Carter

Carter


Viernes

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El Pescador se puso negro. Pelo Gris empujó otro billete de diez. Un par de rondas más en las que todos empujaron billetes de diez, hasta que Kinnear dijo:

—Bueno, no sé. Veamos cómo va cada uno. Voy a los diez y subo hasta cincuenta.

—¿Qué es eso? ¿Cincuenta? —dijo El Pescador.

—Exacto, Harry —dijo Kinnear.

El Pescador separó los cincuenta y los empujó al centro de la mesa. Pelo Gris sonrió para sí e hizo lo mismo. Kinnear empujó otros cincuenta, y con estudiada teatralidad contó otros cincuenta.

—¿Qué es eso? —dijo El Pescador.

—¿El qué, Harry? Son otras cincuenta libras. Diez billetes de cinco libras del reino de Inglaterra.

—¿Cien en total?

—Cien en total, Harry.

El Pescador miró el dinero y luego sus cartas, que estaban sobre la mesa, boca abajo. Se moría de ganas de coger las cartas y echarles otro vistazo para asegurarse de que eran buenas. Consiguió contenerse y empujar las cien libras hacia el centro de la mesa sin dejar los billetes hechos trizas.

Pelo Gris esbozó su clásica sonrisa, negó con la cabeza y volvió sus cartas. Kinnear cogió las suyas, frunció los labios, cogió aire y miró su mano. El Pescador consiguió no tamborilear los dedos contra el borde de la mesa. Por fin Kinnear dejó de jugar y dijo:

—Voy y subo otros cien.

El Pescador ponía muy mala cara.

—Siempre puedes verlas, Harry —dijo Kinnear.

El Pescador se quedó mirando fijamente la mano de Kinnear, como si de ese modo pudiera ver el otro lado. Tenía la opción de apostar otros doscientos y ver lo que tenía Kinnear, o podía apostar otros doscientos sin ver lo de Kinnear con la esperanza de que este se rajara al ver que El Pescador seguía apostando. Todo dependía de si Kinnear iba de farol o no. El Pescador tenía que tomar una decisión. Una decisión basada en las ciento ochenta libras que ya había puesto sobre la mesa.

Debió decidir que Kinnear iba de farol.

—Muy bien —dijo, y su boca era como el agua cuando borbotea por el desagüe—. Doscientos.

Empujó los doscientos hacia el centro de la mesa.

Kinnear enarcó ligeramente una ceja.

—¡Mmm! —dijo.

A continuación se levantó, se dirigió hacia un armario cerrado con llave, lo abrió y sacó algo de dinero. Volvió a sentarse y contó un montón de billetes. Puso los billetes en el bote.

—¿Cuánto hay? —dijo El Pescador.

—Eso son seiscientas libras, Harry —dijo Kinnear—. Las doscientas que tú has puesto y cuatrocientas más.

—Cuatrocientas —dijo El Pescador.

—Exacto —dijo Kinnear.

—No te conformas con ver mis doscientos —dijo El Pescador.

—No, Harry —dijo Kinnear.

El Pescador habría tragado saliva de haber podido detener el permanente vaivén de su nuez. Ahora había vuelto adonde estaba unos minutos atrás. Solo que para seguir con la partida tenía que poner otros cuatrocientos. Es posible que El Pescador siguiera creyendo que Kinnear iba de farol, pero no quería llegar a los ochocientos en la próxima ronda. Así que lo vio.

Bajó el brazo por un lateral de la silla y recogió un maletín. Sacó un montón de dinero, contó una parte y lo colocó en el centro de la mesa.

—Lo veo —dijo.

—Así que ves mi farol, ¿eh Harry? —Kinnear le sonrió.

El Pescador asintió.

—Bueno —dijo Kinnear—, veamos lo que tenemos aquí. Con tanta emoción, se me había olvidado lo que tenía. Ah sí. Espero que puedas superarlo, Harry.

Kinnear dio la vuelta a sus cartas. Tenía color de corazones, y la reina era la más alta.

El Pescador se volvió del color de un Camembert muy rancio.

—Oh, vamos, Harry —dijo Kinnear—, no me digas que te he ganado. Va, me estás tomando el pelo.

Kinnear extendió los brazos sobre la mesa para volver las cartas de El Pescador, pero este las agarró primero y las devolvió al mazo. Kinnear soltó una carcajada.

—¿Qué te parece, Jack? —dijo—. El viejo Harry pensaba que le estaba tomando el pelo.

—Hay que ser un buen jugador de

poker para jugar al

poker con un buen jugador de

poker —dije.

—Cállate —dijo El Pescador.

Kinnear soltó otra carcajada. Me puse en pie.

—¿No te irás ahora, verdad, Jack? —dijo Kinnear.

—Tengo que irme. He de encargarme de algunas cosas.

—Claro, claro —dijo—. Bueno, cuando tengas un poco más de tiempo, déjate caer por aquí. Me gusta verte.

—Lo haré —dije—. Si tengo un hueco libre.

La chica del sofá soltó una risita.

—Dales recuerdos a Gerald y a Les —dijo Kinnear.

—Lo haré —dije. Subí las escaleras y me dirigí hacia la puerta. El silencio se podía cortar con un cuchillo. Abrí la puerta y se oyó un ruido muy fuerte cuando se arrugó la moqueta. Todo el mundo me miraba. Le dirigí una sonrisa a El Pescador.

—Le dije que no me quedaría mucho tiempo —exclamé.

El Pescador soltó un taco.

Me marché.

Bajé las escaleras, y cuando llegué a la puerta por la que había entrado, oí cerrarse la puerta de arriba. Esperé. Eric apareció en las escaleras. Bajó hasta donde yo me encontraba. Puse la mano en el pomo y lo miré. En sus ojos leí pensamientos no muy amistosos.

—Eso no me ha gustado mucho, Jack —dijo.

Le sonreí.

—Si me hubieras dicho para quién trabajabas, esto no habría ocurrido —dije.

—A Cyril tampoco le ha gustado.

—¿Cyril, eh? No sabía que fuerais tan amiguitas.

—No eres tan listo como te crees. Cyril se ha puesto a pensar. Igual que yo. Se pregunta por qué querías saber para quién trabajo.

—¿Es que no lo sabe?

—No, maldita sea. Pero a lo mejor piensa que a Gerald y a Les les gustaría saber dónde estás metiendo las narices. Tiene la impresión de que no les haría mucha gracia.

—Y tiene razón. Así que dile que puede ahorrarse el dinero de la llamada.

—Ya ves —dijo Eric—, Cyril se pregunta por qué ibas a tomarte la molestia de jugar a policías y ladrones solo para averiguar para quién trabajo.

—Ya se lo he dicho —contesté—. Gerald y Les me pidieron que le mandara sus saludos. Me dijeron dónde encontrarlo. El hecho de que te haya seguido ha sido casual.

Sonreí ante la manera en que me miró Eric. A continuación, se dio media vuelta y comenzó a subir de nuevo las escaleras.

—Dile a Kinnear que me iré en cuanto haya aclarado los asuntos de Frank.

Eric se dio la vuelta y me miró.

—Buenas noches, Eric.

Conduje hasta la estrecha calle que partía de El Casino. Los árboles oscuros y tupidos terminaron de repente y de nuevo me vi inmerso en la luz amarillenta de las farolas de barrio residencial. No se veía a nadie. Las casas de estilo californiano aparecían tranquilas y silenciosas, resguardadas por jardines y jardines de un césped bien cuidado. Allí donde una casa mostraba algún signo de vida, naturalmente las cortinas estaban corridas para informar a los vecinos de que allí vivían unos ricos pagados de sí mismos. Unas coníferas bien ubicadas vigilaban a aquellos contribuyentes adinerados que vivían cómodamente en las afueras.

Recordé la época en que aquel lugar se llamaba Back Hill.

Back Hill. Los bosques parecían extenderse hasta el cielo. Exceptuando algún trecho de tierra marrón rojiza que asomaba aquí y allá. Podías ver la colina desde el extremo de Jackson Street. Y aunque la colina era un campo de juego natural para los críos, tampoco es que hubiera muchos críos en los años en que Frank y yo vagabundeábamos por ahí. Solía ser los sábados por la mañana, y teníamos la impresión de haber caminado un montón de millas. Había todo tipo de lugares secretos que eran propiedad privada mía y de Frank. Cuando nos hicimos mayores, y andábamos ya por los dieciséis, nos turnábamos para llevar la escopeta. Nos la poníamos en la parte interior del codo, como si fuéramos

cowboys, con las botas de goma emitiendo ese chapoteo característico, con el cuello de la chaqueta de cuadros levantado, caminando sin prisas, deteniéndonos de vez en cuando en alguna hondonada oculta, acuclillándonos, simplemente mirando a nuestro alrededor, con el frío aliento formando una espiral hacia el cielo gris, sin hablar, sintiéndonos de primera. Naturalmente, eso fue antes de conocer a Albert Swift. Antes de que yo y mi padre tuviéramos aquella pelea. Antes de aprender a conducir. Antes de Ansley School. Antes de muchas cosas. Pero solía ser un lugar estupendo. Podías caminar hasta la cima (y había una cima, una pequeña meseta cubierta de hierba azotada por el viento), y no te dabas la vuelta hasta que no llegabas a esa meseta, y entonces bajabas la mirada y por encima de las copas de los árboles veías la ciudad, como si la hubieran ido arrojando a puñados: el anillo de las siderúrgicas, las colinas a unos quince kilómetros a la derecha, alzándose de la planicie del río, y el propio río, a unos doce kilómetros, justo delante, una reluciente anchura, y más colinas, aún más altas, perdiéndose a lo lejos. Y por encima de todo, el cielo vasto, más amplio que ningún otro cielo, extendiéndose a lo alto y a lo ancho, empujado por los vientos del norte.

Ese lugar, la meseta, era donde pasábamos casi todo el tiempo cuando estábamos en Back Hill. En marzo, nos acurrucábamos bajo el arbusto que crecía justo a la derecha del borde, y nos quedábamos justo debajo, en una cresta arenosa, a resguardo del viento, y contemplábamos el viento de marzo espoleando a los caballos blancos del río. En agosto nos tumbábamos boca arriba y contemplábamos el cielo azul, con sus motas rosadas, sobre nuestros ojos, y alguna alta brizna de hierba a veces se inclinaba y se entrometía en mi visión, y Frank hablaba más para sí que para mí cuando se ponía a enumerar lo que le gustaba hacer y lo que no. Jack, decía, de esos discos de setenta y ocho revoluciones que compré ayer en Arcade, ¿crees que ese de Benny Goodman Sextet,

Don’t Be That Way, era el mejor? Con Gene Krupa a la batería. ¡Demonios! ¿No sería increíble poder hacer eso? Y si pudieras, tampoco podrías hacerlo en este agujero. Aquí no le interesa a nadie. Dirían que no es más que ruido. En Estados Unidos sí puedes hacer cosas así. Te animan porque piensan que el

jazz es algo bueno de verdad. Estados Unidos. Ahí es donde tendríamos que ir, ¿no te parece? Imagínate. Con esos coches que son todo muelles que te mecen adelante y atrás como un subibaja cada vez que frenas. Allí puedes conducir con dieciséis años. Imagínate, chaval. Conduciendo uno de esos por las autopistas, con un traje de americana larga y pantalones estrechos, sin corbata, como Richard Widmark, con la radio a toda pastilla escuchando a Benny Goodman. ¡Uau! Creo que cuando acabe la escuela me iré a Estados Unidos. Trabajaré para conseguir un pasaje. No me costará encontrar un trabajo. Allí incluso los peones cobran cincuenta libras la hora. Los electricistas pueden llegar a las doscientas. Ya lo creo. Y puedes ir al cine a las dos de la mañana y ver un programa triple. Te puedes comprar una de esas casas con un jardín grande y sin cerca.

Bajé la colina y pasé junto a aquellas casas de jardines grandes y sin cerca.

The Cecil. Volví a aparcar el coche y entré. Habían atenuado las luces. Un cantante melódico enfundado en un traje de John Collier intentaba sonar como Vince Hill[6]. Me dirigí a la barra y pedí un

whisky grande. Keith estaba sirviendo al otro extremo de la barra. En la barra había una fila de tres tíos de espesor. En cada mesa había al menos seis personas. El cantante terminó. Muchos aplaudieron y silbaron. El cantante se volvió hacia su micrófono y dijo:

—Y ahora, señoras y señores, y sobre todo señores, me gustaría presentarles la atracción estrella de esta noche: una damita que por aquí no es ninguna desconocida, alguien que está llevando a cabo una gira de gran éxito por los clubs del norte, y que por una noche, y solo por una noche, ha conseguido hacer un hueco (y no crean que no le ha costado) para cantar entre nosotros. De hecho no necesita ninguna presentación, señoras y señores, ante ustedes la señorita… ¡Jackie… Du… Val!

Grandes vítores y silbidos, y todos los tipos de la barra empujaron para acercarse adonde estaba la cantante. Comenzó a sonar «Big Spender» y la señorita Jackie Du Val salió a escena levantando mucho los brazos. Llevaba un vestido de noche color naranja y unos guantes a juego que no hacían juego. Tenía el pelo negro y lo llevaba recogido en una grotesca colmena, y si todavía no había cumplido los cuarenta, no le faltaba mucho. Recorrió la breve tarima que permitía acercarse un poco hacia las mesas, y la banda retomó el inicio de la melodía y ella comenzó a cantar estilo Shirley Bassey, solo que más alto. Mientras cantaba, inició la rutina de sacarse primero un guante y luego el otro, y al hacerlo asomaron las medias de malla por la raja del vestido, y yo pensé «Madre de Dios», y volví hacia la barra y miré las botellas y leí las etiquetas.

Luego me puse a pensar en Audrey y en mí. Y casi siempre que me ponía a pensar en Audrey y en mí, lo hacía con sentimientos encontrados: pensaba, Jesús, menuda idiotez, comenzar a acostarte con la mujer del jefe cuando todo te iba tan bien, y luego me ponía a pensar en las cosas que Audrey era capaz de hacer para conseguir que me comportara como un maldito idiota.

Dios mío, era buena.

Nunca había estado con nadie como ella. Tampoco es que hubiera estado con muchas. Solía acostarme con las fulanas que trabajaban para nosotros, pero el problema era que lo único que tenía que hacer era telefonear y en media hora se presentaban un par. Y lo más probable es que también se fueran en media hora.

Pero cuando Audrey me tocó por primera vez, la cosa fue así: tuve que hacer un gran esfuerzo para no correrme en cuanto sus dedos me palparon.

Pero ella me hizo esperar, y eso también influyó.

Solo llevaba ocho meses casada con Gerald cuando comencé a hacerme una idea de cómo estaban las cosas. Gerald se la ligó mientras estaba de vacaciones en Viareggio. Volvió a casa antes de lo esperado y les dio pasaporte a Rae y a sus dos hijos y enseguida se trajo a Audrey. Se casaron el mismo día que llegó el divorcio. Les pensaba que Gerald se había portado como un capullo, pero nunca se lo dijo a la cara. Gerald se portaba con ella como si fuera un maldito crío. Le daba todo lo que quería. Pero no fue por culpa de Gerald que se lio conmigo. Eso fue cosa de ella.

Keith se acercó. Estaba lustrando un vaso. Tenía tiempo para hablar ahora que todos estaban concentrados en la cantante.

—Hola, Keith —dije.

—Alguien ha estado preguntando por usted —dijo.

—¿Ah sí? ¿Alguien que conozcamos?

—¿Recuerda que hablamos de Thorpey? ¿El prestamista?

—El viejo Thorpey, ¿eh? Hace mucho que no lo veo.

—Lo mismo dijo él.

—¿Ah sí?

—Sí. Dijo que se había enterado de que estaba usted de visita en la ciudad y se preguntaba si yo sabía dónde se alojaba. Quería visitarlo. Por los viejos tiempos y todo eso.

—Muy amable por su parte.

—Quería venir a decírselo, pero pensé que no estaría.

—Claro.

Keith comenzó a ponerse granate.

—Habría venido, de verdad.

—¿Qué le dijiste?

Se puso aún más granate.

—Nada.

—Bien. ¿Cómo quedó la cosa?

—Cuando vieron que no iba a contarle nada, se marcharon.

—¿Se marcharon? ¿Cuántos eran?

—Tres.

Encendí un cigarrillo.

—Así que Thorpey, ¿eh?

Siempre pensé que Thorpey era la clase de rata que prefería trabajar por libre. En cualquier caso, no para ningún pez gordo. Siempre había sido muy orgulloso. Le gustaba ser el mandamás a su estilo, y el negocio al que se dedicaba le iba bastante bien. Le gustaba que el margen de beneficio se mantuviera constante. ¿Y si Frank había hecho algo que había cabreado a Thorpey? Naturalmente que no. Pero supongámoslo. ¿Qué podía haber hecho Frank para que Thorpey se tomara la molestia de liquidarlo? Aun cuando Thorpey y los suyos tuvieran la mitad del coraje necesario para hacerlo. Si Thorpey actuaba solo, tampoco tendría mucho interés en verme. Aunque, naturalmente, a lo mejor había habido una fusión. Los sistemas de préstamos en Doncaster, Bradford, Leeds, Barnsley y Grimsby pertenecían todos al mismo pez gordo, y a lo mejor habían ampliado el negocio apoyando la operación de Thorpey, como muestra de buena voluntad. Thorpey seguiría figurando como un mandamás, pero de vez en cuando la persona para la que trabajaba le pediría que hiciera alguna cosilla que normalmente a Thorpey ni se le habría pasado por la cabeza. Como, por ejemplo, tener una charla conmigo. O atiborrar a Frank de

whisky y soltar el freno de su coche.

Miré el reloj de pared. Eran las diez menos cuarto.

—¿No sabrás adonde han ido? —pregunté.

Keith se encogió de hombros.

—Pueden haber ido a cualquier sitio. A un club, un

pub, adonde sea. Pero estén donde estén, le buscan.

No dije nada.

—¿Qué va a hacer ahora? —preguntó Keith.

—Voy a ver a alguien que puede darme un poco de información.

—¿Quién?

—Oh, no es más que un viejo amigo al que no he visto en años —contesté.

Me alejé de la barra. En ese momento, la señorita Jackie Du Val no llevaba puesto más que un tanga. Se había bajado del escenario y ahora se paseaba entre las mesas. Todo eran manos. La señorita Jackie Du Val se sentó en las rodillas de un tipo que sujetaba una pinta de cerveza, e introdujo en ella el pecho izquierdo. Se oyó una carcajada hasta que la mujer que acompañaba al tipo con la pinta de cerveza la agarró y la arrojó por encima de la señorita Jackie Du Val y su acompañante. Este se puso en pie y la señorita Jackie Du Val cayó de culo al suelo soltando un chillido. El tipo le atizó un sopapo a su acompañante y comenzó a limpiarse. La mujer se cayó de la silla y también aterrizó en el suelo. Ella y la señorita Jackie Du Val se encontraron en el suelo y comenzaron a rodar tirándose del pelo, arañándose y mordiéndose. Todo el mundo las vitoreaba. La mujer que estaba encima de la señorita Jackie Du Val intentaba morder una de sus tetas, mientras esta intentaba arrancarle los dos ojos a su contrincante. Una mujer muy borracha, situada al borde del círculo que la multitud había formado en torno a las dos, adelantó el pie y con la punta del zapato levantó hasta la cintura el vestido de la mujer que estaba encima de la señorita Jackie Du Val. Hubo más carcajadas estridentes. Un par de camareros habían saltado la barra e intentaban abrirse paso entre el gentío. El tipo al que le habían echado la cerveza por encima terminó de limpiarse, cogió una botella de cerveza negra y la vació de manera lenta y deliberada sobre las nalgas levantadas de la mujer que estaba encima, desplazando la botella de lado a lado para que las bragas de la mujer quedaran uniformemente empapadas. La mujer comenzó a chillar de rabia mientras yo salía por la puerta que daba a High Street.

Existe un lugar en la linde de la ciudad en el que, allá por los años cincuenta, construyeron unas viviendas de protección oficial. Antes, ese lugar era lo que podríamos llamar un descampado natural. Lo que quiero decir es que no habían tenido que derribar ni llevarse nada (como por ejemplo un viejo aeródromo) para darle ese aspecto usado, asolado, la clase de terreno donde las malas hierbas, erectas y herrumbrosas, crecían directamente entre viejos ladrillos partidos y grietas en el cemento gris; simplemente crecían allí. El lugar se extendía casi medio kilómetro en dirección opuesta a la ciudad. En otra población lo habrían convertido en huertos municipales. Pero de haber estado en otra población, quizá habría dado la impresión de que allí podía crecer algo.

Antes de que construyeran aquellas viviendas subvencionadas, cerca de ese lugar solo se levantaba una vivienda, justo en la misma linde, lo más lejos posible de la ciudad. Era una granja victoriana simétrica, de esas que tienen la puerta entre dos ventanales. El color de los ladrillos no era muy rojo. Los marcos de las ventanas se habían pintado de verde lima hacía aproximadamente setenta y cuatro años. Y aunque había cortinas en las ventanas, no se podían ver desde el exterior. La chimenea sobresalía en mitad del tejado, y aunque fuera diciembre o julio, siempre salía humo. Había un cobertizo en la parte de atrás, a unos cuarenta metros de la casa, y doscientos metros más allá comenzaban las siderúrgicas, negras al principio, hasta que estallaban en una llamarada salvaje.

La casa no tenía jardín propiamente dicho, ni cerca. Las malas hierbas simplemente se acortaban a medida que te acercabas a la casa. Si querías llegar en coche hasta ella, no tenías más que sacarlo de la calle, cruzar el borde de hierba y seguir la línea más recta entre dos puntos. Que fue lo que hice.

Paré el coche y me bajé. Se oían los esporádicos ruidos metálicos y los gruñidos del negro y el dorado, informes, de las acerías. El viento me zumbaba en la cara. Caminé hacia la casa. No se veía ninguna luz en la parte delantera. Rodeé la casa hasta la parte de atrás. La luz de una bombilla desnuda en la cocina iluminaba una moto y un sidecar. Llamé a la puerta. Me abrió una mujer de unos setenta años. Dio un paso atrás para dejarme entrar.

—Tendrá que esperar unos momentos. Ahora está ocupada.

Al cruzar la puerta dije:

—He venido a ver a Albert.

—Ah —dijo la mujer, y comenzó a cerrar la puerta—. Albert, hay un tipo que quiere verte. ¿Qué le digo?

Pero antes de que pudiera cerrar la puerta, entré en la cocina.

La tele estaba en un rincón, encendida y a todo volumen. Sentada en un taburete alto, a un lado de la tele, dándome la espalda, había una mujer que llevaba un abrigo y rulos. Se sentaba encorvada, con las manos en los bolsillos del abrigo. No se volvió, sino que siguió mirando la tele. Dos niñas de unos cinco o seis años estaban sentadas en el suelo, también mirando la tele. Una de ellas se volvió y me miró durante un minuto, y luego se volvió hacia la pantalla. Tenía la cara tan mugrienta como la ropa. Sobre la mesa de la cocina, entre los platos sucios acumulados de al menos media docena de comidas, había una cuna portátil, y en su interior un bebé que no tendría más de dos meses.

Al otro lado de la mesa, cerca de la pared situada junto a un mueble bar de teca que era el único mueble nuevo de la habitación, había una silla también encarada a la tele, y en la silla había un hombre con un vaso en la mano que me miró con cierta sorpresa.

—Hola, Albert —dije.

—Cristo bendito —dijo Albert Swift—, si es Jack Carter.

La última vez que lo vi fue once años atrás, después de pasar dieciocho meses en la trena. Había ido a verlo para recuperar mi viejo empleo, pero dieciocho meses había sido mucho tiempo. Ya tenían un nuevo chófer, y Albert lo apreciaba mucho porque no tenía antecedentes. Albert fue muy simpático, pero su simpatía no me sirvió de mucho. Así que durante tres años trabajé solo. Hasta que decidí mudarme a Londres. Pero no existía ningún rencor entre Albert y yo. De hecho, me dio un poco de pasta para que me fuera. Hacía demasiado tiempo que nos conocíamos como para que existieran rencores entre nosotros.

Lo conocí a los quince años. Él era tres años mayor que yo, y estaba en una banda de Mortimer Street. Albert era un auténtico granuja, el primer granuja de verdad que conocí. Frank y yo habíamos estado jugando a billar en el club Liberal, un edificio grande como una iglesia en Kenworthy Road. Solía haber dos mesas de snooker y una de

ping-pong, y tantos Dandelion & Burdocks como pudieras engullir. Durante la semana, en el local solo había críos. Y el encargado era un viejo capullo llamado Waller Havercroft. De día trabajaba en el Dilly Cart, y hay que ver cómo odiaba a los críos. Sobre todo a mí. Sea como fuere, Frank y yo estábamos jugando al billar en la mesa situada en el rincón más oscuro de la sala, y solo estaba encendida la luz del billar y la de la oficina de Waller, en la otra punta, y estábamos allí tan ricamente, en el acogedor silencio del tapete verde, y lo estábamos pasando la mar de bien, sin decir nada, tomándonoslo con calma, observando los perfectos ángulos rectos que dibujaban las bolas sobre la mesa. A continuación la puerta se abrió de repente y entraron Albert Swift y su banda. Albert llevaba la clásica americana de mangante, cruzada y acolchada por todas partes, una camisa de cuadros escoceses y unos pantalones de pana marrones. Miró a su alrededor y dijo: «Jesús». Uno de los de su banda escupió en el suelo. El viejo Waller estaba a punto de salir de su oficina para echarlos hasta que vio quién era. Apenas se había asomado de la oficina cuando intentó volver a entrar sin que lo vieran. Pero lo vieron. Albert se volvió hacia Waller y, en un tono muy sarcástico, le dijo:

—¿Ah sí?

Waller, todavía retrocediendo, se volvió para mirar hacia el interior de la oficina y farfulló algo ininteligible.

—¿Que haces qué? —dijo Albert. Waller cerró la media puerta con el breve antepecho donde solías colocar el dinero cuando te comprabas un Dandelion & Burdock.

—¿Has dicho algo, Viejo Capullo? —dijo Albert.

Waller pasó el cerrojo de golpe y bajó la mirada. Albert sacó un cigarrillo, se lo llevó la boca, lo encendió, y no apagó la cerilla hasta que no hubo sacado un petardo del bolsillo superior de la americana y encendido la mecha azul.

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