Chernobyl
36. Martes, 20 de mayo.
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Martes, 20 de mayo.
Los hombres de la KGB son siempre concienzudos, pero a veces también son meticulosamente correctos. Cuando son simplemente concienzudos en la tarea de, digamos, registrar un apartamento, un tornado tendría menores consecuencias. Abren todos los cajones y cajas, vuelcan el contenido en el suelo; rasgan las almohadas y los colchones, vacían los recipientes de la sal y la harina, desgarran los fondillos de las cortinas; y lo que se llevan consigo es siempre todo lo que pueden cargar, sean papeles, libros o cualquier cosa que consideren importante. Cuando son meticulosamente correctos, el proceso lleva más tiempo, pero produce menos alboroto. Entonces prueban con largas agujas en lugar de hacer destrozos, tienen un policía presente como requiere la ley, generalmente reemplazan lo que han sacado de cajas y cajones…, a veces no con demasiado orden, por supuesto. En ocasiones incluso presentan una orden judicial de registro. La habían presentado a Selena, Aftasia y Vassili Smin antes de empezar a buscar en el pisito de las afueras de Kiev, y el policía local, abrumado por la presencia de una vieja bolchevique, se alegró de aceptar una taza de té mientras los agentes hacían su trabajo. ¡Pero había tantos! Seis en cada habitación, uno de ellos simplemente para tomar notas, otro para señalar qué lugar o cuál otro había que examinar con especial cuidado, y los otros cuatro dedicados a la tarea efectiva, en silencio y con gran habilidad.
Entretanto, la familia Smin, o lo que quedaba de ella, charlaba amablemente con el policía.
—Y no hablemos del suministro de agua —decía Selena Smin, levantándose cortésmente para que uno de los encargados de la cocina pudiera darle la vuelta a su silla y a examinar el fondo—. He oído que pronto la extraerán del río Desna, además de los nuevos pozos.
Se habían encontrado radionúclidos no sólo en el río Pripyat, sino en los pozos subterráneos del entorno de Chernobyl; incluso en Bragin, setenta kilómetros al norte.
—Han cegado siete mil pozos viejos —confirmó el policía, y añadió, mirando a los agentes—: O eso es al menos lo que la gente dice.
—Sí, es cierto —asintió Selena, sentándose de nuevo—. ¿Madre Aftasia? Cuando estuvo en el mercado esta mañana, ¿se inspeccionaban bien las verduras de las granjas?
—Oh, por supuesto que sí —contestó Aftasia con entusiasmo—. Pasaban esas cosas, como se llamen, por encima de los tomates y las frutas, y si salía el menor silbido de las máquinas, entonces directamente a la basura, ¡zas!, y denegada la autorización de venta. ¡Nuestro Estado socialista cuida perfectamente de sus ciudadanos! ¿Más té? —le preguntó al incómodo policía, quien negó con la cabeza—. Ah, pero lo peor de todo —continuó— era la gente. ¿Puede imaginárselo? Se la veía pasar de puesto en puesto, buscando granjeros de facciones orientales antes de comprar. ¡Granjeros de las provincias orientales! ¡Esperaban, sin duda, encontrar coles cultivadas a dos mil kilómetros de distancia! Pero yo sólo compré a nuestros honestos ucranianos —terminó virtuosamente.
—No es que nuestros hermanos tártaros no sean honestos, por supuesto —completó Selena.
—Por supuesto que no —coincidió Aftasia, y sonrió tiernamente al jefe del grupo—. Qué, ¿ya han terminado? Y nosotros que teníamos una conversación tan interesante con aquí, el camarada policía…
El hombre de la KGB la miró pensativo. Durante un momento casi pareció que iba a devolverle la sonrisa. Luego sacudió la cabeza.
—Vamos a llevarnos ciertos libros y documentos para estudiarlos. Firme el recibo, por favor.
—Si es un recibo debería firmarlo usted y darme una copia —señaló Aftasia—. Déjeme ver. ¿Estas cartas? Sí, claro que puede llevárselas; son sólo de mi nieto mayor, que ahora ha vuelto a Afganistán a servir a su patria. ¿Este libro? Está escrito por Solzhenitsyn, sí, ¿pero no ve? Es
Un día en la vida de Iván Denisovich, un libro autorizado. Puede que disfrute leyéndolo, así que lléveselo de todos modos. —Echó una ojeada a los demás libros, luego los juntó y se encogió de hombros—. Si necesita éstos, no voy a discutir con los órganos del Estado. No, no se moleste por el recibo. Si no puedo confiar en mi Gobierno, ¿en quién confiaré? Y gracias por su amabilidad.
El chekista dobló el papel lentamente, sin dejar de mirarla. No tenía más de treinta años, y era un hombre rubiasco y regordete, de cara agradable, muy joven para estar atento a tantos detalles.
—Camarada Smin, es usted una mujer notable —dijo—. Miembro del Partido desde 1916. Heroína de la Revolución de Octubre. ¡Y, a su edad, tan alerta y activa!
—Sí que lo soy, sí —sonrió Aftasia—. ¿Puede creerme, camarada? Incluso a mis años, siento que estoy empezando a vivir.
Él asintió, quiso hablar, luego cambió de opinión.
—Tal vez volvamos a vernos —dijo solamente, y siguió a sus hombres y salió del piso.
—Bueno —dijo Aftasia Smin, recogiendo las tazas—. Vamos a ordenar este alboroto.
Se dirigió al dormitorio, pero su nieto la detuvo un momento.
—¿Abuela? ¿Crees que volverán?
—No. Si hubiera dicho que seguro que volveríamos a vernos, entonces tal vez regresarían. Si hubiera dicho que definitivamente no, entonces seguro que sí volverían. Pero dijo que «tal vez», y eso significa nunca. Ahora, ayúdame a hacer esta cama.
En el piso de abajo, los Didchuk hacían lo imposible por no oír los pesados pasos que sonaban en el techo. Se preparaban en aquel momento para ir a la estación a recoger a su hija, que regresaba.
—Me pregunto —dijo Oksana Didchuk en tono ausente, levantando una esquina de la cortina para asomarse a la calle—, si no cometemos un error dejándola volver a casa tan pronto. Después de todo, el campamento no nos cuesta nada.
—Ya hemos discutido eso, querida —respondió su esposo—. Nos echaba de menos, simplemente, y además no hay peligro.
Miró las marcas de tiza en la pared, trazadas la semana anterior por los equipos detectores de radiación: certificaban que el apartamento no registraba nada por encima de los niveles normales.
—Supongo que no —dijo Oksana, sombría. Y en tono más bajo, añadió—: Los coches siguen ahí.
Su marido asintió.
—¿Quieres servirme más té, por favor?
—Estoy preocupada —dijo ella.
No especificó el motivo de su preocupación, que podía ser desde la conducta de la pareja de evacuados que habían aceptado (el marido, que ahora había salido a buscar trabajo, parecía buen tipo, pero la mujer permanecía encerrada en la habitación que les habían cedido, llorando sola) a lo que sucedía en el piso de arriba. Didchuk prefirió interpretarlo como concerniente a su hija.
—Después de todo —dijo, forzando una sonrisa—, si Kiev es lo bastante segura como para acoger evacuados como nuestros huéspedes, entonces no es lógico que la niña tenga a su vez que ser enviada a otro sitio.
Oksana suspiró.
—Supongo que también debemos ir pensando en traer de vuelta a tus padres.
—Están muy bien con mi hermana —dijo Didchuk—. Deja que los tenga una temporada.
—Pero espera un niño, y, oh —dijo ella, feliz de haber encontrado un tema de conversación apto para apagar los sonidos que venían de arriba—, he leído un artículo muy interesante en la revista
Mujer Trabajadora. ¿Sabías que el setenta por ciento de las mujeres de las ciudades, y más del noventa por ciento de las que viven en zonas rurales, acaban su primer embarazo con un aborto ilegal?
—¿Un aborto
ilegal? Pero eso es terrible —dijo Didchuk indignado, tan feliz como su esposa por haber descubierto algo de que hablar—. ¿Y por qué ilegal, si puedo preguntarlo?
Oksana Didchuk miró a su esposo durante un momento.
—Supongo que nunca has ido a una clínica abortista.
Didchuk pareció enfadado, casi hostil.
—¡Bueno, tú tampoco!
—No, no —le tranquilizó ella—. Al menos, no para mí. Pero cuando Irina Lavcheck se quedó embarazada me pidió que la acompañase.
Didchuk no frunció el ceño, pero estuvo a punto.
—¿La que está embarazada ahora?
—Su marido le pega. No quería un hijo suyo, sino el divorcio.
—Si llevaba un hijo suyo, él hacía algo más que pegarle. —Se interrumpió para escuchar los sonidos de la escalera. Parecía que se oían voces en el rellano de arriba. Parpadeó—. ¿Qué decíamos? Ah, que abortó y tú fuiste con ella para sostenerle la mano.
—Querido —dijo Oksana intranquila—, no fue fácil para ella. También era hijo suyo, ¿no? Además, para conseguir un aborto legal tuvo que pedir antes un permiso médico especial, así que, por supuesto, todo el mundo lo sabía. Y cuando vas a la clínica, ¿sabes qué es lo primero que ves? Un cartel enorme que dice: «¡Madre, no asesines a tu hijo!»
—No es obligatorio mirar el cartel, ¿no?
—Es imposible no verlo. Y la operación es verdaderamente desagradable, ya que a menudo no malgastan anestesia en una mujer que quiere abortar.
Didchuk se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué será entonces de nuestro país? —preguntó—. Si hay tantos abortos, ¿cómo podrá el país mantenerse fuerte en la próxima generación?
Oksana no respondió directamente. La única respuesta adecuada habría sido señalar que ellos mismos tenían solamente un hijo, y que si ella no necesitaba abortar la razón principal era que habían podido conseguir una prescripción médica para los escasos recursos anticonceptivos disponibles. No le agradaba haber sacado a colación el tema, pero dijo:
—Cualquier chica, por tonta que sea, sabe todo esto porque sus amigas mayores se lo cuentan. ¿Y qué hace entonces? Tal vez no quiera un aborto legal, porque si es demasiado joven tendrá que obtener el permiso de sus padres. Hace lo que sus amigas han hecho. Va a una comadrona.
—¡Y a veces, como resultado, muere!
—Sí, es cierto, pero… ¿qué es eso? —preguntó Oksana, mirando a su marido.
Él había alzado la mano. Escuchaba.
Oksana oyó rumor de pasos en la escalera. Se atrevió a entreabrir la puerta y la cerró con suavidad.
—Se marchan —susurró.
—Ah —suspiró su marido.
Parecía que los hombres eran muchos, y caminaban despacio, murmurando entre ellos. Oksana miró por la ventana con cuidado.
—Están entrando en los coches. Sí, y ahora se marchan.
—Ah —dijo su marido. La miró—. ¿De qué estábamos hablando?
—No me acuerdo. ¡Bien! ¡Si tenemos que ir a la estación esta tarde, más vale que prepare el almuerzo!
Cuando se disponían a comer oyeron ruido de gente moviéndose en el piso de arriba. Ahora los pasos eran más suaves, y había menos: los Smin restauraban el orden en su apartamento. Los Didchuk no hicieron ningún comentario, ya que nada se ganaba hablando de los agentes del Estado, especialmente cuando alguno de ellos podía estar aún merodeando. Incluso media hora después, cuando llamaron a la puerta, los dos se sobresaltaron.
Pero era sólo la vieja Aftasia Smin, que parecía bastante alegre y despreocupada para tratarse de alguien a quien acababan de registrar el piso.
—Espero no molestarles.
—Naturalmente que no —dijo Didchuk, con cortesía pero un poco inseguro—. Estábamos a punto de marcharnos a recoger a nuestra hija.
—Oh, ¿así que vuelve hoy? Qué buena noticia. Pero sólo les entretendré un minuto. —No empujó a Didchuk, pero dio un paso hacia el interior con tanta seguridad que el hombre tuvo que apartarse—. Habrán visto que hemos tenido visitantes —dijo alegremente—. ¡Qué molestia! Sólo hacían su trabajo, naturalmente, y les ayudamos con gusto, ya que no tenemos nada que ocultar. La cosa es, ¿tienen ese regalo que compré para el cumpleaños de mi nuera y que les pedí que me guardaran?
—Creí que había dicho que era para su nieto —dijo Oksana Didchuk, asustada.
—Bueno, la verdad es que es para los dos —sonrió Aftasia, mientras Didchuk sacaba un sobre plano de un cajón—. Oh, gracias. Me lo llevaré ahora y se lo daré, quizá con un poco de antelación… Y una cosa más, si me permiten. ¿El teléfono? Es una llamada a larga distancia, e insisto en pagarla… Un viejo amigo de Moscú.
Dobló el sobre, lo guardó en su bolso y se encaminó, sin esperar a que le dieran permiso, hacia el teléfono. Marcó un número largo, pero contestaron de inmediato.
—Hola —dijo, sin dar ningún nombre—. Llamaba simplemente para desearte felicidades en este día. También nosotros celebramos una fiesta, pero ojalá hubiéramos podido estar en la vuestra.
Los Didchuk no oían la voz al otro extremo de la línea, pero por la expresión de Aftasia Smin parecía ser amistosa.
—Oh, sí —asintió la anciana—. El regalo dalo por seguro; de hecho, lo tengo aquí mismo. Nuestros amigos, en la fiesta, querían verlo, pero desgraciadamente en aquel momento no lo tenía a mano. Sí. ¿Cuándo te volveremos a ver? ¿No? Bien, entonces, si tú no puedes venir, tal vez vayamos a veros un día de éstos. ¿Mandar el regalo por correo? No, creo que ya ha circulado demasiado; no vaya a ser que se pierda. Bueno, te enviamos nuestros mejores deseos. Sí, adiós.
Colgó y rebuscó en su monedero para pagar la llamada.
—Aniversario de boda —explicó—. El hijo de un viejo camarada del Partido. Le acuné cuando todavía mamaba del pecho de su madre, y ahí está, ¿se lo imaginan? ¡Ahora, ya tiene un nieto! Bueno, no quiero entretenerles más… Y gracias por su ayuda en mi sorpresa de cumpleaños.
—No hay de qué —dijeron los Didchuk al unísono.
Se miraron mutuamente con aprensión cuando la anciana se marchó, pero no comentaron nada sobre la sorpresa de cumpleaños. Ni entonces, cuando alguno de los visitantes podría regresar en cualquier momento, ni nunca.
En cualquier caso, el regreso de su hija les brindó otras cosas mucho más atractivas en que pensar. Alquilaron un taxi para que les llevara a la estación y, extravagantemente, ordenaron al conductor que esperara, e incluso le dieron una propina. La terminal semejaba ahora un lugar mucho más agradable que tres semanas antes. Los Didchuk no eran los únicos padres que esperaban con impaciencia el regreso de los niños, y todo el mundo vivía un ambiente festivo…, con algunos toques sombríos, naturalmente. La cifra oficial de muertos acababa de ser divulgada otra vez, y el número había ascendido ahora a veintitrés, veintiún hombres y dos mujeres. La gente estaba convencida de que el número aumentaría. Y seguiría aumentando, no sólo aquella semana o aquel año, sino durante mucho tiempo, a medida que el leve daño de la radiación produjese células que se tornarían cancerosas, o provocara abortos, o aún peor, hiciera que naciesen niños con imprevisibles taras. Los médicos decían que al menos cien mil ciudadanos soviéticos, quizás el doble, habían quedado expuestos a niveles de radiación lo suficientemente alto para exigir su estricta vigilancia en las décadas venideras.
El tren, por supuesto, traía retraso. Transcurrida media hora, Didchuk suspiró y salió a pagar al taxista y decirle que se fuera, pero regresó radiante.
—¡Imagínate! —comunicó a su esposa—. ¡Dice que esperará gratis! ¡Un hijo suyo también fue evacuado y regresará el sábado, y dice que le alegrará que nuestra hija vuelva a casa con toda comodidad!
Los ojos de su esposa se nublaron de repente con lágrimas de alegría y emoción. Entonces recordó algo.
—¿El sábado?
Pues a ellos, al igual que a la mayoría de los habitantes de Kiev, se les había notificado que los próximos sábados estarían dedicados a trabajos extra, voluntarios, para completar el acueducto de nueve kilómetros que traería agua a Kiev si las lluvias de otoño hacían imbebibles las aguas próximas, a causa de los filtrados de Chernobyl.
Didchuk parecía preocupado.
—Oh, claro. Lo había olvidado. Pero seguramente le dejarán algún tiempo libre para que vaya a recibir a su hijo.
Su esposa no le escuchaba. Miraba sorprendida otro andén, donde esperaba el tren interurbano de la tarde. Una anciana discutía con un empleado, quien finalmente se encogió de hombros y la dejó que subiera triunfante al convoy.
—¡Pero si es Aftasia Smin! —dijo Oksana—. ¿Qué estará haciendo? No mencionó que se marchaba a Moscú…