Carol

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Era la hora del almuerzo y la cafetería de los trabajadores de Frankenberg estaba de bote en bote.

No quedaba ni un sitio libre en las largas mesas, y cada vez llegaba más gente y tenían que esperar detrás de las barandas de madera que había junto a la caja registradora. Los que ya habían conseguido llenar sus bandejas de comida vagaban entre las mesas en busca de un hueco donde meterse o esperando que alguien se levantara, pero no había sitio. El estrépito de platos, sillas y voces, el arrastrar de pies y el zumbido de los molinillos entre aquellas paredes desnudas sonaba como el estruendo de una sola y gigantesca máquina.

Therese comía nerviosa, con el folleto de «Bienvenido a Frankenberg» apoyado sobre una azucarera frente a ella. Se había leído el grueso folleto durante la semana anterior, el primer día de prácticas, pero no tenía nada más que leer, y en aquella cafetería sentía la necesidad de concentrarse en algo. Por eso volvió a leer lo de las vacaciones extra, las tres semanas que se concedían a los que llevaban quince años trabajando en Frankenberg, y comió el plato caliente del día, una grasienta loncha de rosbif con una bola de puré de patatas cubierta de una salsa parduzca, un montoncito de guisantes y una tacita de papel llena de rábano picante. Intentó imaginarse cómo sería haber trabajado quince años en Frankenberg, pero se sintió incapaz. Los que llevaban veinticinco años tenían derecho a cuatro semanas de vacaciones, según decía el folleto. Frankenberg también proporcionaba residencia para las vacaciones de verano e invierno. Pensó que seguro que también tenían una iglesia, y una maternidad. Los almacenes estaban organizados como una cárcel. A veces la asustaba darse cuenta de que formaba parte de aquello.

Volvió rápidamente la página y vio escrito en grandes letras negras y a doble página: «¿Forma

usted parte de Frankenberg?»

Miró al otro lado de la estancia, hacia las ventanas, e intentó pensar en otra cosa. En el precioso jersey noruego rojo y negro que había visto en Saks y que le podía comprar a Richard para Navidad, si no encontraba una cartera más bonita que la que había visto por veinte dólares. O en la posibilidad de ir en coche a West Point con los Kelly el domingo siguiente a ver un partido de hockey. Al otro lado de la sala, el ventanal cuadriculado parecía un cuadro de, ¿cómo se llamaba?, Mondrian. En una de las esquinas de la ventana, un cuadrante abierto mostraba un trozo de cielo blanco. No había ningún pájaro dentro ni fuera. ¿Qué tipo de escenografía habría que montar para una obra que se desarrollara en unos grandes almacenes? Ya había vuelto otra vez a la realidad.

«Pero lo tuyo es muy distinto, Terry», le había dicho Richard. «Estás convencida de que dentro de una semana estarás fuera y en cambio las demás no». Richard le dijo que el verano siguiente quizá estuviera en Francia. Quizá. Richard quería que ella le acompañara y en realidad no había nada que le impidiera hacerlo. Y Phil McElroy, el amigo de Richard, le había escrito para decirle que el mes siguiente podía conseguirle trabajo con un grupo de teatro. Therese todavía no conocía a Phil, pero no confiaba en que le consiguiera trabajo. Llevaba desde septiembre pateándose Nueva York, una y otra vez y vuelta a empezar. No había encontrado nada. ¿Quién iba a darle trabajo en pleno invierno a una aprendiza de escenógrafa en los inicios de su aprendizaje? La idea de ir a Europa con Richard el verano siguiente tampoco parecía muy real. Sentarse con él en las terrazas de los cafés, pasear con él por Arles, descubrir los lugares que había pintado Van Gogh. Richard y ella parándose en las ciudades para pintar. Y en aquellos últimos días, desde que había empezado a trabajar en los grandes almacenes, aún le parecía menos real.

Ella sabía muy bien qué era lo que más le molestaba de los almacenes. Era algo que no podía explicarle a Richard. En los almacenes se intensificaban las cosas que, según ella recordaba, siempre le habían molestado. Los actos vacíos, los trábalos sin sentido que parecían alejarla de lo que ella quería hacer o de lo que podría haber hecho… Y ahí entraban los complicados procedimientos con los monederos, el registro de abrigos y los horarios que impedían incluso que los empicados pudieran realizar su trabajo en los almacenes en la medida de sus capacidades. La sensación de que todo el mundo estaba incomunicado con los demás y de estar viviendo en un nivel totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera. Le recordaba conversaciones alrededor de mesas o en sofás con gente cuyas palabras parecían revolotear sobre cosas muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota con vida. Y cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacía mirando con la misma expresión convencional de cada día y sus comentarios eran tan banales que era imposible creer que fuese siquiera un subterfugio. Y la soledad aumentaba con el hecho de que, día tras día, en los almacenes siempre se veían las mismas caras. Unas pocas caras con las que se podía haber hablado, pero con las que nunca se llegaba a hablar o no se podía. No era igual que aquellas caras del autobús, que parecían hablar fugazmente a su paso, que veía una sola vez y luego se desvanecían para siempre.

Todas las mañanas, mientras hacía cola en el sótano para fichar, sus ojos saltaban inconscientemente de los empleados habituales a los temporales. Se preguntaba cómo había aterrizado allí —por supuesto había contestado un anuncio, pero eso no servía para justificar el destino—, y qué vendría a continuación en vez del deseado trabajo como escenógrafa. Su vida era una serie de zigzags. A los diecinueve años estaba llena de ansiedad.

«Tienes que aprender a confiar en la gente, Therese, recuérdalo», le había dicho la hermana Alicia. Y muchas, muchas veces, Therese había intentado hacerle caso.

—Hermana Alicia —susurró Therese con cuidado, sintiéndose reconfortada por las suaves sílabas.

Therese vio que el chico de la limpieza venía en su dirección, así que se enderezó y volvió a coger el tenedor.

Todavía recordáis la cara de la hermana Alicia, angulosa y rojiza como una piedra rosada iluminada por el sol, y la aureola azul de su pechera almidonada. La figura huesuda de la hermana Alicia apareciendo por una esquina del salón, o entre las mesas esmaltadas de blanco del refectorio. La hermana Alicia en miles de lugares, con aquellos ojillos azules que la encontraban siempre a ella entre todas las demás chicas y la miraban de un modo distinto. Therese lo sabía. Aunque los finos y rosados labios siguieran siempre igual de firmes. Todavía recordaba a la hermana Alicia en el día de su octavo cumpleaños, dándole sin sonreír los guantes de lana verde envueltos en un papel de seda, ofreciéndoselos directamente, sin apenas una palabra. La hermana Alicia diciéndole con los mismos labios firmes que tenía que aprobar aritmética. ¿A quién más le importaba que ella aprobase aritmética? Durante años, Therese había conservado los guantes verdes en el fondo de su armarito metálico del colegio, mucho después de que la hermana Alicia se fuera a California. El papel de seda se había quedado lacio y quebradizo como un trapo viejo y ella no había llegado a ponerse los guantes. Al final, se le quedaron pequeños.

Alguien movió la azucarera y el folleto se cayó.

Therese miró las manos que tenía enfrente, unas manos de mujer, regordetas y envejecidas, sujetando temblorosas el café, partiendo un panecillo con trémula ansiedad y mojando glotonamente la mitad del mismo en la salsa parduzca del plato, idéntica a la de Therese. Eran unas manos agrietadas, con las arrugas de los nudillos negruzcas, pero la derecha lucía un llamativo anillo de plata de fantasía, con una piedra verde claro, y la izquierda, una alianza de oro. En las uñas había restos de esmalte. Therese vio cómo la mano se llevaba hacia arriba un tenedor cargado de guisantes y no tuvo que mirar para saber cómo sería la cara. Sería igual que todas las caras de las cincuentonas que trabajaban en Frankenberg, afligidas con una expresión de perenne cansancio y de terror, los ojos distorsionados tras unas gafas que los agrandaban o empequeñecían, las mejillas cubiertas de un colorete que no lograba iluminar el tono gris de debajo. Therese se sintió incapaz de mirarla.

—Eres nueva, ¿verdad? —La voz era aguda y clara en medio del estrépito general. Era una voz casi dulce.

—Sí —dijo Therese levantando la vista. Entonces recordó aquella cara. Era la cara cuyo cansancio le había hecho imaginar todas las demás caras. Era la mujer a la que Therese había visto una tarde, hacia las seis y media, cuando los almacenes estaban casi vacíos, bajando pesadamente las escaleras de mármol desde el entresuelo, deslizando sus manos por la amplia balaustrada de mármol, intentando aliviar sus encallecidos pies de una parte del peso. Aquel día Therese pensó: «No está enferma ni es una pordiosera. Simplemente trabaja aquí».

—¿Qué tal te va todo?

Y allí estaba la mujer, sonriéndole, con las mismas y terribles arrugas bajo los ojos y en torno a la boca. En realidad, en ese momento sus ojos parecían más vivos y afectuosos.

—¿Qué tal te va todo? —volvió a repetir la mujer porque a su alrededor había una gran confusión de voces y vasos.

Therese se humedeció los labios.

—Bien, gracias.

—¿Te gusta estar aquí?

Therese asintió con la cabeza.

—¿Ha terminado? —Un hombre joven con delantal blanco agarró el plato de la mujer con ademán imperativo.

La mujer hizo un gesto trémulo y desmayado. Atrajo hacia sí el plato de melocotón en almíbar. Los melocotones, como viscosos pececillos anaranjados, resbalaban bajo el canto de la cuchara cada vez que intentaba hacerse con ellos, hasta que al fin logró coger uno y comérselo.

—Estoy en la tercera planta, en la sección de artículos de punto. Si necesitas algo… —dijo la mujer con nerviosa incertidumbre, como intentando pasarle un mensaje antes de que las interrumpieran o separaran—. Sube alguna vez a hablar conmigo. Me llamo señora Robichek, señora Ruby Robichek, quinientos cuarenta y cuatro.

—Muchas gracias —dijo Therese. Y, de pronto, la fealdad de la mujer se desvaneció, detrás de las gafas sus ojos castaños y enrojecidos parecían amables e interesados en ella. Therese sintió que el corazón le latía, como si de repente cobrara vida. Miró cómo la mujer se levantaba de la mesa y su corta y gruesa figura se alejaba hasta perderse entre la multitud, que esperaba detrás de la barandilla.

Therese no fue a ver a la señora Robichek, pero la buscaba cada mañana cuando los empleados entraban en el edificio hacia las nueve menos cuarto, y la buscaba en los ascensores y en la cafetería. No volvió a verla, pero era agradable tener a alguien a quien buscar en los almacenes. Hacía que todo fuese muy distinto.

Casi todas las mañanas, cuando llegaba a su trabajo en la séptima planta, Therese se detenía un momento a mirar un tren eléctrico. El tren funcionaba sobre una mesa, junto a los ascensores. No era un tren tan fantástico como aquel otro que había al fondo de aquella misma planta, en la sección de juguetes. Pero había una especie de furia en sus pequeños pistones que los trenes más grandes no tenían. Recorría aquella pista oval con un aire furioso y frustrado que hechizaba a Therese.

Rugía y se precipitaba ciegamente en un túnel de cartón piedra, y al salir aullaba.

El trenecito siempre estaba en marcha por las mañanas, cuando ella salía del ascensor, y también por las tardes, cuando terminaba su trabajo. Le daba la sensación de que el tren maldecía la mano que lo ponía en marcha cada día. En la sacudida de su morro al describir las curvas, en sus bruscos arranques por los tramos rectos de la vía, ella veía el frenético y fútil propósito de un tiránico maestro. El tren arrastraba tres coches Pullman en cuyas ventanillas asomaban diminutas figurillas humanas mostrando sus perfiles inflexibles. Detrás de ellos iba un vagón de carga abierto que llevaba madera auténtica en miniatura, un vagón de carga con carbón de mentira y un vagón de cola que crujía en las curvas y que se colgaba del tren volante como un niño agarrado a la falda de su madre. Era como alguien que hubiera enloquecido en la cárcel, algo muerto que nunca se gastara, como los deliciosos y flexibles zorros del zoo de Central Park, que repetían siempre los mismos pasos dando vueltas en sus jaulas.

Aquella mañana Therese se apartó rápidamente del tren y se fue a la sección de muñecas, donde trabajaba.

A las nueve y cinco, la gran zona cuadrangular que ocupaba la sección de juguetes empezaba a cobrar vida. Las telas verdes eran retiradas de los largos mostradores. Los juguetes mecánicos empezaban a lanzar bolas al aire para volverlas a coger, las barracas de tiro se ponían en marcha y los blancos empezaban a girar. El mostrador de los animales de granja empezaba a graznar, cacarear y rebuznar. Detrás de Therese, se iniciaba un cansino

ra-ta-ta-tá. Eran los tambores de un gigantesco soldado de hojalata que miraba marcialmente hacia los ascensores tamborileando durante todo el día. El mostrador de manualidades desprendía un olor a arcilla de modelar. Era una reminiscencia de su infancia: el aula de manualidades del colegio. Y también le recordaba a una especie de construcción que había en el terreno del colegio y que, según se rumoreaba, era una tumba auténtica, junto a cuyos barrotes de hierro ella solía pegar la nariz.

La señora Hendrickson, la encargada de la sección de muñecas, cogía las muñecas de las estanterías del almacén y las colocaba sentadas, con las piernas extendidas, sobre los mostradores de cristal.

Therese saludó a la señorita Martucci, que estaba junto al mostrador, tan concentrada contando los billetes y monedas de su billetero que sólo pudo dedicarle a Therese una inclinación un poco más acentuada. Therese contó veintiocho dólares y medio de su propio monedero, lo anotó en un trozo de papel blanco para el sobre de recibos de ventas, y pasó el dinero en bonos de caja a su compartimiento de la caja registradora.

En aquel momento, los primeros clientes salían de los ascensores, dudando un instante, con la expresión confusa y un tanto sobresaltada que siempre tenía la gente al entrar en la sección de juguetes. Luego recuperaban la marcha a oleadas.

—¿Tienen esas muñecas que hacen pipí? —le preguntó una mujer.

—Me gustaría esta muñeca, pero con un vestido amarillo —dijo otra, atrayendo una muñeca hacia sí. Therese se dio la vuelta y cogió la muñeca de la estantería.

La mujer tenía la boca y las mejillas como las de su madre, pensó Therese, las mejillas ligeramente picadas de viruela bajo un colorete rosa oscuro y separadas por unos labios rojos llenos de arrugas verticales.

—¿Todas las muñecas que beben y hacen pipí son de este tamaño?

No hacía falta utilizar argucias de vendedor. La gente quería comprar una muñeca, cualquier muñeca, para regalarla en Navidad. Era cuestión de agacharse y sacar cajas en busca de una muñeca de ojos castaños en vez de azules, de llamar a la señora Hendrickson para pedirle que abriera con su llave una vitrina de cristal, cosa que ella hacía a regañadientes, como si estuviera convencida de que no quedaba ninguna muñeca como la que le pedían. Había que deslizarse tras el mostrador y depositar una muñeca más en la montaña de cajas del mostrador de envolver, una montaña que no paraba de crecer y tambalearse, por más que los chicos del almacén vinieran a llevarse los paquetes. Casi ningún niño se acercaba al mostrador. Se suponía que Santa Claus era quien traía las muñecas, un Santa Claus representado por caras frenéticas y ávidas manos. Sin embargo, pensó Therese, debía de haber en ellas algo de buena voluntad, incluso tras aquellas frías y empolvadas caras de las mujeres envueltas en abrigos de visón o de mana, que solían ser las más arrogantes y que compraban presurosas las muñecas más grandes y más caras, muñecas con pelo de verdad y vestiditos de repuesto. Seguro que había amor en la gente pobre, que esperaba su turno y preguntaba débilmente cuánto costaba tal muñeca, meneaba la cabeza apesadumbrado y se daba la vuelta. Trece dólares y cincuenta centavos por una muñeca que sólo medía veinticinco centímetros de altura.

«Cójala», hubiera querido decirles Therese. «La verdad es que es muy cara, pero yo se la regalo. Frankenberg no la echará de menos».

Pero las mujeres de los abrigos baratos y los tímidos hombres encogidos bajos sus raídas bufandas se marcharían hacia los ascensores, mirando anhelantes otros mostradores. Si venían a buscar una muñeca, no querían otra cosa. Una muñeca era una clase especial de regalo de Navidad, algo prácticamente vivo, lo más parecido a un bebé.

Casi nunca había niños, pero de vez en cuando alguno se acercaba, generalmente una niñita —pocas veces un niño— agarrada firmemente de la mano de su padre o su madre. Therese les enseñaba las muñecas que pensaba que podían gustarles. Era muy paciente. Y por fin, una muñeca producía la metamorfosis en la cara de la niña, la reacción a todo un montaje comercial, y casi siempre la niña se marchaba con aquella muñeca.

Una tarde, después del trabajo, Therese vio a la señora Robichek en la cafetería que había al otro lado de la calle. Muchas veces Therese se paraba allí a tomar un café antes de regresar a casa. La señora Robichek estaba al fondo del establecimiento, al final de un largo y curvado mostrador, mojando un donut en su tazón de café.

Therese se abrió paso hacia ella entre la multitud de chicas, tazones de café y donuts. Al llegar junto al codo de la señora Robichek, jadeó:

—Hola. —Y se volvió hacia la barra, como si la taza de café fuera su único objetivo.

—Hola —le dijo la señora Robichek, de un modo tan indiferente que Therese se quedó hecha polvo.

Therese no se atrevió a mirar otra vez a la señora Robichek y, sin embargo, casi se rozaban con el codo. Therese ya estaba a punto de terminar su café cuando la señora Robichek le dijo, aburrida:

—Yo voy a coger el metro en lndependent. Me pregunto si alguna vez podremos salir de aquí.

Tenía una voz triste. Era evidente que no se había pasado el día en la cafetería. En aquel momento, era como la vieja jorobada a la que Therese había visto arrastrarse por la escalera.

—Saldremos de aquí —dijo Therese confiada.

Therese abrió paso para las dos hasta la puerta. Ella también cogía el metro en lndependent. La señora Robichek y ella pasaron junto a la multitud ociosa que había a la entrada del metro y fueron absorbidas gradual e inevitablemente escaleras abajo, como pedacitos de desechos por una alcantarilla. Descubrieron que las dos bajaban en la parada de la avenida Lexington, aunque la señora Robichek vivía en la calle Cincuenta y cinco, justo al este de la Tercera Avenida. Therese acompañó a la señora Robichek a una charcutería a comprarse algo para cenar. Therese también podía haberse comprado alguna cosa para ella, pero, por alguna razón, no podía hacerlo en presencia de la señora Robichek.

—¿Tienes comida en casa?

—No, pero luego compraré algo.

—¿Por qué no vienes a cenar conmigo? Estoy completamente sola. Ven. —La señora Robichek acabó encogiéndose de hombros, como si le costara menos hacer eso que sonreír.

El impulso de Therese de protestar cortésmente duró sólo un momento.

—Gracias, me encantaría.

Luego vio un bizcocho envuelto en papel celofán sobre el mostrador, un pastel de frutas que parecía un enorme ladrillo marrón, adornado con guindas rojas, y lo compró para regalárselo a la señora Robichek.

Era un edificio corriente, como el de la casa de Therese, oscuro y sombrío. No había luz permanente en los rellanos y cuando la señora Robichek encendió la del tercer rellano, Therese vio que la casa no estaba muy limpia. La habitación de la señora Robichek tampoco, y la cama estaba sin hacer. Therese se preguntó si se levantaría tan cansada como cuando se acostaba. Se quedó de pie en medio de la habitación mientras la señora Robichek arrastraba los pies hacia la cocina, con la bolsa de víveres que le había quitado de las manos a Therese. Therese tuvo la sensación de que ahora que estaba en casa, donde nadie podía verla, la señora Robichek se permitía mostrarse tan cansada como realmente se sentía.

Therese no recordaba cómo había empezado. No recordaba la conversación anterior, cosa que por otro lado tampoco importaba. Lo que sucedió fue que la señora Robichek pasó junto a ella de una forma extraña, como si estuviera en trance, murmurando en vez de hablar, y se echó boca arriba en la cama sin hacer. Fue el continuado murmullo, la débil sonrisa de disculpa y la terrible y chocante fealdad del cuerpo corto y pesado, con el abultado abdomen y la cabeza inclinada a modo de excusa, mirándola todavía cortésmente, lo que la obligó a escucharla.

—Yo tenía una tienda de ropa en Queens. Ah, una tienda bastante buena —dijo la señora Robichek, y Therese observó cierto tono de orgullo, y escuchó a su pesar, aborreciéndolo—. ¿Conoces los vestidos con la V en la cintura y unos botoncitos subiendo hasta arriba? ¿Te acuerdas? Son de hace cuatro o cinco años. —La señora Robichek extendió sus rígidas manos y las dejó tiesas sobre su cintura. Eran tan pequeñas que no cubrían siquiera la parte delantera de su tronco. Parecía muy vieja a la débil luz de la lámpara, que le dibujaba sombras bajo los ojos negros—. Los llamaban vestidos Caterina. ¿Te acuerdas? Los diseñé yo. Salieron de mi tienda de Queens. Eran muy famosos, ¡ya lo creo!

La señora Robichek se levantó de la cama y se acercó a un baúl que había contra la pared. Lo abrió, sin dejar de hablar, y empezó a sacar vestidos hechos de una tela oscura y gruesa, dejándolos caer en el suelo. Sostuvo en alto un vestido de terciopelo granate, con el cuello blanco y botoncitos blancos que terminaban en una V, en la cintura del estrecho corpiño.

—Míralos. Son míos, los hice yo. Otras tiendas me los copiaron. —Por encima del cuello blanco del vestido, que ella sostenía con la mejilla, se inclinaba la fea cabeza de la señora Robichek—. ¿Te gusta éste? Te lo regalo. Acércate, acércate, pruébatelo.

A Therese le repelía la idea de probárselo. Deseó que la señora Robichek se volviera a echar y descansara, pero se levantó obediente, como si no tuviera voluntad, y se acercó a ella.

La señora Robichek apretó un vestido de terciopelo negro sobre el cuerpo de Therese con manos trémulas e insistentes. Y, de pronto, Therese adivinó cómo debía de atender a la gente en la tienda, ofreciendo jerséis a troche y moche, porque no podía haber hecho aquel gesto de otra manera. Therese recordó que la señora Robichek le había dicho que llevaba cuatro años trabajando en Frankenberg.

—¿Te gusta más el verde? Pruébatelo. —Y mientras Therese dudaba un instante, lo apartó y cogió otro, el granate—. Les he vendido cinco a chicas de los almacenes, pero a ti te lo regalo. Aunque sean restos, todavía están de moda. ¿O prefieres éste?

Therese prefería el granate. Le gustaba mucho el rojo, especialmente el granate, y le encantaba el terciopelo de ese color. La señora Robichek la empujó hacia un rincón donde podía desnudarse y dejar la ropa en un sillón. Pero ella no quería el vestido, no quería que se lo diera. Le recordaba cuando le daban ropa en el hospicio, ropa usada, porque ella era considerada prácticamente una huérfana, le pagaban la mitad del colegio y nunca recibía paquetes del exterior. Therese se quitó el jersey y se sintió completamente desnuda, se abrazó por encima de los codos y notó la piel fría e insensible.

—Los cosí yo —dijo la señora Robichek extasiada, como para sí—. ¡Me pasaba todo el día cosiendo, de la mañana a la noche! Contraté a cuatro chicas, pero los ojos me empezaron a fallar y ahora no veo por uno, por éste. Ponte el vestido. —Y le contó a Therese lo de la operación en el ojo. No había perdido la vista del todo, sólo parcialmente. Pero le había dolido mucho. Era un glaucoma. Todavía le producía dolores. Eso y la espalda. Y tenía juanetes en los pies.

Therese se dio cuenta de que le contaba todos sus problemas y le hablaba de su mala suerte para que ella, Therese, comprendiera por qué había caído tan bajo como para llegar a trabajar en unos grandes almacenes.

—¿Qué tal te queda? —le preguntó la señora Robichek confiada.

Therese se miró en el espejo del armario. El espejo mostraba una larga y delgada figura con la cabeza alargada que parcela en llamas, fuego amarillo brillante que bajaba hasta el contorno rojo grana de los hombros. El vestido caía en pliegues rectos y drapeados y le llegaba casi hasta los tobillos. Era un vestido de princesa de cuento de hadas, de un rojo más intenso que la sangre. Therese retrocedió y recogió la tela sobrante del vestido tras de sí, para ajustárselo a la cintura. Luego volvió a mirar sus ojos color avellana oscuro en el espejo. Se encontró consigo misma. Aquélla era ella, no la chica vestida con la vulgar falda escocesa y el jersey beige, no la chica que trabajaba en la sección de muñecas de Frankenberg.

—¿Te gusta? —le preguntó la señora Robichek.

Therese estudió su boca, sorprendentemente tranquila. Veía los contornos con nitidez, pese a que no llevaba más lápiz de labios que el que queda después de un beso. Deseó poder besar a la chica que había en el espejo y darle vida y, sin embargo, se quedó perfectamente quieta, como si fuera un cuadro.

—Si te gusta, quédatelo —la apremió impaciente la señora Robichek, mirándola desde lejos, acechando desde el guardarropa como las dependientas cuando las dientas se prueban abrigos y vestidos frente a los espejos de los grandes almacenes.

Pero Therese sabía que aquello no iba a durar mucho: en cuanto se moviera, se desvanecería. Se iría aunque ella se quedara con el vestido porque era algo que formaba parte de un instante, de aquel instante. Ella no quería el vestido. Intentó imaginárselo en el armario de su casa, entre otras prendas, pero no pudo. Empezó a desabrocharse el cuello.

—Te gusta, ¿verdad? —preguntó la señora Robichek, tan confiada como siempre.

—Sí —reconoció Therese con firmeza.

No pudo desabrocharse el botón de la nuca. La señora Robichek tenía que ayudarla porque ella no podía esperar más. Era como si la estuvieran estrangulando. ¿Qué hacía ella allí? ¿Por qué se había puesto aquel vestido? De pronto, la señora Robichek y su apartamento eran una especie de horrible sueño y ella acababa de darse cuenta de que estaba soñando. La señora Robichek era el guardián jorobado de la mazmorra, y a ella la habían conducido allí para tentarla.

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