Carol

Carol


23

Página 36 de 40

2

3

Therese entró en su antigua habitación y lo primero que vio fue que la alfombra estaba bien puesta. También se dio cuenta de lo pequeña y trágica que parecía la habitación. Y, aunque eran suyos, la pequeña radio que había en la estantería y los almohadones del sofá del estudio le parecieron tan personales como una firma que hubiera hecho mucho tiempo atrás y que luego hubiese olvidado. Como las dos o tres maquetas que colgaban de las paredes y que deliberadamente evitó mirar.

Se fue al banco, sacó cien de sus últimos doscientos dólares y se compró un vestido negro y un par de zapatos.

Pensó que al día siguiente llamaría a Abby y quedaría para devolverle el coche de Carol, pero no ese día.

La misma tarde quedó con Ned Bernstein, el codirector de escena de la comedia inglesa cuyos decorados hacía Harkevy. Cogió tres de las maquetas que había hecho en el Oeste y también las fotografías de

Llovizna para enseñárselas. Si conseguía un trabajo de ayudante de Harkevy no ganaría suficiente para vivir, pero de todos modos habría otras fuentes de ingresos, otras que no fueran trabajar de dependienta en ningunos almacenes. Estaba la televisión, por ejemplo.

El señor Bernstein miró su trabajo con indiferencia. Therese le dijo que aún no había hablado con Harkevy, y le preguntó si él sabía si Harkevy iba a coger ayudantes. El señor Bernstein dijo que eso era cosa de Harkevy, pero, por lo que él sabía, no necesitaba más ayudantes. El señor Bernstein tampoco sabía de ningún otro estudio de decorados que necesitara a alguien en aquel momento. Y Therese pensó en su vestido de sesenta dólares. Y en los cien dólares que le quedaban. Le había dicho a la señora Osborne que podía enseñar el apartamento todas las veces que quisiera porque ella se marcharía. No tenía ni idea de adonde iría. Se levantó para irse y, de todos modos, le dio las gracias al señor Bernstein por haber visto su trabajo. Lo dijo con una sonrisa.

—¿Por qué no prueba en televisión? —le preguntó el señor Bernstein—. ¿Lo ha intentado? Es más fácil entrar ahí.

—Esta tarde iré a ver a alguien al Dumont —contestó. El señor Donohue le había dado un par de nombres el pasado enero. El señor Bernstein le dio algunos más.

Luego llamó al estudio de Harkevy. Harkevy le dijo que ya se iba, pero que podía dejar sus maquetas en el estudio y él las vería al día siguiente por la mañana.

—Por cierto, mañana a eso de las cinco hay una fiesta en el Saint Regis en honor de Geneviève Cranell. Si quiere venir… —dijo Harkevy, con su acento entrecortado, que le daba a su suave voz una precisión matemática—. Al menos así mañana nos veremos seguro. ¿Puede venir?

—Sí, me encantaría. ¿Dónde está el Saint Regis?

Él leyó la dirección de la invitación. Suite D. De las cinco a las siete.

—Estaré allí a las seis.

Colgó el teléfono tan feliz como si Harkevy le hubiera ofrecido asociarse con él. Anduvo las doce manzanas hasta su estudio y le dejó las maquetas a un chico joven, distinto del que había visto en enero. Harkevy cambiaba a menudo de ayudantes. Miró el taller con reverencia antes de cerrar la puerta. Quizá él la dejara ir pronto por allí. Quizá al día siguiente.

Fue a un drugstore de Broadway y llamó a Abby, a Nueva Jersey. La voz de Abby le sonó muy distinta de como le había sonado en Chicago. Carol debía de estar mucho mejor, pensó Therese. Pero no le preguntó por ella. La llamaba para arreglar el asunto del coche.

—Si quieres, yo puedo ir a buscarlo —dijo Abby—. ¿Pero por qué no llamas a Carol y le preguntas? Sé que le gustaría saber de ti —dijo. Parecía que Abby estaba dando marcha atrás.

—Bueno… —Therese no quería llamarla. ¿Pero de qué tenía miedo? ¿De oír su voz? ¿De la propia Carol?—. De acuerdo, le llevaré yo el coche, a menos que ella no quiera. En ese caso, te volveré a llamar.

—¿Cuándo? ¿Esta tarde?

—Sí. Dentro de un rato.

Therese fue a la puerta del drugstore y se quedó allí de pie un momento, mirando el anuncio de Camel con la gigantesca cara que exhalaba anillos de humo como donuts gigantes. Miró los largos y sombríos taxis maniobrando como tiburones en el tráfico de la tarde, el batiburrillo familiar de carteles de bares y restaurantes, señales, escaleras principales y ventanas, aquella confusión rojiza y parduzca de la acera que se parecía a otras miles de calles de Nueva York. Se acordó de haber paseado una vez por una calle en la zona de las calles Ochenta Oeste, de las fachadas de los bajos edificios de arenisca, abarrotados de humanidad, de vidas humanas, algunas empezando y otras acabando, y recordó la sensación opresiva que había tenido y cómo había echado a correr para salir a la avenida. Hacía sólo dos o tres meses. Ahora el mismo tipo de calle la llenaba de una tensa excitación, la hacía sumergirse de cabeza en ella, ir por la acera llena de los carteles y las marquesinas de los teatros, deprisa y a empujones. Se volvió y fue otra vez hacia las cabinas de teléfonos.

Un momento después oyó la voz de Carol.

—¿Cuándo has vuelto, Therese?

La voz le chocó breve y nerviosamente, pero luego ya no sintió nada.

—Ayer.

—¿Qué tal estás? ¿Igual que siempre? —Carol parecía contenerse, como si hubiera alguien delante, pero Therese sabía que no había nadie.

—No exactamente. ¿Y tú?

Carol esperó.

—Pareces distinta.

—Es verdad.

—¿Voy a verte? ¿O no quieres? Una sola vez —dijo. Era la voz de Carol pero las palabras no parecían suyas. Eran cautas e inseguras—. ¿Qué te parece esta tarde? ¿Has traído el coche?

—Esta tarde tengo que ver a un par de personas. No me dará tiempo —dijo. ¿Cuándo se había negado ella si Carol quería verla?—. ¿Quieres que te lleve el coche mañana?

—No. Puedo ir yo a buscarlo. No estoy inválida. ¿Qué tal va el coche?

—Está en buena forma —dijo Therese—. Ni un arañazo.

—¿Y tú? —preguntó Carol, pero Therese no contestó—. ¿Te veré mañana? ¿Tendrás tiempo por la tarde?

Quedaron en el bar del Ritz Tower, en la calle Cincuenta y siete a las cuatro y media, y colgaron.

Carol llegó un cuarto de hora tarde. Therese se sentó a esperarla en una mesa desde donde pudiera ver las puertas de cristal que daban al bar, y al final vio a Carol empujar una de las dos puertas, y sintió que la tensión surgía en ella como un pequeño y sordo dolor. Carol llevaba el mismo abrigo de piel, los mismos zapatos de ante negro que calzaba el día en que Therese la vio por primera vez, pero en esta ocasión lucía un pañuelo rojo sobre su rubio pelo. Le vio la cara, más delgada, alterada por la sorpresa. Esbozó una leve sonrisa.

—Hola —dijo Therese.

—Al principio no te reconocía —le dijo, y se quedó de pie un momento junto a la mesa, mirándola, antes de sentarse—. Es muy amable por tu parte aceptar verme.

—No digas eso.

Llegó el camarero y Carol pidió un té. Therese pidió lo mismo, mecánicamente.

—¿Me odias, Therese? —le preguntó Carol.

—No —dijo. Olía levemente el perfume de Carol, aquella dulzura familiar que ahora le era extrañamente desconocida, porque ya no evocaba lo mismo que antes. Dejó en la mesa la caja de cerillas que estrujaba entre los dedos—. ¿Cómo iba a odiarte, Carol?

—Supongo que podrías odiarme. Al menos, me habrás odiado durante un tiempo, ¿no? —dijo Carol como si confirmara un hecho.

—¿Odiarte? No —contestó. No exactamente, podría haber dicho. Pero sabía que los ojos de Carol leían en su cara.

—Y ahora, te has hecho mayor, con peinado de mayor y ropa de mayor.

Therese miró los ojos grises, ahora más serios, en cierto modo nostálgicos pese a la seguridad de la orgullosa cabeza. Luego bajó la vista, incapaz de ahondar en ellos. Todavía era hermosa, pensó Therese con una súbita punzada de sentimiento de pérdida.

—He aprendido algunas cosas —dijo Therese.

—¿Qué?

—Que… —Therese se detuvo porque la imagen del retrato de Sioux Falls obstruía súbitamente sus pensamientos.

—¿Sabes? Tienes muy buen aspecto —le dijo Carol—. De pronto te has revelado. ¿Será porque te has librado de mí?

—No —dijo Therese rápidamente. Frunció el ceño ante el té, que no le apetecía. La palabra «revelado» le hacía pensar en nacer y la incomodaba. Sí, había vuelto a nacer desde que dejara a Carol. Había nacido en el instante en que vio el cuadro en la biblioteca, y su grito ahogado de entonces era como el grito de un bebé, arrastrado al mundo contra su voluntad. Miró a Carol—. Había un cuadro en la biblioteca de Sioux Falls —le dijo. Y le habló del cuadro simplemente, sin emoción, como si fuera una historia que le hubiera ocurrido a otra persona.

Carol la escuchó sin apartar los ojos de ella. La observó como si observara a alguien a distancia sin poder evitarlo.

—Es extraño —dijo Carol—. Y terrible.

—Sí que lo fue —dijo Therese. Sabía que Carol lo entendería. Vio simpatía en sus ojos, y sonrió, pero Carol no le devolvió la sonrisa. Todavía la miraba—. ¿Qué piensas? —le preguntó Therese.

—¿Qué crees tú? —dijo Carol cogiendo un cigarrillo—. Pienso en aquel día, en los almacenes.

Therese volvió a sonreír.

—Fue tan maravilloso cuando te acercaste hasta mí. ¿Por qué lo hiciste?

Carol esperó un momento.

—Por una razón tonta. Porque eras la única chica que no estaba ocupada. Y porque no llevabas bata.

Therese soltó una carcajada, Carol sonrió levemente, pero de pronto pareció otra vez ella misma, tal como había sido en Colorado Springs antes de que pasase nada. Therese se acordó de la palmatoria que llevaba en el bolso.

—Te he traído esto —dijo, dándoselo—. Lo compré en Sioux Falls.

Therese la había envuelto en papel de seda blanco y Carol lo abrió sobre la mesa.

—Es encantador —dijo Carol—. Es como tú.

—Gracias. Pensé que te gustaría.

Therese miró la mano de Carol, el pulgar y la punta del dedo mediano sobre el fino borde de la palmatoria, como solía pasar los dedos por el borde de los platillos de las tazas cuando estaban en Colorado, Chicago y otros lugares olvidados. Therese cerró los ojos.

—Te quiero —dijo Carol.

Therese abrió los ojos pero no levantó la vista.

—Sé que tú no sientes lo mismo por mí, Therese. ¿Verdad?

Therese sintió el impulso de negarlo, pero ¿podía? No sentía lo mismo.

—No lo sé, Carol.

—Es lo mismo. —Su tono era suave, expectante, esperando una afirmación o una negación.

Therese miró fijamente los triángulos de pan tostado que había en un plato, entre ellas. Pensó en Rindy. Había aplazado el momento de hablar de ella.

—¿Has visto a Rindy?

Carol suspiró. Therese vio cómo su mano se retiraba de la palmatoria.

—Sí, el domingo pasado la vi una hora o algo así. Me parece que puede venir a visitarme un par de tardes al año. De Pascuas a Ramos. He perdido totalmente.

—Creí que habías dicho unas cuantas semanas al año.

—Bueno, es que hubo algo más en privado entre Harge y yo. Me negué a hacer el montón de promesas que él me pedía y la familia también se metió por medio. Me negué a vivir según una lista de estúpidas promesas que ellos habían confeccionado. Parecía una lista de delitos menores. Aunque eso significara que me iban a apartar de Rindy como si yo fuera un ogro. Y así ha sido. Harge les contó a los abogados todo, todo lo que aún no sabían.

—¡Dios! —susurró Therese. Podía imaginarse lo que significaba que Rindy apareciera por la tarde, acompañada de una institutriz vigilante aleccionada contra Carol, probablemente advertida de que no debía perder de vista a la niña. Seguro que Rindy lo entendería todo muy pronto. ¿Qué placer podía haber en visitas así? Therese no quería ni pronunciar el nombre de Harge—. Hasta los del tribunal han sido más amables, ¿no?

—En realidad, ante el tribunal tampoco prometí nada. Me negué allí también.

Therese no pudo evitar sonreír, porque estaba contenta de que Carol se hubiera negado, de que siguiera siendo tan orgullosa.

—Pero no fue un juicio, sino una discusión, una especie de mesa redonda. ¿Sabes cómo nos grabaron en Waterloo? Clavaron una especie de clavo en la pared, probablemente cuando llegamos.

—¿Un

clavo?

—Recuerdo haber oído a alguien dando martillazos. Creo que fue al acabar de ducharme. ¿Te acuerdas?

—No.

—Un clavo —sonrió Carol— que recoge el sonido como un micrófono. Él tenía la habitación contigua a la nuestra.

Therese no recordaba los martillazos, pero recordó la violencia de todo aquello, destruyendo, haciendo añicos…

—Ya se ha acabado todo —dijo Carol—. Casi preferiría no ver más a Rindy. Si no quiere venir a verme más, yo no lo exigiré. Lo dejaré a su elección.

—No puedo imaginar que no quiera verte.

Carol enarcó las cejas.

—¿Hay alguna manera de predecir lo que Harge hará con ella?

Therese se quedó en silencio. Apartó la vista de Carol y vio un reloj. Eran las cinco y treinta y cinco minutos. Pensó que si se decidía, tenía que llegar a la fiesta antes de las seis. Se había vestido para ir, con su vestido negro y un pañuelo blanco, los zapatos y los guantes negros, todo nuevo. Que poco importante le parecía ahora la ropa. De repente recordó los guantes de lana verde que la hermana Alicia le regalara. ¿Estarían aún envueltos en papel de seda en el fondo de su arcón? Quería deshacerse de ellos.

—Hay que superar las cosas —dijo Carol.

—Sí.

—Harge y yo vamos a vender la casa y he cogido un apartamento en la avenida Madison. Y también un trabajo, aunque no lo creas. Voy a trabajar para una tienda de muebles de la Cuarta Avenida, me encargaré de las compras. Alguno de mis antepasados debe de haber sido carpintero. —Miró a Therese—. Bueno, es un trabajo y me gustará. El apartamento es bastante grande para dos. Esperaba que te gustara y que quisieras venir a vivir conmigo, pero supongo que no querrás.

A Therese le dio un vuelco el corazón. Como el día que Carol la había llamado a los almacenes. Algo respondió dentro de ella, contra su voluntad, la hizo sentirse muy feliz y orgullosa. Orgullosa de que Carol tuviera el valor de decir cosas así, de que Carol no perdiera el coraje. Recordó su osadía al enfrentarse al detective en la carretera comarcal. Therese tragó saliva, intentando apaciguar los latidos de su corazón. Carol ni siquiera la había mirado. Estaba aplastando el filtro de su cigarrillo en el cenicero. ¿Vivir con Carol? Había sido imposible una vez, cuando era lo que más deseaba en el mundo. Vivir con ella y compartirlo todo, veranos e inviernos, pasear y leer juntas, viajar juntas. Recordó los días en que estaba enfadada con Carol y se la imaginaba proponiéndoselo y ella diciéndole que no.

—¿Te gustaría? —Carol la miró.

Therese se sintió al borde de un abismo. El resentimiento había desaparecido. Sólo faltaba la decisión. Un hilo fino suspendido en el aire, sin nada que tirase de él en uno u otro extremo. A un lado Carol, y al otro, un interrogante en el vacío. En el lado de Carol todo sería distinto, porque las dos eran distintas. Sería un mundo tan desconocido como lo había sido al principio aquel mundo que acababa de vivir. Pero ahora no había obstáculos. Therese pensó en el perfume de Carol, que de día no significaba nada. Como hubiera dicho Carol, un espacio en blanco para llenar.

—¿Y bien? —dijo Carol sonriendo impaciente.

—No —dijo Therese—. Creo que no. —«Porque me traicionarías otra vez». Eso era lo que había pensado en Sioux Falls y lo que había intentado escribir o decir. Pero Carol no la había traicionado. Carol la quería más que a su hija. Esa era una de las razones por las que no había hecho ninguna promesa. Estaba jugando, como jugaba el día en que intentó sacarle todo al detective, y también entonces perdió. Ahora veía cambiar la expresión de Carol, con leves signos de sorpresa y contrariedad, pero tan sutiles que quizá sólo ella fuera capaz de percibirlos. Durante un momento, Therese no pudo pensar.

—¿Es tu última palabra? —dijo Carol.

—Sí.

Carol miró su encendedor, que estaba sobre la mesa.

—Muy bien.

Therese la miró, deseando alargar las manos, tocarle el pelo y acariciárselo con fuerza entre sus dedos. ¿No habría notado Carol la indecisión de su voz? A Therese le entraron ganas de echar a correr, de salir por la puerta hasta la acera. Eran las seis menos cuarto.

—Esta tarde tengo que ir a una fiesta. Es importante porqué puedo conseguir un trabajo. Estará Harkevy —dijo. Estaba segura de que Harkevy le iba a dar trabajo, le había llamado a mediodía para hablarle de las maquetas que había dejado en su estudio. A Harkevy le habían gustado todas—. Ayer también me hicieron un encargo para televisión.

Carol alzó la cabeza, sonriendo.

—Mi pequeña hormiguita. Me da la sensación de que te va a ir bien. Hasta tu voz parece distinta.

—¿De verdad? —Therese dudaba. Cada vez le parecía más difícil quedarse allí sentada—. Si quieres, puedes venir a la fiesta, Carol. Es una fiesta enorme que se celebra en una suite de un hotel. Es para darle la bienvenida a la protagonista de la obra de Harkevy. Seguro que no les importa que lleve a alguien —añadió. No sabía muy bien por qué se lo proponía. ¿Por qué iba a querer Carol ir a una fiesta si antes nunca quería?

—No, gracias, querida —dijo Carol negando con la cabeza—. Mejor vete sola. La verdad es que he quedado en el Elysée dentro de un minuto.

Therese recogió sus guantes y su bolso. Miró las manos de Carol, las leves pecas desparramadas sobre su piel. Ya no llevaba el anillo. Miró también sus ojos. Tenía la sensación de que no volvería a verla. En menos de dos minutos se separarían en la acera.

—El coche está fuera. Saliendo a la izquierda. Aquí tienes las llaves.

—Ya lo sé. Lo he visto antes.

—¿Te quedas? —le preguntó Therese—. Pago yo.

—No, pago yo —dijo Carol—. Vete si tienes prisa.

Therese se levantó. No podía dejar allí a Carol, sentada a la mesa con las tazas de té y los ceniceros.

—No te quedes. Sal conmigo.

Carol la miró con sorpresa.

—De acuerdo —dijo—. Hay un par de cosas tuyas en casa. ¿Quieres que…?

—Es igual —la interrumpió Therese.

—Y tus flores, y tus plantas —dijo, pagando la cuenta al camarero—. ¿Qué pasó con las plantas que te regalé?

—Las plantas que me regalaste… se murieron.

Los ojos de Carol se encontraron con los suyos un instante, y Therese apartó la vista.

Se separaron en la acera, en la esquina de la avenida Park con la Cincuenta y siete. Therese corrió por la avenida, adelantándose a las luces que irradiaban tras ella montones de coches, emborronando su visión de Carol, que se alejaba por la otra acera. Carol se alejaba despacio, pasó la entrada del Ritz Tower y continuó. Therese pensó que tenía que ser así, sin un solo apretón de manos y sin mirar hacia atrás. Luego vio cómo Carol cogía la manija de la puerta del coche y recordó que la botella de cerveza aún seguiría allí, recordó el ruido que hacía mientras subía la rampa del túnel Lincoln al llegar a Nueva York. En aquel momento había pensado que tenía que sacarla antes de devolverle el coche a Carol, pero luego se le olvidó. Therese se apresuró hacia el hotel.

La gente ya atravesaba las dos entradas hacia el vestíbulo y un camarero tenía dificultades para arrastrar la mesita con las cubetas del hielo hasta el salón. Había mucho ruido en los salones. Therese no veía a Harkevy ni a Bernstein por ninguna parte. No conocía absolutamente a nadie, excepto a un hombre, una cara, alguien con quien había hablado hacía meses para un trabajo que no se llegó a concretar. Therese se dio la vuelta. Un hombre depositó un vaso largo en su mano.

—¿Estaba buscando esto, mademoiselle? —le dijo ceremoniosamente.

—Gracias —dijo. Pero no se quedó con el hombre. Le parecía haber visto al señor Bernstein en un rincón. Mientras se abría camino hasta allí se cruzó con mujeres que llevaban enormes sombreros.

—¿Es usted actriz? —le preguntó el mismo hombre, siguiéndola a través de la multitud.

—No, escenógrafa.

Allí estaba el señor Bernstein, y Therese se abrió paso entre varios grupos de gente y llegó hasta él. Él le tendió una mano cordial y regordeta, y se levantó del radiador donde estaba sentado.

—¡Señorita Belivet! —exclamó—. La señora Crawford, la directora de maquillaje…

—¡No hablemos de trabajo! —chilló la señora Crawford.

—El señor Stevens y el señor Fenelon. —El señor Bernstein siguió y siguió y ella tuvo que saludar a una docena de personas y preguntarles cómo estaban al menos a la mitad—. Y también Ivor, ¡Ivor! —llamó el señor Bernstein.

Allí estaba Harkevy, una figura delgada, con un rostro delgado y un fino bigotillo. Extendió una mano para saludarla.

—Hola —dijo—. Me alegro de volver a verla. Sí, me ha gustado mucho su trabajo. La noto ansiosa. —Se rió un poco.

—¿Le ha gustado lo bastante como para hacerme un hueco?

—Si quiere que se lo diga —dijo él, sonriendo—, pues sí, le haremos un hueco. Venga mañana a mi estudio a eso de las once. ¿Puede?

—Sí.

—Luego me reuniré con usted. Ahora tengo que despedirme de esta gente que se va —dijo, y se marchó.

Therese dejó su copa al borde de una mesa y buscó un cigarrillo en su bolso. Ya estaba. Miró hacia la puerta. Una mujer rubia, con el pelo peinado hacia arriba e intensos ojos azules, acababa de entrar en la sala y estaba provocando un pequeño remolino de excitación en torno a ella. Se movía con gestos rápidos y decididos, volviéndose a saludar a la gente y a estrechar manos. Therese se dio cuenta de que era Geneviève Cranell, la actriz británica que protagonizaría la obra. No parecía la misma de las pocas fotografías de cine que Therese había visto. Tenía la típica cara que había que ver en movimiento para que resultase atractiva.

—¡Hola! ¡Hola! —le dijo a todo el mundo mientras miraba a su alrededor, y Therese vio su mirada posarse en ella un instante y le produjo un leve shock, algo parecido a lo que había sentido al ver a Carol por primera vez. En los ojos azules de aquella mujer vio el mismo relámpago de interés que había habido en los suyos— lo sabía al ver a Carol. Y esa vez fue Therese la que siguió mirando y la otra quien apartó la vista y se dio la vuelta.

Therese miró el vaso que tenía en la mano y sintió un repentino calor en la cara y en las puntas de los dedos, un reflujo interior que no era sólo de sangre ni sólo de pensamiento. Antes de que se la presentaran supo que aquella mujer era como Carol. Y era hermosa. Y no se parecía al cuadro de la biblioteca. Therese sonrió mientras tomaba un sorbo de su copa, un largo sorbo que la ayudase a recobrar sus fuerzas.

—¿Una flor, madame? —le preguntó un camarero, tendiendo hacia ella una bandeja de orquídeas.

—Muchas gracias.

Therese cogió una. Tenía problemas para prendérsela y alguien —el señor Fenelon o el señor Stevens— la ayudó.

—Gracias —le dijo ella.

Geneviève Cranell se acercaba a ella con el señor Bernstein detrás. La actriz saludó al hombre que estaba con Therese cono si lo conociera muy bien.

—¿Conoce a la señorita Cranell? —preguntó el señor Bernstein a Therese.

Therese miró a la mujer.

—Me llamo Therese Belivet —dijo. Y cogió la mano que ella le tendía.

—¿Qué tal está? ¿Así que usted se ocupa de la escenografía?

—No, sólo formo parte del equipo.

Therese sentía aún el tacto de aquella mano cuando se la soltó.

Se sentía excitada, loca y estúpidamente excitada.

—¿Alguien podría traerme algo de beber? —preguntó la señorita Cranell.

Ir a la siguiente página

Report Page