Carol

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A mitad de la manzana, abrió la puerta de una cafetería, pero estaban poniendo una de aquellas canciones que Carol y ella habían escuchado en muchos sitios. Dejó que la puerta se volviese a cerrar y siguió su camino. La música estaba viva, pero el mundo había muerto. Y la canción también moriría algún día, pensó, ¿pero cómo iba a volver el mundo a la vida?, ¿cómo iba a volver con toda su sal?

Fue andando hasta el hotel. En su habitación, humedeció una toalla con agua fría y se la puso sobre los ojos. La habitación estaba helada, así que se quitó el vestido y los zapatos y se metió en la cama.

Desde fuera, una voz chillona, ahuecada por el espacio vacío gritó:

¡Chicago Sun-Times!

Luego hubo silencio y ella se esforzó por dormirse mientras el cansancio empezaba a aturdirla desagradablemente, como una borrachera. Se oían voces en el pasillo hablando de un equipaje mal colocado, y la abrumó una sensación de futilidad mientras estaba allí tumbada, con la toalla húmeda sobre los ojos hinchados, oliendo levemente a medicina. Las voces discutían y ella sintió que la abandonaba el valor, y luego la voluntad. Aterrorizada, intentó pensar en el mundo exterior, en Dannie, en la señora Robichek, en Frances Cotter, de la Pelican Press, en la señora Osborne y en su propio apartamento de Nueva York. Pero su mente se negó a reconocerlo o a renunciar. En ese momento su mente se encontraba en el mismo estado que su corazón y se negaba a renunciar a Carol. Los rostros se agitaron en su mente como las voces de fuera. También estaban los rostros de la hermana Alicia y de su madre. Y el último dormitorio que había tenido en el colegio. La mañana en la que se había deslizado fuera del dormitorio, muy temprano, y había corrido por los prados como un joven animalillo enloquecido por la primavera. Y había visto a la hermana Alicia corriendo locamente también campo a través, con sus zapatos blancos destellando como patos sobre la alta hierba. Había tardado unos minutos en darse cuenta de que la hermana Alicia intentaba dar caza a un pollo que se había escapado. También se le apareció la casa de un amigo de su madre, cuando ella intentaba coger un trozo de pastel y se le cayó el plato al suelo. Su madre la abofeteó. Recordó también el cuadro que había a la entrada del colegio, que ahora respiraba y se movía como Carol, burlándose de ella cruelmente y destruyéndola, como si se hubiera cumplido cierto propósito eterno y demoníaco. Su cuerpo se tensó con horror mientras la conversación seguía y seguía en el vestíbulo del hotel en medio de su inconsciencia, cayendo en sus oídos con la agudeza y la estridencia del hielo al romperse en una charca.

—¿Qué dice que ha hecho…?

—No…

—Si fuera así, la maleta estaría abajo, en el cuarto de equipajes.

—Sí, pero ya le he dicho…

—Muy bien, si usted me hace perder la maleta, usted perderá su trabajo.

Su mente atribuía significado a las frases de una en una, como si fuera un traductor lento y se perdiera el final.

Se sentó en la cama, con los restos de una pesadilla aún en la cabeza. La habitación estaba casi a oscuras, con profundas sombras opacas en los rincones. Buscó el interruptor de la lamparita y entrecerró los ojos bajo la luz. Metió un cuarto de dólar en la radio de la pared y subió el volumen cuando encontró la primera emisora. Se oyó la voz de un hombre y luego empezó la música, una composición rítmica oriental que había oído en el colegio, en clase de música,

En un mercado persa, recordó automáticamente. Y esta vez, aquel ondulante ritmo que siempre le había sugerido un camello caminando, la llevó de vuelta al cuartito del orfanato, con las ilustraciones de las óperas de Verdi en las paredes por encima de los altos revestimientos. Había oído la pieza alguna vez en Nueva York, pero nunca con Carol. No la había oído ni había pensado en ella desde que había conocido a Carol. Ahora la música era como un puente que se remontaba por encima del tiempo, sin entrar en contacto con nada. Cogió el abridor de cartas de Carol de la mesilla, aquel cuchillo de madera que por alguna razón se había quedado entre sus cosas al hacer el equipaje, apretó la empuñadura y acarició el borde con el pulgar. Pero su realidad parecía negar a Carol en vez de afirmarla, la evocaba menos que la música, aunque nunca la hubieran oído juntas. Pensó en Carol con una pizca de resentimiento, Carol como un punto distante de silencio y quietud.

Se acercó al lavabo para lavarse la cara con agua fría. Si podía, al día siguiente buscaría trabajo. Había decidido quedarse allí a trabajar durante dos semanas más o menos, y no pasarse los días llorando en habitaciones de hotel. Le enviaría a la señora Cooper el nombre del hotel como dirección, simplemente por cortesía. Era otra de las cosas que tenía que hacer aunque no le apeteciera. Se preguntó si valía la pena esforzarse para volverle a escribir a Harkevy, después de la educada y ambigua nota que él le había mandado a Sioux Falls. «Me encantaría volver a verla cuando regrese a Nueva York, pero me es imposible prometerle algo para esta primavera. Sería buena idea que fuese a ver al señor Ned Bernstein, el codirector de escena. Él puede explicarle mejor que yo lo que está ocurriendo en los estudios de escenografía…» No, no volvería a escribirle.

Abajo, compró una postal del lago Michigan y escribió un mensaje deliberadamente alegre para la señora. Robichek. Al escribirlo le pareció muy falso, pero al alejarse del buzón donde lo había echado, sintió una repentina conciencia de la energía de su cuerpo, del vigor de las puntas de sus pies, de la sangre joven que caldeaba sus mejillas mientras andaba más deprisa, y sabía que era libre y afortunada en comparación con la señora Robichek, y que lo que había escrito no era falso, porque podía muy bien alcanzarlo. No estaba oprimida por una ceguera progresiva ni por el dolor. Se paró junto al escaparate de una tienda y se puso lápiz de labios. Una ráfaga de viento la hizo dar un paso para mantener el equilibrio. En la frialdad del viento podía sentir su alma primaveral, como un corazón cálido y joven respirando en su interior. A la mañana siguiente, empezaría a buscar trabajo. Podría vivir con el dinero que le quedaba y ahorrar lo que necesitaba para volver a Nueva York. Claro que podía telegrafiar a su banco para sacar el resto del dinero; pero no era eso lo que quería. Quería pasar dos semanas entre gente desconocida, haciendo un trabajo como el de millones de personas. Quería ponerse en el lugar de otro.

Contestó un anuncio para un puesto de recepcionista para el que pedían ciertos conocimientos de mecanografía, y había que llamar personalmente. Parecían convencidos de darle el puesto y se pasó toda la mañana estudiando los archivos. Uno de los jefes apareció después del almuerzo y dijo que quería una chica que supiese algo de taquigrafía. Therese no sabía. En el colegio le habían enseñado a escribir a máquina, pero no taquigrafía así que no la cogieron.

Aquella tarde volvió a mirar la sección de empleo. Luego se acordó del cartel que había visto en la verja de la maderería no lejos del hotel. «Se necesita chica para trabajo de oficina y almacén. 40 dólares a la semana». Si no exigían taquigrafía, podía conseguir el puesto. Eran alrededor de las tres cuando llegó a la ventosa calle donde estaba la maderería. Alzó la cabeza y dejó que el viento le apartara el pelo de la cara. Se acordó de Carol diciéndole: «Me gusta verte andar. Cuando te veo a lo lejos, siento como si anduvieras sobre la palma de mi mano y midieras unos centímetros». Oía la suave voz de Carol entre el susurro del viento y se tensó, llena de miedo y amargura. Anduvo más deprisa, dio unos pasos corriendo, como si así pudiera escapar de aquel marasmo de amor, odio y resentimiento en el que su mente se había sumergido repentinamente.

Había una construcción de madera que hacía de despacho y estaba a un lado de la maderería. Entró y habló con un tal señor Zambrowski, un hombre calvo que se movía despacio y que llevaba un reloj con cadena de oro que le quedaba pequeña. Antes de que Therese le preguntase por lo de la taquigrafía, él le dijo que no hacía falta. Le dijo que la probarían durante el resto de aquella tarde y la mañana siguiente. A la mañana siguiente, otras das chicas se presentaron para el trabajo, y el señor Zambrowski apuntó sus nombres, pero antes de mediodía le dijo que el puesto era suyo.

—Si no le importa, venga aquí a las ocho de la mañana —dijo el señor Zambrowski.

—No me importa —dijo. Aquella mañana había llegado a las nueve. Pero si se lo hubieran pedido, habría llegado a las cuatro de la madrugada.

Su horario era desde las ocho hasta las cuatro y media, y sus deberes consistían simplemente en revisar los envíos del taller que llegaban al patio en función de las órdenes recibidas, y en escribir cartas de confirmación. No veía mucha madera desde su mesa del despacho, pero el olor estaba en el aire, fresco como si las sierras acabaran de descubrir la superficie de las tablas de pino blanco, y oía el rebotar y el traqueteo de los camiones al descargar en el centro del patio. Le gustaba el trabajo, el señor Zambrowski le caía bien, y le gustaban los leñadores y los camioneros que entraban en el despacho a calentarse las manos junto al fuego. Uno de los leñadores se llamaba Steve. Era un atractivo joven con una barba dorada y dura, y la invitó un par de veces a almorzar con él en la cafetería que había al final de la calle. Le propuso que quedaran un sábado por la noche, pero Therese aún no quería pasar toda una velada con él ni con nadie.

Una noche, Abby le telefoneó.

—¿Sabes que he tenido que llamar dos veces a Dakota del Sur para encontrarte? —le dijo Abby irritada—. ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Cuándo piensas volver?

La voz de Abby le acercó el recuerdo de Carol tanto como si la hubiera oído a ella. Le produjo otra vez aquel nudo en la garganta y, por un momento, se quedó sin poder contestar.

—¡Therese!

—¿Está Carol contigo?

—Está en Vermont. Ha estado enferma —dijo la ronca voz de Abby, y no había en su tono ninguna sonrisa—. Está descansando.

—¿Está tan enferma que no puede llamarme? ¿Por qué no me lo dices, Abby? ¿Está mejor o peor?

—Mejor. ¿Porque no has intentado llamar para averiguarlo tú misma?

Therese apretó el teléfono. Sí, ¿por qué no lo había intentado? Porque había estado pensando en un cuadro en vez de en Carol.

—¿Qué le pasa? ¿Está…?

—Esa es una buena pregunta. Carol te escribió contándote lo que había pasado, ¿no?

—Sí.

—¿Y qué esperas? ¿Que vaya rodando como una pelota de goma? ¿O que te busque por todos los Estados Unidos? ¿Qué te crees que es esto, el juego del escondite?

Toda la conversación de aquella comida con Abby se estrelló contra Therese. Tal como Abby lo veía, todo había sido culpa suya. La carta que había encontrado Florence era sólo el error final.

—¿Cuándo vuelves? —le preguntó Abby.

—Dentro de unos diez días. A menos que Carol necesite el coche antes.

—No. No volverá a casa hasta dentro de diez días.

Therese hizo un esfuerzo para preguntar:

—Aquella carta, la que yo escribí, ¿sabes si la encontraron antes o después?

—¿Antes o después de qué?

—De que los detectives empezaran a seguirnos.

—La encontraron después —dijo Abby suspirando.

Therese apretó los dientes. Pero no le importaba lo que pensara Abby de ella, sólo le importaba lo que pensara Carol.

—¿En qué sitio de Vermont está?

—Yo en tu lugar no la llamaría.

—Pero tú no eres yo, y yo quiero llamarla.

—No la llames. Eso sí que puedo decírtelo. Le puedo dar un mensaje, si es algo importante. —Hubo un frío silencio—. Carol quiere saber si necesitas más dinero y qué pasa con el coche.

—No necesito dinero. El coche está bien —contestó. Tenía que hacerle otra pregunta—. ¿Qué sabe Rindy de todo esto?

—Sabe lo que significa la palabra divorcio. Y quiere estar con Carol. Eso tampoco hace las cosas más fáciles para Carol.

Muy bien, muy bien, quería decir Therese. No molestaría a Carol llamándola, ni escribiéndole, ni enviándole ningún mensaje, a menos que tuviera que decirle alguna cosa sobre el coche. Cuando colgó, estaba temblando. Inmediatamente volvió a descolgar.

—Habitación seiscientos once —dijo—. No quiero recibir más conferencias, ninguna.

Miró el abrecartas de Carol que estaba en la mesita de noche y que ahora era Carol, en persona, en carne y hueso, aquella Carol pecosa con un diente ligeramente roto en la punta. ¿Le debía ella algo a Carol, a Carol persona? ¿No había estado Carol jugando con ella, como dijo Richard? Se acordó de las palabras de Carol: «Cuando tienes un marido y un hijo, las cosas son un poco distintas». Frunció el ceño ante el abrecartas, sin entender por qué de pronto se había convertido en un simple abrecartas, un objeto que le era indiferente guardar o tirar.

Dos días después le llegó una carta de Abby en la que había un cheque personal de ciento cincuenta dólares y Abby le decía que «no te preocupes por esto». Le decía que había hablado con Carol y que Carol quería saber de ella, así que le daba la dirección de Carol. Era una carta bastante fría, pero el gesto del cheque no era frío. No había sido iniciativa de Carol y Therese lo sabía.

«Gracias por el cheque», le escribió Therese. «Es muy amable por tu parte, pero no voy a usarlo, no lo necesito. Me pides que le escriba a Carol. No creo que pueda ni deba hacerlo».

Una tarde, al volver del trabajo, Dannie estaba sentado en el vestíbulo del hotel. Therese no podía creer que él fuera aquel hombre de ojos oscuros que se levantó de la silla sonriendo y se acercó despacio hacia ella. Luego, al ver su pelo negro suelto, un poco más despeinado por el cuello levantado del abrigo, la amplia y simétrica sonrisa, le pareció tan familiar como si le hubiera visto el día anterior.

—¡Hola, Therese! —le dijo—. ¿Sorprendida?

—¡Bueno, muchísimo! Te daba por perdido. No había vuelto a saber de ti desde hace dos semanas.

Recordó que él había dicho que dejaría Nueva York el veintiocho y aquél era el día en que ella había llegado a Chicago.

—Yo también he estado a punto de darte por perdida —dijo Dannie riéndose—. Me quedé un poco más en Nueva York y ahora creo que fue una suerte, porque intenté llamarte y tu casera me dio la dirección. —Dannie la cogió firmemente del brazo. Iban andando lentamente hacia los ascensores—. Tienes un aspecto fantástico, Therese.

—¿De verdad? Estoy encantada de verte —dijo ella. Había un ascensor abierto frente a ellos—. ¿Quieres subir?

—Vayamos a comer algo. ¿O es demasiado pronto? Hoy no he comido nada.

—Entonces no es demasiado pronto.

Fueron a un sitio que Therese conocía, especializado en asados. Dannie incluso pidió cócteles, aunque normalmente no bebía.

—¿Estás sola aquí? —le dijo—. Tu casera de Sioux Falls me dijo que te habías ido sola.

—Al final Carol no pudo venir.

—Ah. ¿Y tú decidiste quedarte más tiempo?

—Sí.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta ahora. Pienso volver la semana que viene.

Dannie la escuchaba con sus cálidos ojos oscuros fijos en su rostro, sin manifestar ninguna sorpresa.

—¿Por qué no vas hacia el oeste en vez de hacia el este y pasas un tiempo en California? Tengo un trabajo en Oakland. Tengo que estar allí pasado mañana.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Investigación, lo que buscaba. Los exámenes me salieron mejor de lo que pensaba.

—¿Eras el primero de la clase?

—No lo sé. Lo dudo. Tampoco estábamos clasificados así. Pero no has contestado a mi pregunta.

—Quiero volver a Nueva York, Dannie.

—Ah —sonrió, mirándole el pelo y los labios. Ella pensó que Dannie nunca la había visto tan maquillada.

—De pronto pareces mayor —dijo él—. Te has cambiado el peinado, ¿verdad?

—Un poco.

—Ya no pareces asustada. Ni tan seria.

—Eso me gusta. —Se sentía tímida con él y a la vez cercana, con una intimidad cargada de algo que nunca había sentido con Richard. Algo intrigante, que le gustaba. «Un poco de sal», pensó. Miró la mano que Dannie tenía en la mesa, el fuerte músculo que abultaba más abajo del pulgar. Recordó aquel día, en su habitación, cuando él le puso las manos en los hombros. El recuerdo era agradable.

—¿Me has echado un poco de menos, Terry?

—Claro.

—¿Alguna vez has pensado que yo te podía importar algo? ¿Tanto como Richard, por ejemplo? —le preguntó con una nota de sorpresa en la voz, como si fuera una pregunta totalmente fantástica.

—No lo sé —contestó ella rápidamente.

—Pero ya no piensas en Richard, ¿verdad?

—Ya sabes que no.

—¿En quién entonces? ¿En Carol?

Ella se sintió súbitamente desnuda, sentada frente a él.

—Sí. Antes pensaba en Carol.

—¿Y ahora ya no?

Therese estaba sorprendida de que él pudiera decírselo sin el menor asombro, sin ninguna actitud prefijada.

—No. Es… No puedo contárselo a nadie, Dannie —acabó, y su voz le sonó calmada y profunda, como si fuera la voz de otra persona.

—Y si ya ha pasado, ¿no prefieres olvidarlo?

—No lo sé. No sé qué quieres decir exactamente con eso.

—Quiero decir, ¿lo sientes?

—No. ¿Si volvería a hacer lo mismo? Sí.

—¿Quieres decir con otra persona o con ella?

—Con ella —dijo Therese, y alzó la comisura de la boca en una sonrisa.

—Pero el final fue un fracaso.

—Sí. Y yo decidí llegar hasta el final.

—¿Todavía estás en ello?

Therese no contestó.

—¿Vas a volver a verla? ¿Te importa que te haga todas estas preguntas?

—No me importa —dijo ella—. Y no, no voy a volver a verla. No quiero.

—¿Y a otra?

—¿Otra mujer? —Therese negó con la cabeza—. No.

Dannie la miró y sonrió lentamente.

—Eso es lo que importa. O mejor dicho, por eso no importa.

—¿Qué quieres decir?

—Eres tan joven, Therese… Cambiarás. Olvidarás.

Ella no se sentía joven.

—¿Richard te habló de esto? —le preguntó.

—No. Una noche me pareció que quería contármelo, pero le corté antes de que empezara.

Ella sintió que esbozaba una amarga sonrisa, y dio una última calada al cigarrillo antes de apagarlo.

—Espero que encuentre a alguien que le escuche. Necesita público.

—Siente que le han dado calabazas. Su ego sufre. No creas que yo soy como Richard. Yo creo que cada uno debe vivir su vida.

Therese se acordó de algo que Carol había dicho una vez: «Todo adulto tiene secretos». Lo había dicho tan al azar como Carol decía las cosas, y se le había grabado para siempre en la mente, como la dirección que anotó en la hoja de pedido de Frankenberg. Sintió el impulso de contarle a Dannie todo lo demás, de hablarle del cuadro que había en la biblioteca y en el colegio. Y de que Carol no era un cuadro, sino una mujer con una hija y un marido, con pecas en las manos y cierto hábito de soltar palabrotas, de ponerse melancólica en momentos inesperados, y una mala costumbre de abandonarse a sus debilidades. Una mujer que había soportado algo mucho peor en Nueva York de lo que ella tuvo que sufrir en Dakota del Sur. Miró a Dannie a los ojos, miró el hoyuelo de su barbilla. Sabía que hasta aquel momento había estado sumida en un encantamiento que le impedía ver a ninguna persona del mundo que no fuese Carol.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó él.

—En una cosa que tú dijiste una vez en Nueva York sobre usar las cosas y tirarlas.

—¿Eso ha hecho ella contigo?

—Yo también tendré que hacerlo —dijo ella.

—Pues busca a alguien a quien nunca quieras tirar.

—¿Existe alguien así? —preguntó Therese.

—¿Me escribirás?

—Claro.

—Escríbeme dentro de tres meses.

—¿Tres meses? —De pronto entendió lo que quería decir.

—¿Antes no?

—No. —Él la miraba con firmeza—. Es un tiempo razonable, ¿no crees?

—Sí. De acuerdo. Te lo prometo.

—Prométeme algo más, que mañana te tomarás el día libre para estar conmigo. Mañana me quedaré hasta las nueve de la noche.

—No puedo, Dannie. Hay mucho trabajo y encima tengo que avisarles de que la semana que viene me voy —dijo. Sabía que ésas no eran las razones. Y quizá Dannie también lo adivinara al mirarla. No quería pasar el día siguiente con él, sería demasiado intenso, le haría pensar demasiado en sí misma y todavía no estaba preparada.

A mediodía del día siguiente, Dannie pasó a buscarla por la maderería. Habían decidido comer juntos, pero se pasaron toda la hora andando por el paseo Lake Shore y hablando. Aquella noche, a las nueve, Dannie cogió un avión hacia el oeste.

Ocho días más tarde, ella salió hacia Nueva York. Quería mudarse de casa de la señora Osborne lo antes posible. Quería volver a ver a algunas de las personas de quienes se había alejado desde el otoño anterior. Y habría otra gente, gente nueva. Aquella primavera empezaría a ir a clases nocturnas. Y quería cambiar su guardarropa completamente. Todo lo que tenía ahora, la ropa que guardaba en su armario de Nueva York, le parecía demasiado juvenil, como si fuera de años atrás. En Chicago había mirado los escaparates y anhelado una ropa que aún no podía comprarse. Lo único que podía permitirse por el momento era un corte de pelo distinto.

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