Christine

Christine


Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 13. Horas después

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As I was motorvating over the hill

I saw Maybelline in a Coupe de Ville.

Cadillac rollin down the open road

But nothin outrun my V8 Ford…

CHUCK BERRY

Mi madre y Elaine se habían ido a la cama, pero mi padre estaba levantado, viendo las noticias de las once en la televisión.

—¿Dónde has estado, Dennis? —preguntó.

—En la bolera —dije, y la mentira acudió natural e instintivamente a mis labios.

No quería que mi padre supiera nada de todo aquel asunto. Aunque singular, no lo era tanto como para pasar de moderado interés. O así lo racionalizaba yo.

—Ha llamado Arnie —dijo—. Ha dejado dicho que le telefonees si volvías antes de las once y media o así.

Miré mi reloj. Eran sólo las once y veinte. Pero ¿no había tenido ya bastante de Arnie y de los problemas de Arnie para un solo día?

—¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—¿Vas a llamarle?

Suspiré.

—Sí, supongo que sí.

Entré en la cocina, me preparé un emparedado de pollo frío, llené un vaso de

Hawaiian Punch —bebida muy poco fina, pero me encanta— y marqué el número de la casa de Arnie. Él mismo cogió el teléfono al segundo timbrazo. Parecía feliz y excitado.

—¡Dennis! ¿Dónde has estado?

—En la bolera —dije.

—Escucha, he ido a

Darnell’s esta noche, ¿sabes? Y…, esto es estupendo, Dennis. ¡Lo han echado a Repperton! ¡Repperton se ha ido, y yo puedo quedarme!

Otra vez aquella sensación de sueño amorfo en mi vientre. Dejé el bocadillo. De pronto, ya no me apetecía.

—Arnie, ¿crees que realmente es buena idea volver allí?

—¿Qué quieres decir? Repperton se ha ido. ¿A ti no te parece eso una buena idea?

Pensé en Darnell ordenando a Arnie que apagara el motor de su coche antes de que contaminase su garaje, en Darnell diciendo a Arnie que no admitía gaitas de tipos como él. Pensé en la avergonzada expresión de Arnie cuando apartó sus ojos de los míos para decirme que había conseguido que le dejara utilizar el elevador para cambiar el aceite haciendo «un par de recados». Se me ocurrió que a Darnell podría resultarle divertido tener a Arnie a su servicio. Eso regocijaría a sus clientes habituales y a sus compañeros de póquer. Arnie va por café, Arnie va por bollos, Arnie cambia los rollos de papel higiénico, Arnie repone la provisión de toallas de papel.

¿Eh, Will, quién es ese cuatro ojos que anda por los lavabos…? ¿Ese? Se llama Cunningham. Sus padres enseñan en la Universidad. Está siguiendo aquí un curso en mierdología para posgraduados. Ellos soltarían la carcajada. Arnie se convertiría en el hazmerreír local del garaje de Darnell, en Hampton Street.

Pensé en estas cosas, pero no las dije. Imaginaba que Arnie podría tomar una decisión al respecto. Esto no podía continuar eternamente, Arnie era demasiado listo. Eso esperaba, al menos. Era feo, pero no era tonto.

—El que Repperton se haya ido parece estupendo —comenté—. Sólo que creía que lo de Darnell era una especie de solución temporal. Quiero decir, Arnie, que veinte semanales, además del alquiler de las herramientas y del elevador y todo lo demás, es bastante caro.

—Por eso me pareció que sería tan buena idea alquilar el garaje de LeBay —explicó Arnie—. Calculaba que aun pagándole veinticinco semanales resultaría más barato.

—Bueno, ahí lo tienes. Si pones un anuncio en el periódico solicitando una plaza de garaje, apuesto a que…

—No, no, déjame terminar —dijo Arnie, estaba todavía excitado—. Cuando fui allí esta tarde, Darnell me llevó a un lado en seguida. Dijo que lamentaba la paliza que me había dado Repperton. Me explicó que me había juzgado mal.

—¿Dijo eso? —supongo que lo creí pero no me gustaba.

—Sí. Me preguntó si me gustaría trabajar para él a jornada reducida. Diez, quizá veinte horas semanales durante el curso. Ordenar cosas, lubricar los elevadores, esa clase de tareas. Y puedo tener plaza para el coche por diez a semana, y alquiler de herramientas y elevador a la mitad. ¿Qué te parece?

Pensé que parecía demasiado bueno para ser verdad.

—Ándate con ojo, Arnie.

—¿Qué?

—Mi padre dice que es un bribón.

—No he visto ninguna señal de ello. Yo creo que son habladurías, Dennis. Es un bocazas, pero nada más.

—Lo único que te digo es que no te comprometas a nada —me pasé el teléfono al otro oído y tomé un trago de

Hawaiian Punch—. Mantén los ojos bien abiertos márchate a toda prisa si algo empieza a parecer sospechoso.

—¿Estás hablando de algo concreto?

Pensé en las vagas historias acerca de drogas y en las más concretas, sobre coches robados.

—No —respondí—, sólo que no confío en él.

—Bueno —dijo, dubitativamente, y luego volvió al tema original:

Christine.

Con él, siempre se acababa volviendo a

Christine.

—Pero es una oportunidad, una verdadera oportunidad Dennis, si da resultado.

Christine… está realmente mal. He podido hacerle algunas cosas, pero por cada cosa que hago parece haber cuatro más. Algunas ni siquiera sé hacerlas pero voy a aprender.

—Sí —repliqué, y di un mordisco a mi emparedado.

Después de mi conversación con George LeBay, mi entusiasmo por el tema de

Christine había pasado del cero y entrado en lo negativo.

—Necesita una alineación de la parte delantera: diablos, necesita una parte delantera nueva…, y nuevos discos de frenos…, un repaso a los bujes… Tal vez intente pulir los pistones: pero no puedo hacer nada de eso con mi caja de herramientas de 54 pavos. ¿Entiendes lo que quiero decir, Dennis?

Parecía como si estuviese suplicando mi aprobación. Con una sensación de vacío en el estómago, recordé de pronto a un tipo con el que habíamos ido a la escuela. Freddy Darlington se llamaba. Freddy no era nada del otro mundo, pero tenía un gran sentido del humor. Luego, se topó con una zorra de Penn Hills: y me refiero a una auténtica zorra, una golfa, una puta redomada, el peyorativo que queráis. Tenía una cara vulgar y estúpida que me recordaba la trasera de un camión Mack y siempre estaba mascando chicle. El hedor a fruta jugosa flotaba a su alrededor en una constante nube. Se quedó embarazada hacia la misma época en que Freddy perdió la cabeza por ella. Siempre he pensado que perdió la cabeza por ella porque fue la primera chica que le dejó llegar hasta el final. Y el tío va y se sale de la escuela, consigue un empleo en un almacén, la princesa tiene la criatura, y él se presenta con ella en una fiesta estudiantil en diciembre pasado, queriendo que todo parezca igual cuando nada es igual. Ella nos mira a todos con sus ojos fríos y despreciativos, mientras sus mandíbulas se mueven arriba y abajo como de una vaca rumiando una hierba particularmente sabrosa, y todos hemos oído las noticias: ha vuelto a la bodega, ha vuelto a

Gino’s, sale a la busca mientras Freddy está trabajando, está de nuevo entregada a su viejo oficio. «¿Que dicen que una picha tiesa no tiene conciencia?», pero yo les digo que algunos coños tienen y, cuando miraba a Freddy, con aire de ser diez años mayor de lo que era, me daban ganas de llorar. Y cuando hablaba de ella lo hacía con el mismo tono suplicante que yo acababa ahora de oír en la voz de Arnie: «

Os gusta, ¿verdad, muchachos? Es estupenda, ¿verdad? No elegí mal, ¿eh? Quiero decir que, probablemente, es sólo un mal sueño y no tardaré en despertar, ¿verdad? ¿Verdad? ¿Verdad?».

—Claro —dije, al teléfono. Todo aquel estúpido y horrible asunto de Freddy Darlington había cruzado por mi mente en quizá dos segundos—. Entiendo lo que quieres decir, Arnie.

—Bien —repuso, aliviado.

—Pero ándate con ojo. Y mucho más cuando vuelvas a la escuela. Mantente alejado de Buddy Repperton.

—Sí. Descuida.

—¿Arnie…?

—¿Qué?

Hice una pausa. Quería preguntarle si Darnell le había dicho algo sobre que

Christine ya había estado antes en su garaje, si la había reconocido. Más aún, quería contarle lo que les había sucedido a Mrs. LeBay y a su hija Rita. Pero no podía. Sabría inmediatamente dónde había obtenido la información. Y, en la susceptibilidad en que se encontraba con respecto al maldito coche, podría creer que había actuado a espaldas suyas: y en cierto modo así era. Pero el decírselo podría muy bien significar el fin de nuestra amistad.

Ya había tenido bastante con

Christine, pero aún apreciaba a Arnie. Lo que significaba que esa puerta debía ser cerrada de modo definitivo. No más andar husmeando haciendo preguntas. No más sermones.

—Nada —dije—. Sólo iba a decir que supongo que has encontrado un hogar para tu armatoste. Enhorabuena.

—¿Estás comiendo algo, Dennis?

—Sí, un emparedado de pollo. ¿Por qué?

—Estás masticando en mi misma oreja. Suena realmente horrible.

Empecé a chascar la lengua lo más sonoramente que pude. Arnie hizo ruidos como si fuese a vomitar. Nos echamos los dos a reír, y era bueno…, era como en los viejos tiempos, antes de que se casara con aquel maldito coche.

—Eres un soplaculos, Dennis.

—Cierto. Lo aprendí de ti.

—Que te ahorquen —dijo, y colgó.

Terminé mi bocadillo y mi

Hawaiian Punch, limpié el plato y el vaso y volví al cuarto de estar, listo para ducharme e irme a la cama. Estaba molido.

En algún momento durante nuestra conversación telefónica, había oído apagarse la televisión, y había supuesto que mi padre se había ido arriba. Pero no era así. Estaba recostado en su sillón, con la camisa desabrochada. Observé con cierto desasosiego el tono gris ceo que estaba adquiriendo el vello de su pecho y la forma en que la luz de la lámpara que brillaba tras él penetraba a través de sus cabellos y hacía visible su sonrosado cuero cabelludo. Empezaba a clarearle el pelo. Mi padre no era ningún muchacho. Con creciente desasosiego, comprendí que dentro de cinco años, cuando teóricamente acabaría yo mi carrera en la Universidad, él tendría cincuenta años y estaría casi calvo: un contable típico. Cincuenta años dentro de otros cinco, si no se había muerto de otro ataque al corazón. El primero no había sido malo, no había dejado lesión en el miocardio, me había dicho la única vez que le pregunté sobre el particular. Pero no intentó decirme que no era probable un segundo ataque cardiaco. Yo sabía que lo era, y lo sabía mi madre, y también lo sabía él. Sólo Ellie creía que era invulnerable, pero ¿no había visto yo una o dos veces en sus ojos una mirada dubitativa? Me parecía que sí.

Murió de repente.

Sentí que se me erizaban los cabellos. De repente. Incorporándose en su mesa, llevándose la mano al pecho. De repente. Dejando caer su raqueta en la pista de tenis. Uno no quiere pensar estas cosas de su padre, pero a veces ocurre.

Bien sabe Dios que sí.

—No he podido por menos de oírte algo —dijo.

—¿Sí? —pregunté cautamente.

—¿Ha metido Arnie Cunningham el pie en un cubo algo maloliente y oscuro, Dennis?

—No…, no lo sé con seguridad —respondí con lentitud.

Porque, después de todo, ¿qué era lo que yo tenía? Vapores, nada más.

—¿Quieres hablar de ello?

—Ahora no, papá, si no te importa.

—De acuerdo —dijo—. Pero si…, si algo empieza a parecer sospechoso, como has dicho por el teléfono, ¿me contarás lo que pasa?

—Sí.

—Muy bien.

Eché a andar en dirección a la escalera, y casi había llegado allí, cuando él me detuvo, diciéndome:

—Yo le he llevado la contabilidad a Will Darnell durante casi quince años, y le he hecho las declaraciones de renta, ya sabes.

Me volví, realmente sorprendido.

—No. No lo sabía.

Mi padre sonrió. Era una sonrisa que yo no le había visto nunca, y supongo que mi madre sólo unas pocas veces y mi hermana ninguna. Al principio, podía parecer una sonrisa soñolienta, pero si se la miraba con mayor atención veía que no era en absoluto soñolienta…, era cínica, y pura, y completamente despierta.

—¿Puedes mantener la boca cerrada sobre algo, Dennis?

—Sí —dije—. Creo que sí.

—No basta con creerlo.

—Sí. Puedo.

—Así está mejor. Yo le llevé las cuentas hasta el setenta y cinco, y luego se fue con Bill Upshaw, de Monroeville.

Mi padre me miró fijamente.

—No diré que Bill Upshaw es un bribón, pero sí diré que sus escrúpulos son tan poco sólidos que no soportarían el peso de una pluma. Y el año pasado se compró una casa estilo Tudor en Sewickley por trescientos mil dólares.

Movió lentamente el brazo derecho para señalar a nuestra propia casa y, luego, lo dejó caer. Él y mi madre la habían comprado el año antes de nacer yo por 2000 dólares —ahora valdría 150.000— y sólo recientemente habían cancelado el préstamo del Banco. El verano pasado celebramos una pequeña fiesta en el patio trasero, papá encendió la barbacoa, puso la sonrosada célula en la horquilla, y cada uno de nosotros tuvo oportunidad de sostenerla sobre las brasas hasta que se consumió.

—No hay estilo Tudor aquí, ¿eh, Denny? —dijo.

—A mí me gusta —repliqué.

Volví y me senté en el sofá.

—Darnell y yo nos separamos amistosamente —prosiguió mi padre—, y no es que nunca le apreciara mucho personalmente. Siempre le consideré un miserable.

Asentí con un leve movimiento de cabeza, porque eso me gustaba, expresaba mis sentimientos instintivos hacia Darnell mejor de lo que hubiera podido hacerlo cualquier obscenidad.

—Pero hay mucha diferencia entre una relación personal y una relación profesional. En esta profesión se aprende muy rápidamente, o, si no, abandonas y te pones a vender aspiradoras de puerta en puerta. Nuestra relación profesional era buena…, hasta cierto punto. Por eso, finalmente, lo dejé.

—No entiendo.

—El dinero seguía afluyendo —dijo—. Grandes cantidades de dinero sin un origen claro. Por orden de Darnell, invertí en dos empresas,

Pennsylvania Solar Heating y

New York Ticketing, que parecían dos de las más ficticias compañías ficticias de las que he oído hablar jamás. Finalmente, fui a verle, porque quería poner todas mis cartas sobre la mesa. Le dije que mi opinión profesional era que, si los inspectores de impuestos le sometían a una auditoria, iba a tener que explicar muchas cosas, y que antes de mucho yo sabría demasiado para serle útil.

—¿Qué dijo él?

—Empezó a danzar —dijo mi padre, todavía con aquella soñolienta y cínica sonrisa—. En mi profesión, para cuando cumples los treinta y ocho años, o cosa así, comienzas a familiarizarte con los pasos de la danza…, es decir, si eres bueno en el oficio. Y yo no soy nada malo. La danza empieza con el tío preguntándote si eres feliz con tu trabajo, si te paga lo suficiente. Si dices que te gusta el trabajo, pero que podrías ganar más, el tío te anima a hablar sobre las cargas que tienes que soportar: tu casa, tu coche, el colegio de los chicos. Quizá tienes una esposa aficionada a vestidos mejores que los que se puede pagar…, ¿comprendes?

—¿Sondeándote?

—Tanteándote, más bien —dijo, y se echó a reír—. La danza es tan amanerada como un minué. Hay toda clase de frases, pausas y pasos. Cuando el tío averigua de qué clase de cargas financieras querrías desembarazarte, empieza a preguntarte qué clase de cosas te gustaría tener. Un Cadillac, una casita de campo en las Castkills o el Powells, quizás un yate.

Di un respingo al oír eso, porque sabía que mi padre deseaba un yate tan ardientemente como deseaba cualquier cosa en los últimos tiempos, un par de veces había ido con él a las marinas que se extendían a lo largo del lago King George y del Passeeonkee. Había observado los pequeños barcos, y yo había visto la anhelante mirada de sus ojos. Pero la entendía. Estaban fuera de su alcance. Quizá si la vida hubiera tomado otro sesgo: si no tuviera hijos en que pensar y en pagarles la Universidad, por ejemplo, no lo habrían estado.

—¿Y le dijiste que no? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Dejé perfectamente claro desde el principio que yo no quería danzar. En primer lugar, ello habría significado comprometerme más con él a un nivel personal, y, como te he dicho, lo consideraba un granuja. Además, esos tipos son fundamentalmente estúpidos en lo que se refiere a los números, y por eso es por lo que tantos de ellos son condenados por delitos fiscales. Creen que se pueden ocultar sus ingresos ilegales. Están seguros de ello —rió—. Todos tienen la idea mística de que puede uno lavar el dinero como se lava la ropa, cuando, en realidad, sólo es posible hacer malabarismos con él hasta que cae y se le estrella a uno en la cabeza.

—¿Ésas eran las razones?

—Dos de ellas —me miró a los ojos—. Yo no soy un maldito bribón, Dennis.

Hubo un momento de eléctrica comunicación entre nosotros: aun ahora, cuatro años después, se me pone la carne de gallina al pensar en ello, aunque no estoy en absoluto seguro de que os lo pueda explicar. No era que esa noche me tratase por primera vez como a un igual, ni siquiera era que se me estuviera mostrando como el pensativo caballero andante escondido en el hombre sencillo que forcejeaba por ganarse la vida en un mundo sucio ajetreado. Yo creo que era percibirle como una

realidad, una persona que había existido desde mucho antes de que yo apareciese en escena, una persona que había tragado su parte de fango. Creo que en aquel momento podría haberle imaginado haciendo el amor con mi madre, ambos sudorosos y absortos, y no haberme sentido azorado.

Luego, bajó los ojos, sonrió a la defensiva y dijo, con la ronca voz nixoniana que tan bien sabía imitar:

—Vosotros merecéis saber si vuestro padre es un bribón. Bueno, pues no soy un bribón. Podría haber cogido el dinero, pero eso…, eso habría estado mal.

Solté una carcajada demasiado fuerte, una liberación de la tensión: sentí pasar el momento, y, aunque una parte de mi no quería que pasara, otra si lo quería, era demasiado intenso. Creo que quizás él sintiera lo mismo.

—Chist, vas a despertar a tu madre, y nos echará la bronca por estar levantados tan tarde.

—Sí, lo siento. ¿Sabes en qué está metido Darnell?

—No lo sabía entonces, no quería saberlo, porque, si no sería una especie de cómplice. Tenía mis ideas, y he oído unas cuantas cosas. Coches robados, imagino…, no es que los lleve a ese garaje de Hampton Street: no es un estúpido, y sólo un idiota caga donde come. Quizá también robo de mercancías.

—¿Armas y eso? —pregunté, con voz un poco ronca.

—Nada tan romántico. Si tuviese que aventurar una suposición, diría que cigarrillos principalmente…, cigarrillos y

whisky, los dos clásicos. Quizás un cargamento de hornos de microondas o televisores en color de vez en cuando si el riesgo era pequeño. Lo bastante para mantenerle ocupado todos estos años.

Me miró gravemente.

—Sabía hacer las cosas, pero también tuvo suerte. Durante mucho tiempo, Dennis. O, quizá no le ha hecho falta la suerte aquí, en la ciudad: si sólo fuese Libertyville, supongo que podría seguir indefinidamente, o, al menos hasta que se quedara seco de un ataque al corazón… Pero los inspectores fiscales del Estado son tiburones de arena, los federales son tiburones blancos. Ha tenido suerte, pero un día de estos van a caer sobre él como la Gran Muralla China.

—¿Has oído…, has oído cosas?

—Ni un susurro. Y tampoco estoy en condiciones de oírlas. Pero aprecio mucho a Arnie Cunningham, y sé que estás preocupado por el asunto de ese coche.

—Sí. Su comportamiento respecto a él es insano, papá. Todo es el coche, el coche, el coche.

—Los que no han tenido muchas cosas tienden a hacerlo —dijo—. Unas veces es un coche, otras, una chica, otras es una carrera, o un instrumento musical o una obsesión morbosa por otra persona. Yo fui a la Universidad con un tipo alto y feo al que todos llamábamos Stork. Con Stork, era su tren de juguete, se había dedicado a los trenes de juguete desde el tercer grado, y el suyo era casi la octava maravilla del mundo. Fue expulsado de Brown en el segundo semestre de su primer curso allí. Su carrera se estaba yendo al diablo, y, cuando llegó el momento de elegir entre la Universidad y sus

Lionels, Stork eligió los

Lionels.

—¿Qué fue de él?

—Se suicidó en el setenta y uno —explicó mi padre, y se puso en pie—. Lo que quiero decirte es que hay gente buena que a veces se ciega, y no siempre es culpa suya. Probablemente Darnell se olvidará por completo de él… Pasará a ser un tipo más que hace chapuzas con su coche. Pero si Darnell intenta utilizarle, vigila tú por él, Dennis. No dejes que le meta en la danza.

—De acuerdo. Lo intentaré. Pero no hay mucho que yo pueda hacer.

—Ya lo sé muy bien. ¿Vamos a acostarnos?

—Sí.

Subimos y, cansado como estaba, permanecí largo rato despierto. Había sido un día repleto de acontecimientos. Afuera, el viento nocturno golpeaba con suavidad una rama contra el costado de la casa, y lejos, hacia la ciudad, oí un estridente chirrido de neumáticos…, en la noche, sonó como la risa desesperada de una mujer histérica.

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