Chernobyl
35. Lunes, 19 de mayo.
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Lunes, 19 de mayo.
La costa del Mar Negro es la Florida de la Unión Soviética; el único lugar donde el agua es cálida y las playas soleadas. La costa está sembrada de hoteles, balnearios, campamentos juveniles y campings, llenos todo el tiempo. Los turistas extranjeros gastan aquí sus divisas, pero la mayoría de quienes pasan las vacaciones son ciudadanos soviéticos que han servido tan bien a su patria o a su fábrica que se les concede una o dos semanas de lujos. Natación, submarinismo, wind-surfing, pesca, montañismo, paseos al aire libre, baños de sol… ¡Son tantos los atractivos del Mar Negro! Y cada localidad tiene sus encantos especiales, como Yalta, el lugar donde Stalin, Roosevelt y Churchill se reunieron durante la Segunda Guerra Mundial; los Jardines Botánicos Nikitsky, la vieja casa donde Chejov vivió y escribió hace casi un siglo. Cerca de Sochi, los manantiales de agua mineral y las cuevas de Novi Afon. Sujumi, Matsesta, Simferapol y un centenar de centros viven para el turista. Nadie queda decepcionado.
Cuando bajó del IL-86, Sheranchuk vio que su esposa le esperaba en la puerta de la terminal. La besó tiernamente, exclamando:
—¿Qué te parece? ¡Un auténtico Jumbo, con trescientos cincuenta pasajeros! Cuando vuelva Boris, procuraremos que viaje en uno igual, ¿de acuerdo?
—Claro —dijo Tamara, mirándole con ansiedad.
Él le devolvió la mirada. Su esposa llevaba en aquel lugar sólo una semana, pero parecía…, bueno,
tropical. Estaba bronceada. Lucía gafas de sol, un alegre pañuelo verde y blanco en la cabeza, pantalones cortos y una blusa blanca. Se la habría creído al menos diez años más joven, excepto por la expresión de su cara.
—¿Tienes que volver al hospital? —preguntó ella.
—¡Nunca más! —proclamó él—. ¡Completamente dado de alta! Incluso me han autorizado a volver al trabajo en Chernobyl después de nuestras pequeñas vacaciones aquí… Todo está en los archivos médicos, podrás verlo tú misma. ¡Pero ahora quiero disfrutar de este paraíso!
Encontró su bolsa rápidamente entre los equipajes y se la colgó del hombro.
—¡Qué calor más agradable! —exclamó cuando salieron de la terminal al sol del Mar Negro—. Hiciste una buena elección, querida.
—¿Tú crees? —preguntó ella ansiosamente—. Es tan difícil decidir… Si hubiéramos ido a Sochi habríamos visto las cascadas de Agur y las cuevas…
—¿Y no es hermoso que tengamos la suerte de poder elegir lo que queremos? —sonrió él—. Además, aquí estamos más cerca del campamento de Boris, así que mañana nos acercaremos a verle. Pero hoy es nuestro, mi querida Tamara, porque tenemos muchas cosas que celebrar.
Tamara se rindió.
—Como tú quieras, querido —murmuró—. Pero, por favor, recuerda que acabas de salir del hospital. No te fatigues.
Sheranchuk se dijo que acaso Tamara estuviera preocupada por su salud. Ello explicaría la ligera reserva, la abstracción ocasional, la forma dubitativa en que hablaba de vez en cuando.
También podría ser que pensara en lo mismo que él, concretamente en lo que la doctora Ajsmentova le dijo en el entierro de Smin.
Aunque había tenido cuatro días para reflexionar, Sheranchuk no habló con nadie del tema, ni siquiera con su mujer…, especialmente no con su mujer. Pero durante los cuatro días había pensado en otras muy pocas cosas. Había analizado todos los momentos de su vida conyugal. En particular, se había esforzado por recordar cada detalle y cada incidente de la época en que su mujer quedó embarazada. Sí, cierto, se dijo apenado, habían atravesado un período tormentoso en aquella época. Sostuvieron muchas y agrias discusiones. ¡Tonterías! Él se había sorprendido al descubrir que Tamara estaba
celosa.
Atolondradamente, había intentado bromear:
—¡Oh, sí! Todas las chicas van detrás de mí. ¡Son mis dientes de acero lo que las enloquece de pasión!
—No me importa que las chicas vayan detrás de ti —había dicho ella glacialmente—. Me preocupa que tú te intereses por las chicas.
—¡Pero eso no es cierto! —rugió él—. Te comportas como una estúpida.
Aquella noche, Tamara durmió en una butaca al otro lado de la habitación mientras Sheranchuk se agitaba, solo y desvelado, en la cama.
Pero la cuestión era que sus celos no carecían totalmente de fundamento. Había una mujer que le interesaba. Trabajaba en el departamento de personal en la central térmica próxima a Moscú. Sheranchuk nunca la había tocado, pero admitía que la deseaba. Aún peor: dado que los dos trabajaban en la misma planta, tenían las vacaciones al mismo tiempo y en el mismo sitio. No había pasado nada (principalmente, admitía Sheranchuk, porque ella se dedicó en seguida a otro hombre), pero estaba preparado para una explosión cuando volviera a casa. Ante su sorpresa, Tamara le había recibido muy bien. De hecho, se mostró excepcionalmente cariñosa, casi como en una segunda luna de miel. La pregunta que ahora tenía en mente era qué habría estado haciendo ella mientras él estuvo de vacaciones, y con quién.
Pasaron la tarde en la playa. A pesar de que estaban en mayo, el agua era todavía un poco fría para el gusto de Sheranchuk, pero se tendió plácidamente al sol que se filtraba a través de las palmeras mientras Tamara, solícita, le untaba una y otra vez la espalda con crema bronceadora. Cuando volvieron a la espaciosa habitación hicieron el amor a la luz del día, sin apenas hablar, estrechamente abrazados. Tampoco luego hablaron de nada importante, porque cuando Tamara le miró con gravedad y se aclaró la garganta como si fuera a decir algo serio, Sheranchuk se levantó de un salto y gritó que se moría de hambre.
Celebraron una buena cena en uno de los restaurantes de la orilla del mar. Pasaron el tiempo charlando del funeral de Smin, de sus planes para su hijo, de lo que probablemente iba a suceder en la central de Chernobyl. Cuando regresaron al balneario era ya bastante tarde.
—Ven, vamos a disfrutar un poco del aire —dijo Sheranchuk.
Encontraron un balancín para dos en una parte tranquila de la ancha veranda. Sheranchuk rodeó a su esposa con los brazos.
—Te noto muy callada, querida —dijo por fin.
—He estado pensando —respondió ella lentamente, dudando; y a la escasa luz, él pudo ver en su cara aquella mirada indicadora de que quería de nuevo hablar en serio.
—Si en lo que piensas es en el futuro —dijo apresuradamente—, déjame que te cuente algunas buenas noticias. Hay un nuevo encargado de personal en la central, que se llama Ivanov, y ha pasado por el hospital antes de que me dieran de alta. Promete que me devolverán mi antiguo puesto, con más sueldo. También habló del lugar donde tendremos que vivir durante los próximos seis meses o un año.
Ella se volvió a mirarle con una chispa de interés.
—¿En Pripyat?
—No, en Pripyat no. Nadie va a vivir en Pripyat por una buena temporada. En la ciudad de Chernobyl; y luego en una ciudad nueva que van a construir, de alto nivel de calidad, a la que llamarán Península Verde por el sitio donde estará ubicada. Tendremos un apartamento aún más bonito que el anterior, apenas estén terminados los nuevos edificios. Ivanov ha prometido que encabezaremos la lista de vecinos, y ya han empezado a poner los cimientos.
Esperó una respuesta.
—Eso suena bien —dijo ella por fin, con voz átona.
—Claro que, sin Smin para echar un ojo a las obras, ¿quién sabe lo pronto que empezarán a resquebrajarse las paredes, y las puertas a salirse de sus goznes? Pero todavía hay más noticias. Ivanov dice que te incorporarán al personal médico de la central.
—¡Oh, maravilloso! —exclamó ella, con la cara iluminada por primera vez; pero luego volvió a ensombrecerse.
—¿Tienes frío? —preguntó Sheranchuk, solícito—. Tal vez deberíamos entrar y acostarnos. Mañana por la mañana iremos a ver a nuestro hijo.
Ella guardó silencio largo rato. Luego se volvió hacia él y dijo, casi un susurro:
—Hay algo que tenemos que aclarar. ¿Te habló la doctora Ajsmentova?
—¿La chupasangre? Oh, sí. Dijo un montón de disparates sobre grupos sanguíneos, que no pude entender.
—Leonid —dijo ella tristemente—, no lo creo. Eres más que capaz de entender lo que esa bruja tenía que decirte.
Sheranchuk sacudió la cabeza.
—Lo que yo entiendo, querida, es mucho más importante que cualquier análisis de sangre. Entiendo que tenemos un hijo estupendo que siempre ha sido mío. ¿Lo has olvidado? Yo te frotaba la espalda cuando aún le llevabas en tu vientre, y me recorrí todas las tiendas de Moscú buscando gasas que ponerle, y le di de comer y le acuné y le cambié los pañales…, no con tanta frecuencia como debería, lo admito. Ciertamente, no con tanta frecuencia como tú. Pero lo suficiente para saber que es mi hijo querido, nacido de mi querida esposa. Así que ¿qué hay que decir sobre grupos sanguíneos? Y ahora, cariño, ya que parece que estos mosquitos también están interesados en tomar muestras de mi sangre, tal vez deberíamos entrar e irnos a la cama.