sostenía el cuerpo fláccido de Leigh como una marioneta tamaño natural—. ¡Suéltala! ¡La vas a matar!

Leigh empezó a respirar con fuertes y roncos jadeando. Su garganta y sus pulmones parecían arder en ríos de fuego a cada inspiración de aquel aire fresco, maravilloso. Se dio vagamente cuenta de que estaba llorando.

El brutal abrazo se aflojó y las manos la soltaron.

—¿Está bien, muchacha? ¿Está…?

Arnie había pasado por detrás de ella y agarraba al autostopista. Este se volvió hacia Arnie, flotando al viento sus cabellos negros, y Arnie le dio un puñetazo en la boca. El otro se tambaleó, resbalando sus botas sobre la nieve y cayó de espaldas. La nieve reciente, fina y seca como azúcar de pastelería, saltó a su alrededor.

Arnie avanzó, levantados los puños, fruncidos los parpados.

Leigh aspiró más aire, convulsivamente —y cómo le dolía, parecía que le clavasen cuchillos—, y gritó:

—¿Qué estás haciendo, Arnie? ¡Detente!

Él se volvió, ofuscado.

—¿Qué, Leigh?

—¡Me ha salvado la vida! ¿Por qué le pegas?

El esfuerzo era excesivo y los puntitos negros volvieron a girar en espiral delante de sus ojos. Podía haberse apoyado en el coche, pero no quería acercarse a él, no quería tocarlo. Los instrumentos del tablero. Algo les había ocurrido a los instrumentos del tablero. Algo.

(ojos que miraban a los ojos)

en lo que no quería pensar.

En vez de esto, se acercó tambaleándose a una farola y se agarró a ella como un borracho, gacha la cabeza, jadeando. Un brazo suave, indeciso, le rodeó la cintura.

—Leigh… querida, ¿estás bien?

Ella volvió ligeramente la cabeza y vio la cara afligida, asustada. Rompió a llorar.

El autostopista se acercó a ellos con precaución, enjugándose la boca ensangrentada con la manga de la chaqueta.

—Gracias —dijo Leigh, entre roncos y rápidos jadeos. El dolor empezaba a menguar un poco, y el viento seco y frío producía un efecto sedante en su acalorado rostro—. Me estaba ahogando. Creo…, creo que habría muerto si usted no hubiese…

Era demasiado. Reaparecieron los puntitos negros, y todos los ruidos se apagaban en un túnel fantástico batido por el viento. Bajó la cabeza y esperó a que pasara.

—Es la Maniobra de Heimlich —explicó el viajero—. Tienen que aprenderla los que van a trabajar en la cafetería. La del colegio. Hay que practicar con un maniquí de caucho. Le llaman Daisy Mae. Y uno lo hace, pero no tiene idea de si dará resultado…, ya sabe…, con una persona real.

Su voz era temblorosa, pasando de los graves a los agudos y viceversa, como la voz de un chiquillo al entrar en la pubertad. Parecía querer reír o llorar, no se sabía qué, incluso bajo la luz incierta y la espesa nevada, Leigh podía ver que su cara estaba muy pálida.

—Jamás pensé que tendría que utilizarlo. Funciona bastante bien. ¿Vio cómo salía volando aquel maldito trozo de carne?

El autostopista se enjugó la boca y miró inexpresivamente la fina capa de sangre congelada en la palma de su mano.

—Siento haberle golpeado —dijo Arnie, que parecía a punto de llorar—. Estaba… estaba…

—Claro, hombre, lo sé —dijo el otro, dando unas palmadas en el hombro de Arnie—. No ha sido nada. ¿Se encuentra bien, muchacha?

—Sí —repuso Leigh.

Su respiración era ahora regular. El corazón latía más despacio. Sólo las piernas le flaqueaban, como si fuesen de goma. «Dios mío —pensó—. Ahora podría estar muerta. Si no hubiésemos recogido a ese muchacho, y a punto estuvimos de no hacerlo…».

Pensó que era una suerte que siguiese viva. Y este tópico se impuso con una fuerza estúpida e innegable que hizo que se sintiese muy débil. Empezó a llorar más fuerte. Cuando Arnie la condujo de nuevo al coche, caminó a su lado apoyando la cabeza en su hombro.

—Bueno —dijo el autostopista con voz vacilante—, tengo que irme.

—Espere —dijo Leigh—. ¿Cómo se llama? Me ha salvado la vida, me gustaría saber su nombre.

—Barry Gottfried —replicó el hombre—. A mandar.

De nuevo se tocó el imaginario sombrero.

—Yo soy Leigh Cabot —dijo ella—. Y este es Arnie Cunningham. Gracias una vez más.

—Gracias —repitió Arnie, pero Leigh no percibió sinceridad en su voz, sólo aquel nerviosismo.

Él la ayudó a subir al coche y, de pronto, aquel olor llegó hasta ella, la atacó, pero esta vez no era suave, sino más bien como una ráfaga que brotase de debajo de la tierra. Un olor a podredumbre y descomposición, fuerte y nocivo. Sintió que un miedo insensato invadía su cerebro, y pensó: Es el olor de su furia…

El mundo osciló delante de ella. Se asomó a la ventanilla y vomitó.

Entonces todo se volvió gris durante un rato.

—¿Seguro que estás bien? —preguntó Arnie, pensó ella que por centésima vez.

«Pero podría ser una de las últimas», se dijo Leigh con cierto alivio. Se sentía muy, muy cansada. Un dolor sordo latía en su pecho, y otro en sus sienes.

—Ahora estoy perfectamente.

—Bien. Bien.

Se movía indeciso, como si quisiera marcharse y estuviese seguro de que fuese el momento adecuado; tal vez debía hacerle una vez más la que parecía su eterna pregunta. Estaban de pie delante de la casa de los Cabot.

Rectángulos de luz amarilla proyectados por las ventanas, pintaban suavemente la reciente e inmaculada nieve. Christine estaba junto al bordillo, inmóvil, encendidas las luces de posición.

—Me espanté cuando te desmayaste de aquel modo —explicó Arnie.

—No me desmayé… sólo se me enturbió la cabeza unos minutos.

—Bueno, pero me asustaste. Te amo, ¿sabes?

Ella le miró gravemente.

—¿De veras?

—¡Claro que si! ¡Tú sabes que te amo, Leigh!

Ella lanzó un profundo suspiro. Estaba cansada, pero tenía que decirlo, y decirlo ahora. Porque si no lo decía ahora, lo que había ocurrido parecería absolutamente ridículo a la luz de la mañana, o tal vez más ridículo, a la luz de la mañana, la idea, seguramente, parecería insensata. ¿Un olor que llegaba y se iba como el «hedor a podrido» de una fantástica novela de horror? ¿Instrumentos del tablero que se convertían en ojos? Y, sobre todo, la loca impresión de que el coche había tratado, realmente, de matarla.

Mañana, incluso el hecho de que hubiese estado a punto de morir asfixiada no sería más que un vago dolor en el pecho y la convicción de que en realidad no había pasado nada, no había estado en peligro inminente. Pero todo era verdad, y Arnie lo sabía…, sí, alguna parte de él lo sabía…, y ella tenía que decírselo ahora.

—Sí, creo que me amas —repuso pausadamente, mirándole con fijeza—. Pero no volveré a ir a ninguna parte contigo en ese coche. Y, si realmente me quieres, te desprenderás de él.

En el semblante de Arnie se pintó una expresión tan sorprendida y tan súbita como si ella le hubiese abofeteado.

—¿De qué… de qué estás hablando, Leigh?

¿Era la sorpresa lo que causaba su expresión aturdida? ¿O se debía en parte a un sentimiento de culpa?

—Ya has oído lo que he dicho. No creo que te desprendas de él, no sé si podrás hacerlo alguna vez, pero si quieres ir a algún sitio conmigo, Arnie, iremos en autobús. O en autoestop. O volando. Pero nunca volveré a viajar en tu coche. Es una trampa mortal.

Ya estaba. Lo había dicho, había desembuchado.

Ahora la sorpresa se estaba convirtiendo en irritación en el semblante de él, la ciega y obstinada irritación que con tanta frecuencia había sorprendido últimamente a su rostro. No sólo por cosas importantes, sino también por las más sutiles —una mujer cruzando ante un semáforo en ámbar, un guardia que detenía el tráfico cuando ellos iban a pasar—, y ahora comprendió, con toda la fuerza de una revelación que aquella ira, corrosiva y tan impropia del resto de la personalidad de Arnie, estaba siempre asociada con el coche. Con Christine.

—«Si me amas, despréndete de él» —repitió Arnie—. ¿Sabes a quién te pareces?

—No, Arnie.

—A mi madre; hablas igual que ella.

—Lo siento.

No se dejaría dominar, ni se defendería con palabras, ni pondría fin a la cuestión metiéndose en casa. Habría podido hacerlo si no hubiese sentido nada por él, pero este no era el caso. Sus primeras impresiones de que, detrás de su reserva, Arnie Cunningham era un muchacho bueno y decente (y quizá también sexy) no habían cambiado mucho. Era el coche, y nada más. En él estaba el cambio. Era como observar una mente sana que, poco a poco, cedía a la influencia de alguna droga maligna, corrosiva e imposible de dejar.

Arnie pasó las manos por los cabellos salpicados de nieve, ademán característico de asombro y de enojo.

—Pasaste un rato muy malo en el coche, sí, y puedo comprender todo lo que sientes. Pero fue la hamburguesa, Leigh, esto fue todo. O quizá ni siquiera esto. Tal vez trataste de hablar mientras estabas comiendo o aspiraste aire en el momento más inoportuno. También podrías echarle la culpa a Ronald McDonald. Todo el mundo se atraganta alguna vez. En ocasiones mueren. Este no fue tu caso. Dale gracias a Dios por ello. ¡Pero no culpes a mi coche!

Sí, todo esto parecía muy plausible. Y lo era. Salvo que algo pasaba por detrás de los ojos grises de Arnie. Algo frenético que no era precisamente una mentira, sino… ¿Una reserva mental? ¿Un deliberado apartamiento de la verdad?

—Arnie —siguió—, estoy cansada, me duele el pecho, tengo dolor de cabeza y pienso que sólo me quedan fuerzas para decirte esto una vez. ¿Quieres escucharme?

—Si se trata de Christine, malgastarás tu aliento —dijo él, de nuevo con su expresión obstinada y terca en el semblante—. Es una locura echarle la culpa, y tú lo sabes.

—Sí, sé que es una locura y sé que estoy malgastando mi aliento —convino Leigh—. Pero te pido que me escuches.

—Te escucho.

Ella respiró hondo, haciendo caso omiso del dolor de pecho. Miró a Christine, lanzando una nubecilla de vapor blanco a la nieve que caía ahora copiosamente, y aparto con rapidez la mirada. Ahora eran las luces del aparcamiento las que parecían ojos: los ojos amarillos de un lince.

—Cuando me atraganté…, cuando me estaba ahogando…, cambiaron las luces del tablero de instrumentos. Cambiaron. Eran…, no, no diré tanto, pero parecían ojos.

Él rió, y su risa fue como un breve ladrido en el aire frío. En la casa, una cortina fue apartada hacia un lado, alguien miró al exterior y, después, la cortina cayó de nuevo.

—Si aquel autostopista…, el muchacho llamado Gottfried…, no hubiese estado allí, me habría muerto, Arnie. Habría muerto —escrutó los ojos de él con la mirada, antes de proseguir. «Una vez —se dijo—, sólo tengo que decir esto una vez»—, tú me dijiste que habías trabajado en la cafetería del colegio los tres primeros años. Yo vi el rotulo de la Maniobra de Heimlich en la puerta de la cocina. Tú también debiste verla. Pero no trataste de efectuarla conmigo, Arnie. Sólo estabas dispuesto a golpearme la espalda. Y esto no sirve. Yo estuve empleada en un restaurante, en Massachusetts, y lo primero que te enseñan, incluso antes que la Maniobra de Heimlich, es que dar palmadas en la espalda de la persona que se ahoga no sirve para nada.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó él, con voz sofocada. Ella no le respondió, sólo le miró.

Él sostuvo la mirada un breve instante, y después apartó la suya a un lado, asustado, confuso, casi como acorralado.

—Hay cosas que se olvidan, Leigh. Tienes razón, hubiese debido emplear aquel procedimiento. Pero si te lo habían enseñado, podías emplearlo tú misma —Arnie cruzó con fuerza las dos manos, levantó un pulgar y lo apretó sobre su diafragma para hacerle una demostración—. Lo que ocurre es que, en la angustia del momento, la gente olvida…

—Sí, olvida. Y tú pareces olvidar muchas cosas cuando estás en este coche. Por ejemplo, cómo es el verdadero Arnie Cunningham.

Arnie sacudió la cabeza.

—Necesitas tiempo para reflexionar, Leigh. Necesitas…

—¡Esto es precisamente lo que no necesito! —siguió ella, con una energía que le parecía imposible—. Jamás había tenido una experiencia sobrenatural en mi vida, nunca había creído en estas cosas, pero ahora me pregunto lo que pasa y lo que te pasa a ti. Parecían ojos, Arnie. Y después… más tarde… había aquel olor. Un olor horrible, a podrido.

Él reculó.

—Sabes de qué estoy hablando.

—No. No tengo la menor idea.

—Has dado un salto como si el diablo te hubiese tirado de una oreja.

—Te imaginas cosas —repuso acalorado Arnie—. Muchas cosas.

—El olor estaba allí. Y hay también otras cosas. A veces la radio sólo capta aquella emisora anticuada…

La mirada de él vaciló de nuevo y la comisura izquierda de sus labios se frunció ligeramente.

—Y a veces cuando salimos, se queda atascado, como si no le gustase. Como si al coche no le gustase, Arnie.

—Estás trastornada —dijo él con ominosa llaneza.

—Sí, estoy trastornada —convino ella, empezando a llorar—. ¿Y no lo estás tú?

Las lágrimas se deslizaban lentamente por sus mejillas.

—Creo que esto es el fin para nosotros, Arnie, te amaba pero creo que esto se acabó. Lo creo, realmente, y me siento muy triste, muy triste. Tus relaciones con tus padres se han convertido en un campo de batalla, llevas Dios sabe que a Nueva York y a Vermont para ese cerdo de Will Darnell, y ese coche… ese coche…

No pudo decir más. Su voz se extinguió. Dejó caer los paquetes y se inclinó a ciegas para recogerlos. Agotada llorosa, sólo consiguió esparcirlos a su alrededor. Él se agachó para ayudarla y la chica le rechazó con brusquedad.

—¡Déjalos en paz! ¡Déjalos!

Él se irguió, pálido y contraído el semblante. Tenía una expresión de helado furor, pero sus ojos…, ¡Oh!, Leigh pensó que parecían perdidos.

—Está bien —concluyó Arnie, y ahora su voz enronqueció debido a sus propias lágrimas—. Muy bien. Reúnete con el resto de ellos si así lo quieres. Monta y cabalga con todos estos otros cagones. ¡A mí me importa una mierda!

Aspiró temblorosamente el aire, y de su garganta brotó un solo y doliente sollozo antes de que pudiese taparse bruscamente la boca con una mano enguantada.

Retrocedió de espaldas en dirección al coche, alargó ciegamente las manos por detrás de él, buscando el Plymouth, y Christine estaba allí.

—Hasta que te des cuenta de que estás loca. ¡De que has perdido la cabeza! ¡Ve y sigue con tu juego! ¡Yo no te necesito! ¡No necesito a ninguno de vosotros!

Su voz se elevó en un estridente chillido, en diabólica armonía con el viento:

—¡No te necesito, conque puedes irte al diablo!

Corrió hacia el lado del conductor, resbaló y se agarró a Christine. Estaba allí, y no se cayó. Subió, roncó el motor, se encendieron los faros con blanco y fuerte resplandor, y la Furia arrancó, levantando una nube de nieve con los neumáticos de atrás.

Las lágrimas brotaban ahora veloz y copiosamente, mientras ella observaba cómo las luces de atrás del automóvil menguaban hasta convertirse en pequeños discos rojos y desaparecían al doblar el automóvil la esquina.

Los paquetes yacían desparramados a sus pies.

Y entonces, de pronto, apareció su madre, absurdamente vestida con un impermeable abierto, botas verdes de caucho y su camisón de franela azul.

—¿Qué te ocurre, querida?

—Nada —sollozó Leigh.

«Estuve a punto de morir asfixiada, olí algo que parecía brotar de una tumba recién abierta, y creo…, sí creo que de alguna manera, aquel coche está vivo… cada día más vivo. Pienso que es una especie de horrible vampiro, que se apodera de la mente de Arnie para alimentarse. De su mente y de su espíritu».

—Nada, no me pasa nada; he tenido una disputa con Arnie, esto es todo. Ayúdame a recoger mis cosas, ¿quieres?

Recogieron los paquetes de Leigh y entraron en casa.

La puerta se cerró detrás de ellas y la noche quedó a merced del viento y de la nieve que seguía cayendo con rapidez. Por la mañana habría más de treinta centímetros.

Arnie condujo su coche hasta pasada la medianoche, y después lo olvidó todo. La nieve había cubierto las calles, estas estaban desiertas y tenían un aspecto fantástico. No era una noche adecuada para el gran automóvil norteamericano. Sin embargo, Christine rodaba en medio de la creciente tormenta con tranquila seguridad, incluso sin neumáticos claveteados. De vez en cuando, la forma prehistórica de una máquina quitanieves asomaba y desaparecía.

La radio no paraba. Conectaba siempre con WDIL, fuese cual fuese la posición del disco. Dieron las noticias. Eisenhower había predicho, en la Convención de AFL/FIO que el trabajo y la empresa marcharían juntos armoniosamente en el futuro. Dave Beck había negado que el Sindicato de Camioneros fuese un frente de turbulencia social. El astro de Rock n’ Roll Eddie Cochran, había muerto a causa de un choque de vehículos cuando se dirigía al aeropuerto londinense de Heathrow, tres horas de cirugía de urgencia no habían podido salvarle la vida. Los rusos alborotaban con sus ICBM. WDIL radiaba cosas antiguas durante toda la semana, pero en los fines de semana se pasaba de la raya. Emisiones de noticias de los años cincuenta. Era

(nunca había oído nada parecido)

una idea realmente curiosa. Era

(totalmente insensata)

muy curiosa.

El servicio meteorológico anunciaba más nieve.

Otra vez música: Bobby Darin cantando Splish-Splash, Ernie K-Doe cantando Mother-in-Law, los gemelos Kalin cantando When. Los limpiaparabrisas marcaban el compás.

Miró a su derecha, y Roland D. LeBay le acompañaba.

Roland D. LeBay estaba sentado allí, con sus pantalones verdes y su descolorida camisa militar, mirando desde el fondo de unas cuencas oscuras. Un escarabajo se limpiaba las alas dentro de una de aquéllas.

«Tienes que hacerles pagar —dijo Roland D. LeBay—. Tienes que hacer pagar a esos cagones, Cunningham. A todos y cada uno de ellos».

—Sí —murmuró Arnie. Christine zumbó en la noche, surcando la nieve y dejando en ella huellas nuevas y firmes—. Sí, lo haré.

Y los limpiaparabrisas asintieron moviéndose arriba y abajo.

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