Christine

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Tercera parte: Christine. Canciones de muerte de adolescentes » 51. Christine

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recomponiendo solos, y surgía metal rojo de ninguna parte, que resbalaba hacia abajo en suaves curvas automotrices para cubrir el neumático delantero de la derecha y el lado derecho del compartimiento del motor. Las grietas del parabrisas se encogían y desaparecían. Y el neumático que había sido arrancado de la llanta aparecía de nuevo.

«Todo parece nuevo —pensé—. ¡Que Dios nos ayude!».

Marchaba directamente hacia la pared que separaba la oficina del garaje. Solté rápidamente el pedal del embrague, confiando en interponer la carrocería del camión-cuba en su carrera, pero

Christine pasó.

Petunia sólo tropezó con aire fluido. ¡Sí que lo estaba haciendo bien! Crucé todo el local y fui a chocar contra los mellados armarios de herramientas alineados allí. Cayeron al suelo con sordo ruido metálico. A través del parabrisas, vi que

Christine golpeaba la pared entre el garaje y el despacho de Will. No había reducido la marcha, antes al contrario, se había lanzado a toda velocidad.

Nunca olvidaré los momentos que siguieron: permanecen hipnóticamente claros en mi memoria, como vistos a través de un cristal de aumento. Leigh vio venir a

Christine y se echó atrás. Sus cabellos ensangrentados estaban pegados a su cabeza. Cayó sobre el sillón basculante de Will y, después al suelo, perdiéndose de vista detrás de la mesa. Un instante después —y quiero decir un mero instante—,

Christine chocó con la pared. La gran ventana que Will había utilizado para observar lo que pasaba en el garaje saltó hecha añicos. Trozos de cristal cayeron al interior como un haz de mortíferos puñales. La parte delantera de

Christine se abolló con el impacto. El capó se levantó y se desprendió, saltando hacia el techo del vehículo y aterrizando sobre el pavimento de hormigón con un ruido metálico muy parecido al que habían realizado los armarios de las herramientas al caer.

El parabrisas se rompió, y el cuerpo de Michael Cunningham salió despedido a través de la mellada abertura, arrastrando las piernas y con la cabeza como una grotesca pelota de fútbol americano desinflada. Pasó a través de la ventana de Will, cayó sobre la mesa de Will con un sordo chasquido y resbaló hasta el suelo, con sólo los zapatos sobresaliendo de la mesa.

Leigh empezó a chillar.

Probablemente, su propia caída la había salvado de ser gravemente lesionada o muerta por los cristales voladores pero cuando se levantó detrás de la mesa, su cara estaba contraída de espanto y un histerismo total se había apoderado de ella. Michael había resbalado desde la mesa y sus brazos se habían cruzado sobre los hombros de ella y al ponerse Leigh trabajosamente en pie, pareció estar bailando con el cadáver. Sus gritos eran estridentes como una sirena de coche de bomberos. Su sangre, que seguía manando, lanzaba rojos destellos mortales. Dejó caer a Michael y corrió hacia la puerta.

—¡No, Leigh! —grité, y empujé de nuevo el pedal con la escoba. El mango se partió por la mitad, dejándome con un palo de quince centímetros en la mano—. ¡Ohhhh! ¡MIERDA!

Christine se apartó de la ventana rota, dejando en el suelo un charco de agua, anticongelante y aceite.

Pisé ahora el pedal con el pie izquierdo, sin sentir apenas el dolor, sujetando la rodilla con la mano izquierda mientras metía la marcha con la derecha.

Leigh abrió la puerta del despacho y salió corriendo.

Christine se volvió hacia ella, apuntándola con su morro destrozado y gruñidor.

Forcé el motor de

Petunia y avancé rugiendo y, al aumentar en el parabrisas la imagen de aquel coche infernal, vi la cara enrojecida e hinchada de un chiquillo apretada contra la ventanilla de atrás, mirándome, pareciendo pedirme que me detuviese.

El golpe fue brutal. El capó del camión se levantó y se abrió como una boca. La parte de atrás giró en redondo, y

Christine resbaló de lado, más allá de Leigh, que huyó con ojos desorbitados que parecían engullir su cara. Recuerdo las salpicaduras de sangre en el ribete de piel de la capucha de su chaqueta, menudas gotitas de rocío infernal.

Yo estaba resuelto. Estaba lanzado. Aunque tuviesen que amputarme después la pierna por la ingle, conduciría.

Christine golpeó la pared y rebotó hacia atrás. Pisé el embrague, puse marcha atrás, retrocedí tres metros, pisé de nuevo el embrague y puse la primera. Con el motor roncando,

Christine trató de alejarse y deslizarse junto a la pared. Giré a la izquierda y lo embestí de nuevo, aplastándole en su mitad casi en cintura de avispa. Las portezuelas de delante y de atrás saltaron de sus marcos. LeBay estaba detrás del volante, ahora como una calavera, como un camafeo humano podrido y hediondo, ahora como un hombre sano y robusto de cincuenta años y cabellos grises cortados a cepillo. Me miró con su diabólica sonrisa, apoyada una mano en el volante y amenazándome con el puño libre.

Y su motor se negaba a morir.

De nuevo di marcha atrás, y ahora mi pierna ardía como un hierro al rojo blanco y el dolor subía hasta la axila. Algo infernal. El dolor estaba en todas partes. Podía sentirlo

(

¡Jesús, Michael! ¿Por qué no te quedaste en casa?)

en el cuello, en la mandíbula, en

(

¿Arnie? Hombre, lo siento tanto que quisiera…)

las sienes. El Plymouth —lo que quedaba de él— rodó como borracho por el lado del garaje, haciendo saltar herramientas y trozos de chatarra, arrancando soportes y haciendo caer los estantes de arriba. Estos chocaron con el hormigón produciendo un ruido seco y repetido que sonó como aplausos del demonio.

Pisé de nuevo el embrague y después el acelerador a fondo. El motor de

Petunia rugió, y yo me agarré al volante como el hombre que se esfuerza en permanecer montado en un caballo salvaje. Golpeé a

Christine en el lado derecho, arrancando la carrocería del eje posterior y empujándola contra la puerta, que se estremeció y crujió. Me doblé sobre el volante, que me golpeó el vientre, me cortó la respiración y me lanzó de nuevo sobre mi asiento, jadeando.

Ahora vi a Leigh acurrucada en el rincón más lejano, con las manos apretadas sobre la cara, a la que daban el aspecto de una máscara de bruja.

El motor de

Christine seguía funcionando.

Se arrastró lentamente hacia Leigh, como un animal que se hubiese roto las patas de atrás en una trampa. Pero incluso entonces pude ver que se estaba regenerando, reparando: un neumático que volvía de pronto a llenarse de aire, la antena de la radio que se desplegaba sola con una vibración argentina, la aparición de nuevo metal alrededor de la cola destrozada.

—¡Muérete! —le grité.

Estaba llorando y no paraba de jadear. Mi pierna se negaba a seguir trabajando. La sujeté con ambas manos y la empujé sobre el pedal del embrague.

Mi visión se hizo confusa y gris con aquella angustia terrible. Casi podía sentir rechinar los huesos.

Aceleré el motor, puse de nuevo primera y ataqué al hacerlo, oí la voz de LeBay por primera y última vez, estridente y desesperada y llena de furia terrible e implacable:

—¡Tú, CAGÓN! ¡Vete al diablo, miserable CAGÓN! ¡DÉJAME EN PAZ!

«Eres tú quien debía dejar en paz a mi amigo», quise gritar, pero sólo un jadeo áspero y doliente salió de mi garganta.

Le golpeé de lleno en la parte de atrás, y el depósito de la gasolina estalló, al encogerse aquélla como un acordeón hacia dentro y hacia arriba en una especie de hongo de metal. Surgió una llamarada amarilla. Me tapé la cara con las manos… Pero se extinguió en seguida.

Christine se quedó inmóvil, como apartada de un

derby de demolición. Su motor tosió, se detuvo, se puso en marcha de nuevo y se paró definitivamente.

El lugar quedó en silencio, salvo por el grave zumbido del motor de

Petunia.

Entonces Leigh se acercó corriendo, gritando mi nombre una y otra vez, llorando. De pronto, tontamente, me di cuenta de que llevaba su rosado pañuelo de nailon alrededor de la manga de mi chaqueta.

Lo miré, y todo se volvió de nuevo gris.

Pude sentir el contacto de sus manos, después, todo se oscureció y me desmayé.

Recobré el sentido unos quince minutos más tarde, húmeda y deliciosamente fresca la cara. Leigh estaba de pie sobre el estribo del lado del conductor, aplicando un trapo mojado a mi rostro. Agarré el trapo, traté de chupar el agua, y escupí. Sabía fuertemente a aceite.

—No temas, Dennis —dijo Leigh—. Salí corriendo a la calle…, detuve a una máquina quitanieve…, le di un susto de muerte al conductor… Toda esa sangre…, dijo…, una ambulancia…, dijo, ¿sabes…? ¿Estás bien, Dennis?

—¿Parezco estarlo? —murmuré.

—No —confesó y se echó a llorar.

—Entonces no… —tragué saliva para aliviar la seca garganta—. No hagas preguntas tontas. Te quiero.

Me abrazó con torpeza.

—También dijo que llamaría a la policía —explicó.

Casi no la oí. Mis ojos habían tropezado con el retorcido y silencioso bulto de los restos de

Christine. Bulto era la palabra adecuada, difícilmente podía ser tomado por un coche. Pero ¿por qué no había ardido? El plato de una rueda estaba tirado a un lado como un disco dentado de plata.

—¿Cuánto tiempo hace que detuviste a la máquina quitanieve? —pregunté con voz ronca.

—Tal vez cinco minutos. Entonces cogí el trapo y lo mojé en aquel cubo. Dennis…, gracias a Dios que ha terminado todo.

¡Punk! ¡Punk! ¡Punk!

Yo seguía mirando el plato.

Sus dientes se alargaban.

De pronto se alzó sobre el borde y rodó en dirección al coche como una enorme moneda.

Leigh también lo vio. Su rostro se quedó helado. Sus ojos empezaron a desorbitarse. Sus labios pronunciaron la palabra

No, pero ningún sonido brotó de ellos.

—Sube a mi lado —dije en voz baja, como si aquello pudiese oírnos. ¿Quién sabe? Tal vez podía—. Ponte en el asiento del pasajero. Apretarás el acelerador mientras yo piso el pedal del embrague con el pie derecho.

—No… —gritó ella, en un susurro sibilante. Su respiración era breve, quejumbrosa—. No…, no…

El coche arruinado temblaba en todas sus partes. Era la cosa más fantástica y más terrible que hubiese visto mi vida. Temblaba, se estremecía como un animal que estuviese completamente… muerto. El metal chocaba nerviosamente contra el metal. Varillas de sujeción tocaban ritmos de

jazz sobre los conectores. Mientras observaba, un pasador doblado que yacía en el suelo se enderezó, dio unos cuantos saltos y fue a caer sobre la chatarra.

—Sube —pedí.

—No puedo, Dennis —sus labios temblaban sin poderse dominar—. No puedo…, ya no puedo… Aquel cuerpo… era el del padre de Arnie. No puedo más, por favor.

—Tienes que poder —le dije.

Me miró, se volvió asustada hacia los restos obscenamente temblorosos de aquella vieja ramera que habían compartido LeBay y Arnie, y después pasó por delante del morro de

Petunia. Un trozo de metal cromado saltó y le arañó profundamente una pierna. Ella chilló y corrió. Subió a la cabina y se apretó contra mí.

—¿Qué… qué tengo que hacer?

Me abalancé a medias fuera de la cabina, sujetándome en el techo, y empujé el pedal del embrague con el pie derecho. El motor de

Petunia seguía funcionando.

—Aprieta el acelerador y no lo sueltes —dije—. Pase lo que pase.

Conduciendo con la mano derecha y sujetándome con la izquierda, solté el pedal, rodamos hacia delante y nos lanzamos sobre el coche arruinado, aplastándolo, dispersando sus pedazos. Y creí oír otro grito de furia.

Leigh se apretó la cabeza con las manos.

—¡No puedo, Dennis! ¡No puedo hacerlo! ¡Está, está gritando!

—Tienes que hacerlo —ordené.

Su pie se había levantado del acelerador y ahora pude oír sirenas en la noche, subiendo y bajando de tono. Agarré a Leigh de un hombro y una terrible punzada de dolor subió por mi pierna.

—Nada ha cambiado, Leigh. Tienes que hacerlo.

—¡Me ha

gritado!

—Se nos acaba el tiempo y todavía no hemos terminado. Pero ya falta poco.

—Lo intentaré —murmuró, y volvió a pisar el acelerador.

Puse marcha atrás.

Petunia retrocedió unos seis metros Desembragué de nuevo, puse la primera…, y Leigh gritó de pronto:

—¡No, Dennis! ¡No lo hagas! ¡Mira!

La madre y la niña, Verónica y Rita, estaban plantadas delante del aplastado y mellado bulto de

Christine, cogidas de la mano solemnes y tristes los semblantes.

—No están ahí —dije—. Y si estuviesen, tendrían que volver al sitio que les corresponde —aumentó el dolor de mi pierna y todo se volvió gris—. Mantén el pie apretado.

Solté el embrague y

Petunia rodó de nuevo hacia delante, adquiriendo velocidad. Las dos figuras no desaparecieron como hacen los fantasmas en el cine y la televisión, semejaron extenderse en todas direcciones palideciendo los brillantes colores en vagos rosas y azules… hasta desvanecerse del todo.

Chocamos de nuevo contra

Christine, desparramando lo que quedaba de ella. El metal crujía y se desgarraba.

—No están —murmuró Leigh—. No son reales. Está bien. Está bien, Dennis.

Su voz parecía venir de un pasillo lejano y oscuro. Puse marcha atrás y retrocedimos. Después avanzamos. Golpeamos aquello, lo golpeamos de nuevo. ¿Cuántas veces? No lo sé. Sólo sé que lo golpeábamos y que, cada vez que lo hacíamos, otra punzada de dolor subía por mi pierna y todo se oscurecía un poco más.

Al fin alcé la turbia mirada y vi que el aire exterior parecía ensangrentado. Pero no era sangre, era una luz roja que se reflejaba en la nieve que caía. Alguien estaba golpeando la puerta desde fuera.

—¿Es ya suficiente? —me preguntó Leigh.

Miré a

Christine, aunque ya no era

Christine. Era un desparramado montón de metales rotos y retorcidos, jirones de tapicería y brillantes trozos de cristal.

—Tiene que serlo —manifesté—. Hazles entrar, Leigh.

Y mientras ella se relajaba, me desmayé de nuevo.

Entonces vi una serie de imágenes, confusas, cosas que podía enfocar unos momentos y, después, palidecían o desaparecían por completo. Recuerdo una camilla que era sacada de la parte de atrás de una ambulancia, recuerdo que doblaron sus costados y que la luz fluorescente del techo arrancó fríos destellos de su metal cromado, recuerdo que alguien dijo: «Cortadlo, tenéis que cortarlo para que al menos podamos verlo»; recuerdo que otra persona —supongo que era Leigh— dijo: «No le hagan daño, por favor, no le hagan daño si pueden evitarlo», recuerdo el techo de una ambulancia…, tenía que ser una ambulancia, porque en la periferia de mi campo visual había suspendidos dos frascos de suero; recuerdo un frío algodón con antiséptico y después el pinchazo de una aguja.

Después de esto las cosas se hicieron sumamente confusas; sabía, en lo más hondo de mi cerebro, que no estaba soñando: el dolor lo demostraba y, sin embargo, todo

parecía un sueño. Estaba fuertemente drogado, y esto contribuía en parte a aquella sensación; pero también contribuía el

shock. No son imaginaciones, Jack. Mi madre estaba allí, llorando, en una habitación que parecía desoladoramente igual que la del hospital en que había pasado yo todo el otoño. Después estaba allí mi padre en compañía del de Leigh, y los semblantes de ambos eran tan tensos y lúgubres que parecían individualmente indistinguibles, como habría podido decir Franz Kafka. Mi padre se inclinó sobre mí y dijo, con una voz que parecía un trueno vibrando entre capas de algodón:

—¿Cómo fue Michael a parar allí, Dennis?

Esto era en realidad lo que querían saber: cómo Michael había ido a parar allí. «¡Oh! —pensé—. Amigos míos, podría contaros unas cosas».

Entonces, Mr. Cabot dijo:

—¿En qué lío metiste a mi hija, chico?

Me parece que le respondí:

—No la metí en ningún lío, sino que fue ella quien os sacó de un lío a vosotros.

Y pienso que fue una respuesta bastante inteligente, dadas las circunstancias, con lo drogado que estaba y todo lo demás.

Elaine estuvo brevemente allí y parecía sostener burlonamente un

Yodel o un

Twinkie o algo parecido fuera de mi alcance. Y Leigh se presentó también, se quitó el fino pañuelo de nailon y me pidió que levantase el brazo para poder atarlo a este. Pero no pude hacerlo, me pesaba como una barra de plomo.

Después estuvo Arnie, y esto sí que tenía que ser un sueño.

—Gracias, hombre —dijo, y advertí aterrorizado que el cristal izquierdo de sus gafas estaba roto. Su cara era normal, pero aquel cristal roto… me espantaba—. Gracias. Lo hiciste muy bien. Ahora me siento mejor. Creo que todo marchará perfectamente.

—No temas, Arnie —dije, o traté de decir, pero él se había marchado ya.

El día siguiente —no el 20, sino el domingo, 21 de enero— empecé a recobrarme un poco. Mi pierna izquierda estaba escayolada y levantada en la antigua y acostumbrada posición, entre pesas y poleas. Sentado al lado de mi cama y leyendo una novela en rústica de John D. MacDonald, había un hombre al que no había visto nunca. Observó que le miraba y bajó el libro.

—Bienvenido al mundo de los vivos, Dennis —saludó con dulzura, cerrando el libro después de marcar, deliberadamente, la página con la tapa de un estuche de cerillas.

Puso el libro sobre su regazo y cruzó las manos sobre él.

—¿Es usted médico? —le pregunté.

Desde luego, no era el doctor Arroway, que me había tratado la otra vez, este era veinte años más joven y pesaba al menos veinticinco kilos menos que aquél. Parecía rudo.

—Inspector de policía del Estado —explicó—. Me llamo Richard Mercer, Rick, si lo prefieres.

Me tendió la mano, y yo la toqué, estirando torpe y cuidadosamente el brazo. No podía estrechársela. Además me dolía la cabeza y tenía sed.

—Mire —dije—, no me importa hablar con usted y contestar todas sus preguntas, pero quisiera ver a un médico —tragué saliva. Él me miró, con aire preocupado, y balbuceé—. Necesito saber si podré volver a andar.

—Si lo que dice ese Arroway es verdad —repuso Mercer—, podrás andar dentro de cuatro o seis semanas. No te has roto de nuevo el hueso, Dennis. Sólo forzaste mucho la pierna, según dijo. Se te hinchó como una morcilla. También dijo que habías tenido suerte de que te saliese tan barato.

—¿Qué ha sido de Arnie? —le pregunté—. Arnie Cunningham, ¿sabe usted…?

El hombre pestañeó.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué le ha pasado a Arnie?

—Dennis —dijo, y vaciló—. No sé si es el momento…

—Por favor. ¿Ha…, ha muerto Arnie?

Mercer suspiró.

—Sí, ha muerto. Él y su madre sufrieron un accidente en la autopista de Pensilvania, a causa de la nieve. Si fue un accidente.

Traté de hablar y no pude. Señalé la jarra de agua encima de la mesita de noche, pensando en lo horrible que era estar en una habitación de hospital y saber, exactamente, dónde se hallaba todo. Mercer llenó un vaso y metió en él la paja doblada. Bebí y me sentí un poco mejor. Me refiero a mi garganta. Todo lo demás no mejoró en absoluto.

—¿Qué quiere decir con eso de si fue un accidente?

Mercer respondió:

—Ocurrió el viernes por la noche, y la nieve no era muy espesa. El anuncio de la autopista indicaba piso mojado y visibilidad reducida, y ordenaba la precaución adecuada. Suponemos, por la fuerza del impacto, que no rodarían a mucho más de sesenta. El coche giró, saltó sobre la divisoria y chocó contra un remolque. Iban en la furgoneta Volvo de la señora Cunningham. Estalló.

Cerré los ojos.

—¿Regina?

—Murió también. Si te sirve de consuelo, probablemente no…

—Sufrieron —dije terminando la frase—. ¡Mierda! Sufrieron mucho —ahogué un sollozo. Mercer no dijo nada—. Los tres —murmuré—. ¡Oh, Jesús, los tres!

—El conductor del camión se rompió un brazo. No sufrió mayor daño. Dijo que iban tres personas en el coche, Dennis.

—¡Tres!

—Sí. Y explicó que parecían pelearse —Mercer me miró francamente—. Estamos estudiando la teoría de que recogieron a un autostopista desaprensivo que escapó después del accidente y antes de que llegasen los agentes.

«Si conociese a Regina Cunningham, esto le parecería ridículo», pensé. Recoger a un autostopista era tan impropio de ella como presentarse en pantalón de trabajo en un té de la Facultad. Regina Cunningham tenía ideas fijas sobre lo que se podía y lo que no se podía hacer.

Ideas de hormigón, podríamos decir.

Había sido LeBay. Pero la cuestión era que no podía estar en dos sitios al mismo tiempo. Por lo visto, cuando se dio cuenta de cómo andaban las cosas en el garaje de Darnell, abandonó a

Christine y trató de volver junto a Arnie. Lo que ocurrió entonces nadie puede saberlo. Pero yo presumí —y sigo pensándolo ahora— que Arnie luchó contra él… y consiguió al menos un premio.

—Muerto —dije, y ahora no pude contener las lágrimas.

Estaba demasiado débil para detenerlas. A fin de cuentas, no había podido impedir que le matasen. No esta última vez, que era cuando realmente importaba. Tal vez había salvado a otros, pero no a Arnie.

—Dime lo que pasó —pidió Mercer. Dejó el libro sobre la mesita de noche y se inclinó hacia delante—. Cuéntame todo lo que sepas, Dennis, desde el principio hasta el final.

—¿Qué ha dicho Leigh? —le pregunté—. ¿Y cómo está?

—Pasó la noche del viernes aquí, bajo observación —me dijo Mercer—. Estaba conmocionada y tenía una herida en el cuero cabelludo que requirió doce puntos de sutura. Ninguna lesión en la cara. Afortunadamente. Es una muchacha muy bonita.

—Es más que eso —dije—. Es hermosa.

—No quiso decir nada —explicó Mercer, y una sonrisa forzada creo que de admiración, torció su semblante hacia la izquierda—. Ni a mí ni a su padre. Este está, digamos, muy cabreado con todo este asunto. Ella dijo que eras tú quien debía decidir lo que había que contar y cuándo debía hacerse —me miró reflexivo—. Porque, dice, eres tú quien puso fin a la cosa.

—No fue una gran hazaña —murmuré.

Todavía trataba de luchar contra la idea de que Arnie estuviese realmente muerto. Era imposible, ¿no? Habíamos ido juntos a Camp Winnesko, en Vermont, cuando teníamos doce años, y y a mí me dio nostalgia y le dije que iba a telefonear a mis padres y decirles que viniesen a buscarme. Arnie explicó que, si lo hacía, diría a todo el mundo en el colegio que la razón de mi precipitada vuelta a casa era que me habían pillado comiendo golosinas en mi litera después de apagar las luces y que me habían expulsado.

Una vez subimos a lo más alto del árbol que había en el patio de atrás de mi casa y grabamos en él nuestras iniciales. Él se quedaba a menudo a dormir en mi casa, y estábamos levantados hasta muy tarde viendo Shrock Theater, acurrucados sobre el sofá y cubiertos con una vieja colcha. Comíamos aquellos bocadillos clandestinos

Wonder Bread. Cuando tenía catorce años, Arnie acudió a mí, asustado y avergonzado, porque tenía sueños libidinosos y pensaba que hacían que se mease en la cama. Pero lo que más recordaba eran las granjas de hormigas. ¿Cómo podía estar muerto, después de haber hecho juntos aquellas granjas de hormigas? ¡Jesús! Parecía que esto había pasado sólo una o dos semanas atrás. ¿Cómo podía estar muerto? Abrí la boca para decir a Mercer que Arnie no podía estar muerto, que aquellas granjas de hormigas hacían que esta idea fuese absurda. Pero volví a cerrarla.

No podía contarle esto. Él no era más que un tipo como otro cualquiera.

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