Carol

Carol


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El señor Bernstein le hizo el favor, y luego acabó de presentarle a la señorita Cranell a la gente que tenía alrededor y que aún no la conocía. Therese la oyó decirle a alguien que acababa de bajar del avión y que tenía las maletas en el vestíbulo y, mientras hablaba, Therese la vio mirarla un par de veces por encima del hombro de los que la rodeaban. Therese sintió una emocionante atracción hacia la nuca de Geneviève Cranell, hacia el gracioso y descuidado gesto de su nariz respingona, el único rasgo despreocupado de su fino rostro clásico. Tenía los labios bastante delgados. Parecía alerta e imperturbablemente segura. Pero Therese sintió que aquella Geneviève Cranell quizá no volviera a hablarle durante la fiesta precisamente porque quería hacerlo.

Therese se abrió paso hacia un espejo que había en la pared, y miró su reflejo para comprobar que todavía llevaba bien el pelo y los labios.

—Therese —dijo una voz cerca de ella—. ¿Te gusta el champán?

—Claro. —Therese se dio la vuelta y vio a Geneviève Cranell—. Por supuesto.

—Claro. Muy bien, pues dentro de unos minutos sube a la seiscientos diecinueve. Es mi habitación. Tenemos una pequeña fiesta privada allí.

—Me sentiré muy honrada —dijo Therese.

—No malgastes tu sed con bebidas vulgares. ¿Dónde te has comprado ese vestido tan encantador?

—En Bonwitt. Es una locura.

Geneviève Cranell se rió. Ella llevaba un traje de punto azul que sí parecía una locura.

—Pareces muy joven. ¿No te importa que te pregunte qué edad tienes?

—Tengo veintiún años.

—Increíble —dijo, abriendo mucho los ojos—. ¿Es posible que alguien tenga veintiún años?

La gente miraba a la actriz y Therese se sentía halagada, terriblemente halagada, y el halago se mezcló con lo que sentía o podía sentir hacia Geneviève Cranell.

La señorita Cranell le ofreció su pitillera.

—Por un momento, había pensado que eras menor.

—¿Y eso es un delito?

La actriz sólo la miraba a ella, sus ojos azules le sonrieron por encima de la llama del encendedor. Pero cuando volvió la cabeza para encenderse su propio cigarrillo, Therese intuyó repentinamente que Geneviève Cranell no significaría nada para ella, nada aparte de aquella media hora en la fiesta. Se dio cuenta de que la excitación que sentía en ese momento no continuaría y que no la evocaría más tarde desde otro tiempo u otro lugar. ¿Cómo lo sabía? Therese contempló la estilizada línea de su ceja rubia mientras el humo empezaba a salir de su cigarrillo, pero allí no encontró la respuesta. Y, de pronto, Therese se vio invadida por una sensación de tragedia, casi de arrepentimiento.

—¿Eres de Nueva York? —le preguntó la señorita Cranell.

¡Vivy!

Los que acababan de llegar rodearon a Geneviève Cranell y la arrastraron. Therese sonrió y apuró su copa. Sintió la primera oleada de calor del whisky subiendo en su interior. Habló con un hombre al que le habían presentado el día antes en el despacho del señor Bernstein y con otro que no conocía. Miró a la entrada que había al otro extremo del salón, una entrada que en aquel momento era sólo un rectángulo vació. Y pensó en Carol. Tal vez volviera para preguntárselo una vez más. La antigua Carol lo hubiera hecho quizá, pero la nueva no. Carol debía de estar en su cita del bar Elysée. ¿Con Abby? ¿Con Stanley McVeigh? Therese apartó la vista de la puerta como si temiera que Carol reapareciese y ella tuviera que decirle otra vez que no. Aceptó otra copa y sintió que el vacío de su interior se llenaba poco a poco con la certeza de que, si quería, podría ver a Geneviève Cranell muy a menudo. Y aunque ella no volvería a involucrarse con nadie, tal vez podría sentirse amada.

—¿Quién hizo los decorados de

El Mesías perdido, Therese? ¿Te acuerdas? —le preguntó un hombre que había a su lado.

—¿Blanchard? —contestó ella ausente, todavía pensando en Geneviève Cranell con un sentimiento de repulsión, de vergüenza por lo que acababa de ocurrírsele, y que sabía que no le volvería a pasar. Escuchó la conversación sobre Blanchard y otros, e incluso participó en ella, pero su conciencia se había detenido en una maraña en la que una docena de hilos se mezclaban e intrincaban. Uno era Dannie. El otro Carol. Otro era Geneviève Cranell. Uno seguía y seguía fuera de la maraña, pero su mente estaba atrapada en la intersección. Se inclinó para que le dieran fuego y sintió que caía un poco más profundamente en la red, y se agarró a Dannie. Pero el fuerte hilo negro no llevaba a ninguna parte. Lo sabía, como si alguna voz agorera le dijera en su interior que no llegaría muy lejos con Dannie. Y la soledad la barrió como un viento misterioso, como las tenues lágrimas que de pronto le anegaron los ojos, demasiado tenues, lo sabía, para ser advertidas mientras alzaba la cabeza y miraba.

—No te olvides. —Geneviève Cranell estaba junto a ella, dándole golpecitos en el brazo y repitiendo deprisa—: Seiscientos diecinueve. Nos vamos. —Empezó a marcharse y se volvió—. ¿Subes? Harkevy también irá.

Therese negó con la cabeza.

—Gracias, pensaba que podría, pero me he acordado de que tengo que ir a otro sitio.

La mujer la miró sorprendida.

—¿Qué pasa, Therese? ¿Algo va mal?

—No —sonrió, avanzando hacia la puerta—. Muchas gracias por invitarme. Seguro que volveremos a vernos.

—Seguro —dijo la actriz.

Therese fue a la habitación contigua al salón y cogió su abrigo de la pila que había sobre una cama. Salió corriendo por el corredor hacia la escalera. Pasó junto a la gente que esperaba el ascensor, entre ellos Geneviève Cranell, y a Therese no le importó si la veía o no lanzándose por la amplia escalinata como si huyese de algo. Sonrió para sí. Sintió el aire frío y dulce en la frente. Oía su leve rumor como el de unas alas que se deslizaran junto a sus oídos y se sintió volar por calles y aceras. Hacia Carol. Y quizá Carol ya lo supiera en aquel momento. Porque otras veces Carol había adivinado cosas así. Cruzó otra calle y allí estaba la marquesina del Elysée.

El jefe de camareros le dijo algo en el vestíbulo y ella le contestó:

—Estoy buscando a una persona.

Se quedó en el umbral, mirando por encima de la gente, hacia las mesas del salón donde sonaba un piano. La luz no era muy intensa y al principio no la vio, semioculta en la sombra, contra la pared más lejana, de frente a ella. Carol tampoco la vio. Había un hombre sentado frente a ella y Therese no sabía quién era. Carol se echó el pelo hacia atrás. Therese sonrió: aquel gesto era Carol. Era la Carol que siempre había amado y a la que siempre amaría. Oh, y ahora de una manera distinta, porque ella era distinta. Era como volver a conocerla, aunque seguía siendo Carol y nadie más. Sería Carol en miles de ciudades y en miles de casas, en países extranjeros a los que irían juntas, y lo sería en el cielo y en el infierno. Therese esperó. Después, cuando estaba a punto de avanzar hacia ella, Carol la vio. Pareció contemplarla incrédula un instante, mientras Therese observaba cómo crecía su leve sonrisa antes de que su brazo se levantara, de repente, y su mano hiciera un rápido y ansioso saludo que Therese nunca había visto. Therese avanzó hacia ella.

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