Carol

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—Terry, ¿te acuerdas de aquel tío que te dije, Phil McElroy? El de la compañía de teatro. Pues está en la ciudad y dice que dentro de quince días tendrás trabajo.

—¿Un trabajo de verdad? ¿Dónde?

—Una obra en el Village. Phil quiere que quedemos esta noche. Te lo contaré cuando nos veamos. Estaré allí en veinte minutos. Ahora mismo salgo de clase.

Therese subió corriendo los tres tramos de escalera hasta su habitación. Estaba a medio lavarse y el jabón se le había secado en la cara. Bajó la vista hacia la palangana anaranjada que había en la pila.

«¡Un trabajo!», susurró para sí. La palabra mágica.

Se puso un vestido y en el cuello una cadena de plata con una medalla de san Cristóbal, un regalo de cumpleaños de Richard, y se peinó el pelo con un poco de agua para que pareciera más limpio. Luego cogió varios bocetos y maquetas de cartulina y los metió en un armario para tenerlos a mano en caso de que Phil McElroy quisiera verlos. «No, no tengo mucha experiencia», tendría que decirle, y sintió una punzada de desánimo. Ni siquiera había conseguido un trabajo de ayudante, excepto aquel trabajo de dos días en Montclair, en el que montó una escenografía para un grupo de aficionados que finalmente utilizaron. Si es que a eso podía llamársele trabajo. Había hecho dos cursos de diseño escenográfico en Nueva York y había leído un montón de libros. Casi podía oír a Phil McElroy —probablemente un joven muy nervioso y ocupadísimo, un tanto molesto por haber tenido que verla para nada—, diciéndole que lo sentía mucho, pero que ella no podría ocupar esa plaza. Pero con Richard delante, pensó Therese, no sería tan terrible como si estuviera sola. Richard había abandonado o le habían echado de unos cinco trabajos desde que ella le conocía. Nada molestaba menos a Richard que perder y encontrar trabajos. Therese recordó que la habían despedido del Pelican Press hacía un mes y dio un respingo. Ni siquiera se lo habían comunicado con antelación y suponía que la única razón para despedirla había sido el que su particular encargo de investigación había terminado. Cuando había ido a hablar con el director, el señor Nussbaum, para preguntarle por qué no le habían dado un preaviso, él no entendió o fingió no entender lo que significaba el término. «¿Preaviso?… ¿Qué es eso?», había dicho indiferente con su peculiar acento, y ella había salido huyendo para no echarse a llorar en su despacho. Para Richard era más fácil, viviendo en casa con una familia que le animaba. Para él también era más fácil ahorrar. En un período de dos años en la Marina había ahorrado unos dos mil dólares, y mil más en el año siguiente. ¿Y cuánto tardaría ella en ahorrar los mil quinientos dólares que había que pagar para ser miembro júnior del sindicato de escenógrafos? Después de casi dos años en Nueva York, sólo había reunido unos quinientos dólares.

—Ruega por mí —le dijo a la Virgen de madera que había en la estantería. Era la única cosa bonita del apartamento, la virgen de madera que había comprado el primer mes de su estancia en Nueva York. Le hubiera gustado tener un sitio mejor para ponerla que aquella estantería tan fea. La estantería consistía en una montaña de cajas de fruta apiladas y pintadas de rojo. Le hubiera gustado tener una estantería de madera, suave al tacto y encerada.

Bajó a la charcutería y compró seis latas de cerveza y un poco de queso azul. Cuando subió otra vez, recordó la propuesta original de que ella fuese a la tienda y comprase algo para comer. Richard y ella habían planeado cenar allí aquella noche. Ahora quizá cambiaran de planes, pero a ella no le gustaba tomar la iniciativa y alterar los planes que afectaran a Richard. Estaba a punto de volver a bajar a comprar cena cuando Richard llamó a la puerta. Ella apretó el botón del portero automático para abrir.

Richard subió las escaleras corriendo, sonriente.

—¿Ha llamado Phil?

—No —dijo ella.

—Muy bien. Eso significa que viene hacia aquí.

—¿Cuándo?

—Supongo que dentro de unos minutos. No creo que se quede mucho rato.

—¿De verdad parece un trabajo seguro?

—Eso dice Phil.

—¿Sabes qué tipo de obra es?

—No sé nada, salvo que necesitan a alguien para los decorados, ¿y por qué no tú? —Richard la contempló críticamente, sonriendo—. Esta noche estás muy guapa. No te pongas nerviosa. Es sólo una compañía pequeña que actúa en el Village y seguramente tú tienes más talento que todos ellos juntos.

Ella cogió el abrigo que él había dejado en una silla y lo colgó en el armario. Debajo del abrigo había enrollado un dibujo a carboncillo que él había traído de la escuela de Bellas Artes.

—¿Has hecho algo bueno hoy? —le preguntó ella.

—Así así. Hay un dibujo que quiero seguir en casa —dijo él despreocupadamente—. Hoy teníamos a aquella modelo pelirroja que me gusta.

Therese quería ver su boceto, pero sabía que a Richard no le parecería lo bastante bueno. Algunos de sus primeros dibujos eran buenos, como aquel faro pintado en azules y negros que colgaba encima de su cama y que él había hecho cuando estaba en la Marina y empezó a dedicarse a la pintura. Pero todavía no sabía dibujar muy bien con modelos al natural y Therese dudaba de que nunca lo consiguiera. Tenía una mancha de carboncillo en la rodilla de sus pantalones de algodón color canela. Llevaba camiseta debajo de la camisa de cuadros roja y negra, y mocasines de ante que le daban a sus enormes pies aspecto de pezuñas de oso. Therese pensó que parecía un leñador o un deportista profesional más que cualquier otra cosa. Podía imaginárselo mucho mejor con un hacha en la mano que con un pincel. Una vez le había visto con un hacha, cortando leña en el jardín trasero de su casa de Brooklyn. Si no le demostraba a su familia que estaba haciendo progresos con la pintura, probablemente aquel mismo verano tendría que ingresar en la compañía envasadora de gas de su padre, y abrir la sucursal de Long Island que éste tenía prevista.

—¿Trabajas este sábado? —le preguntó, todavía con miedo de hablar del trabajo.

—Espero que no. ¿Y tú?

Ella recordó de pronto que sí.

—Sí —suspiró con resignación—. El sábado es el último día.

Richard sonrió.

—Es una conspiración. —Le cogió las manos y la hizo rodearle la cintura, dejando de rondar incansablemente por la habitación—. Quizá el domingo, ¿no? Mi familia preguntaba si podrías ir a comer, pero no tendremos que estar mucho rato con ellos. Puedo pedir prestado un camión y por la tarde nos vamos a alguna parte.

—Muy bien.

A ella le gustaba y a Richard también. Se sentaba en la cabina del camión cisterna vacío y conducían hacia donde fuera, libres como si volaran sobre las alas de una mariposa. Ella apartó las manos de la cintura de Richard porque esa postura la hacía sentirse tímida y tonta, como si estuviera abrazando el tronco de un árbol.

—Había comprado unos bistecs para esta noche, pero me los han robado en los almacenes.

—¿Te los han robado? ¿Cómo?

—De la estantería donde dejamos los bolsos. La gente que contratan por Navidades no tiene armarios. —En ese momento sonrió, pero aquella tarde había estado a punto de echarse a llorar. «Víboras, puñado de víboras, robar una maldita bolsa de comida», había pensado. Les había preguntado a todas las chicas si la habían visto y todas lo habían negado. La señora Hendrickson le había dicho indignada que no estaba permitido llevar comida a la tienda. Pero ¿qué iba a hacer si no, si a las seis de la tarde todas las tiendas de comida estaban cerradas?

Richard se echó en el sofá-cama. Tenía los labios delgados y de contornos desiguales, inclinados hacia abajo, lo que le daba una expresión ambigua, a veces cómica y otras amarga, una contradicción que sus francos ojos azules más bien inexpresivos no contribuían a clarificar.

—¿Fuiste a Objetos Perdidos? —le preguntó despacio, en tono burlón—. He perdido un kilo de carne. Responde al nombre de Albóndiga.

Therese sonrió mirando por encima de las estanterías de su reducida cocina.

—Tú lo dirás en broma, pero la señora Hendrickson me sugirió que bajara a Objetos Perdidos.

Richard soltó una sonora carcajada y se levantó.

—Aquí hay una lata de maíz y he comprado una lechuga para hacer una ensalada. También hay pan y mantequilla. ¿Quieres que baje a comprar unas chuletas de cerdo congeladas?

Richard extendió uno de sus largos brazos por encima de su hombro y cogió el pan negro que había en el estante.

—¿A esto le llamas pan? Si tiene hongos… Míralo, está tan azul como el culo de un mandril. ¿Por qué no te comes el pan cuando lo compras?

—Lo uso para ver en la oscuridad. Pero si a ti no te gusta… —Lo cogió y lo tiró a la basura—. De todos modos, no me refería a ese pan.

—Enséñame el pan al que te referías.

El timbre de la puerta sonó justo al lado de la nevera y ella saltó hacia el botón.

—Son ellos —dijo Richard.

Había dos chicos jóvenes. Richard los presentó como Phil McElroy y su hermano Dannie. Phil no era en absoluto como esperaba Therese. No parecía ni profundo, ni serio, ni particularmente inteligente, y apenas la miró cuando les presentaron.

Dannie se quedó allí de pie con el abrigo en la mano hasta que Therese se lo cogió. No encontró otra percha para el abrigo de Phil, y Phil volvió a cogerlo y lo dejó en el respaldo de una silla, de manera que parte de él arrastraba por el suelo. Era un viejo abrigo cruzado, de pelo de camello. Therese sacó la cerveza, el queso y galletitas, escuchando atentamente para ver si Phil y Richard cambiaban de conversación y hablaban del trabajo. Pero todo el rato hablaban de las cosas que les habían pasado desde la última vez que se vieron en Kingston, Nueva York. El verano anterior, Richard había pasado dos semanas trabajando en unos murales de un parador en el que Phil había trabajado de camarero.

—¿Tú también estás en el teatro? —le preguntó ella a Dannie.

—No, yo no —dijo Dannie. Parecía avergonzado, o quizá estaba aburrido e impaciente, y quería marcharse. Era mayor que Phil y un poco más corpulento. Sus ojos castaño oscuro se movían pensativos por el cuarto, de objeto en objeto.

—Por ahora sólo tienen al director y tres actores —dijo Phil a Richard, recostándose en el sofá—. El director es un tipo con el que trabajé una vez en Filadelfia, Raymond Cortes. Si te recomiendo, seguro que te cogerá —añadió mirando a Therese—. Me prometió el papel de segundo hermano. La obra se titula

Llovizna.

—¿Es una comedia? —preguntó Therese.

—Una comedia de tres actos. ¿Alguna vez has hecho decorados para algo así?

—¿Cuántos cuadros habrá? —preguntó Richard justo cuando ella iba a contestar.

—Dos, como máximo, y lo más probable es que pasen con uno. Le han dado el primer papel a Georgia Halloran. ¿Viste el Sartre que hicieron en otoño? Actuaba ella.

—¿Georgia? —sonrió Richard—. ¿Qué pasó entre ella y Rudy?

Decepcionada, Therese tuvo que escuchar cómo la conversación giraba en torno a Georgia y Rudy y otra gente que no conocía. Supuso que Georgia era una de las chicas con las que había estado liado Richard. En una ocasión le había mencionado hasta cinco, pero ella no recordaba los nombres, excepto uno, Celia.

—¿Ese es uno de tus decorados? —le preguntó Dannie mirando la escenografía de cartón que estaba colgada en la pared, y cuando ella asintió con la cabeza él se levantó y se acercó a mirarla.

Richard y Phil estaban hablando de un hombre que le debía dinero a Richard. Phil dijo que lo había visto la noche anterior en el bar San Remo. Therese pensó que Phil tenía el rostro alargado y el pelo ondulado como los personajes de El Greco, y en cambio, en su hermano, los mismos rasgos parecían los de un indio norteamericano. La manera de hablar de Phil destruía completamente la ilusión de El Greco. Hablaba como la gente que uno se encuentra en los bares del Village, gente joven que son supuestamente escritores o actores y que en general no hacen nada de nada.

—Es muy bonito —dijo Dannie, contemplando una de las figuras suspendidas.

—Era para

Petrushka. La escena de las hadas —dijo ella, preguntándose si él conocería el ballet. Podía ser abogado, pensó, o incluso médico. Tenía manchas amarillas en los dedos, pero no eran las típicas manchas de tabaco.

Richard dijo algo acerca de que tenía hambre, y Phil dijo que él se moría de hambre, pero ninguno de los dos había probado el queso que tenían delante.

—Hemos quedado dentro de media hora, Phil —dijo Dannie.

Un momento después estaban todos de pie, poniéndose los abrigos.

—Comamos algo en algún sitio, Terry —dijo Richard—. ¿Qué te parece ese sitio checo que hay en la Segunda?

—De acuerdo —dijo ella, intentando ser complaciente. Supuso que ya se había acabado todo y que no había nada definitivo. Tuvo el impulso de preguntarle a Phil algo crucial, pero no lo hizo.

En la calle, echaron a andar hacia abajo en vez de hacia arriba. Richard iba con Phil y sólo miró atrás una o dos veces, como intentando comprobar que ella seguía allí. Dannie la cogía del brazo cuando llegaban a un bordillo, así como en los sitios donde el suelo estaba sucio y resbaladizo, aunque ya no había nieve ni hielo, sino sólo los restos de una nevada de hacía tres semanas.

—¿Eres médico? —le preguntó a Dannie.

—Físico —contestó él—. Estoy haciendo el curso para graduados en la Universidad de Nueva York —le sonrió, y la conversación se detuvo durante un rato.

Más tarde, él añadió:

—Hay que recorrer un largo camino para ser escenógrafo, ¿no?

—Bastante largo —asintió ella. Iba a preguntarle si pensaba hacer algún trabajo relacionado con la bomba atómica, pero no lo hizo porque en realidad le daba igual. ¿Qué hubiera cambiado eso?—. ¿Sabes adónde vamos? —le preguntó.

Él sonrió ampliamente, mostrando una blanca dentadura.

—Sí. Al metro. Pero Phil primero quiere tomar algo en algún sitio.

Iban bajando por la Tercera Avenida. Richard le estaba contando a Phil que ellos pensaban ir a Europa el verano siguiente. Ella sintió un pálpito de vergüenza mientras andaba detrás de Richard, como si fuera un apéndice suyo. Porque, naturalmente, Phil y Dannie pensarían que ella era la amante de Richard. Ella no era su amante. Y Richard tampoco podía esperar que lo fuera en Europa. Ella se daba cuenta de que la suya era una relación muy extraña, ¿pero quién se lo habría creído? Por lo que había visto en Nueva York, todo el mundo se acostaba con todo el mundo y todos salían con dos o tres personas a la vez. Y las dos personas con las que había salido antes de Richard, Angelo y Harry, la habían dejado al descubrir que no quería tener ningún lío con ellos. El año que conoció a Richard había intentado liarse con él tres o cuatro veces, aunque con resultados negativos. Richard decía que prefería esperar hasta que ella estuviera más interesada en él. Quería casarse con ella y decía que era la primera chica a la que se lo había propuesto. Ella sabía que se lo volvería a pedir antes de que salieran para Europa, pero no le quería lo bastante como para casarse con él. Y, sin embargo, pensaba aceptar que él le pagara casi todo el viaje, pensó, con un sentimiento de culpabilidad que le era familiar. Luego se le apareció la imagen de la señora Semco, la madre de Richard, sonriéndoles aprobadoramente ante la idea de su boda. Y Therese, involuntariamente, sacudió la cabeza.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Dannie.

—Nada.

—¿Tienes frío?

—No, en absoluto.

Pero él le apretó el brazo con más fuerza. Ella tenía frío, y se sentía bastante desgraciada. Sabía que la culpa era de aquella relación con Richard, inconexa y sin cimentar. Cada vez se conocían más, pero no por ello estaban más cerca. Después de diez meses, aún no estaba enamorada de él y quizá nunca lo estuviera. Y eso pese a que le gustaba más que ningún otro hombre que hubiera conocido. A veces pensaba que estaba enamorada de él. Se despertaba por la mañana mirando al techo, con los ojos en blanco, recordando de pronto que le conocía, recordando repentinamente su rostro iluminado cuando tenía hacia él algún gesto de afecto. Antes de que el vacío de su sueño pudiera llenarse con la conciencia de la hora que era, del día, de lo que tenía que hacer, de esa sólida sustancia que estructura la vida de alguien. Pero esa sensación no guardaba el menor parecido con lo que había leído sobre el amor. Se suponía que el amor era una especie de bendita locura, pero Richard tampoco se comportaba como si estuviera felizmente loco.

—¡Ah! ¡Allí todo se llama Saint-Germain-des-Prés! —gritó Phil haciendo un gesto con la mano—. Te daré algunas direcciones antes de que os vayáis. ¿Cuánto tiempo pensáis quedaros?

Un camión con ruidosas cadenas giró frente a ellos y Therese no pudo oír la respuesta de Richard. Phil entró en la tienda Riker’s, en la esquina de la calle Cincuenta y tres.

—No vamos a comer aquí. Phil sólo quiere entrar un momento —le dijo Richard abrazándola mientras cruzaban el umbral—. Hoy es un gran día, ¿no, Terry? ¿No te parece? ¡Tu primer trabajo de verdad!

Richard estaba convencido y Therese intentó con toda su alma convencerse de que podía ser un gran momento. Pero ni siquiera pudo recobrar la confianza que había sentido hacía unas horas, después de la llamada de Richard, mientras contemplaba la toalla y la palangana anaranjada. Se apoyó en el taburete que había junto al de Phil. Richard se quedó de pie junto a ella y siguió hablando con Phil. La luz blanca fluorescente sobre la pared de azulejos blancos y el suelo parecía aún más brillante que la luz del sol, allí no había sombras. Ella veía brillar cada uno de los pelos negros de las cejas de Phil y las rugosidades y las vetas de la pipa apagada que Dannie sostenía en la mano. Veía hasta los más mínimos detalles de la mano de Richard, que colgaba desmañada de la manga de la chaqueta, y una vez más aquella mano le pareció incongruente con el huesudo y elástico cuerpo. Tenía las manos gruesas, incluso regordetas, y las movía de manera inarticulada, como un ciego cogiendo un salero o el asa de una maleta. O como si le acariciara el pelo, pensó. Las palmas eran extremadamente suaves, como las de una chica, y algo húmedas. Pero lo peor era que en general se olvidaba de limpiarse las uñas, incluso cuando se tomaba la molestia de arreglarse. Therese se lo había dicho un par de veces, pero se daba cuenta de que ya no podía decírselo más sin hacerle enfadar.

Dannie la estaba mirando. Durante un instante ella sostuvo sus ojos pensativos, pero luego bajó la vista. De repente, supo por qué no podía recobrar la sensación que había experimentado antes: simplemente, no creía que la recomendación de Phil McElroy bastara para conseguirle un trabajo.

—¿Estás preocupada por lo del trabajo? —le dijo Dannie, que se hallaba a su lado.

—No.

—No tienes por qué estarlo. Phil te puede echar una mano. —Se puso la boquilla de la pipa entre los labios y parecía a punto de decir algo, pero se dio la vuelta.

Ella escuchaba a medias la conversación de Phil con Richard. Hablaban de reservas de billetes de barco.

Dannie dijo:

—Por cierto, el Black Cat Theater está a sólo un par de manzanas de mi casa, en la calle Morton. Phil vive conmigo. Puedes venir a comer alguna vez con nosotros. ¿Vendrás?

—Muchas gracias, me encantaría. —Probablemente no iría, pensó, pero había sido amable por su parte el ofrecérselo.

—¿Tú que piensas, Terry? —le dijo Richard—. ¿Te parece que marzo será muy pronto para ir a Europa? Es mejor ir pronto para no encontrarnos demasiada gente.

—Marzo me parece bien —dijo ella.

—No hay nada que nos retenga. No me importa perderme el trimestre de invierno de la escuela.

—No, no hay nada que nos retenga —repitió. Era fácil decirlo. Era muy fácil creérselo todo. Pero también era muy fácil no creer nada en absoluto. Si todo fuera real, la obra tuviera éxito y ella pudiera ir a Francia al menos con un solo éxito tras de sí… De repente, Therese buscó el brazo de Richard y bajó la mano hacia sus dedos. Richard se quedó muy sorprendido y se detuvo a mitad de una frase.

A la tarde siguiente, Therese llamó al número de Watkins que Phil le había dado. Contestó una chica que parecía muy eficiente. El señor Cortes no estaba, pero Phil McElroy les había hablado de ella. El puesto era suyo y empezaría el 28 de diciembre a cincuenta dólares por semana. Si quería, podía ir antes a enseñarle al señor Cortes alguna cosa suya, pero no era necesario. Sobre todo, porque el señor McElroy la había recomendado de manera muy efusiva.

Therese llamó a Phil para darle las gracias, pero nadie contestó. Le escribió una nota y la dejó en el Black Cat Theater.

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