Carol

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Roberta Walls, la empleada temporal más joven de la sección de juguetes, en medio de las prisas de media mañana se detuvo el tiempo suficiente para susurrarle a Therese:

—¡Si no vendemos hoy esa maleta de veinticuatro dólares noventa y cinco, el lunes la tendrán que rebajar y la sección perderá dos dólares! —Roberta señaló la maleta de cartón que había en el mostrador, dejó su carga de cajas grises en manos de la señorita Martucci y salió corriendo.

Al final del largo pasillo, Therese vio cómo las vendedoras le abrían paso a Roberta. Ella volaba arriba y abajo por los mostradores, de un rincón a otro de la planta, desde las nueve de la mañana hasta las seis de la tarde. Therese había oído que Roberta quería otro ascenso. Usaba gafas arlequinescas color rojo y, a diferencia de las otras chicas, siempre llevaba las mangas de la bata subidas por encima de los codos. Therese la vio volar al otro lado de un pasillo y detenerse ante la señora Hendrickson con un excitado mensaje que transmitió con gestos. La señora Hendrickson asintió de acuerdo y Roberta le tocó el hombro con familiaridad. Therese sintió una leve punzada de celos. Celos, aunque a ella no le importaba lo más mínimo la señora Hendrickson, y ni siquiera le gustaba.

—¿Tienen una muñeca de trapo que llore?

Therese no recordaba haber visto muñecas así en el almacén, pero la mujer estaba segura de que se vendían en Frankenberg, porque las había visto anunciadas. Therese sacó otra caja del último montón que le quedaba por mirar, pero allí tampoco había.

—¿Qué buscas? —le preguntó la señorita Santini con voz nasal. Estaba constipada.

—Una muñeca de trapo que llore —contestó Therese. Últimamente, la señorita Santini había sido muy amable con ella. Therese se acordó de cuando le habían robado la carne. Pero esta vez la señorita Santini se limitó a enarcar las cejas, avanzó el labio inferior, rojo brillante, se encogió de hombros y siguió su camino.

—¿De trapo? ¿Con trenzas? —La señorita Martucci, una italiana flaca y de pelo alborotado, miró a Therese—. Que no se entere Roberta —dijo la señorita Martucci, echando un vistazo a su alrededor—. Que nadie se entere, pero esas muñecas están en el sótano.

—¡Oh!

La sección de juguetes de arriba estaba en guerra con la sección de juguetes del sótano. La táctica era forzar al cliente a comprar en la séptima planta, en la que todo era más caro. Therese le dijo a la mujer que aquellas muñecas se vendían en el sótano.

—Intenta vender esto hoy —le dijo la señorita Davis cautelosa, y tamborileó con sus uñas rojas sobre la gastada maleta, imitación de piel de cocodrilo.

Therese asintió con la cabeza.

—¿Tienen muñecas con las piernas rígidas? Una que se sostiene de pie…

Therese miró a la mujer de mediana edad, cuyas muletas le empujaban los hombros hacia arriba. Tenía una cara distinta de todas las demás caras que había al otro lado del mostrador. Parecía amable, con una expresión de seguridad en los ojos, como si supiera exactamente lo que estaba buscando.

—Esta es un poco grande comparada con la que yo buscaba —dijo la mujer cuando Therese le enseñó una muñeca—. Lo siento. ¿No tiene una más pequeña?

—Creo que sí.

Therese se alejó un poco más por el pasillo y se dio cuenta de que la mujer la seguía con sus muletas, evitando la presión de la gente que había junto al mostrador, como para ayudar a Therese cuando volviera con la muñeca. De pronto, Therese quería tomarse todas las molestias, quería encontrar exactamente la muñeca que la mujer estaba buscando. Pero la siguiente muñeca tampoco era la apropiada. No tenía el pelo de verdad. Therese buscó en otra parte y encontró la misma muñeca con pelo de verdad. Incluso lloraba al inclinarla. Era exactamente lo que quería aquella mujer. Therese recostó cuidadosamente la muñeca sobre el papel de seda de una caja nueva.

—Es perfecta —repetía la mujer—. Se la voy a mandar a una amiga mía que es enfermera en Australia. Se graduó conmigo en la escuela de enfermería y he hecho un pequeño uniforme como el nuestro para vestir a la muñeca. Muchísimas gracias. ¡Le deseo una feliz Navidad!

—¡Feliz Navidad! —contestó Therese sonriendo. Era la primera vez que oía a un cliente felicitarle la Navidad.

—¿Ha hecho ya su turno de descanso, señorita Belivet? —le preguntó la señora Hendrickson, con un tono tan agudo que casi parecía un reproche.

Therese no había descansado aún. Cogió su agenda y la novela que estaba leyendo del estante que había bajo el mostrador de envolver. La novela era el

Retrato del artista adolescente, de Joyce, porque Richard estaba ansioso por que lo leyera. ¿Cómo podía alguien leer a Gertrude Stein sin haber leído algo de Joyce?, decía Richard, él no lo entendía. Ella se sentía un tanto inferior cuando Richard le hablaba de libros. Había hojeado todos los de las estanterías del colegio, y ahora se daba cuenta de que la biblioteca reunida por la Orden de Santa Margarita distaba mucho de ser católica, e incluía escritores tan inesperados como Gertrude Stein.

El vestíbulo de la habitación de descanso de los empleados estaba bloqueado por enormes carros de reparto con montones altísimos de cajas. Therese esperó para pasar.

—¡Muñeca! —le gritó uno de los mozos de reparto.

Therese sonrió levemente porque era una tontería. Incluso abajo, en el guardarropa del sótano, le gritaban «¡Muñeca!» cuando pasaba por allí por la mañana o por la noche.

—Muñeca, ¿me esperas a mí? —bramó de nuevo la voz ruda y nerviosa, por encima del estrépito y los golpes de los carros.

Ella se abrió paso y esquivó un carro que se precipitaba hacia ella con un empleado delante.

—¡Aquí no se fuma! —exclamó una voz masculina, una voz gruñona digna de un ejecutivo, y las chicas que había delante de Therese y que habían encendido cigarrillos echaron el humo ostentosamente y corearon en voz alta, justo antes de refugiarse en la sala de mujeres:

—¿Quién se cree que es

él? ¿El señor Frankenberg?

—¡Yu-hu! ¡Muñeca!

—¡Muñeca, que me pierdes!

Un carro de reparto se deslizó frente a ella, y su pierna chocó contra el borde metálico. Siguió andando sin mirársela, aunque ya sentía el dolor fluyendo como una lenta explosión. Pasó por entre distintos y caóticos sonidos de voces femeninas mezcladas, siluetas de mujeres y olor a desinfectante. La sangre le resbalaba hasta el zapato y se le había hecho un desgarrón en la media. Se alisó la piel levantada y, al sentirse mareada, se apoyó contra la pared y se agarró a una tubería. Se quedó allí unos segundos, escuchando la confusión de voces entre las chicas que había frente al espejo. Luego humedeció papel higiénico y se limpió hasta que la mancha roja desapareció de su media, pero la sangre seguía fluyendo.

—Estoy bien, gracias —le dijo a una chica que se inclinó un momento hacia ella, y la chica se alejó.

Lo único que podía hacer era comprar una compresa en la máquina expendedora. Cogió un poco del algodón que llevaba dentro y se lo sujetó a la pierna con la gasa. Ya era hora de volver al mostrador.

Sus ojos se encontraron en el mismo instante, cuando Therese levantó la vista de la caja que estaba abriendo y la mujer volvió la cabeza, mirando directamente hacia Therese. Era alta y rubia, y su esbelta y grácil figura iba envuelta en un amplio abrigo de piel que mantenía abierto con una mano puesta en la cintura. Tenía los ojos grises, incoloros pero dominantes como la luz o el fuego. Atrapada por aquellos ojos, Therese no podía apartar la mirada. Oyó que el cliente que tenía enfrente le repetía una pregunta, pero ella siguió muda. La mujer también miraba a Therese, con expresión preocupada. Parecía que una parte de su mente estuviera pensando en lo que iba a comprar allí, y aunque hubiera muchas otras empleadas, Therese sabía que se dirigiría a ella. Luego la vio avanzar lentamente hacia el mostrador y el corazón le dio un vuelco recuperando el ritmo. Sintió cómo le ardía la cara mientras la mujer se acercaba más y más.

—¿Puede enseñarme una de esas maletas? —le preguntó la mujer, inclinándose sobre el mostrador y mirando a través de la superficie acristalada.

La deteriorada maleta estaba sólo a unos centímetros. Therese se dio la vuelta y cogió una caja del final de una pila, una caja que nunca se había abierto. Cuando se levantó, la mujer la estaba mirando con serenos ojos grises. Therese no lograba apartar la vista de ellos, pero tampoco podía mirarlos abiertamente.

—Esa es la que me gusta, pero supongo que no puedo comprarla, ¿o sí? —dijo, señalando la maleta marrón que había en el escaparate, detrás de Therese.

Tenía las cejas rubias, y subrayaban la curva de su frente. Therese pensó que su boca era tan sagaz como sus ojos, que su voz era como su abrigo, rica y suave, y que, de algún modo, parecía llena de secretos.

—Sí —contestó Therese.

Volvió al almacén a buscar la llave. Estaba colgada de un clavo que había detrás de la puerta, y sólo la señora Hendrickson estaba autorizada a cogerla.

La señorita Davis la vio y se quedó boquiabierta, pero Therese le dijo:

—La necesito. —Y salió.

Abrió el escaparate, sacó la maleta y la puso sobre el mostrador.

—¿Me vende la que está en exposición? —Sonrió como si lo entendiera—. Les dará un ataque, ¿no? —añadió con indiferencia, apoyando los codos en el mostrador para estudiar el contenido de la maleta.

—Da igual —dijo Therese.

—Está bien, esta me gusta. Pagaré contra reembolso. ¿Y los vestidos? ¿Van con la maleta?

En la tapa de la maleta había unos vestiditos envueltos en celofán y llevaban la etiqueta del precio pegada encima.

—No. Van aparte —dijo Therese—. Si quiere vestidos de muñeca, son mucho mejores los de la sección de vestuario de muñecas que hay al otro lado del pasillo.

—Ah. ¿Podrá llegar esto a Nueva Jersey antes de Navidad?

—Sí. Llegará el lunes. —Si no llegaba, pensó Therese, lo entregaría ella personalmente.

—Señora H. F. Aird —dijo la suave y nítida voz, y Therese empezó a anotarlo en el impreso verde de pago contra reembolso.

Como un secreto que nunca olvidaría, fueron apareciendo bajo la punta del bolígrafo el nombre, la dirección y la ciudad, algo que quedaría grabado en su memoria para siempre.

—No habrá ningún error, ¿verdad? —preguntó la mujer.

Therese percibió su perfume por primera vez y, en lugar de contestar, se limitó a negar con la cabeza. Bajó la vista hacia la hoja en la que añadía concienzudamente las cifras necesarias y deseó con todas sus fuerzas que la mujer continuara hablando y le dijera: «¿Te alegras de haberme conocido? ¿Por qué no volvemos a vernos? ¿Por qué no comemos juntas hoy?» Su voz era tan indiferente que podría haberlo dicho sin el menor problema. Pero no hubo nada después del «¿verdad?». Nada que aliviara la vergüenza de haber sido reconocida como una vendedora novata, contratada para las aglomeraciones de Navidad, inexperta y susceptible de cometer errores. Therese le pasó la nota para que la firmara.

La mujer cogió sus guantes del mostrador, se dio la vuelta y empezó a alejarse lentamente. Therese vio cómo la distancia se hacía cada vez más grande. Por debajo del abrigo de piel, asomaban sus tobillos blancos y delgados. Llevaba unos sencillos zapatos de piel, de tacón alto.

—¿Es un pago contra reembolso?

Therese miró la fea e inexpresiva cara de la señora Hendrickson.

—Sí, señora Hendrickson.

—¿No sabe que tiene que entregarle al cliente el recorte inferior de la hoja? ¿Cómo cree que podrían reclamar la compra? ¿Dónde está su cliente? ¿Puede ir a buscarla?

—Sí.

Estaba sólo a un par de metros, al otro lado del pasillo, en la sección de vestidos de muñecas. Therese dudó un momento, con el impreso verde en la mano. Luego rodeó el mostrador y se obligó a avanzar llevando la hoja extendida, porque de pronto se sentía avergonzada de su aspecto, con la vieja falda azul, la camisa de algodón —el que repartía las batas verdes se había olvidado de ella—, y los zapatos humillantemente bajos. Y aquella horrible venda que ya debía de estar totalmente llena de sangre.

—Tenía que haberle entregado esto —dijo, dejando el mísero trozo de papel junto a la mano de la mujer, y luego se dio la vuelta.

Otra vez tras su mostrador, Therese miró las cajas apiladas y se puso a revolverlas como si estuviera buscando algo. Esperó a que la mujer acabase en el otro mostrador y se fuera. Era consciente con horror de los momentos que pasaban, como si formaran parte de un tiempo irrevocable, una felicidad irrevocable, porque en aquellos últimos segundos ella podía volverse y ver una vez más la cara que nunca volvería a ver. También tenía una vaga conciencia, sintiendo un horror muy distinto, de las viejas e incesantes voces de los clientes, que reclamaban atención en el mostrador, llamándola, y del bajo y murmurare zumbido del trenecito, del torbellino que se acercaba y la separaba de la mujer.

Pero cuando al fin se volvió miró directamente a los ojos grises. La mujer se acercaba a ella, como si el tiempo hubiera retrocedido, y se inclinaba otra vez sobre el mostrador, señalaba una muñeca y pedía que se la enseñara.

Therese cogió la muñeca y la dejó brusca y ruidosamente sobre el mostrador de cristal. La mujer la miró.

—Parece irrompible —dijo.

Therese sonrió.

—También me la llevo —dijo con su tranquila y pausada voz, que creaba un remanso de silencio entre el tumulto que las rodeaba. Volvió a darle su nombre y su dirección y Therese lo apuntó lentamente mientras lo leía en sus labios, como si no se lo supiera de memoria—. ¿Seguro que llegará antes de Navidad?

—Llegará el lunes como muy tarde, dos días antes de Navidad.

—Muy bien. No quiero ponerla nerviosa.

Therese apretó el nudo del cordel con el que había rodeado la caja de la muñeca. Misteriosamente el nudo se deshizo.

—Oh, no —dijo, con una vergüenza tal que la hizo sentirse indefensa, y volvió a atarlo bajo la mirada de la mujer.

—Es un trabajo horrible, ¿verdad?

—Sí. —Therese dobló el impreso de pago contra reembolso y lo grapó sobre el cordel blanco.

—Perdone mis quejas.

Therese la miró y otra vez le volvió a dar la sensación de que la conocía de algo, de que la mujer estaba a punto de darse a conocer y que las dos se reirían y comprenderían.

—Tampoco se ha quejado tanto… pero no se preocupe, llegará a tiempo. —Therese miró al otro lado del pasillo, hacia el sitio donde la mujer había estado antes, y vio que el trozo de papel verde seguía sobre el mostrador—. Pero en serio, tiene que conservar el resguardo.

Sus ojos volvieron a cambiar con la sonrisa, resplandeciendo con un fuego gris e incoloro que Therese casi conocía y podía identificar.

—Siempre los pierdo, pero siempre consigo recoger las cosas igualmente. —Se inclinó para firmar el segundo resguardo.

Therese la observó mientras se alejaba con un paso tan lento como al acercarse, la vio mirar otro mostrador y golpearse dos o tres veces la palma de la mano con los guantes negros. Luego desapareció en uno de los ascensores.

Therese se volvió hacia el siguiente cliente. Trabajaba con paciencia infinita, pero las cifras que anotaba en las hojas de ventas vacilaban en los extremos, el bolígrafo le temblaba espasmódicamente. Fue al despacho del señor Logan y le pareció que tardaba siglos, pero al mirar el reloj vio que sólo habían pasado quince minutos. Ya era la hora de lavarse las manos para ir a comer. Se quedó allí de pie, rígida, secándose las manos en la toalla, sintiéndose ajena a todo y a todos, aislada. El señor Logan le preguntó si quería seguir después de Navidades porque tenían un puesto para ella en el piso de abajo, en el departamento de perfumería, y ella le contestó que no.

A media tarde bajó a la primera planta y compró una tarjeta de Navidad en la sección de tarjetas de felicitación. No era muy especial, pero al menos era sencilla, en sobrio azul y dorado. Se quedó con la pluma pegada a la tarjeta pensando qué escribir: «Usted es magnífica» o incluso «La quiero», y por fin escribió muy deprisa algo dolorosamente torpe e impersonal: «Con un recuerdo muy especial de Frankenberg», y en lugar de firma puso su número, 645-A. Después bajó a la oficina de correos, que estaba en el sótano, y dudó ante el buzón. Cuando tenía la carta aún sujeta pero ya dentro de la ranura, se puso nerviosa. ¿Qué pasaría? De todas maneras iba a dejar los almacenes al cabo de unos días. ¿Qué le importaría a la señora H. F. Aird? Sus cejas rubias se enarcarían quizá levemente, miraría la tarjeta un momento y luego la olvidaría. Therese la dejó caer dentro del buzón.

Camino de casa, se le ocurrió una idea para una escenografía, el interior de una casa más profunda que ancha, con una especie de núcleo en el centro de cuyos lados saldrían habitaciones. Quería empezar a hacer la maqueta aquella misma noche, pero al final sólo hizo un esbozo a lápiz. Quería ver a alguien que no fuera Richard, ni Jack o Alice Kelly, la vecina de abajo, quizá a Stella, Stella Overton, la escenógrafa a la que había conocido cuando llegó a Nueva York. Se dio cuenta de que no la había visto desde la fiesta que diera antes de dejar el otro apartamento. Stella era una de las personas cuyo paradero ignoraba. Therese iba a bajar al vestíbulo a llamar por teléfono cuando oyó unos timbrazos cortos y rápidos que significaban que había una llamada para ella.

—Gracias —le dijo Therese a la señora Osborne.

Era la habitual llamada de Richard alrededor de las nueve. Quería saber si la noche siguiente le gustaría ir al cine. Era una película que ponían en el Sutton y aún no habían visto. Therese le dijo que no tenía nada planeado pero que quería acabar una funda de almohadón. Alice Kelly le había dicho que esa noche podría pasar por su casa y usar la máquina de coser. Y además, tenía que lavarse el pelo.

—Lávatelo esta noche y queda mañana conmigo —le propuso Richard.

—Es muy tarde. No puedo dormir con el pelo mojado.

—Yo te lo lavaré mañana por la noche. No usaremos la bañera, sólo un par de cubos.

—Será mejor que no —dijo ella sonriendo. Una vez que Richard le lavó el pelo ella se cayó dentro de la bañera. Richard había empezado a imitar el grifo de la bañera con gorgoritos y contorsiones y ella se rió tanto que perdió pie y se cayó.

—Bueno, entonces ¿qué te parece ir el sábado a ver una exposición?

—Pero el sábado es el día que trabajo hasta las nueve. No puedo salir hasta las nueve y media.

—Ah, bueno. Me quedaré por la escuela y nos encontraremos en la esquina hacia las nueve y media. Cuarenta y cuatro y Quinta. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—¿Alguna novedad hoy?

—No. ¿Y tú?

—No. Mañana iré a ver lo de las reservas de los billetes de barco. Te llamaré mañana por la noche.

Al final, Therese no llamó a Stella.

Al día siguiente era viernes, el último viernes antes de Navidad, y el día más ajetreado para Therese desde que trabajaba en Frankenberg, aunque todo el mundo comentaba que el día siguiente sería aún peor. La gente se apretaba peligrosamente contra los mostradores acristalados. Los clientes que había empezado a atender eran arrastrados y se perdían en la corriente pegajosa que llenaba el pasillo. Era imposible imaginar que cupiera nadie más en la planta, pero los ascensores seguían subiendo a más y más gente.

—¡No entiendo por qué no cierran las puertas de abajo! —le comentó Therese a la señorita Martucci mientras ambas se inclinaban junto a un estante del almacén.

—¿Qué? —contestó la señorita Martucci, incapaz de oír.

—¡Señorita Belivet! —gritó alguien, y sopló en un silbato.

Era la señora Hendrickson. Aquel día utilizaba un silbato para atraer la atención. Therese se abrió camino hacia ella entre las empleadas y las cajas vacías que se amontonaban en el suelo.

—La llaman al teléfono —le dijo la señora Hendrickson, señalando el aparato que había sobre el mostrador de envolver.

Therese hizo un gesto de impotencia que la señora Hendrickson no pudo ver. En aquel momento era imposible oír nada por un teléfono. Y sabía que probablemente sería Richard en plan gracioso. Ya la había llamado una vez.

—¿Diga? —contestó.

—Hola, ¿es usted la empleada seiscientos cuarenta y cinco A, Therese Belivet? —dijo la voz de la operadora entre chasquidos y zumbidos—. Hable.

—¿Diga? —repitió, y apenas oyó la respuesta. Se llevó el teléfono hacia el pequeño almacén que había a unos pocos metros. El cable no llegaba y tuvo que agacharse—. ¿Diga?

—Hola —dijo la voz—. Bueno, quería darle las gracias por su tarjeta de Navidad.

—Ah, usted es…

—La señora Aird —dijo ella—. ¿La envió usted o no?

—Sí —dijo Therese, súbitamente rígida por la culpa, como si la hubieran descubierto cometiendo un crimen. Cerró los ojos y retorció el cable. Veía aquellos ojos risueños e inteligentes como los había visto el día anterior—. Siento haberla molestado —dijo mecánicamente, en el tono con el que solía hablar a los clientes.

La mujer se echó a reír.

—Es muy divertido —dijo con soltura, y Therese percibió en su voz la misma nota que había escuchado el día antes y que tanto le había gustado, y sonrió.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Usted debe ser la chica de la sección de juguetes.

—Sí.

—Fue muy amable por su parte enviarme la tarjeta —dijo la mujer cortésmente.

Entonces Therese lo comprendió. Ella había pensado que quizá la tarjeta fuera de un hombre, algún otro empleado que la había atendido.

—Fue muy agradable atenderla —dijo Therese.

—¿Sí? ¿Por qué? —dijo. Tal vez se estuviera burlando de Therese—. Bueno, como es Navidad, ¿por qué no quedamos al menos para tomar un café? O beber algo.

Se abrió la puerta, una chica irrumpió en la habitación y se quedó de pie frente a ella. Therese retrocedió.

—Sí, me encantaría.

—¿Cuándo? —preguntó la mujer—. Yo iré a Nueva York mañana por la mañana. ¿Por qué no quedamos para comer? ¿Mañana tiene tiempo?

—Claro. Tengo una hora, de doce a una —dijo Therese, mirándole los pies a la chica que tenía delante, con unos mocasines dados de sí. Le veía los gruesos tobillos y las pantorrillas envueltos en calcetines escoceses, moviéndose como patas de elefante.

—¿Quedamos abajo, en la puerta de la calle Treinta y cuatro, a las doce?

—De acuerdo. Yo… —Therese recordó de pronto que el día siguiente debía entrar a la una en punto. Tenía toda la mañana libre. Levantó el brazo para protegerse de la avalancha de cajas que la chica de enfrente había tirado de la estantería, y la propia chica también trastabilló hacia ella—. ¿Oiga? —gritó por encima del ruido de las cajas que caían.

—¡Perdón! —gritó irritada la señora Zabriskie, y cerró la puerta.

—¿Oiga? —repitió Therese.

La comunicación se había cortado.

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