Christine
Primera parte: Dennis. Canciones de automóvil juveniles » 14. Christine y Darnell
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Christine
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D
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r
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e
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l
He said he heard about a couple
living in the USA,
He said they traded in their baby
for a Chevrolet:
Let’s talk about the future now,
We’ve put the past away…
ELVIS COSTELLO
Entre trabajar en las obras de construcción durante el día y trabajar sobre
Christine por la noche, Arnie no había estado viendo mucho a sus padres. Las relaciones allí se habían tornado bastante tensas y abrasivas. La casa de los Cunningham, que siempre había sido agradable y sosegada, era ahora un campo armado. Se trata de una situación que muchas personas pueden recordar de su adolescencia, supongo, demasiadas, quizás. El joven es lo bastante ególatra como para creer que es la primera persona del mundo que descubre alguna cosa determinada (de ordinario, se trata de una chica, pero no necesariamente), y los padres están demasiado asustados y son demasiado estúpidos y posesivos como para querer aflojar las riendas. Pecados por ambos lados. En algún lugar la cosa se vuelve hiriente y cruel: ninguna guerra es tan sucia y encarnizada como una guerra civil. Y era particularmente hiriente y doloroso en el caso de Arnie porque la división había tardado mucho en producirse, y sus padres se habían acostumbrado a manejarle mucho a su antojo. No sería injusto decir que habían planificado su vida.
Por eso, cuando Michael y Regina propusieron pasar un fin de semana de cuatro días en su casita a la orilla de un lago al norte de Nueva York antes de que empezaran de nuevo las clases, Arnie accedió, aunque deseaba disponer de aquellos cuatro últimos días para trabajar sobre
Christine. Cada vez con más frecuencia me había estado diciendo en el trabajo que iba a «enseñarles», que iba a poner a
Christine en perfectas condiciones y «enseñarles a todos». Había proyectado ya devolver al coche sus primitivos colores rojo brillante y marfil cuando quedara terminado el trabajo fundamental.
Pero se fue con ellos, decidido a mostrarse complaciente y a pasarlo bien, en la medida de lo posible, con sus padres. Yo fui a su casa la noche anterior a su marcha, y me alivió descubrir que ambos me habían absuelto de toda culpa en el asunto del coche de Arnie (que aún no habían visto). Al parecer, habían decidido que se trataba de una obsesión privada. Por mí, estupendo.
Regina estaba ocupada en hacer las maletas. Arnie, Michael y yo pusimos su vieja canoa
Oldtown encima de su Scout y la sujetamos. Al terminar, Michael —con el aire de un poderoso rey que confiere un favor casi increíble a dos de sus súbditos favoritos— sugirió a su hijo que Arnie entrase a coger unas cervezas.
Arnie, afectando la expresión y el tono de una sorprendida gratitud, dijo que le parecía estupendo. Al marcharse, me guiñó un ojo.
Michael se apoyó en el Scout y encendió un cigarrillo.
—¿Se va a cansar de ese asunto del coche, Denny?
—No lo sé —dije.
—¿Quieres hacerme un favor?
—Si puedo, desde luego —dije con cautela.
Estaba seguro de que iba a pedirme que me dirigiese a Arnie, hiciese el papel del tío holandés y tratara de «disuadirle».
Pero, en lugar de ello, dijo:
—Si tienes oportunidad, ve a
Darnell’s mientras estamos fuera para ver qué clase de progresos está realizando. Estoy interesado.
—¿Por qué? —pregunté, pensando de inmediato que era una pregunta condenadamente descortés…, pero ya lo había soltado.
—Porque quiero que tenga éxito —dijo simplemente, y me miró—. Oh, Regina sigue oponiéndose en redondo. Si tiene un coche, eso significa que se está haciendo adulto, eso significa… toda clase de cosas —terminó, tartamudeando—. Pero yo no me opongo. Por lo menos, ya no. Oh, me cogió de sorpresa al principio… tendría visiones de algún perro muerto delante de nuestra casa hasta que Arnie fuese a la Universidad: eso, o que se asfixiara cualquier noche con el tubo de escape.
La imagen de Verónica LeBay acudió instantáneamente a mi mente.
—Pero ahora…
Se encogió de hombros, miró a la puerta que había entre el garaje y la cocina, tiró al suelo el cigarrillo y lo pisó.
—Es evidente que ha comprometido en ello su propia estima. Me gustaría verle salir adelante.
Quizá vio algo en mi cara, cuando continuó, parecía estar a la defensiva.
—No he olvidado del todo lo que es ser joven —explicó—. Sé que un coche es importante para un chico de la edad de Arnie. Regina no lo puede entender. Ella siempre ha sido escogida. Nunca se ha enfrentado con los problemas de tener que elegir. Recuerdo que un coche es importante…, si un chico quiere tener sus citas.
De modo que eso era lo que creía. Veía a
Christine como un medio para un fin, más que como el fin mismo. Me pregunté qué pensaría si le dijese que no creía que Arnie hubiera considerado nunca otra posibilidad que la de poner el Fury en condiciones. Me pregunté si eso le haría sentirse más o menos desasosegado.
Se oyó el golpe de la puerta de la cocina al cerrarse.
—¿Irás a echar un vistazo?
—Supongo que sí —dije—. Si quieres.
—Gracias.
Volvió Arnie con las cervezas.
—¿Por qué son las gracias? —preguntó a Michael.
Su voz era alegre, pero sus ojos nos escrutaron con detenimiento. Observé de nuevo que su piel estaba mejorando y que su rostro parecía haberse fortalecido. Por primera vez, las ideas de Arnie y citas no parecían mutuamente excluyentes. Se me ocurrió que su rostro era casi atractivo: no al estilo de un viril y agresivo rey de la promoción, sino con un aire interesante, reflexivo, pero…
—Por ayudar con la canoa —dijo Michael, con tono despreocupado.
—Oh.
Bebimos nuestras cervezas, y me fui a casa. Al día siguiente, el feliz terceto salía para Nueva York, presumiblemente para redescubrir la unidad familiar que se había perdido durante el último tercio del verano.
El día anterior a su regreso me fui al garaje de Darnell, tanto para satisfacer mi propia curiosidad como la de Michael Cunningham.
El garaje, que se alzaba ante el espacio destinado a coches reservados para chatarra, ofrecía a la luz del día de mismo atractivo que presentaba la noche en que llevamos a
Christine…, tenía todo el encanto de una rata muerta.
Aparqué en un hueco delante de la tienda que Darnell poseía también, abundantemente surtida de objetos tales como culatas
Feully, cambios de marcha
Hurst y acumuladores
Riam-Jett (para todos los trabajadores que tenían que mantener en funcionamiento sus viejos coches, a fin de poder seguir llevando pan a su casa, sin duda), por no mencionar una amplia selección de enormes neumáticos y gran variedad de tapacubos. Mirar el escaparate de la tienda de Darnell era como mirar una extravagante
Disneylandia del automóvil.
Salí y crucé la calzada hacia el garaje y hacia el estridente sonido de herramientas, gritos y tableteos de destornilladores neumáticos. Un tipo delgado y vestido con una agrietada cazadora de cuero se afanaba con una vieja moto BSA junto a una de las ventanas del garaje, o quitándole el cambio o poniéndoselo. Tenía una leve erupción en la mejilla izquierda. En la espalda de su cazadora figuraba una calavera tocada con una boina verde, y el encantador lema «MÁTALOS A TODOS Y QUE DIOS ELIJA».
Dentro, el mundo estaba lleno del reverberante y evocador estruendo de herramientas y el sonido de hombres que trabajaban en los coches y gritaban obscenidades contra el metal en que trabajaban.
Pase‚ la vista en derredor, en busca de Darnell, y no lo vi por ninguna parte. Nadie me prestó especial atención, así que fui hasta el lote número veinte, donde estaba
Christine, con el morro apuntando ahora fuera, como tenía perfecto derecho a estar. En el hueco de la derecha dos tipos gordos vestidos con camisetas deportivas estaban poniendo un enganche de remolque en la trasera de una furgoneta que había conocido días mejores. El hueco del otro lado estaba vacío.
Al acercarme a
Christine, sentí de nuevo aquel escalofrío. No había ninguna razón para ello, pero no pude evitarlo, y, sin pensar, me aparté un poco hacia la izquierda hacia el compartimiento vacío. No quería estar delante de ella.
Mi primer pensamiento fue que el cutis de Arnie había mejorado a la par que el de
Christine. Mi segundo pensamiento fue que estaba realizando sus reparaciones de forma extrañamente desordenada…, y Arnie solía ser muy metódico.
La rota y torcida antena había sido sustituida por una nueva y derecha que relucía bajo los tubos fluorescentes. La mitad de la rejilla del radiador del Fury había sido sustituida, la otra mitad continuaba veteada y picada de herrumbre. Y había algo más…
Con el ceño fruncido, caminé a lo largo de su costado derecho, hasta el parachoques posterior.
«Bueno, estaba al otro lado, eso es todo», pensé.
Así que di la vuelta al otro lado, y tampoco estaba allí.
Me detuve junto a la pared trasera, con el ceño todavía fruncido, tratando de recordar. Estaba seguro de que la primera vez que la vimos en el césped de LeBay, con un letrero de «SE VENDE» apoyado en el parabrisas, había una abolladura grande y oxidada, en un lado o en otro, cerca del extremo posterior: la clase de abolladura que mi abuelo llamaba siempre «coz de mulo». Íbamos por la carretera, pasábamos junto a un coche con una gran abolladura en alguna parte y mi abuelo decía: «¡Eh, Denny, mira! ¡El mulo le ha arreado una coz a éste!». Mi abuelo siempre tenía una expresión familiar para todo.
Empecé a pensar que debía de haberlo imaginado y luego, sacudí la cabeza. No. Había estado allí, lo recordaba con toda claridad. El hecho de que no estuviese ahora no significaba que no hubiese estado. Evidentemente, Arnie la había alisado, y había hecho un excelente trabajo de carrocero.
Salvo que…
No había ninguna señal de que hubiese hecho nada. No había rastro de imprimación ni de pintura descascarillada. Sólo el rojo oscuro y el blanco sucio de
Christine.
¡Pero había estado allí, maldita sea! Una profunda abolladura llena de herrumbre, en un lado o en otro.
Y había desaparecido.
Permanecí allí, entre el estruendo de herramientas y máquinas, y me sentí muy solo y muy asustado de pronto. Era absurdo. Había remplazado la antena de la radio, cuando el tubo de escape estaba arrastrando prácticamente por el suelo. Había cambiado una mitad de la rejilla, pero no la otra. Me había hablado de arreglar la delantera, pero lo que había hecho era sustituir el rasgado y polvoriento tapizado del asiento posterior por otro nuevo de brillante color rojo. El tapizado del asiento delantero era una polvorienta ruina, con un muelle asomando en el lado del conductor.
No me gustaba nada. Era absurdo, y no era propio de Arnie.
Acudió a mi mente la sombra de un recuerdo y, sin pensar siquiera en ello, retrocedí y miré todo el coche, no sólo una cosa aquí y otra allí, sino todo. Y el escalofrío volvió a recorrer mi cuerpo.
La noche en que lo habíamos traído aquí. El neumático pinchado. El de repuesto. Yo había mirado aquel neumático nuevo en aquel viejo coche y había pensado que era como si un poco del coche viejo hubiera sido eliminado y estuviera asomando el coche nuevo…, flamante, resplandeciente, recién salido de la cadena de montaje en un año en que Ike había sido presidente y Batista estaba todavía al frente de Cuba.
Lo que estaba viendo ahora era igual…, sólo que en vez de un solo neumático nuevo, había toda clase de cosas… la antena, un centelleo de cromado nuevo en la rejilla, un piloto de intenso fulgor rojo, aquel tapizado nuevo de atrás.
A su vez, esto evocaba un recuerdo de infancia. Arnie y yo habíamos ido a la escuela bíblica de vacaciones durante dos semanas todos los veranos, y cada día el profesor contaba un relato de la Biblia y lo dejaba sin terminar. Luego, daba a cada chico una hoja en blanco de «papel mágico». Y, si se le frotaba con el canto de una moneda o con el lado de un lápiz, iba apareciendo gradualmente una imagen…, la paloma llevando la ramita de olivo al arca de Noé, las murallas de Jericó derrumbándose, milagros así. A los dos nos fascinaba ver emerger gradualmente las imágenes. Al principio, eran sólo líneas que flotaban en el vacío: luego las líneas conectaban con otras líneas, adquirían coherencia…, adquirían
significado…
Miré con creciente horror a la
Christine de Arnie, tratando de combatir la sensación de que estaba viendo en ella algo terriblemente similar a aquellas milagrosas imágenes mágicas.
Quise mirar bajo el capó.
De pronto, parecía muy importante que yo mirase bajo el capó.
Di la vuelta por delante del coche (no me gustaba estar delante de él…, sin ninguna razón concreta, simplemente no me gustaba) y busqué el resorte del capó. No pude encontrarlo. Entonces comprendí que, probablemente, estaba dentro.
Empecé a darme la vuelta, y entonces vi otra cosa, algo que me heló la sangre en las venas. Supongo que podría haber estado equivocado respecto a la coz de mulo. Sabía que no, pero al menos
técnicamente…
Pero esto era completamente distinto.
La red de estrías del parabrisas era más pequeña.
Estaba
seguro de que era más pequeña.
Mi mente voló a aquel día de hacía un mes en que yo había entrado en el garaje de LeBay para echar un vistazo al coche mientras Arnie entraba con el viejo en la casa para cerrar el trato. Todo el lado izquierdo del parabrisas había sido una telaraña de estrías que irradiaban desde una zigzagueante rotura central, causada probablemente por una piedra despedida.
Ahora, la telaraña parecía más pequeña, más sencilla… se podía ver el interior del coche por ese lado, cosa que no había sido posible antes, estaba seguro (
es sólo un efecto de la luz, nada más, susurró mi mente).
Sin embargo, tenía que estar equivocado, porque era imposible. Simplemente, imposible. Se podía cambiar un parabrisas, no había problema si se tenía el dinero necesario. Pero hacer encogerse una red de estrías…
Solté una risita. Era un sonido tembloroso, y uno de los tipos que trabajaban en la furgoneta me miró con curiosidad y dijo algo a su compañero. Era un sonido tembloroso, pero quizás era mejor que ningún sonido. Claro que se debía a la luz, nada más. La primera vez, yo había visto el coche con la luz del sol poniente dando de lleno en el agrietado parabrisas, y la segunda vez lo había visto las sombras del garaje de LeBay. Ahora lo estaba viendo bajo estos altos tubos fluorescentes. Tres clases diferentes de luz, y ello contribuía a crear una ilusión óptica.
Pero yo quería seguir mirando bajo el capó. Más que nunca.
Fui hasta la portezuela del lado del conductor y tiré, la puerta no se abrió. Estaba cerrada, los cuatro pestillos se hallaban bajados. Y era lógico, Arnie no dejaría la puerta abierta para que cualquiera pudiese entrar a husmear. Quizá Repperton se hubiera ido, pero abundaban los tipos como él. Reí de nuevo, pero esta vez mi risa sonó aún más estridente y temblorosa. Empecé a sentirme un poco mareado, como a veces me sentía a la mañana siguiente de haber fumado demasiados porros.
Cerrar las puertas del Fury era algo perfectamente natural, desde luego. Salvo que, al dar la vuelta al coche primera vez, creía haber observado que todos los pestillos estaban levantados.
Retrocedí con lentitud, mirando al coche, que continuaba allí, apenas más que un herrumbroso armatoste. Yo no pensaba nada concreto —estoy seguro, excepto, quizá, que parecía como si él supiera que yo quería entrar y alzar el capó.
¿Y porque no quería que lo hiciese había cerrado sus puertas?
Era realmente una idea graciosa. Tan graciosa que volví a reír (estaban mirándome ya varias personas, como mira siempre la gente a los que se ríen sin razón aparente cuando están solos).
Una pesada mano cayó sobre mi hombro y me hizo volverme. Era Darnell, con una colilla de puro en la comisura de los labios. Tras las gafas que llevaba, sus ojos eran sabiamente especulativos.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. Esto no es tuyo.
Los tipos de al lado nos miraban con insistencia. Uno de ellos le dio al otro con el codo y susurró algo.
—Es de un amigo mío —respondí—. Lo traje aquí con él. Quizá se acuerde de mí. Yo era el del tumor en la punta de la nariz y…
—Como si lo hubieras traído en un monopatín —dijo—. No es tuyo. Guárdate tus malos chistes y lárgate. Fuera.
Mi padre tenía razón, era un miserable. Y yo habría estado encantado de largarme, se me ocurrían al menos seis mil sitios en los que preferiría estar en mi penúltimo día de vacaciones de verano. Incluso el Agujero Negro.
Calcuta habría sido mejor. No mucho, pero mejor de todos modos. No obstante, el coche me preocupaba. Era muchas pequeñas cosas que se agregaban a un pico que era preciso rascar. Vigila tú por él, había dicho mi padre y eso sonaba bien. El problema era que no podía dar crédito a lo que estaba viendo.
—Me llamo Dennis Guilder —dije—. Mi padre le llevaba a usted los libros, ¿no?
Me miró largo rato, sin expresión alguna en sus porcinos ojillos, y tuve de pronto la seguridad de que iba a decirme que le importaba un carajo quién era mi padre que haría mejor en largarme de allí y dejar que aquellos hombres continuasen arreglando sus coches para poder seguir llevando pan a sus casas. Etcétera.
Luego, sonrió, pero la sonrisa no afectó para nada a sus ojos.
—¿Tú eres el hijo de Kenny Guilder?
—Sí.
Dio una palmadita en el capó del coche de Arnie con una mano pálida y gordezuela: había en ella dos anillos, y uno de ellos parecía un diamante auténtico. Pero ¿qué sabe un chico como yo?
—Si eres hijo de Kenny, supongo que no hay nada que objetar.
Por un instante creí que iba a pedirme alguna clase de identificación.
Los dos tipos de al lado habían vuelto a su trabajo, habiendo decidido, al parecer, que no iba a ocurrir nada interesante.
—Vamos a charlar a la oficina —dijo, y, volviéndose, echó a andar sin volver la vista hacia atrás.
Daba por hecho que yo le seguiría. Se movía como un barco a toda vela, ondeándole la blanca camisa y con un desmesurado contorno de caderas y nalgas. Las personas muy gordas siempre me producen una impresión de improbabilidad, como si estuviera viendo una excelente ilusión óptica: pero es que en mi familia todos han sido siempre delgados. Para ellos, yo soy un peso pesado.
Fue deteniéndose aquí y allá camino de su oficina, que tenía una pared de cristal que daba al garaje. Me recordaban un poco a Moloch, el dios del que nos hablaban en mi clase de Orígenes de la Literatura…, aquel que se suponía podía verlo todo con su solitario ojo rojo. Darnell gritó a un tipo que pusiese la goma en la boquilla de la bomba antes de que lo echara de allí, aulló a otro una obscena broma que provocó en ambos una feroz carcajada y vociferó a un tercero que recogiese aquellas malditas latas de
Pepsi-Cola, ¿o es que había nacido en un vertedero? Al parecer, Will Darnell no sabía nada de lo que mi madre siempre llamaba «un tono de voz normal».
Tras un instante de vacilación, le seguí. La curiosidad era demasiado fuerte, supongo.
Su oficina era semejante a todas las de los garajes de costa a costa de un país que rueda sobre neumáticos y semáforos. Había un grasiento calendario con una especie de diosa rubia, en pantalón corto y con una blusa abierta, encaramada en una valla campesina. Había placas ilegibles de media docena de empresas que vendían piezas de automóvil. Libros de contabilidad. Una vieja sumadora. Había una fotografía, Dios nos proteja, de Will Darnell tocado con un fez y montado en una diminuta motocicleta que parecía a punto de desplomarse bajo su mole. Y había olor a colillas y a sudor.
Darnell se sentó en una silla giratoria de brazos de madera. El cojín gimió bajo él con tono cansado, pero resignado. Se recostó contra el respaldo. Sacó una cerilla de la hueca cabeza de un
jockey negro de porcelana, la rascó sobre una tira de papel de lija adherida a un borde de su mesa y encendió la húmeda colilla. Tosió fuertemente largo rato.
—¿Quieres una
Pepsi, chico?
—No, gracias —repuse, y me senté en la silla situada frente a él.
Me miró —de nuevo aquella fría mirada valorativa— y movió la cabeza.
—¿Qué tal tu padre, Dennis? ¿Le pita bien el corazón?
—Estupendamente. Cuando le dije que Arnie tenía su coche aquí, se acordó en seguida de usted. Dice que Bill Upshaw le lleva ahora las cuentas.
—Sí. Buen hombre. Buen hombre. No tanto como tu padre, pero bueno.
Asentí con la cabeza. Se hizo el silencio entre nosotros y empecé a sentirme incómodo. Will Darnell no parecía incómodo, no parecía nada en absoluto. Aquella fría y valorativa mirada no cambiaba.
—¿Te ha enviado tu amigo para que averiguases si realmente se había ido Repperton? —me preguntó, tan súbitamente que di un respingo.
—No —respondí—. En absoluto.
—Bueno, pues dile que se ha ido —continuó Darnell, haciendo caso omiso de mi respuesta—. Es un gilipollas. Se lo digo bien claro cuando traen aquí sus cacharros: o te portas bien o te largas. Trabajaba para mí, haciendo un poco de esto, otro poco de aquello, y supongo que se figuraba que tenía la llave de oro del retrete o algo parecido. Un gilipuertas.
Empezó a toser de nuevo, y tardó un rato en pasársele. Era un sonido desagradable. Yo estaba empezando a experimentar una sensación de claustrofobia en la oficina, pese a la ventana que daba al garaje.
—Arnie es un buen chico —siguió Darnell, midiéndome todavía con los ojos. Ni aun mientras tosía había cambiado aquella expresión—. Sabe hacer cosas.
«¿Qué cosas?», quise preguntar, pero no me atreví.
Darnell me lo dijo de todos modos. A excepción de su fría mirada, parecía sentirse expansivo.
—Barre el suelo, saca la basura al terminar el día, lleva el inventario de las herramientas, juntamente con Jimmy Sykes. Aquí hay que tener mucho ojo con las herramientas, Dennis. En cuanto te das media vuelta, ya te las han birlado —rió, y la risa se convirtió en un jadeo—. Y le he puesto también a desguazar en la trasera. Tiene buenas manos. Buenas manos y mal gusto para los coches. Hacía años que no veía un cacharro como ese 58.
—Bueno, supongo que él lo considera un entretenimiento —dije.
—Claro —asintió, expansivo, Darnell—. Seguro. Mientras no quiera salir por ahí con él, como ese inútil de Repperton. Pero no hay muchas probabilidades de que pueda hacerlo en bastante tiempo, ¿verdad?
—Supongo que no. Parece bastante hecho migas.
—¿Qué carajo le está haciendo? —preguntó Darnell.
Se inclinó de pronto hacia delante, levantando los hombros. Frunció el ceño, y sus ojos desaparecieron casi entre los entornados parpados.
—¿Qué coño se propone? Llevo toda la vida en este negocio, y nunca he visto a nadie que tratase de arreglar un coche como lo está haciendo él. ¿Es una broma? ¿Un juego?
—No entiendo —dije, aunque le entendía perfectamente.
—Escucha —continuó Darnell—. Lo mete aquí, y al principio se pone a hacer todas las cosas que son de esperar. No le sobra el dinero, ¿verdad? Si le sobrara no lo tendría aquí. Cambia el aceite. Cambia el filtro. Engrasa, lubrica, un buen día veo que trae dos nuevos
Firestones para la delantera, a juego con los de atrás.
¿Dos de atrás?, pensé, y luego decidí que se habría comprado tres neumáticos nuevos para acompañar al que yo había comprado la noche en que lo trajimos aquí.
—Vengo otro día, y veo que me ha cambiado los limpiaparabrisas —continuó Darnell—. No tiene nada de extraño eso, salvo que el coche no va a ir a ninguna parte, llueva o haga sol, durante mucho tiempo. Luego es una antena nueva para la radio, y pienso que escuchar la radio mientras trabaja y agotar la batería. Ahora tiene un asiento recién tapizado y media rejilla de radiador. ¿Qué es eso? ¿Un juego?
—No lo sé —dije—. ¿Le compró a usted los repuestos?
—No —respondió Darnell, con aire ofendido—. No sé de dónde los saca. Esa rejilla…, no tiene ni una mota de óxido. Debe de haberla encargado en alguna parte. En el servicio de Chrysler, en New Jersey, o algún sitio así. Pero ¿dónde está la otra mitad? Nunca he oído de ninguna rejilla que viniese en dos piezas.
—No lo sé. De veras.