Carthage

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Segunda parte Exilio » 12. La culpable

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Marzo de 2012

Le había dicho

Me ha traicionado.

Esas palabras resonaban en sus oídos. En su cerebro.

Traicionado. Usted me ha traicionado.

Como la violenta luz del sol sobre una playa sembrada de restos de la tempestad, los cuerpos muertos y resecos de criaturas vivas en otro tiempo. Aquella luz la cegaba, era terrible.

Porque ahora empezaba a ver la devastación que había sufrido su vida, el desastre que ella misma había provocado.

Porque quizá había sido una equivocación huir, borrar su vida en

aquel otro sitio.

Había optado por creer lo que la persona que la rescató quiso que creyera que quienquiera que le había hecho daño se lo volvería a hacer.

Que quienquiera que formase parte de su pasado no iba a echarla de menos. No la querían y no iban a reclamarla.

¿Había estado enferma? ¿Durante cuánto tiempo?

Una y otra vez daba vueltas, sin sacársela del dedo, a la sortija de plata en forma de estrella.

Llamó por teléfono. Trató de llamar.

Al antiguo número aprendido hacía tanto tiempo: su propio número.

Pero le respondió una grabación: «El número que acaba de marcar no corresponde a ningún abonado».

El pánico se apoderó de ella: los Mayfield no vivían ya en la casa de Cumberland Avenue.

¿Habría muerto su padre o su madre? Tendría que ser Zeno.

Y luego Arlette se habría marchado de aquella casa. Y Juliet…, después de tanto tiempo, por supuesto, también se habría ido de allí.

Juliet tendría… ¿cuántos años? Veintinueve.

Qué extraño le resultaba pensar que la casa de Cumberland Avenue hubiera tenido, durante todo aquel tiempo, una vida que ella desconocía.

Su padre Zeno, su madre Arlette. Su hermana Juliet.

La habían sobrevivido de maneras que ella desconocía.

Seis años y ocho meses.

Y

él… Brett Kincaid.

Apenas había pensado en ellos durante todo aquel tiempo. Convertida en Sabbath McSwain, había utilizado toda su energía para mantener aquella impostura, como una persona con una pierna y una sola muleta tiene que concentrarse en la habilidad para moverse, algo que hace con dificultad, sin elegancia y desde luego no sin dolor, pero con la única meta de trasladarse mediante un torpe simulacro de «andar».

Sabbath McSwain tenía poquísimo valor en la inmensidad del mundo, pero, en cambio, su valor para Haley McSwain era inestimable. Se necesita que una persona nos quiera con ferocidad para poder existir: para Sabbath, aquella persona era Haley.

De manera que había perdido la capacidad de recordar los rostros de los Mayfield. Y también el de Brett Kincaid.

Una porción de su cerebro parecía haberse cerrado. Gran parte de su memoria se había convertido en algo así como un miembro paralizado, siempre unido al cuerpo pero repudiado, inútil.

A raíz de su visita a la cámara de ejecución en Orion, había empezado a ver las cosas desde otra perspectiva. Comenzaba a preguntarse si su comportamiento no habría sido una venganza muy primitiva contra todos ellos por su fracaso a la hora de quererla.

Su familia y Brett Kincaid.

¿Cómo, de lo contrario, habría logrado borrarlos de su memoria?

Le habría gustado explicárselo al investigador. Le habría gustado pedirle consejo. ¿Qué tendría que hacer ahora?

El investigador sabría. Le respondería de inmediato.

Sin embargo, ¿cómo confesarle, ni a él ni a nadie, que durante todos aquellos años no había hecho ni el más mínimo intento de ponerse en contacto con su familia?

No haber llamado nunca, ni siquiera haberlo intentado.

Nunca había buscado información en internet. Nunca había escrito en ningún ordenador los nombres de

Zeno Mayfield, Arlette Mayfield, Juliet Mayfield, cabo Brett Kincaid.

Menos aún había escrito el nombre de

Cressida Catherine Mayfield.

El investigador la había definido:

traidora.

¡Se había portado mal con él! Nunca la perdonaría ni confiaría de nuevo en ella.

Daba vueltas a la sortija, sin sacársela del dedo, una y otra vez.

«Sabbath McSwain.»

Reunió los preciosos documentos que tenía en su poder: la partida de nacimiento, la tarjeta de la Seguridad Social, el carné plastificado del instituto de Mountain Forge, largo tiempo atrás caducado, y el permiso de conducir del estado de Florida.

Y los mandó por correo a la nueva dirección de Haley McSwain.

Mi queridísima Haley:

Esta es mi despedida. No volveré a verte.

Rezaré por ti y por Drina: para que se reponga por completo y para que seáis felices juntas como os merecéis.

Sé que no me buscarás y estará bien que no lo hagas. Voy a volver a mi casa: ya es hora.

No debería haberme marchado como lo hice. Eso es lo que pienso en este momento.

Tal vez me equivoque, pero voy a ir a comprobarlo.

De todos modos te debo la vida y te estoy muy agradecida.

Con todo mi cariño, tu hermana que lo ha sido,

Sabbath

Encontró un bramante con el que forró el interior de la sortija en forma de estrella que le había regalado el investigador, para que se le ajustase un poco mejor al dedo.

Tenía miedo de que se le saliera y se perdiera.

Había huido. Como un perro apaleado y lleno de terror. Y, al igual que un perro, solo había querido esconderse y lamerse las heridas. Y ocultar su vergüenza, que era, además, algo así como una herida. No se le ocurrió, no se le había ocurrido ni una sola vez, que también otros pudieran estar heridos.

Pero no me querían. ¿Verdad que no?

Era de justicia que se les castigara. Si la habían creído muerta todos aquellos años.

Nunca había sido hermosa a sus ojos. No la habían querido.

La hermana lista. Sonrió, con una sonrisa horriblemente vengativa; ¡confiaba en que fuese verdad que habían sufrido!

Luego, un momento después, sintió con toda su fuerza el retroceso, el culatazo.

¡Traidora! Has traicionado a quienes te querían.

—¿Oiga? ¿Hablo con… Juliet?

—Sí. Soy yo. ¿Quién es?

La voz de Juliet, amable y cautelosa al mismo tiempo. Quizás no la hubiera reconocido sin saber de antemano que llamaba a su teléfono; Cressida apretó mucho el móvil contra el oído y por unos instantes fue incapaz de hablar.

—¿Sí? ¿Quién llama?

—Juliet, soy Cressida.

Silencio. No era difícil adivinar que su hermana se había quedado muda de asombro.

—¿Qué quiere decir con «Cressida»?

—Soy Cressida. Tu hermana.

Lo que estaba haciendo era una equivocación. Hablaba con demasiada brusquedad y, sin embargo, con voz débil y culpable. Juliet dijo, cortante:

—Mi hermana no está viva. Esto no… no tiene ninguna gracia…

La comunicación se interrumpió bruscamente.

No está viva. Extraño que Juliet no hubiera dicho

Mi hermana ha muerto.

Cressida llamó de nuevo. La segunda vez no tuvo contestación.

No le había sido fácil conseguir el número del móvil de Juliet. El antiguo sistema de los teléfonos fijos estaba desapareciendo; ya no existía un centro nacional de información telefónica.

Había llegado a enterarse gracias a la madre de una amiga de Juliet que vivía en Caledonia Street, en Carthage. La señora Hempel había buscado encantada el teléfono de Juliet Mayfield en una libreta de direcciones. Sin reconocer la voz de la desaparecida.

Cressida le había dicho que era una antigua amiga de Juliet de los tiempos del instituto y que había perdido el contacto. La señora Hempel no desconfió del nombre que Cressida le daba y que era el de una chica de carne y hueso que estudiaba en el instituto de Carthage por aquel entonces.

Un conjunto de antiguos nombres, de nombres perdidos. Una vasta telaraña de asociaciones olvidadas desde hacía mucho tiempo y ahora resucitadas por un impulso desesperado.

—Gracias por el número de teléfono de Juliet, señora Hempel —había dicho.

—¡No faltaría más! No es ningún problema —respondió la señora Hempel—. Pero Juliet ya no vive en Carthage, ¿sabes?

—¿No? —había preguntado Cressida—. ¿Dónde vive entonces?

—Bueno, creo… me parece que vive en Albany. Su marido tiene algo que ver con… me parece que ocupa un cargo en el Gobierno de Nueva York.

—Entonces, Juliet está casada. No… no lo sabía —dijo ella.

La señora Hempel bajó la voz, como temerosa de que alguien pudiera oírlas:

—Bueno, ya sabes…, después de aquella cosa tan terrible que le pasó a su hermana… —y Cressida escuchó en silencio, apretando el móvil, sin apenas atreverse a respirar— Juliet tuvo una especie de crisis nerviosa. Porque fue su prometido, ya sabes, quien mató a su hermana. La ahogó en el río Nautauga, eso se creyó, aunque el cuerpo no apareció nunca. Juliet se marchó de Carthage y no ha vuelto, pero Carly la ve a veces en Albany y siguen en contacto, por correo electrónico y por teléfono. Juliet, según creo, está bien ahora… Me parece que tiene un hijo, o dos… Eso es lo que me ha dicho Carly.

Tantísima información, ofrecida a una extraña. Cressida dio las gracias a la señora Hempel y se despidió.

Mató a su hermana.

La ahogó en el río Nautauga.

El cuerpo no apareció nunca.

No tendría que haberle sorprendido que en Carthage se la creyese muerta.

Desaparecida durante tantos años y dada por muerta.

Y quizás era mejor así. Como había pensado siempre con aquella parte de su cabeza en la que

aquel otro sitio seguía teniendo preeminencia.

Mejor haber desaparecido. Sin causarle a nadie nuevos sufrimientos.

Pero quedaba pendiente el problema del cabo Kincaid, que estaba con ella en el momento de su desaparición. Y el problema de su familia, porque ahora se daba cuenta de que seguían echándola de menos como alguien que habían perdido y cuyo cuerpo nunca se había recuperado.

Zeno había hablado de un filósofo griego cuya enseñanza era «Mejor no haber nacido».

¡Cómo se habían reído todos! Rob Roy ladró encantado, retozando alrededor de las piernas del cabeza de familia y peligrosamente cerca de tirar copas y botellas con los movimientos de su larga cola de setter.

Cressida preguntó quién había dicho aquello, y Zeno arrugó el rostro socarrón para decir que (tal vez) Sófocles, aunque también (quizás) podía tratarse de Sócrates. Y (sin duda alguna) Schopenhauer siglos más tarde.

Mejor no haber nacido.

Pero, en ese caso, ¿cómo ibas a saberlo?

Todos habían pensado que el filósofo era ridículo; tenía que tratarse de un

viejo cascarrabias.

Una típica noche de fin de semana en casa de los Mayfield en Cumberland Avenue. Cuando las chicas eran pequeñas, lo que significaba que por entonces Zeno participaba de forma activa en el mundo de la política, quizás incluso como alcalde de Carthage. Tenían con frecuencia visitas, invitados a cenar y huéspedes, amigos, vecinos, correligionarios de Zeno del Partido Demócrata, amigas de Arlette: cordialmente apretados en torno a la larga mesa del comedor cubierta con un hermoso mantel irlandés de hilo.

Candelabros y velas de colores brillantes. Llamas reflejadas en continua danza sobre los cristales oscurecidos de las ventanas.

Todos estuvieron de acuerdo en que aquel filósofo malhumorado, nunca, a todas luces, A) había estado enamorado, B) había tenido un bebé en brazos, C) había disfrutado del olor de la hierba recién cortada, D) bebido champán, E) ni ganado unas elecciones.

Con la alegría del momento todos habían reído. Los amigos de Zeno alzaron las copas para brindar por él, uno de tantos brindis. De manera que quizás había sido una velada para celebrar la elección de Zeno como alcalde de Carthage. Y Rob Roy estuvo trotando por la habitación, lamiendo dedos mientras le acariciaban la hermosa cabeza de líneas elegantes. En cuanto a Cressida, que era todavía una niña, no se había reído con los demás porque el miedo a

no haber nacido le había traspasado el corazón, todavía tan joven.

Siguió llamando, una cuarta y quinta vez, al número de Juliet.

Luego dejó un mensaje, pronunciando las palabras con mucho cuidado.

Juliet, soy yo… Cressida.

Llamo desde Florida…

Voy a volver… a casa… en el caso de que la familia me aceptara…

Estoy bien. Ni enferma ni… malherida. No he estado en la cárcel ni hospitalizada…

Tengo un trabajo aquí, en Temple Park. O al menos lo tenía…

Vivo sola. Estoy sola pero… no…

No soy

una enferma.

Se le quebró la voz. Empezó a sollozar. No era capaz de controlar las lágrimas ardientes que derramaban sus ojos, lágrimas que la quemaban y la cegaban.

Creía que ninguno de vosotros me echaría de menos… mucho.

Creía que ninguno de vosotros me quería mucho…

Estaba muy asustada, creo. También lo estoy ahora.

Me pregunto si podréis perdonarme…

Estaba sollozando. Le faltaba la respiración.

El móvil que le había regalado el investigador se le escurrió de entre los dedos, cayó al suelo y se deshizo en una docena de piezas de plástico.

El viaje hacia el norte, en autobús, no sería fácil.

Cressida no quería que fuese ni fácil ni rápido: prepararse para volver a Carthage requeriría todos los días que iba a tener que pasar en el autobús.

(Podría haber volado o tomado un tren. Lo que habría exigido que viajara como

Sabbath McSwain.)

(Su verdadera identidad, la de Cressida Mayfield, se había perdido mucho tiempo atrás.)

Aire acondicionado a finales de marzo cuando se presentó el autobús procedente de Fort Lauderdale. En un asiento casi al fondo del vehículo, Cressida se acurrucó con la esperanza de permanecer sola, evitando los ojos de otros pasajeros. Sus escasas pertenencias estaban en el portaequipajes y los libros, cuadernos y papeles, en el asiento a su lado.

Era el 16 de marzo: cinco días después de la visita a Orion.

Cinco días desde que, en la cámara de ejecución, supo que tenía que volver a Carthage.

No había tratado de averiguar el número de teléfono de sus padres. Podría haber llamado a Katie Hewett, la hermana de su madre, suponiendo que Katie viviera aún en Carthage y siguiera teniendo un teléfono fijo en su casa; pero llamarla era pedirse demasiado, porque su tía iba a reconocer su voz al instante.

La perspectiva de volver a ver a su familia le causaba una aprensión casi insoportable: miedo, vergüenza, aunque también posibilidades, esperanzas.

Perdonadme. Creía que no…

… estaba segura de que no…

… me queríais.

Olvidaba que Zeno podía haber muerto. Aquella terrible posibilidad se le presentaba con frecuencia, si bien parecía esfumarse casi al instante.

No creía que Arlette hubiera muerto.

(Pero ¡y si Arlette hubiese muerto! Dominada por el pánico, recordó cómo su madre se había visto atormentada por mamografías falsamente positivas, quistes en los pechos que habían resultado ser «benignos». Y en una ocasión, a Arlette le habían extirpado un tumor «benigno», nada pequeño, del intestino delgado. Y Cressida le había dado a Juliet con la puerta en las narices, literalmente, al ver su rostro asustado cuando quiso hablarle de su madre.

¡Vete y déjame en paz! No quiero hablar de eso, ¿entendido?)

¡De manera que Juliet se había casado! Y tenía uno o dos hijos.

La guapa se había impuesto. También ella había dejado Carthage, el paisaje sembrado con los restos de la catástrofe.

Una especie de crisis nerviosa. Su prometido… mató a su hermana.

Ahogada en el río Nautauga aunque el cuerpo no apareció nunca.

Era una venganza de la hermana fea contra la guapa. A Cressida, sin embargo, nunca se le había ocurrido enfocarlo así.

Como alguien que ha estado dando vueltas alrededor de un lugar devastado y ve ya las heridas abiertas, la tierra asolada y reventada, los árboles tronchados y las raíces al descubierto desde una nueva perspectiva de la que empieza a tomar conciencia: cualquier catástrofe no afecta solo a una persona, no hay una «víctima» única.

No había pensado mucho en Brett Kincaid. En que la había empujado para apartarla de él, y con tanta repugnancia que había sido algo muy parecido a un asesinato.

Un asesinato, y punto.

La opinión que Brett hubiera tenido de ella era una historia acabada, algo del pasado.

Cressida no había pensado en que él —el cabo, Brett Kincaid— hubiera tenido que rendir cuentas por su desaparición después de aquel episodio.

Nunca pensó en que quizás también otros creyeran que la había asesinado.

Y que si Brett había asesinado a la hermana menor de su (ex)prometida, podían haberlo castigado por aquel crimen.

Tenía que haber estado muy enferma, mentalmente trastornada, durante los años en que había vivido como

Sabbath McSwain para no darse cuenta de todo aquello.

No darse cuenta y no importarle.

De labios de Drina había llegado hasta ella una historia horrenda, aunque cómica a su manera, procedente de Opa Han, su amante por entonces, acerca de una mujer de sesenta años que se presentó en el Departamento de Radiología del hospital Miami-Dade con un vientre enormemente distendido, tan voluminoso que la pobre mujer tenía que andar con ayuda de un bastón; llevaba por lo menos un año con aquel problema, y ofrecía la vaga explicación de haber creído que «podía estar embarazada» y que, en consecuencia, «el problema se resolvería por sí solo»; hasta que, finalmente, sus familiares la convencieron para que viera a un médico; el facultativo diagnosticó la existencia de un fibroma que era necesario extirpar cuanto antes.

Todas ellas se rieron con aquella historia, agitando incrédulas la cabeza. Pero aquel caso no tenía nada de divertido. Era, más bien, una historia de terror.

Un ejemplo de cómo somos capaces de «no darnos cuenta» de lo que es evidente para otros.

No «vemos» lo que tenemos delante de los ojos.

O si nuestros ojos lo «ven», el cerebro no lo interpreta.

Si Cressida había pensado en Brett Kincaid, había sido solo para reconocerle el poder más absoluto: el poder de rechazar, el poder de la fuerza física superior, el poder (masculino) de la aniquilación (femenina). De ninguna de las maneras había pensado en Brett Kincaid como

perjudicado por ella.

¿Está vivo? ¿Está… en la cárcel?

Su baqueteado ordenador portátil había dejado de funcionar. Aunque en aquel autobús inesperadamente cómodo, moderno, con un aire acondicionado agresivo, había tomas de corriente en los asientos y por lo tanto podría haberse atrevido a teclear el nombre

Brett Kincaid para ver qué resultados obtenía.

Sabes que tienen que haberle castigado.

Su vida destrozada, a partir de aquella noche.

Lo sabía pero no lo sabía. No quería saberlo.

«Muertos para mí, todos ellos.»

En el autobús que la llevaba en dirección norte, se despertó, después de haberse dormido con un fuerte dolor de cabeza, al cruzar la línea divisoria con el estado de Georgia.

Hacía tanto frío, debido al implacable aire acondicionado, que se había abrigado con toda la ropa que llevaba consigo, bien acurrucada en el asiento, tapándose los ojos, tiritando, sola.

*

Conocer el Bien es desear hacerlo.

Permanecer en la ignorancia del Bien es no ser del todo humano.

A los catorce años había estado leyendo a Platón. El texto universitario de su padre, todo un mamotreto,

Diálogos completos de Platón; La república, Las leyes y

El banquete.

Fascinante para Cressida descubrir a esa edad los concienzudos subrayados de su padre, así como sus anotaciones en aquel texto, identificado, al igual que otras obras de la misma época, como propiedad de

Mayfield, Z. en el interior de la cubierta.

Al lado de un pasaje del

Menón se había escrito la siguiente pregunta, con tinta roja: «¿Sócrates habla en serio?». El

Menón es un diálogo entre Sócrates y un joven llamado Menón acerca de la virtud, y sobre si se puede desear el mal de manera consciente; el diálogo utiliza el aparente conocimiento por parte de un joven esclavo de elementos de geometría, aunque nunca haya recibido una educación, para afirmar que la «recuperación espontánea» del conocimiento es reminiscencia.

La lección del

Menón es que ya conocemos lo que es el Bien. Toda investigación y todo aprendizaje no es más que recordar.

A las horas de las comidas, cuando Zeno estaba en casa, y con una actitud afable y dialogante y sin distracciones causadas por pensamientos relacionados con los conflictos diarios de su vida política y profesional, lo que más le gustaba a Cressida era trabar con él una animada conversación que, de manera no tanto deliberada como accidental, excluía a Arlette y a Juliet, quienes aseguraban que no les gustaba

discutir.

En especial,

discutir a la hora de las comidas.

—Llamáis «discutir» a cualquier tipo de conversación medio seria e inteligente —protestaba Cressida—. Lo que explica por qué la vida «familiar» es tan

aburrida.

Cressida era muy joven a los catorce años. No era solo que pareciese más joven de lo que era, sino que, en la mayoría de los sentidos, era más joven, es decir, inmadura, infantil.

Pese a ser inteligente e ingeniosa, su padre la describía como «enarbolando un látigo».

—Ten cuidado con el látigo, mi querida hija. Puede volverse contra ti y darte en la cara, ¿sabes?

Cressida lo sabía. Tenía pocos amigos en el instituto. Llena de desprecio, habría dicho que era eso lo que quería.

A algunos de sus profesores parecía gustarles aquella alumna. Pero solo de manera cautelosa, mesurada.

Porque ninguno sabía cuándo Cressida Mayfield podía volverse contra ellos. En las aulas, con público, podía mostrarse mordaz, sarcástica. Cressida había hostigado a muchos profesores bien dispuestos cuando albergaban la esperanza de domeñar el imprevisible carácter de su alumna.

—¡Papá! Si «conocer el Bien» es «desear hacerlo» —así retaba Cressida a su padre, al comienzo de la cena—, ¿cómo es que hay tanto mal en el mundo? ¿Y tanta estupidez?

Zeno se frotaba la cara con las manos. Se veía que estaba reconstruyendo su rostro paterno, sobre todo benévolo, desconcertado, y nada satisfecho de sí mismo, en lugar del rostro de Zeno Mayfield que era su identidad pública en Carthage, Nueva York.

—¿Has estado leyendo… a Platón? ¿A Sócrates? Suena como Sócrates.

—Sí. Pero ¿por qué es tan importante Sócrates?

—Porque… antes de Sócrates los filósofos pensaron sobre muchas de las mismas cosas que él, pero no de manera tan exhaustiva y sistemática; ni con tanta implicación personal. Sócrates prefirió morir antes que repudiar sus creencias o incluso en lugar de tener que exiliarse. Vivió y murió por la filosofía.

Zeno hablaba con entusiasmo. Sócrates tuvo una vida prolongada, una vida pública en el ágora; había criticado las devociones convencionales del momento; había sido impetuoso, franco, imprudente, temerario. Se había apropiado el papel del

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