Carthage

Carthage


Segunda parte Exilio » 12. La culpable

Página 41 de 58

eiron, del que solo sabe que no sabe nada; en el fondo sabía más que todos los atenienses.

Cressida se daba cuenta, por la peculiar entonación de la voz de su padre, de ordinario sardónica y ahora temblorosa, con una especie de ternura soterrada, de que Zeno Mayfield tenía a Sócrates en muy alta estima.

—Si Sócrates era tan extraordinario —objetó ella con dureza—, ¿por qué lo detuvieron y lo sentenciaron a muerte?

Y Zeno dijo, haciendo un guiño a quienes lo escuchaban:

—¿No nos sucede lo mismo a nosotros? Cuanto más extraordinario, más despreciado. ¿Dónde está mi cicuta? —buscando a tientas su jarra de cerveza coronada de espuma, para hacer reír a su reducido público.

—Sócrates ni siquiera escribió los

Diálogos. Fue Platón. ¿Cómo sabemos que no lo inventó todo, Sócrates incluido?

Y así, mientras se les enfriaba la comida, Zeno disertaba sobre Sócrates: la «herencia de Sócrates», la situación política de su tiempo, el llamado Siglo de Oro después de la victoria de Atenas y Esparta contra los persas, el enemigo común; y antes de la lenta, terrible e irrevocable decadencia y ruina de Atenas a causa de la guerra del Peloponeso, contra su antigua aliada, Esparta.

—Imaginaos nuestra tragedia de la guerra de Vietnam, multiplicada. Eso fue la guerra del Peloponeso. Atenas perdió no solo militarmente sino también en un sentido moral: su derrota fue completa. Y en aquella situación, a un espíritu independiente como Sócrates, a un hombre que creía en un «Bien» singular, invisible, que era como «Dios», se le veía como un rebelde.

A Cressida le resultaba emocionante oír hablar a su padre en aquellos términos.

Le había oído disertar en público: Zeno era un orador de gran talento y con sentido del humor, además de un aire (algo fingido) de modestia personal, incluso de reserva. Pero aquellas observaciones, hechas a la hora de la comida, en la intimidad de su hogar, no tenían ningún propósito ulterior. Era la manera en que su papá hablaba con

ella.

Arlette y Juliet presenciaban el intercambio, por supuesto. Las dos escuchaban y las dos hacían preguntas, a veces. Pero Zeno se dirigía a Cressida, porque era la inteligencia de su hija menor la que más se parecía a la suya, y la que más le atraía.

—La terrible ironía es que el Siglo de Oro de Atenas se basaba, originalmente, en las victorias militares. El florecimiento de la filosofía, del arte y de la cultura tuvo su origen en el estercolero de la guerra, en las adquisiciones de las ciudades-estado, en la explotación de los pueblos conquistados. De la casi democracia de Atenas disfrutaban solo unos pocos privilegiados. Y en la cumbre del esplendor ateniense su civilización estaba ya en decadencia, porque Pericles, su dirigente, como nuestros belicosos presidentes de los Estados Unidos, insistía en hacer conquistas, siempre más conquistas, con resultados desastrosos. Existe un paralelismo entre la muerte de Sócrates y la de Atenas, como sucede siempre entre el líder espiritual ejemplar de una época y la época misma.

Al reflexionar sobre aquello, a Cressida se le ocurrieron más preguntas.

—¿Por qué no se exilió Sócrates? Me parece horrible que se limitara… que se limitara a quedarse en la cárcel y a beberse el veneno.

Cressida había leído el

Fedón, con las numerosas anotaciones y exclamaciones de Zeno.

—Para los atenienses el exilio era equivalente a la muerte —dijo su padre—. El exilio no se veía entonces como se ve en el día de hoy, como una especie de escape bucólico.

Cressida insistió:

—Me

sentó muy mal que muriera. Creo que

lo aborrecí… por ser tan terco.

Sorprendida de que su familia se riera de ella de forma espontánea: Zeno, Arlette, Juliet, los tres.

Pero ¿por qué? ¿Qué tenía aquello de divertido? ¿Era tan

cómica ella?

¿Terca?

Cressida no lo captó. Y no se rio.

Había pensado hacer algo

bueno todos los días.

De manera deliberada, consciente; sin decírselo a nadie, encarnaría el Bien.

No como Juliet, que era «buena» por cristiana. Ella, Cressida, emularía el Bien tal como lo habían enseñado los griegos antiguos.

Pronto, entonces, le llegó la oportunidad: se necesitaban voluntarios para un grupo de apoyo en matemáticas, recién fundado: se trataba de dar clases a alumnos de entre diez y doce años de las zonas urbanas deprimidas con dificultades en matemáticas.

Solo se invitó a participar a alumnos de la edad de Cressida con nota media de sobresaliente en el instituto de Church Street. A Cressida le gustó aquello: que se la eligiera para un proyecto de élite.

Tuvo que superar su timidez a la hora de ir a ver a su tutor para inscribirse en el grupo. El profesor la miró, fue la impresión de Cressida, con cierta sorpresa:

—¡Vaya, Cressida! Muy bien.

Tan poco frecuente era que la menor de las Mayfield se presentase voluntaria.

Todavía más raro que consintiera en formar parte de un

equipo.

Luego, un autobús escolar la trasladó, con otros diez compañeros de curso, un viernes por la tarde, al centro de Carthage, al barrio de South River Street y a un instituto de aspecto deprimente llamado Booker T. Washington. El jefe del grupo era un alumno del último año de bachillerato llamado Mitch Kazteb, que les entregó varias páginas fotocopiadas del programa para la primera clase y les dio la consigna de «solo ayudar, de cualquier manera que os sea posible», ya que los alumnos eran «analfabetos en matemáticas» y cualquier avance, por pequeño que fuese, estaría «muy bien».

En el autobús Cressida se sentó con una chica de su clase de álgebra llamada Rhonda, y no se separaron después en el Booker T. Washington, nerviosas y emocionadas. Rhonda no era muy amiga suya, pero sí una chica simpática, una de las más simpáticas de su curso, que no evitaba a Cressida Mayfield por sus miradas feroces, su ceño fruncido o sus comentarios sarcásticos.

A todos los componentes del equipo se les dio una insignia con un sonriente rostro amarillo: GRUPO DE APOYO EN MATEMÁTICAS.

La sorpresa fue que, casi de inmediato, a Cressida le gustó «dar clase».

Le gustaron sus jóvenes alumnos —la mayoría eran chicas, de entre diez y doce años—, que querían con toda sinceridad que los ayudara. Incluso los chicos eran callados y parecían serios.

Los problemas de matemáticas eran, en realidad, simples cuestiones aritméticas. Sumar largas columnas de números, restar, multiplicar, dividir; con paciencia, los instructores del grupo de apoyo en matemáticas de Church Street siguieron las etapas del proceso, utilizando hojas de papel amarillo, con el respaldo de calculadoras de bolsillo para comprobar el acierto de las respuestas. Cressida dibujó rápidamente pequeñas historietas para ilustrar los problemas planteados: sus dedos volaban, sujetando un lápiz, tan sorprendida ella como los pequeños que la observaban.

No se le había ocurrido lo fácil que era entender las «fracciones» si se dibujaba, por ejemplo, una calabaza y se dividía en trozos. Al menos, la clase más elemental de fracciones.

Sentadas en los extremos opuestos de una mesa pequeña, con alumnos entre ellas, Cressida y Rhonda trabajaron juntas amigablemente. Las dos se sorprendieron: dar clase era

divertido.

Nueve alumnos, todos de piel oscura, de los cuales seis eran chicas. Los chicos, aunque más inquietos, se reían más que las chicas con los chistecitos desenfadados de Cressida. Todos parecían serios, esperanzados. A Cressida le emocionaba su reacción cada vez que, al terminar un problema, se les decía que su respuesta era «correcta».

Vistos de cerca, aquellos alumnos fascinaron a Cressida. Eran lo bastante jóvenes como para ser de menor tamaño que ella, e inconfundiblemente infantiles. (Aunque el más grande de los chicos, que se llamaba Kellard [?], era tan alto como Cressida.) El color de la piel de sus alumnos era muy

variado, con muchos matices dentro de la negrura: negro ahumado, negro cacao, negro lustroso, negro berenjena, negro negro. El pelo, los ojos, los rasgos faciales deslumbraban a Cressida, que siempre, por instinto, parecía rehuir a quienes eran como ella y evitaba el contacto visual, como si temiera una posible invasión.

Fue una revelación para ella descubrir, después de noventa minutos con sus alumnos, sin hacer apenas ninguna pausa, que trabajar con otros en un entorno como aquel podía resultar fácil y placentero.

La enseñanza, ¿un modo de vida?

Zeno siempre había insistido en lo mucho que sentía haberse dedicado a la abogacía en lugar de a la enseñanza.

Excepto, por supuesto, que con la abogacía, continuaba Zeno, se tenía la oportunidad de dirigir la política gubernamental. Por haber llegado a la mayoría de edad en el periodo que siguió a la gran década revolucionaria de la historia de los Estados Unidos en el siglo XX —los años sesenta—, Zeno entendió que si alguien quería estar al frente de las reformas tenía que actuar de manera directa; la vida de un profesor es indirecta.

A Cressida, en cualquier caso, le pareció que el grupo de apoyo suponía un encuentro con el Bien. Le gustaba trabajar con Rhonda, que era una chica callada y de natural bondadoso; aunque se le daban muy bien las matemáticas, no era ni tan lista ni tan rápida como ella, así que se sintió muy contenta consigo misma; le gustaba que sus alumnos la admirasen sin reservas y estuvieran deseosos de que les enseñara. E incluso encontraba simpáticos a los otros miembros del equipo —sus condiscípulos de Church Street—, que de ordinario la hubiesen irritado con su charloteo y sus risas durante el trayecto en el autobús.

En cuanto a Mitch Kazteb, lo encontraba más que simpático.

«Dinos, cariño, ¿qué tal has pasado la tarde enseñando matemáticas?»

Cressida le dijo a Zeno que le gustaba mucho aquel trabajo.

Luego bajó a cenar con la chapa que representaba un brillante rostro sonriente de color amarillo prendida en la camiseta. Era una broma, pero no exactamente.

Mientras le contaba a su familia la sesión del grupo de apoyo en el Booker T. Washington, vio que sus padres intercambiaban una mirada, una de esas miradas enigmáticas que los padres se cruzan en momentos así, en presencia de sus hijos, y tuvo que sonreír: sabía que, durante años, había sido la hija sobre la que se decía que tenía dificultades para «relacionarse» con otras personas.

Supuso que estaban preocupados por ella, sorprendidos de que se hubiera ofrecido para trabajar en un programa parecido a los que siempre contaban con la participación de Juliet, y como los que Zeno, en su papel de alcalde, estaba siempre tratando de promocionar dentro del epígrafe

actividades comunitarias.

El viernes siguiente, la segunda sesión también funcionó bien. Aunque dos de los voluntarios de Church Street faltaron y probablemente su ausencia sería definitiva; y los alumnos varones de más edad, incluidos los de la mesa de Cressida y Rhonda, parecieron cansarse antes tras concentrarse en unos pocos problemas, y pudo verse que se desanimaban con mayor facilidad que las chicas. Cressida, sin embargo, consiguió ganárselos, pensaba ella, gracias a sus inteligentes historietas y a su sentido del humor, ágil y con chispa, y felicitándolos cada vez que hacían algo (de hecho, cualquier cosa) «correctamente».

A los voluntarios les resultó un tanto descorazonador comprobar que la mayoría de sus alumnos de las zonas urbanas deprimidas parecían no haber retenido las modestas habilidades matemáticas aprendidas la semana anterior. Mitch Kazteb dijo que era algo con lo que había que contar:

—El equipo se limita a seguir insistiendo y procura ayudar a todos aquellos que quieren que se les ayude, por lo que cualquier cosa que suponga una mejora es bueno. ¿Entendido?

Cressida le señaló que llevaba al revés su chapa con el sonriente rostro amarillo.

A la menor de las Mayfield le sorprendió de nuevo lo a gusto que se sentía trabajando de profesora; lo bien que se llevaba con sus compañeros y en particular con Rhonda; algunos de los alumnos habían llegado a gustarle muchísimo y le producían una intensa fascinación: sus grandes ojos veloces, de color marrón oscuro como los suyos; su manera de sonreír, tímidamente al principio, abiertamente después, hasta llegar a la risa, como si para reír necesitasen el permiso de sus profesores. Se aprendió además todos sus nombres, que eran, para ella, muy exóticos:

Opal, Shirlena, Vander, Marletta, Junius, Satin, Vesta, Ronette, Kellard.

¡Qué diferente aquella experiencia de las relaciones con sus condiscípulos de Church Street! De hecho, de su trato con todos sus compañeros desde el jardín de infancia. De niña, Cressida Mayfield había aprendido a moverse entre sus iguales adoptando una pose de indiferencia; si los demás no la veían, ella tampoco los veía

a ellos.

De nuevo, en la cena del viernes por la noche, Cressida habló entusiasmada de la sesión del grupo de matemáticas. Esta vez tenían invitados, viejos amigos de sus padres, que no se cansaron de hacerle preguntas; se trataba de un matrimonio que conocía a Zeno y a Arlette desde antes de que nacieran sus hijas y que no siempre se había sentido cómodo en compañía de Cressida. ¡Ahora estaba claro que a los Massey les había impresionado la

hermana lista!

Luego llegó el tercer viernes. Que sería el último para Cressida.

Su idilio concluyó bruscamente cuando, al entrar en un aula con los demás profesores, Cressida vio a poca distancia cómo uno de sus alumnos varones daba un codazo a otro; vio la expresión de los dos, disimulada pero burlona, y oyó, de manera inequívoca: «A ti te toca la feúcha, ¿verdad?».

Aunque estaba escuchando algo que decía Rhonda, Cressida captó con toda claridad aquel comentario, que le atravesó el corazón como una flecha y que la habría inmovilizado por completo de no ser porque la inercia de la situación la obligó a seguir adelante; era demasiado orgullosa, por supuesto, para reconocer que había oído aquel insulto infantil o que la había herido.

Un instante después los dos chicos se habían separado, Kellard bajó la cabeza (¿sintiéndose culpable?) entre risitas, y dobló las piernas para caer ruidosamente en su silla delante de la mesa. Con aire inocente, saludó acto seguido a sus profesoras blancas como si no hubiera pasado nada.

A Cressida le estallaba la cabeza de pura vergüenza y de humillación. Estaba casi segura de que Rhonda no había oído el comentario del chico, pero tenía la horrible sensación, demoledora para ella, de que Mitch Kazteb, en cambio, sí lo había oído.

(No la miró ya ni una sola vez cuando entraron en la sala. Sin duda se avergonzaba por ella. Los diálogos desenfadados entre los dos habían recibido una irrevocable sentencia de muerte.)

Así fue como vivió su tercera y última sesión en el Booker T. Washington. Cressida logró llegar hasta el final con mucho valor, pero con resentimiento.

Le bastó con mirar a Kellard y a los otros. Porque ahora le parecía evidente que les caía mal a todos. Una voz rencorosa le martilleaba la cabeza.

Te detestamos. No sabes hasta qué punto, joder. Eres una chica sin ninguna gracia, sin el menor atractivo.

La pobre Rhonda tuvo que darse cuenta de que su amiga Cressida participaba mucho menos en la clase que durante las dos sesiones anteriores. Cressida Mayfield, de la que se sabía que podía mostrarse taciturna e imprevisible, intervenía lo justo, sin entusiasmo; dejó que Rhonda hablara casi todo el tiempo: ella, que había entretenido a sus alumnos con sus historietas hábilmente ilustradas, no bromeó ni hizo un solo dibujo aquella semana.

También los alumnos notaron que había algo que no funcionaba. Kellard se sentó un poco aparte de los demás, removiéndose en la silla, frunciendo el ceño y mordiéndose las uñas, consciente de que Cressida no le hacía el menor caso ni le alababa una sola vez.

En el autobús de regreso al barrio de las dos, en una zona septentrional y accidentada de Carthage, Rhonda le preguntó si algo iba mal, y Cressida negó con la cabeza.

Rhonda comentó, desaprobadora, que dos o tres profesores más habían desertado aquella semana. Rhonda parecía a punto de manifestar la esperanza de que Cressida no hiciera lo mismo, pero la actitud de su amiga, hundida en el asiento, mirando tristemente por la ventanilla, la hizo desistir.

¡Qué injusto era todo! Cressida sabía que le había caído bien a Kellard, como también a ella le había gustado él. Pero aquel chico no había resistido la tentación, sin embargo, de decir lo que había dicho; y ahora ella lo despreciaba y le resultaba imposible mirarlo.

En cuanto a los otros alumnos, Cressida sabía, por supuesto, que no tenían la culpa de nada. En especial las niñas pequeñas, que tanto le habían gustado. Pero su aventura didáctica había terminado. Nada la haría volver ya al instituto Booker T. Washington.

Aquella noche, durante la cena, el gesto de Cressida era hosco. Un tanto inseguros, sus padres le preguntaron qué tal le habían ido las cosas por la tarde y Cressida dijo, con una sonrisa de indiferencia, alegre y despreocupada:

—Muy bien todo. Pero no voy a volver la semana que viene.

—¿No vas a volver? ¿Por qué?

—Porque es una pérdida de tiempo. Los alumnos no «aprenden» nada en realidad; memorizan y luego olvidan.

—Pero… disfrutabas tanto con las clases…

Cressida se encogió de hombros. Para ella, el experimento se había acabado.

—Pensabas que quizá te gustaría ser profesora, dijiste…

Y Juliet protestó:

—Pero ¡Cressie!, Rhonda y tú os lo estabais pasando tan bien, eso fue lo que dijiste. ¿Por qué renunciar tan pronto?

Cressida negó con la cabeza. ¡No había que engañarse más!

Tiró a la basura su chapa sonriente del grupo de apoyo en matemáticas.

La feúcha. Con el paso del tiempo llegó a creer que el chico había dicho

Fea.

Después de todo, pensó, era una suerte que hubiera aprendido tan pronto lo estúpidos y crueles que podían ser los alumnos jóvenes. Antes de cometer alguna equivocación idealista, insensata.

Había descubierto, además, lo superficial que era, con qué facilidad se la hería, se la derrotaba. Como un dibujo de M. C. Escher que es deslumbrante e inteligente, ingenioso, pero todo superficies, carente de profundidad y de corazón.

En el autobús que se dirigía hacia el norte. La última vez que miró por la ventanilla el paisaje era rural, accidentado. Habían dejado atrás Florida —y Georgia— y estaban ya en Carolina del Sur, a no ser que hubieran entrado incluso en Carolina del Norte.

Paralizada por el miedo, mientras se dejaba llevar hacia Carthage.

Quizá se hayan olvidado de mí por completo, pensaba.

Quizás no me había equivocado durante todo este tiempo.

Y también

Quizás el autobús vuelque. Quizás desaparezca… en «un terrible accidente en la interestatal 95».

Había dormido acurrucada en su asiento. Nadie le pidió sentarse a su lado.

¡Cómo echaba de menos al investigador! Incluso su enfado con ella, su intensa desilusión cuando le dijo que se marchaba.

Y sin duda tenía razón: había traicionado su confianza, no podía serle ya de utilidad en el futuro. Y como tenía cincuenta años menos, resultaba ridículo pensar en cualquier relación que no fuese la profesional.

De todos modos no había perdido la sortija. Y seguía dándole vueltas y más vueltas sin sacársela del dedo.

Si me perdonasen ellos, podría volver con él. Si es que me acepta.

Le parecía que llevaba muchísimo tiempo durmiendo sin quitarse la ropa. Tuvo un sueño muy desagradable que transcurría en el instituto Booker T. Washington, aunque el edificio laberíntico de su sueño no se parecía mucho al auténtico.

Los niños negros escondiéndose. Riéndose de ella y corriendo luego a su encuentro.

¡Fea fea fea! Por qué no te mueres.

También allí se había portado mal. Lo había sabido incluso entonces.

Mitch Kazteb había tratado de convencerla. Todos estaban desanimados con las clases, algunos de los chicos eran unos mocosos condenadamente insoportables, también a él le habían insultado, más de una vez. Pero hay que seguir adelante, dijo Mitch, no dejar de caminar aunque sea cuesta arriba, y acabará saliendo bien, o mejor que bien.

Había telefoneado a Cressida, al ver que no aparecía la cuarta semana.

¡Un chico llamando a Cressida Mayfield! Alguien del último curso, que hablaba con ella como si le gustara o le gustaran algunas de sus cualidades.

Cressida se había sentido atraída por

él, pero solo al principio. Solo cuando las cosas iban bien.

Sentimientos como telarañas. No tenían nada de duradero. Sus sentimientos, al menos.

Y Rhonda la había llamado para decirle que la echaba de menos. Rogándole que volviera, que lo intentara de nuevo.

A Cressida le había conmovido de verdad que Rhonda y Mitch la hubiesen llamado. Pero resultaba imposible confesarles

No quiero correr otra vez el mismo riesgo. Es demasiado fácil herirme.

Mientras pensaba en aquellos errores de su adolescencia había empezado a toser debido al aire demasiado frío del autobús. Otros pasajeros se habían quejado al chófer, ahora que ya habían salido del sur de Florida.

Empezó a sentir la garganta rasposa y dolorida. Y la piel demasiado sensible, como si estuviera poniéndose enferma.

Temor a enfermar en un sitio tan público, y tan lejos de cualquier cosa que se pareciera a un hogar.

Era

la lista.

Lo sabía demasiado bien, por todos los demonios:

la lista.

Daría un portazo en Cumberland Avenue al salir por la puerta de atrás.

Sin importarle si alguien dentro la veía o la oía marcharse.

Sin que le importase no volver nunca.

En su interior había un mecanismo de relojería con la cuerda dada al máximo, con un tictac cercano al estallido.

«Os detesto. Ojalá estuvierais todos…»

Pero no llegaba a pronunciar la palabra

muertos.

Porque, por supuesto, no lo decía en serio…,

muertos.

Por qué estaba tan enfadada, por qué le latía tan deprisa el corazón. Por qué le martilleaban las sienes con tanta fuerza. ¿Por qué ese deseo, tan poderoso en ella en los últimos tiempos, como en otras chicas de su edad, de que la tocaran, de que la besaran, de que le hicieran el amor, de

fundirse?

Desde que tenía recuerdos, se había sentido incómoda cuando la miraban, cuando los ojos de otros la evaluaban. Pero últimamente la sensación era cada vez más fuerte.

Desde sus problemas en el instituto con el señor Rickard, su profesor de Geometría, que le había dicho cosas tan estúpidas, crueles e imperdonables después de confiarse a él y de enseñarle una carpeta con sus dibujos. «Le detesto. Ojalá se

muriera

Miedo, repugnancia… a que otros la observasen.

De ordinario quería encogerse, hacerse pequeña y

desaparecer en presencia de desconocidos.

Pero a menudo se trataba de personas que conocían su nombre o, peor aún, la conocían como la hija menor de los Mayfield:

la *****.

En ocasiones, su propia familia.

Dando un portazo al marcharse de la casa para no tener que ponerse a

gritar.

Con pantalones cortos de color caqui, camisetas de manga larga, playeras. Ropa amplia masculina que disimulaba su figura (de chico). Y el pelo, necesitado de un buen lavado, peinado hacia atrás descuidadamente, detrás de las orejas.

Estaba enfadada. Pero sobre todo estaba avergonzada.

¡Lo que había hecho para herir a Juliet! Avergonzada.

Un sábado del mes de abril. Más o menos una semana después de cumplir los quince años.

Recluida en casa practicando el piano. De manera obsesiva y sin alegría tocaba el instrumento en la sala de estar, en una esquina que la luz natural raras veces iluminaba, por lo que incluso al mediodía necesitaba tener encendida una lámpara, cosa que también la molestaba. La tarde anterior había tenido su clase semanal, decepcionante para ella y también (se daba cuenta) para el señor Goellner, su profesor; Cressida estaba decidida a tocar la sonata de Beethoven con soltura, rapidez y sin errores; quería sorprender al señor Goellner el viernes siguiente, y rebatir su (probable) juicio sobre su habilidad musical; sin embargo, pese a su feroz concentración, y a su buena disposición para repetir una y otra vez aquellos pasajes de brillantes arpegios, seguía cometiendo errores —golpeando las notas equivocadas, perdiendo el ritmo—, metiendo la pata, vergonzoso. Porque se trataba de la sonata n.º 23, la gran

Ir a la siguiente página

Report Page