Carol

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Albert Kennedy, Bert para sus amigos, vivía en una habitación de detrás de la casa, y era uno de los más antiguos inquilinos de la señora Cooper. Tenía cuarenta y cinco años, era nativo de San Francisco y más neoyorquino que nadie que Therese hubiera conocido en la ciudad. Este hecho inclinó a Therese a evitarlo. A menudo le pedía a Therese que fuese al cine con él, pero ella sólo aceptó una vez. Estaba inquieta y prefería vagar sola, casi siempre mirando y pensando, porque los días eran demasiado fríos y ventosos para salir a dibujar fuera. Y los paisajes que le habían gustado al principio se habían desgastado demasiado de tanto mirarlos y esperar. Therese iba a la biblioteca casi todas las tardes, se sentaba a una de las largas mesas y miraba una media docena de libros, y luego volvía a casa haciendo un recorrido serpenteante.

Volvía a la casa, pero al cabo de un rato salía otra vez a la calle a vagar, tensándose contra el errático viento, o frecuentando calles que aún no conocía. En las ventanas iluminadas veía una chica sentada al piano, o un hombre riéndose, o una mujer cosiendo. Luego se acordaba de que aún no podía llamar a Carol, se confesaba a sí misma que ni siquiera sabía lo que estaba haciendo Carol en aquel momento, y se sentía más vacía que el mismo viento. Intuía que Carol no se lo contaba todo en las cartas, que no le contaba lo peor.

En la biblioteca, estuvo mirando unos libros de fotografías de Europa, con fuentes de mármol de Sicilia o ruinas griegas bajo la puesta de sol, y se preguntó si Carol y ella irían realmente allí alguna vez. Había tantas cosas que aún no habían hecho juntas… El primer viaje a través del Atlántico. O simplemente las mañanas en alguna parte, levantar la cabeza de la almohada y ver el rostro de Carol, saber que el día era suyo y que nada podría separarlas.

En el oscuro escaparate de una tienda de antigüedades de una calle en la que nunca había estado hasta entonces, encontró un objeto tan hermoso que traspasaba a un tiempo los ojos y el corazón. Therese lo contempló, sintiendo que mitigaba un anhelo olvidado y sin nombre. Casi toda su superficie de porcelana estaba pintada con pequeños rombos de esmalte da color brillante, azul cobalto, rojo intenso y verde, ribeteado de oro forjado que brillaba como encajes de seda incluso bajo la fina capa de polvo. En el borde había un anillo de oro que hacía las veces de asa. Era la base que sujetaba una palmatoria. ¿Quién lo habría hecho?, se preguntó, ¿y para quién?

A la mañana siguiente volvió y lo compró para regalárselo a Carol.

Aquella mañana había llegado una carta de Richard de vuelta desde Colorado Springs. Therese se sentó en uno de los bancos de piedra que había en la calle de la biblioteca, y la abrió. Tenía el membrete de una empresa: Compañía Envasadora de Gas Semco. Cocinas, Calefacción, Neveras… El nombre de Richard estaba inscrito arriba como director general de la sucursal de Port Jefferson.

Querida Therese:

Tengo que agradecerle a Dannie que me dijera dónde estabas. Quizá te parezca que esta carta es innecesaria, y quizá lo sea para ti. Quizá aún estés sumida en aquella neblina, como aquella tarde cuando hablamos en la cafetería. Pero para mí es necesario aclarar una cosa y es que ya no siento lo que sentía hace dos semanas, y la última carta que te escribí no era más que una reacción compulsiva. Cuando la escribí ya sabía que era sin esperanza y también sabía que tú no ibas a contestar, ni tampoco lo deseaba realmente. Sé que dejé de quererte entonces, y ahora la máxima emoción que siento por ti es algo que estaba presente desde el principio: disgusto. El que te hayas atado a esa mujer excluyendo a todo el mundo, en esa relación que ahora se habrá vuelto sórdida y patológica —estoy seguro—, es lo que me disgusta. Sé que no durará y lo dije desde el principio. Lo lamentable es que más adelante tú misma lo lamentarás, y tu disgusto estará en proporción a la cantidad de tiempo de tu vida que malgastes con ello. Es algo desarraigado e infantil, como alimentarse de flores de loto o de cualquier dulce enfermizo en vez de con el pan y la carne de la vida. Muchas veces he pensado en aquellas preguntas que me hiciste el día en que hacíamos volar la cometa. Me hubiera gustado actuar entonces, antes de que fuera demasiado tarde, porque entonces te quería lo suficiente para intentar rescatarte. Ahora ya no.

La gente aún me pregunta por ti. ¿Qué esperas que les conteste? Pienso decirles la verdad. Sólo así puedo librarme de todo esto, y ya no puedo soportar llevarlo conmigo por más tiempo. Te he enviado a tu apartamento las pocas cosas que tenías en mi casa. El más leve recuerdo o contacto contigo me deprime y no quiero rozarte ni rozar nada tuyo o relacionado contigo. Pero estoy hablando con sentido común y probablemente tú no puedes entender una sola palabra. Excepto quizá una cosa: no quiero saber nada de ti.

Richard

Se imaginó los delgados y suaves labios de Richard en tensión, formando una línea recta mientras escribía la carta, una línea que no escondía la pequeña y tensa curva del labio superior. Por un momento vio su cara con claridad y luego se desvaneció con una leve sacudida que pareció tan apagada y remota como el propio clamor de la carta de Richard. Se levantó, volvió a guardar la carta en el sobre y siguió andando. Esperaba que Richard consiguiera librarse de su recuerdo. Pero sólo podía imaginárselo hablando a otra gente de ella con esa actitud de apasionada participación que había visto en él antes de irse de Nueva York. Se imaginó a Richard una noche contándoselo a Phil, de pie en el bar Parlemo, se lo imaginó contándoselo a los Kelly. No le importaba en absoluto lo que él pudiera decir.

Se preguntó qué estaría haciendo Carol en aquel momento a las diez, a las once de Nueva Jersey. ¿Escuchando las acusaciones de algún extraño? ¿Pensando en ella, o no tendría tiempo para eso?

Hacía un hermoso día, frío y casi sin viento, con un sol radiante. Podía coger el coche e ir alguna parte. Llevaba tres días sin usarlo. Pero se dio cuenta de que no le apetecía cogerlo. Ahora le parecía muy lejano el día en que había conducido a ciento cuarenta kilómetros por hora por la recta carretera que llevaba a Dell Rapids, exultante tras recibir un carta de Carol.

Cuando llegó a casa de la señora Cooper, el señor Bowen, otro de los inquilinos, se encontraba en el porche delantero. Estaba sentado al sol, con las piernas envueltas en una manta y la gorra sobre los ojos como si dormitara, pero le dijo:

—¡Hola! ¿Qué tal? ¿Cómo está mi chica?

Ella se detuvo y charló un rato con él, le preguntó por su artritis e intentó ser tan educada como Carol era siempre con la señora French. Se estuvieron riendo de algo y cuando llegó a su habitación aún sonreía. Luego, la visión de los geranios hizo desvanecer su sonrisa.

Regó los geranios y los puso al borde del alféizar, donde les diera el sol durante el máximo tiempo posible. Los bordes de las hojas más pequeñas estaban marrones. Carol los había comprado para Therese en Des Moines justo antes de coger el avión. La hiedra de la maceta había muerto ya. El hombre de la tienda la había advertido que era muy delicada, pero Carol se había empeñado en comprarla, y Therese dudaba de que los geranios sobrevivieran. En cambio, la colección de plantas multicolores de la señora Cooper florecía en el mirador.

«Paseo y paseo por la ciudad», le escribió a Carol, «pero me gustaría andar en una dirección —hacia el este— y llegar finalmente junto a ti. ¿Cuándo podrás venir, Carol? ¿O tendré que ir yo? La verdad es que no puedo soportar estar lejos de ti tanto tiempo…»

A la mañana siguiente recibió la respuesta. En el suelo del vestíbulo de la casa de la señora Cooper había una carta de Carol con un cheque que aleteó al sacarlo. El cheque era de doscientos cincuenta dólares. La carta de Carol exhibía su larga y ondulada caligrafía más suelta y clara, y los palitos de las tes se alargaban durante toda la palabra. Decía que le era imposible ir antes de dos semanas como mínimo. El cheque era para que cogiera un avión a Nueva York y mandara el coche al Este.

«Me sentiría mejor si cogieras el avión. Ven ahora y no esperes más», decía el último párrafo.

Carol había escrito la carta a toda prisa, probablemente había tenido que robar tiempo y otras cosas para escribirla, pero había en ella una frialdad que chocó a Therese. Salió y anduvo confusamente hasta la esquina y echó al buzón la carta que había escrito la noche anterior, una larga carta con tres sellos de avión. Quizá viera a Carol dentro de doce horas. Pero aquel pensamiento no la hizo sentirse más segura. ¿Debía salir aquella mañana? ¿Aquella tarde? ¿Qué le habían hecho a Carol? Se preguntó si Carol se enfadaría si la llamaba, si eso precipitaría alguna crisis que la llevara a una derrota total.

Estaba sentada ante una mesa en alguna parte, con un café y un zumo de naranja, antes de echar un vistazo a la otra carta que tenía en la mano. En la esquina superior izquierda apenas se podía descifrar aquella letra desordenada. Era de la señora. R. Robichek.

Querida Therese:

Muchísimas gracias por el delicioso embutido que llegó el mes pasado. Eres una chica encantadora y me alegro de tener la oportunidad de darte las gracias tantas veces. Fue muy amable por tu parte acordarte de mí durante un viaje tan largo. Me han encantado tus preciosas postales, sobre todo la grande de Sioux Falls. ¿Cómo es Dakota del Sur? ¿Hay montañas y vaqueros? Nunca he tenido la oportunidad de viajar, excepto a Pennsylvania. Eres una chica muy afortunada, joven, guapa y amable. Yo todavía sigo trabajando. Los almacenes son los mismos. Por favor, ven a verme cuando vuelvas. Te haré una cena muy buena y no será comida preparada. Gracias otra vez por el embutido. Me ha durado muchos días, ha sido realmente algo especial y fantástico. Con mis mejores recuerdos. Sinceramente tuya,

Ruby Robichek

Therese se bajó del taburete, dejó algo de dinero en el mostrador y salió corriendo. Fue todo el camino corriendo hasta el Hotel Warrior, llamó y esperó con el receptor apoyado en la oreja hasta que oyó sonar el teléfono en casa de Carol. Nadie contestó. Sonó veinte veces y no hubo respuesta Pensó llamar al abogado de Carol, Fred Haymes. Pero decidió no hacerlo. Tampoco quería llamar a Abby.

Estuvo todo el día lloviendo. Therese se quedó echada en la cama de su habitación, mirando al techo, esperando que fueran las tres en punto para intentar llamar otra vez. A mediodía, la señora Cooper, pensando que se encontraba mal, le llevó una bandeja con comida. Pero Therese no pudo comer y no sabía qué hacer con ella.

A las cinco de la tarde seguía intentando localizar a Carol. Por fin, dejó de sonar la señal y hubo una confusión en la línea. Un par de telefonistas se preguntaron una a otra por la llamada y las primeras palabras que Therese oyó de Carol fueron: «¡Sí, joder!» Therese sonrió y dejó de sentir el dolor del brazo.

—¿Diga? —dijo Carol con brusquedad.

—¡Hola! —contestó. La comunicación era mala—. He recibido la carta, la del cheque. ¿Qué ha pasado, Carol…? ¿Qué…?

La voz de Carol sonó irritada, repitiendo insistentemente, en medio de las estridentes interferencias:

Creo que están grabando la llamada, Therese… ¿Estás bien? ¿Vas a volver? Ahora no puedo hablar mucho.

Therese frunció el ceño, enmudecida.

—Sí, supongo que puedo salir hoy. —Y luego espetó—. ¿Qué pasa, Carol? ¡No puedo soportar esto sin saber nada!

¡Therese! —Carol pronunció su nombre intentando tapar las palabras de Therese, como si las borrase—. Si vienes, podremos hablar.

A Therese le pareció oír a Carol suspirar con impaciencia.

—Pero tengo que saberlo ahora. ¿Podremos vernos cuando vuelva?

—Cuelga, Therese.

¿Era ésa la manera en que se hablaban? ¿Eran ésas las palabras que utilizaban?

—¿Pero podrás?

—No lo sé —dijo Carol.

Un escalofrío le subió por el brazo hasta los dedos que sostenían el teléfono. Sintió que Carol la odiaba. Porque había sido culpa suya, su estúpido error con la carta que había encontrado Florence. Había pasado algo y quizá Carol no podía ni quería volver a verla.

—¿Ha empezado ya el juicio?

—Ya se ha terminado. Ya te he escrito sobre eso. No puedo seguir hablando. Adiós, Therese. —Carol esperó su respuesta—. Tengo que colgar.

Therese colocó lentamente el receptor en su sitio.

Se quedó allí, en el vestíbulo del hotel, mirando las borrosas figuras que se alineaban junto al mostrador principal. Sacó del bolsillo la carta de Carol y volvió a leerla, pero la voz de Carol resonaba aún en sus oídos y le decía impaciente: «Si vienes, podremos hablar». Sacó el cheque y volvió a examinarlo de arriba abajo. Lentamente, lo hizo pedazos y lo tiró a una escupidera de latón.

Pero las lágrimas no aparecieron hasta que volvió a la casa y se encontró de nuevo en su habitación, con aquella cama de matrimonio que se hundía en el medio y el montón de cartas de Carol en el escritorio. No podía quedarse otra noche en aquella casa.

Iría a pasar la noche a un hotel. Y si la carta que había mencionado Carol no estaba allí a la mañana siguiente, se iría de todos modos.

Therese arrastró su maleta desde el armario y la abrió sobre la cama. De uno de los bolsillos sobresalía la esquina doblada de un pañuelo blanco. Therese lo sacó y se lo acercó la nariz, recordando la mañana en Des Moines, cuando Carol lo guardó después de rociarlo de perfume. Recordó el comentario de Carol, que entonces la había hecho reír. Se quedó de pie, apoyando una mano en el respaldo de una silla y cerrando el puño de la otra, subiéndolo y bajándolo cansinamente. Sus sentimientos eran tan confusos como la visión del escritorio y las cartas. Tuvo que fruncir el ceño para ver con claridad. Luego vio la carta que había apoyada en los libros, al fondo del escritorio, y la cogió. No se había fijado en ella, aunque estaba a la vista. La abrió. Era la carta que había mencionado Carol. Era una carta larga y estaba escrita con tinta azul claro en unas páginas y tinta más oscura en otras. Algunas palabras estaban tachadas. Leyó la primera hoja y, al terminar, la releyó.

Querida:

Al final ni siquiera habrá juicio. Esta mañana me han informado en privado de las pruebas que Harge había acumulado en mi contra. Sí, tenían unas cuantas conversaciones grabadas, principalmente la de Waterloo, y sería inútil intentar enfrentarse a un tribunal con todo eso. Debería darme vergüenza —no por mí, sino por mi hija—, pero no me decido a decirte que no quiero que aparezcas. Esta mañana todo ha sido muy sencillo. Simplemente, me he rendido. Los abogados han dicho que lo más importante era lo que yo pretendiera hacer en el futuro. Y de eso depende el que yo pueda volver a ver a mi hija o no, porque Harge tiene ahora la custodia total. La pregunta era si dejaría de verte (¡y también a otras como tú, han dicho!), aunque no lo dijeron tan crudamente. Había una docena de caras que abrían la boca y hablaban como jueces en el día del Juicio Final. Recordándome mis deberes, mi posición y mi futuro (¿qué futuro me habrán preparado?, ¿seguirán controlándome dentro de seis meses?). Les he dicho que dejaría de verte. Me pregunto si podrás entenderlo, Therese, porque eres muy joven y porque has tenido una madre que cuidara de ti desesperadamente. Por esa promesa, ellos me han ofrecido una maravillosa recompensa, el privilegio de ver a mi hija unas pocas semanas al año.

Horas más tarde…

Abby está aquí. Estamos hablando de ti. Te manda su cariño como yo te mando el mío. Abby me recuerda cosas que yo ya sé, que eres muy joven y que me adoras. Ella cree que no tendría que mandarte esto, y que sería mejor decírtelo cuando vengas. Hemos tenido una discusión por eso. Le digo que ella no te conoce a ti tan bien como yo, y creo que en ciertos aspectos tampoco me conoce tan bien como tú me conoces. Esos aspectos son las emociones. No soy muy feliz hoy, amor mío, y estoy bebiendo whisky, ya sé que tú dirás que eso me deprime, pero después de esas semanas contigo no estaba preparada para lo que ha pasado estos días. Fueron unas semanas muy felices, tú lo sabes mejor que yo. Y eso que sólo hemos conocido el principio. Lo que quiero decirte con esta carta es que tú no conoces el resto y que quizá nunca lo conozcas, y a lo mejor no estás destinada a conocerlo. Nunca nos hemos peleado, nunca hemos llegado a descubrir que no había nada más, ningún otro deseo ni en el cielo ni en el infierno que el de estar juntas. No sé si nunca te llegaré a importar tanto. Pero esto forma parte de lo nuestro y lo que hemos conocido es sólo el principio. Ha sido poco tiempo y por lo tanto no debe de haber arraigado profundamente en ti. Dices que me quieres como soy y que te gusta cuando digo palabrotas. Yo te digo que siempre te querré, que te quiero como eres y como serás. Iría a juicio si sirviese para algo con esa gente o si eso sirviera para cambiar las cosas, porque lo que allí se diga no me preocupa. Quiero decir, querida, que te enviaré esta carta y que supongo que entenderás por qué lo hago. Por qué les dije ayer a los abogados que no volvería a verte y por qué tuve que decírselo. Sería subestimarte pensar que tú no podrás entender esto y que hubieras preferido retrasar esta noticia.

Dejó de leer, se levantó y caminó lentamente hasta el escritorio. Sí, entendía por qué Carol le había mandado la carta. Porque quería más a su hija que a ella. Y por esa razón los abogados habían podido doblegarla y obligarla a hacer lo que ellos querían. Therese no podía imaginarse a Carol obligada a hacer algo. Y, sin embargo, allí estaba su carta. Era una rendición y Therese no podía creer que ella pudiera ser la meta por la que luchaba Carol. Por un instante tuvo la fantástica revelación de que Carol sólo le había entregado una pequeña fracción de sí misma y que, de pronto, el mundo entero del último mes, como una tremenda mentira, se hubiera agrietado y casi derrumbado. Pero al instante siguiente Therese ya no lo creía así. Aunque el hecho esencial permanecía: ella había elegido a la niña. Miró el sobre de Richard que había en la mesa y sintió las palabras que quería decirle, que nunca le había dicho, fluyendo en ella como un torrente. ¿Qué derecho tenía él a hablar de a quién amaba ella o dejaba de amar? ¿Qué sabía él de ella? ¿Qué había sabido nunca?

… exagerado y al mismo tiempo minimizado [leyó en otra página de la carta de Carol). Pero entre el placer de un beso y lo que un hombre y una mujer hacen en la cama me parece que sólo hay un paso. Por ejemplo, un beso no debe minimizarse, ni una tercera persona debería juzgar su valor. Me pregunto si esos hombres miden su placer en función de que produzca hijos o no, y si lo consideran más intenso cuando es así. Después de todo, es una cuestión de placer, y qué sentido tendría discutir si da más placer un helado o un partido de fútbol, o un cuarteto de Beethoven contra la

Mona Lisa. Dejo eso para los filósofos. Pero la actitud de ellos era que yo debía sufrir de una locura parcial o ceguera (en el fondo, tienen una especie de resentimiento por el hecho de que una mujer atractiva sea presumiblemente inaccesible para los hombres). Hubo alguien que aludió a la «estética» en su argumentación, quiero decir contra mí, naturalmente. Les pregunté si de verdad querían discutir eso, provoqué las únicas risas de todo el espectáculo. Pero el punto más importante no lo mencioné y ninguno de ellos lo pensó, y es que la relación entre dos hombres o dos mujeres puede ser absoluta y perfecta, como nunca podría serlo entre hombre y mujer, y quizá alguna gente quiere simplemente eso, como otros prefieren esa relación más cambiante e incierta que se produce entre hombres y mujeres. Ayer se dijo, o se dejó entender, que el camino que he escogido me llevaría a hundirme en las profundidades del vicio y la degeneración humanas. Sí, me he hundido bastante desde que me apartaron de ti. Es verdad, si tuviera que seguir así y me siguieran espiando, atacando, y nunca pudiera poseer a una persona el tiempo suficiente para llegar a conocerla, eso sí sería degeneración. O vivir contra mi propia naturaleza, eso es degeneración por definición.

Querida, te cuento todo esto [las líneas siguientes estaban tachadas]. Seguro que tú manejarás tu futuro mejor que yo. Deja que yo sea un mal ejemplo para ti. Si ahora estás más herida de lo que crees que puedes soportar —hoy o más adelante— y eso te hace odiarme, yo no lo sentiré, y eso es lo que le digo a Abby. Quizá yo haya sido la persona a la que tú estabas destinada a conocer, como tú dices, y la única, de manera que puedas enterrar todo esto tras de ti. Pero si no es así, respecto a todo este fracaso y esta tristeza de ahora, será verdad lo que dijiste aquella tarde: no tiene por qué ser así. Cuando vuelvas, si quieres, me gustaría hablar contigo una sola vez. A menos que pienses que no podrías.

Tus plantas siguen creciendo en el jardín de atrás. Las riego cada día…

Therese no pudo continuar leyendo. Oyó pasos al otro lado de la puerta, pasos que bajaban la escalera despacio, avanzando confiados a través del vestíbulo. Cuando los pasos se desvanecieron, ella abrió la puerta y se quedó un momento de pie, luchando contra el impulso de salir corriendo de la casa y dejarlo todo. Luego bajó al vestíbulo hasta la puerta de la señora Cooper, que estaba en la parte de atrás.

La señora Cooper contestó la llamada y Therese le repitió las palabras que había ensayado para comunicarle que se iba aquella noche. Observó su cara y se dio cuenta de que no la escuchaba, de que sólo reaccionaba ante su propia expresión. La señora Cooper parecía su reflejo y ella no podía darse la vuelta y esquivarla.

—Bueno, lo siento, señorita Belivet. Siento que no le hayan salido bien las cosas —le dijo, pero su rostro expresaba una mezcla de curiosidad y sobresalto.

Después, Therese volvió a su habitación y empezó a hacer el equipaje, dejando en el fondo de la maleta las maquetas que había doblado y aplanado, y luego sus libros. Al cabo de un momento oyó que la señora Cooper se acercaba despacio a su puerta, como si llevara algo consigo, y Therese pensó que si le llevaba otra bandeja de comida chillaría. La señora Cooper llamó a la puerta.

—¿Adónde le envío el correo, querida, si es que llegan más cartas? —preguntó.

—Aún no lo sé. Tendré que escribirle y decírselo —contestó. Y al enderezarse, se sintió mareada y enferma.

—No irá a volver a Nueva York esta noche, tan tarde, ¿verdad? —dijo la señora Cooper, que llamaba «noche» a todo lo que pasara de las seis.

—No —dijo Therese—. Haré el viaje por etapas.

Estaba impaciente por quedarse sola. Miró la mano de la señora Cooper que se ocultaba bajo el cinturón del delantal de cuadros grises, y las agrietadas y suaves zapatillas, gastadas de tanto andar por ese suelo, que habían recorrido aquel espacio desde años antes de que ella llegara y que seguirían sus mismas huellas cuando ella se fuese.

—Bueno, cuídese y hágame saber qué tal le va —le dijo la señora Cooper.

—Sí.

Se fue en coche al hotel, un hotel distinto de aquel desde donde siempre llamaba a Carol. Luego salió a dar una vuelta, inquieta, evitando todas las calles por donde había pasado con Carol. Pensó que podía haberse ido a otra ciudad y se paró. Casi estuvo a punto de volver al coche. Pero luego siguió andando, sin importarle realmente dónde estaba. Anduvo hasta que sintió frío, y la biblioteca era el sitio más cercano adonde ir y calentarse. Pasó por el restaurante y miró hacia dentro. Dutch la vio e inclinó la cabeza con aquel gesto suyo ya familiar, como si tuviera que mirar por debajo de algo para verla a través del cristal, luego le sonrió y la saludó con la mano. Ella se despidió automáticamente con la mano, y de pronto se acordó de su habitación de Nueva York, con el vestido todavía en el sofá del estudio, y la esquina de la alfombra doblada. «Si al menos hubiera podido alcanzar la esquina de la alfombra en aquel momento para alisarla», pensó. Se quedó mirando la estrecha avenida de aspecto sólido con sus farolas redondas. Una sola figura paseaba por la acera hacia ella. Therese subió la escalera de la biblioteca.

La señorita Graham, la bibliotecaria, la saludó como siempre, pero Therese no entró en la sala principal de lectura. Aquella noche había dos o tres personas, el hombre calvo con las gafas de montura negra que solía estar en la mesa del centro… ¿Cuántas veces se había sentado en aquella sala con una carta de Carol en el bolsillo? Con Carol a su lado. Subió al primer piso, pasó la sala de historia y arte, y llegó al segundo piso, donde nunca había estado. Era una habitación simple y de aspecto polvoriento con estanterías acristaladas alrededor de las paredes, unos cuantos óleos y bustos de mármol sobre pedestales.

Therese se sentó a una de las mesas y su cuerpo se relajó dolorosamente. Enterró la cabeza entre sus brazos, sobre la mesa, súbitamente débil y soñolienta, pero al cabo de un segundo empujó la silla hacia atrás y se levantó. Sintió aguijones de terror en las raíces del pelo. De alguna manera, hasta aquel momento había estado engañándose, imaginándose que Carol no se había ido, que al regresar a Nueva York volvería a ver a Carol y todo seguiría, tendría que seguir siendo como antes. Miró alrededor, nerviosa, como buscando una contradicción, una rectificación. Por un momento sintió que el cuerpo se le podía hacer añicos, pensó en arrojarse a través del cristal los ventanales que atravesaban la sala. Miró el pálido busto de Homero, las cejas enarcadas e inquisitivas, subrayadas débil mente por el polvo. Se volvió hacia la puerta y vio por primera vez el cuadro que colgaba encima del dintel.

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