Christine

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Tercera parte: Christine. Canciones de muerte de adolescentes » 51. Christine

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«Arnie —pensé—. Bueno, hombre, esto no es verdad, ¿eh? ¡Jesús! Aún tenemos muchas cosas que hacer. Todavía no hemos tenido una doble cita en el cine al aire libre».

—¿Qué pasó? —preguntó de nuevo Mercer—. Dímelo, Dennis.

—No lo creería —repliqué farfullando.

—Quizá te sorprendería lo que soy capaz de creer —manifestó—. Y quizá te sorprendería lo que ya sabemos. Un compañero llamado Junkins dirigió la investigación de este caso. Le mataron no lejos de aquí. Era amigo mío. Un buen amigo. Una semana antes de su muerte, me dijo que pensaba que algo ocurría en Libertyville que nadie podría creer. Entonces le mataron. Para mí, es algo personal.

Cambié cuidadosamente de posición.

—¿No le dijo nada más?

—Me explicó que creía que había descubierto un antiguo asesinato —dijo Mercer, sin apartar los ojos de los míos—. Pero que importaba poco, porque el asesino estaba muerto.

—LeBay —murmuré, y pensé que si Junkins sabía aquello, no era de extrañar que

Christine le hubiese matado. Porque, si lo sabía, había estado demasiado cerca de toda la verdad.

Mercer siguió:

—LeBay fue el nombre que mencionó —se acercó más a mí—. Y te diré algo más, Dennis: Junkins era un conductor formidable. Cuando era más joven, antes de casarse, solía correr en Philly Plains y había ganado más de una vez. En la carretera, corría a más de ciento setenta en un Dodge de turismo. Quienquiera que le persiguiese, y sabemos que alguien le persiguió, tenía que ser un conductor endiablado.

—Sí —convine—. Lo era.

—He venido por propia iniciativa. He estado aquí dos horas, esperando que te despertases. Y la noche pasada estuve hasta que me echaron a patadas. No he traído ningún taquígrafo, ni ninguna cinta magnetofónica, ni ningún micrófono. Cuando hagas una declaración formal, si es que llegas a hacerla, será otra cosa, pero, de momento, sólo es algo entre tú y yo. Tengo que saberlo. Porque veo a la esposa y a los hijos de Rudy Junkins de vez en cuando. ¿Comprendes?

Lo pensé. Reflexioné durante largo rato…, casi cinco minutos. Él permaneció sentado, sin interrumpir mis pensamientos. Al fin asentí con la cabeza.

—Está bien. Pero no me creerá.

—Ya lo veremos —dijo.

Abrí la boca sin tener idea de lo que saldría de ella.

—Él era un perdedor, ¿sabe? —dije—. En todo colegio superior hay al menos, dos de ellos, como si lo exigiese una ley de la nación. Todo el mundo los pisotea. Sólo que a veces…, a veces encuentran algo a lo que agarrarse y sobreviven. Arnie me tuvo a mí. Y después tuvo a

Christine.

Le miré, y si hubiese visto el más ligero pestañeo de desconfianza en aquellos ojos grises que eran tan turbadores como los de Arnie… bueno, si lo hubiese visto, creo que habría cerrado el pico y le habría dicho que pusiese en su informe lo que le pareciese más plausible y dijese a los hijos de Rudy Junkins lo que le viniese en gana. Pero se limitó a asentir con la cabeza, mirándome con atención.

—Sólo quería que comprendiese esto —proseguí, y se me hizo un nudo en la garganta y no pude decir lo que tal vez hubiese debido añadir: Leigh Cabot vino después.

Bebí un poco más de agua y engullí con fuerza. Y hablé durante dos horas.

Al fin terminé. Sin arrebatos. Agoté, simplemente, el caudal, doliéndome la garganta de tanto hablar. No le pregunté si me creía, no le pregunté si iba a encerrarme en un manicomio o a darme la medalla de los embusteros. Sabía que creía buena parte de ello, porque coincidía demasiado con lo que él sabía. En cuanto a lo demás —

Christine y LeBay, y el pasado alargando las manos hacia el presente—, no sabía lo que en realidad pensaba. Ni lo sé siquiera hoy. Realmente, no lo sé.

Se hizo un breve silencio entre nosotros. Al fin se dio unas palmadas en los muslos y se levantó.

—Bueno —manifestó—. Los tuyos deben de estar esperando para visitarte.

—Probablemente, sí.

Sacó la cartera y me entregó una blanca tarjetita de visita, con su nombre y su número de teléfono.

—Generalmente me encontraréis aquí, si no estoy, alguien me dará el recado. Cuando vuelvas a hablar con Leigh Cabot, ¿querrás decirle lo que me has contado y pedirle que se ponga al habla conmigo?

—Lo haré, si lo desea.

—¿Confirmará tu versión?

Me miró con fijeza.

—Sí.

—Te diré una cosa, Dennis —musitó—. Si mientes, lo haces sin saberlo.

Se marchó. Sólo le vi otra vez, y fue en las triples exequias de Arnie y de sus padres. Los periódicos informaron de la trágica y fantástica historia: el padre muerto en un accidente de tráfico mientras la madre y el hijo morían en la autopista de Pensilvania. Paul Harvey lo incluyó en su programa.

Nada se dijo sobre la estancia de

Christine en el garaje de Darnell.

Mi familia acudió a visitarme aquella noche, y entonces me sentía ya más tranquilo, debido, en parte, según creía, a haber descargado mi pecho con Mercer (era lo que mis profesores de psicología del colegio llamaban «un forastero interesado», con los que siempre resulta más fácil hablar). Pero mi actual manera de sentir se debía sobre todo a una rápida visita del doctor Arroway a última hora de la tarde. Se mostró destemplado e irascible conmigo, sugiriendo que la próxima vez se limitaría a agarrar una sierra y cortarme la maldita pierna, con lo que nos ahorraríamos muchas penas y fatigas… Pero también me dijo (creo que a regañadientes) que no había sufrido ningún daño irreparable, según creía. Añadió que no habían mejorado mis probabilidades de correr en el maratón de Boston, y se fue.

La visita de la familia fue, pues, bastante alegre, gracias sobre todo a Ellie, que charló por los codos acerca de un inminente cataclismo: su Primera Cita. Un rapaz granujiento y cabezota, llamado Brandon Hurling, la había invitado a ir a patinar. Papá les llevaría en el coche. ¡Qué frescura!

Mi madre y mi padre terciaron en la conversación, pero mamá no dejó de lanzar ansiosas miradas de recordatorio a papá, y este se quedó cuando mamá se hubo llevado a Elaine.

—¿Qué pasó? —me preguntó—. Leigh le contó a su padre una loca historia sobre automóviles que marchaban solos y niñas que estaban muertas y no sé qué otras barbaridades. El hombre se encuentra fuera de sí.

Asentí con la cabeza. Estaba cansado, pero no quería que Leigh tuviese que aguantar las diatribas de sus padres, o que estos la tuviesen por loca o embustera. Si ella iba a avalarme delante de Mercer, yo la avalaría delante de su padre y de su madre.

—Está bien —dije—. Es una larga historia. ¿Quieres enviar a mamá y a Ellie a tomar un refresco o algo parecido? O quizá podrías decirles que fuesen al cine.

—¿Tan larga es?

—Sí. Tan larga.

Me miró con ojos inquietos.

—Está bien —dijo.

Poco después, conté mi historia por segunda vez. Ahora, al escribirla, es la tercera. Y la tercera vale por todas, según dicen.

Descansa en paz, Arnie.

Te quiero, hombre.

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