Carol

Carol


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—¿Qué te pasa? ¿Te pincha un alfiler?

Therese abrió la boca para hablar, pero su mente estaba demasiado lejos. Su mente estaba en un punto muy distante, en un lejano torbellino que se abría al escenario de la terrible habitación, tenuemente iluminada, donde las dos parecían resistir en una lucha denodada. Y en aquel punto de la vorágine en que se hallaba su mente la desesperanza era lo que más la aterraba. Era la desesperanza del dolorido cuerpo de la señora Robichek, de su fealdad, de su trabajo en los almacenes, de la pila de vestidos del baúl, la desesperanza que impregnaba completamente el final de su vida. Y la desesperanza que había en la propia Therese de no llegar a ser nunca la persona que quería ser ni hacer las cosas que quería hacer. ¿Acaso toda su vida había sido sólo un sueño y

aquello era la realidad? Era el terror de aquella desesperanza lo que la hizo desear quitarse el vestido y huir antes de que fuera demasiado tarde, antes de que las cadenas cayeran sobre ella y se cerraran.

Quizá ya fuese demasiado tarde. Como en una pesadilla, Therese permaneció en la habitación con su ropa interior blanca, temblando, incapaz de moverse.

—¿Qué te pasa? ¿Tienes frío? Si hace calor…

Hacía calor. La estufa siseaba. La habitación olía a ajo y a la ranciedad típica de la vejez, a medicinas y al peculiar olor metálico de la propia señora Robichek. Therese quería desplomarse en la butaca donde estaban su jersey y su falda. Quizá si se echaba sobre su ropa, pensó, ya no importaría todo aquello. Pero no debía echarse, si lo hacía estaba perdida. Las cadenas se cerrarían en torno a ella y se fundiría con la jorobada.

Therese temblaba violentamente. De pronto había perdido el control. Era un escalofrío, no era sólo el miedo y el cansancio.

—Siéntate —dijo la voz de la señora Robichek indiferente, con una calma y un aburrimiento inauditos, como si estuviera acostumbrada a que las chicas se sintieran al borde del desmayo en su habitación. Y también con indiferencia sus toscas manos presionaron los brazos de Therese.

Therese luchó contra la idea de sentarse, sabiendo que estaba a punto de sucumbir e incluso que la idea la atraía precisamente por eso. Se dejó caer en la butaca, sintió cómo la señora Robichek tiraba de su falda para sacársela, pero se sentía incapaz de moverse. Y, sin embargo, seguía en el mismo nivel de conciencia, aún podía pensar libremente, aunque los oscuros brazos de la butaca ya la hubieran rodeado.

La señora Robichek le decía:

—Has estado demasiadas horas de pie en los almacenes. Las Navidades son muy duras. Yo ya he pasado cuatro Navidades allí. Al final aprendes a cuidarte un poco.

Arrastrándose escalera abajo agarrada a la barandilla. Almorzando en la cafetería. Descalzándose los encallecidos pies al igual que la hilera de mujeres que había sentadas en los radiadores del lavabo de señoras, peleándose por un trozo de radiador sobre el que poner un periódico y poder sentarse cinco minutos.

La mente de Therese funcionaba con claridad. Era sorprendente la claridad con que pensaba, aunque sabía que simplemente contemplaba el espacio que tenía enfrente y que aunque hubiera querido no habría podido moverse.

—Sólo estás cansada, chiquilla —dijo la señora Robichek, poniéndole una manta de lana sobre los hombros—. Necesitas descansar después de estar todo el día de pie.

Therese recordó una frase de Eliot que Richard citaba.

No es eso lo que quería decir. No es eso en absoluto. Quería decirla en voz alta, pero no conseguía mover los labios. Había algo dulce y ardiente en su boca. La señora Robichek estaba de pie frente a ella, echando un líquido de una botella en una cuchara y luego poniéndole la cuchara entre los labios. Therese se lo tragó obediente, sin preocuparse de si podía ser venenoso. En ese momento podría haber movido los labios, podría haberse levantado de la butaca, pero ya no quería moverse. Finalmente, se recostó y dejó que la señora Robichek la cubriera con la manta. Fingió adormecerse, pero siguió contemplando la figura encorvada que se movía por la habitación, quitando las cosas de la mesa y desnudándose para acostarse. Vio a la señora Robichek quitarse un gran corsé de encaje y luego unos tirantes que cayeron por sus hombros y luego por su espalda. Therese cerró los ojos con horror, los mantuvo cerrados con fuerza hasta que el crujido de un muelle y un largo suspiro jadeante le indicaron que la señora Robichek estaba ya en la cama. Pero eso no fue todo. La señora Robichek alcanzó el despertador y le dio cuerda y, sin levantar la cabeza de la almohada, tanteó con el reloj buscando la banqueta que había junto a la cama. En la penumbra, Therese apenas distinguía su brazo subiendo y bajando al menos cuatro veces hasta que el reloj encontró la silla.

«Esperaré un cuarto de hora hasta que se duerma y luego me iré», pensó Therese.

Y como estaba cansada, tuvo que ponerse en tensión para vencer aquel espasmo, aquel ataque repentino que era como una caída, que le sobrevenía cada noche mucho antes de dormir, como un anuncio del sueño. Esa vez no llegó. Al cabo de lo que le parecieron quince minutos, Therese se vistió y salió silenciosamente. Era fácil, después de todo, abrir simplemente la puerta y escapar. Era fácil, pensó, porque en realidad no se estaba escapando, en absoluto.

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