Carter

Carter


Viernes

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—He preguntado, Viejo Capullo, si me estabas diciendo algo —insistió.

Waller retrocedió aún más hacia el interior de su oficina, pero ya no le quedaba mucho más sitio al que retroceder. El petardo comenzó a silbar furiosamente. Albert arrojó el petardo por encima de la media puerta. Waller casi se cayó encima de una caja de refrescos mientras intentaba esquivarlo. El petardo explotó y Waller soltó un chillido. Los chicos de Albert soltaron una carcajada. Uno de ellos sacó otro petardo, que también encendió y arrojó a la oficina. Frank y yo habíamos dejado de jugar al billar en cuanto esa pandilla había entrado por la puerta. Éramos los únicos críos de la sala. Albert sacó otro petardo del bolsillo superior. Frank dejó el taco de billar y avanzó hacia el extremo de la mesa que quedaba más cerca de la pandilla.

—Me parece que no tendrías que hacer eso —dijo Frank.

Albert se volvió y se encaró con él.

—¿Y quién cojones eres tú?

Frank no contestó.

—¿Eh? —insistió Albert.

Albert y su banda se habían acercado y estaban delante de Frank.

—Podrías hacerle daño a alguien —dijo Frank.

—¿Alguien te ha preguntado, capullo? —dijo Albert.

Frank no contestó. Albert se inclinó hacia delante, le dio unas palmaditas a Frank en la cara y le alborotó el pelo.

—Te crees muy listo, ¿no? —dijo Albert.

Frank permanecía inmóvil sin decir nada. Albert empujó a Frank, por lo que este tuvo que mantener el equilibrio apoyándose en el borde de la mesa de snooker.

—Vamos, venga —dijo Albert—. ¿Vas a hacer algo al respecto?

—Yo no peleo —dijo Frank.

—¿Qué haces, entonces? —dijo Albert—. ¿Dar pellizcos de monja?

Todos se rieron.

Albert encendió el petardo que había sacado y se lo ofreció a Frank, pero este no lo cogió. Albert mantuvo el petardo cerca del suéter de Frank, y este intentó apartarse de Albert, pero lo había inmovilizado contra la mesa de snooker. Justo antes de que el petardo explotara, Albert lo metió debajo del suéter de Frank y saltó hacia atrás. Frank consiguió sacudirse el jersey a tiempo, y el petardo no estalló hasta que no estuvo a un palmo del suelo. Frank pegó un bote para intentar quitarse de en medio. Todos se rieron. Frank recobró la compostura, regresó hasta donde estaba su taco y lo recogió.

—Te toca, chaval —dijo. Le temblaba la voz.

Me entraron náuseas, y en ese momento odié a Frank. Habría sido capaz de matarlo. Había desaparecido todo lo que sentía por él. Se había puesto en evidencia. No había querido luchar. Había dejado que Albert lo asustara sin hacer nada. Me entraron ganas de llorar. Después de sus palabras, me lo quedé mirando un buen rato.

A continuación Albert comenzó a rodear la esquina de la mesa hasta donde estaba Frank, así que golpeé la bola, pero con toda la fuerza de que fui capaz. La bola roja salió volando de la mesa y no le dio a Albert por muy poco. Albert se detuvo y me miró. Yo ya me había incorporado y le devolvía la mirada.

—Lo siento —dije—. Me ha resbalado el taco.

Albert seguía mirándome.

—¿Tienes algún problema? —dije.

—Jack —dijo Frank.

—Que te den —dije. Y a Albert—: Venga. ¿O te has cagado?

Albert soltó una carcajada.

—Cada día me como a cuatro como tú antes de desayunar —dijo.

Dejé caer el taco y rodeé la mesa para llegar hasta Albert, pero Frank se interpuso y consiguió detenerme.

—Este maldito chaval tiene más cojones de los que tú tendrás nunca, marica —dijo Albert.

Frank me soltó y se volvió para encararse con Albert.

—Venga, vamos —dijo Albert—. A ver de qué eres capaz.

Por un momento pensé que Frank le iba plantar cara él solo. Pero no intentó nada. Albert le soltó tres o cuatro puñetazos rápidos que lo tumbaron y lo hicieron sangrar por la nariz. Frank se incorporó, sacó el pañuelo y se limpió la nariz. Recuerdo que cuando lo vi hacerlo me di cuenta de algo que siempre había sabido, aunque nunca me hubiera parado a pensarlo: Frank siempre llevaba un pañuelo limpio.

A continuación, Albert dio media vuelta y se alejó seguido de su banda. Cuando llegaron a la puerta, se detuvo.

—Vamos, chaval —dijo—. Deja que el mariquita se vaya a hacer punto con sus amiguitas.

Bajé la mirada hacia Frank, que no hizo ningún intento de levantarse. Se había quedado mirando las manchas del pañuelo, y cuando oyó las palabras de Albert me miró, aunque ya sabía lo que yo iba a hacer.

En aquella época, Albert Swift era un tipo muy bien parecido. Tenía el pelo negro, bien engominado, y unas patillas largas. Tenía los dientes blancos y unos ojos grises muy claros. La cara era cuadrada y afilada. El hombre sentado en la silla en la otra punta de la habitación, al otro lado de la mesa de la cocina, se parecía muy poco al hombre que había conocido en aquella época. Tenía la coronilla pelada, aunque conservaba las patillas. Los dientes eran muy marrones, y sus rasgos afilados y bien definidos se habían hundido sin dejar rastro, ocultos bajo una piel arrugada color pescado. Sus ojos eran de un tinte amarillento con un brillo rojizo en los bordes.

Después de haber hablado, se quedó un rato sentado, mirándome a mí y a la habitación mientras asimilaba que era Jack Carter quien estaba realmente en esa cocina, vivito y coleando. Luego, cuando acabó de digerir la información, comenzó a ponerse en pie. No, eso no es del todo exacto: una exageración. Dio la impresión de que iba a ponerse en pie, pero no efectuó ningún movimiento lo bastante significativo que te permitiera intuir que eso era lo que iba a hacer. Puede que la camisa se le arrugara un poco, pero eso fue todo.

Rodeé la mesa de la cocina.

—No te levantes, Albert —dije.

Mentalmente, volvió a hundirse en la silla. Abrí una silla metálica de jardín que estaba apoyada contra la mesa, me senté y encendí un cigarrillo.

Albert no tenía muy buen aspecto.

—¿Cómo te va, Albert?

—No demasiado mal. Ya sabes.

Hubo un silencio.

—Jack Carter —dijo—. ¿Quién lo iba a decir?

—¿No sabías que estaba en la ciudad?

—Bueno, ya no salgo nunca, Jack. —Se dio unos golpecitos en el pecho—. Los bronquios. Me quedo en casa calentito. Solo sé lo que me cuenta Lucille.

Miré a la mujer de los rulos, que seguía concentrada en la televisión.

—No —dijo Albert—. Lucille, mi mujer. Esa es Greer, su hermana.

Greer seguía sin apartar los ojos de la tele.

—No sabía que te habías casado, Albert —dije.

—Bueno… Al final, tienes que casarte, ¿no? —Sonrió de una manera peculiar—. Te vuelves demasiado viejo para trabajar, ¿no?

—¿Y a qué te dedicas ahora?

—No a gran cosa. A esto y aquello. A cualquier cosa que pueda arreglar sin levantarme de la silla.

—Tienes mucha suerte —dije.

—La verdad es que no —dijo—. Porque no es por propia elección. Son órdenes del médico. Echo de menos la vida de antes.

Hubo un silencio.

—Tienes buen aspecto, Jack —dijo—. Muy buen aspecto. He oído que te va muy bien.

—Así que eso has oído.

—Lo oí hace años, Jack. Cuando todavía podía dar guerra.

Se abrió una puerta situada en la otra punta de la cocina, opuesta al lugar donde estaba la tele. Me di la vuelta y Albert volvió ligeramente la cabeza. Entraron un hombre y una mujer. El hombre llevaba un chaquetón con refuerzos en los hombros y un peto. Cargaba una mochila al hombro. Encendió un cigarrillo nada más entrar. La mujer vestía un salto de cama de cuadros escoceses. No sabría decir qué llevaba debajo. Era pelirroja, y naturalmente también llevaba rulos. Fumaba un cigarrillo a medio consumir. El hombre de la chaqueta con refuerzos comenzó a caminar hacia la puerta trasera. La vieja que me había dejado entrar se había sentado en otra de las sillas de jardín que estaban apoyadas contra la mesa de la cocina. En cuanto el tipo se dirigió hacia la puerta, la vieja se levantó y se interpuso.

—¿Te gustaría darle algo a la abuela? —dijo la mujer que llevaba la bata.

El tipo se detuvo, se puso un cigarrillo en la boca y se desabrochó la chaqueta. A continuación, sacó un fajo de billetes del bolsillo superior del peto, extrajo un billete de diez chelines y se lo dio a la vieja, que cogió el dinero y volvió a sentarse sin decir nada. El tipo siguió caminando hacia la puerta.

—Buenas noches, Len —dijo Albert—. Nos vemos.

El tipo asintió y se dispuso a abrir la puerta, pero antes de poder llevar la mano a la manija, la mayor de las dos niñas se puso en pie de un salto, cruzó corriendo la cocina y le abrió.

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches —chilló la niña, toda su cara una sonrisa.

—Buenas noches —dijo el tipo, y salió. La mirada de la niña recorrió la cocina con una sonrisa radiante antes de volver a sentarse.

—Jack —dijo Albert—, esta es mi mujer. Lucille, este es Jack Carter. Un amigo de los viejos tiempos.

—Qué tal —dijo Lucille.

—Encantado de conocerla —dije. No me levanté.

Lucille rodeó la mesa, cogió una silla que había bajo la ventana y la acercó al taburete donde estaba sentada Greer.

—Qué hay, Lucille —dijo Greer.

—Qué hay, Greer —dijo Lucille.

—He traído la revista —dijo Greer, y de la bolsa de la compra que había en el suelo, junto al taburete, extrajo uno de esos grandes catálogos de venta por correo, y ella y Lucille comenzaron a hojearlo. Albert arrojó el cigarrillo a la chimenea, sacó su cajetilla del bolsillo del cárdigan y me ofreció uno, pero yo ya estaba fumando. Él cogió uno y lo encendió. Fuera se oyó el sonido de una motocicleta al ponerse en marcha.

—Te has enterado de lo de Frank, claro —dije.

—Sí —dijo aspirando el humo—. Una pena.

—¿Eso crees?

—Pues sí.

—¿Y qué sabes del asunto, Albert?

—¿Que qué sé?

—Exacto.

—Lo que he leído en el periódico. Así fue como me enteré. Igual que todo el mundo.

—Déjate de gilipolleces, Albert. Sabes que a Frank se lo cargaron a propósito.

Albert me clavó la mirada.

—Un comentario muy interesante, Jack —dijo.

—Dicho de otra manera: si se hubieran cargado a Frank, tú lo sabrías, ¿no? Igual que sabías que yo estaba en la ciudad. Igual que has sabido desde el primer momento que no me iré hasta que no haya aclarado las cosas. Y sé que a Frank lo liquidaron. Así están las cosas.

Albert expulsó un montón de humo.

—La verdad es que no me importa si no quieres contarme nada, Albert —dije—, porque lo entenderé. Pero hazme un favor. No me vengas con gilipolleces.

Albert miró en dirección a Lucille y Greer, pero sobre nuestra conversación se imponía el estruendo de la tele y su propia cháchara, por lo que Albert no tenía de qué preocuparse.

—Jack —dijo—, todo lo que sé es que a mí también me parece un poco raro. Conociendo a Frank. Y dadas las circunstancias. Pero si supiera qué ocurrió realmente, como tú dices, sabes que para mí sería muy difícil contarte nada.

Hubo un silencio.

—¿Quién fue? —dije al cabo de unos momentos.

Albert seguía mirándome. No dijo nada.

—Muy bien. No te lo volveré a preguntar.

Encendí otro cigarrillo.

—Entonces, dime una cosa. ¿Para quién trabaja ahora Thorpey?

Albert aspiró.

—¿Thorpey? —dijo—. ¿Siderurgias Thorpey?

—Siderurgias Thorpey.

—¿Entonces ya no trabaja por su cuenta?

—Cómo voy a saberlo.

Albert hizo la comedia de mirarme como si intentara recordar cuándo fue la última vez que oyó hablar de Thorpey.

—No —dijo por fin—, lo último que oí de él fue que seguía trabajando por su cuenta. Y creo que de eso hará, mmm…, unos seis meses.

Me lo quedé mirando.

—Es la verdad, Jack —dijo—. Que yo sepa, Thorpey sigue trabajando por su cuenta.

—Entonces, ¿por qué cojones iba a querer saber dónde encontrarme?

—A lo mejor tiene algo que decirte.

—Y una mierda. ¿Recuerdas aquel altercado en Skeggie?

Albert permaneció en silencio casi un minuto.

—Bueno, pues en ese caso, a lo mejor quiere encontrarte antes de que tú lo encuentres a él.

—¿Por qué un mindundi como Thorpey iba a liquidar a Frank? Además, no tendría agallas. Se mearía en los pantalones solo con que le clavaras la mirada.

Albert se encogió de hombros.

—Bueno, no sé, Jack —dijo.

—Sí que lo sabes, Albert —dije—. Pero no espero que me lo digas, aunque solo tengas una idea aproximada. Pero lo de Thorpey es diferente. Solo quiero saber para quién trabaja.

—Jack, ya te lo he dicho. Que yo sepa, sigue trabajando por su cuenta.

—Que tú sepas —dije.

Me puse en pie y arrojé el cigarrillo a la chimenea.

—Bueno —dije—, gracias, Albert. Has sido de gran ayuda. Si te puedo hacer algún favor, solo tienes que decírmelo.

Albert puso cara de cansancio.

—Piensa lo que quieras, Jack. No puedo decirte algo que ignoro.

—En eso tienes razón.

Me dirigí hacia la puerta.

—Bueno —dijo Albert—, y cuando vuelvas por aquí, que no se te olvide hacerme una visita. Podemos hablar de los viejos tiempos.

—Lo haré —dije.

—Buenas noches, buenas noches, buenas noches —gritó la niña.

Cerré la puerta al salir.

El club estaba abarrotado. Los viejos se sentaban con la mirada fija en sus fichas de dominó. Los jóvenes se apiñaban en torno a las dianas de dardos. No había música, ni cánticos, ni mujeres. Solo una mala iluminación, una buena cerveza negra, un suelo desnudo y una barra decorada exclusivamente por barriles de cerveza alineados en un extremo.

Miré a mi alrededor. El hombre al que había ido a ver se encontraba en el mismo rincón que ocupaba la última vez que lo había visto.

Me dirigí hacia su mesa. Estaba solo.

Habría sido un hombre delgado de no ser por el tamaño de su tripa. La sidra y la Guinness habían convertido su estómago en un globo de barrera que colgaba encima del borde de la silla como si necesitara una muleta para sustentarse. Entre sus piernas se apoyaba un bastón, y tenía las dos manos juntas sobre el mango. Detrás de sus gafas de montura dorada se veían unos ojos apagados. La lengua le asomaba de manera regular de la boca y nadaba sobre sus labios como un pececillo bajo el agua. Olía a lo que bebía.

—¿Qué sabes, Rowley? —dije.

Se paseó la lengua por los labios.

—¿Qué quieres saber?

—Quién mató a Frank.

—El Demonio de la Bebida —dijo el viejo Rowley—. O eso es lo que he oído.

Apartó una mano del bastón y se ajustó las gafas.

—Si lo supieras, podrías ganarte un dinero —dije.

—No sé, Jack —dijo el viejo Rowley—. No sé.

—Piensa en todos los cochambrosos libros que podrías comprarte si tuvieras unas cuantas libras —dije.

—Yo no sé nada de lo de Frank —dijo, pero ya no tenía los ojos tan apagados como antes.

—De todos modos, sabes que ahí hay gato encerrado, ¿no?

—Siempre hay algún gato encerrado, Jack.

—Muy bien —dije—. ¿Para quién trabaja Thorpey en la actualidad?

No hubo respuesta.

—Unas cuantas libras —dije—. Tendrás libros para unas cuantas semanas.

Dio un sorbo de sidra y de Guinness.

—¿Thorpey?

—Thorpey.

—Rayner le paga de vez en cuando para que haga algún trabajillo —dijo el viejo Rowley—, o eso he oído.

—¿Rayner?

Asintió. Asomó la lengua. Saqué la cartera, de ella extraje dos billetes de cinco libras y los puse sobre la mesa. Se los quedó mirando. Una mano se separó del bastón y comenzó a moverse por la mesa hacia el dinero. Como si fuera un cangrejo. Cuando la mano comenzaba a acercarse al dinero, cogí los billetes de sopetón.

—Eres un cabrón mentiroso —dije.

Me puse en pie.

—No, espera un momento —dijo el viejo Rowley—. Es cierto. Pregúntale a cualquiera.

—Claro que es cierto. ¿Por qué ibas a decirlo si no lo fuera?

Me lo quedé mirando mientras me observaba volver a colocar el dinero en la cartera.

—Ciao, Rowley —dije.

Se encogió de hombros y volvió a ajustarse las gafas. Lo dejé con su olor.

Volví en coche a la ciudad. Estaba seco. Tenía

whisky en la habitación. Se me ocurrió dejarme caer y tomar una copa, pensar un rato y luego actuar. La noche era joven. Era la hora en que los

pubs estaban más concurridos. Los restaurantes chinos se estarían llenando, al igual que los lavabos de caballeros en el Baths, donde había baile y bebida hasta la una de la mañana cada viernes por la noche. Mover el esqueleto hasta las diez, bronca hasta la una. Una trifulca tras otra. Guantazos a porrillo. Patadas en la entrepierna.

Pasé por delante del Baths, que estaba en la esquina de High Street con la calle en la que me alojaba. Un montón de patanes se dirigían muy decididos al Baths en grupos de media docena. Las manos en los bolsillos, las chaquetas abiertas. Camisas con el cuello abierto y peinados a lo Walker Brothers.

Giré a la izquierda, aminoré la velocidad, entré marcha atrás en el camino de entrada y salí del coche. Todas las ventanas del Baths estaban abiertas para ventilar el sudor, y el sonido del grupo que tocaba era un estruendo apagado y menguante en el frío aire de la noche. Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick &Tich[7] tocaban con la precisión de un cuarteto de Mozart en comparación con esos chavales.

Cerré el coche y eché a andar hacia la acera mientras rodeaba la puerta principal. Se oyó el sonido de unos pasos. Que corrían. Me quedé en el borde del camino de entrada, donde la persona que se acercaba corriendo no pudiera verme. Los pasos eran cada vez más próximos. Una figura pasó corriendo por el extremo del camino de entrada. Era Keith. Lo agarré del brazo y lo aparté de la acera.

—Joder —dijo con una voz entrecortada—. Me ha dado un susto de cojones.

Sudaba como un cerdo. Le estaba naciendo un moretón sobre el ojo derecho. El nudo de la corbata le quedaba por detrás de la oreja izquierda. En la manga de la americana y en las rodillas de los pantalones había humedad y grava. No le quedaba mucha piel en los nudillos de la mano derecha.

—¿Qué ocurre? —dije.

Se oyó un chirrido de neumáticos que doblaban el extremo de la calle. El sonido se redujo a medida que el coche aminoraba la velocidad. El ruido, más tenue ahora, se iba acercando.

—Thorpey —dijo Keith—. Estaban esperando en el aparcamiento. Pensaban que sería fácil.

—¿Cuántos eran?

—Cuatro.

—¿Incluido Thorpey?

Asintió.

—Entonces tres.

Un viejo Zodiac pasó junto al camino de entrada a unos tres kilómetros por hora, con dos ruedas sobre la acera. Cuatro caras contemplaron boquiabiertas la oscuridad en la que nos encontrábamos. El coche se detuvo bloqueando la salida del camino de entrada. No salió nadie.

—Un momento —le dije a Keith.

Vi cómo bajaban la ventanilla de atrás más cercana.

—¿Jack? —preguntó la voz de Thorpey.

—Buenas noches —contesté.

—Me gustaría hablar un momento contigo, Jack —dijo. No parecía muy contento.

—Muy bien —dije.

—De manera confidencial.

—Quédate en el coche y yo me acercaré.

—Muy bien.

Recorrí la breve distancia hasta el coche y quedé bañado en una luz amarilla. Me incliné hacia delante y apoyé el brazo en la ventanilla abierta.

—¿Qué quieres decirme, Thorpey?

Thorpey sacó su temblorosa zarpa por la ventanilla.

—Me han pedido que te dé esto.

Me dejó caer algo en la mano. Era un billete de British Railways a Londres. Sonreí.

—El tren sale a las doce y cuatro —dijo—. Tienes el tiempo justo.

—Bueno, hay que decir que alguien está siendo muy amable. ¿A quién tengo que dar las gracias?

Thorpey no dijo nada. Sus ojos de rata emitían un brillo amarillo en la oscuridad del coche.

—¿Y si pierdo el tren? —dije.

—Me han pedido que me asegure de que no lo pierdas.

Su voz estaba reuniendo valor por momentos, aunque no el suficiente.

—Vaya —dije—. Con la vejez te has vuelto optimista, ¿no, Thorpey?

—Basta de chorradas —dijo una voz más cerca de mí, en la parte delantera.

—¿Vienes, Jack? —dijo Thorpey—. Será lo mejor.

Dejé caer el billete al suelo.

—Muy bien, chicos —dijo Thorpey.

Se abrieron tres portezuelas, y la de Thorpey no fue una de ellas. El tipo que ya estaba harto de chorradas comenzó a salir del asiento delantero. Agarré la manecilla de la puerta, la abrí completamente, y con todas mis fuerzas volví a cerrarla antes de que el tipo pudiera hacer nada. Lo calculé perfectamente, y él quedó entremedias. El borde superior de la puerta le atrapó la frente y parte del puente de la nariz, y el borde lateral le impactó contra la rótula. Quedó muy dolorido. Cayó hacia atrás entre los asientos delanteros y comenzó a vomitar. Salté sobre el capó del coche y le solté una patada en la sien al conductor antes de que tuviera tiempo de rodear completamente el coche después de salir. Apenas consiguió dar un par de pasos. El tercer tipo se había puesto en guardia. Me bajé del capó de un salto y caí en la calzada. Cometió el error de venir hacia mí en lugar de dejar que fuera yo hacia él. Me lanzó un puñetazo, y con una mano le agarré el brazo y tiré de él hacia mí antes de soltarle un golpe en la tráquea con el otro antebrazo. Cayó intentando recobrar el resuello que acababa de perder. Le propiné otro golpe en la nuca. Cayó con la cara contra el cemento antes que ninguno de los demás. Me volví para ver al tipo al que le había dado la patada. Se levantó, pero allí estaba Keith para soltarle un derechazo de boxeador. Mientras estaba de espaldas, Thorpey había conseguido salir del coche y corría calle abajo como un conejo asustado.

—¡Thorpey! —grité.

Pero no se detuvo.

Me metí en el coche. No había tiempo para darle la vuelta ni para sacar de un empujón al tipo que estaba tumbado sobre el asiento, así que me senté encima de él. Arranqué y puse la marcha atrás. Cuando llegué a la altura de Thorpey, este estaba ya al final de la calle, y había doblado en High Street. No podía seguir marcha atrás, así que me bajé y corrí tras él. Había mucha gente, pero ni él ni yo estábamos muy interesados en la manera en que ellos se interesaban por nosotros.

El error que cometió Thorpey fue ir a esconderse al Baths. A la mierda, pensé cuando vi que subía corriendo las escaleras, pero al momento siguiente resbaló y quedó con la cara ensangrentada, resbalando hacia abajo. Unos cuantos parroquianos se echaron a reír cuando vieron lo que ocurría, pero pararon al comprobar que me acercaba corriendo, le daba la vuelta y lo ponía en pie. Pero lo que más les quitó las ganas de reír fue el golpe corto que le solté a Thorpey en las costillas.

—Y ahora, dime —dije—. ¿Cuál era esa información confidencial que ibas a contarme?

—No lo hagas, Jack —dijo—. No lo hagas. No fue idea mía, de verdad.

—Muy bien —dije—. Pues vamos a averiguar de quién fue esa maldita idea.

Lo agarré por el cuello de la camisa y la corbata y me lo llevé a rastras por las escaleras. Alguien me empujó el pecho con fuerza.

—¿A qué te crees que estás jugando? —dijo una voz.

Tenía a un patán delante de mí, un peldaño más abajo, y detrás de él había otro. Los dos me miraban a la cara con mucho interés.

—A nada que pueda interesarte —dije.

—¿Ah sí? —dijo. Y dirigiéndose a Thorpey—: ¿Qué pasa, amigo? ¿Necesitas ayuda?

Thorpey no sabía qué demonios contestar.

—Mirad, muchachos —dije—. No os metáis en algo de lo que no podáis salir.

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