Carol

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Richard la estaba esperando en la esquina, balanceándose alternativamente sobre los pies para soportar el frío. Aquella noche ella no tenía frío, se dio cuenta de repente, aunque la gente iba por la calle arrebujada en sus abrigos. Cogió el brazo de Richard y se lo apretó afectuosamente.

—¿Has entrado ya? —le preguntó. Llegaba diez minutos tarde.

—Claro que no. Te estaba esperando. —Apretó sus fríos labios y su nariz contra la mejilla de ella—. ¿Has tenido un día muy malo?

—No.

La noche era muy oscura a pesar de las luces de Navidad. Miró la cara de Richard a la luz de una cerilla que él había encendido. La lisa superficie de su frente sobresalía por encima de sus ojos pequeños. «Fuerte como la frente de una ballena», pensó Therese, «tan fuerte como para romper algo de un golpe». Su cara parecía esculpida en madera, lisa y sin adornos. Ella vio sus ojos abrirse como inesperados puntos de cielo azul en la oscuridad.

—Estás de buen humor esta noche —le sonrió él—. ¿Quieres que demos una vuelta a la manzana? Dentro no se puede fumar. ¿Quieres un cigarrillo?

—No, gracias.

Echaron a andar. La galería quedaba justo al lado, estaba en la primera planta de un gran edificio y se veía la hilera de ventanas iluminadas, cada una con una guirnalda de Navidad. Al día siguiente vería a Carol, pensó Therese, al día siguiente a las once de la mañana. La vería sólo doce horas más tarde y a sólo unas diez manzanas de allí. Volvió a coger del brazo a Richard y de repente se sintió tímida. Un poco más hacia el este, por la calle Cuarenta y tres, vio la constelación de Orión extendiéndose en el cielo, entre los edificios. Solía mirarla desde las ventanas del colegio y también por la ventana de su primer apartamento neoyorquino.

—Hoy he reservado los billetes —dijo Richard—. El

President Taylor sale el siete de marzo. He hablado con el de los billetes y creo que nos puede conseguir camarotes exteriores si le doy la lata.

—¿El siete de marzo? —Advirtió que en su voz había cierta excitación, aunque ella no deseaba ir a Europa en absoluto.

—Quedan dos meses y medio —dijo Richard, cogiéndole la mano.

—Si yo no pudiera ir, ¿podrías anular la reserva? —preguntó. Pensó que podría haberle dicho perfectamente que no quería ir, pero él se habría puesto a discutir, como hacía siempre que ella dudaba.

—¡Claro que sí, Terry! —Y se echó a reír.

Richard balanceaba la mano de Therese mientras paseaban. Como si fueran amantes, pensó Therese. Lo que ella sentía por Carol era casi amor, pero Carol era una mujer. No es que fuera una locura, era felicidad. Una palabra tonta, ¿pero cómo era posible ser más feliz de lo que ella lo era ahora, desde el jueves anterior?

—Me encantaría que compartiéramos uno —dijo Richard.

—¿Compartir qué?

—¡Un camarote! —exclamó Richard riéndose, y Therese se fijó en que dos personas que había en la acera se volvían a mirarles—. ¿Por qué no vamos a tomar una copa para celebrarlo? Podemos ir al Mansfield, que está a la vuelta de la esquina.

—Es que aún no me apetece sentarme. Un poco más tarde.

Entraron en la galería y pagaron la mitad, porque llevaban pases de la escuela de Bellas Artes de Richard. La galería se componía de una serie de salas de techos altos, lujosamente alfombradas, un ambiente de opulencia para los anuncios, dibujos, biografías e ilustraciones, o cualquier cosa que colgara de las paredes en apretada hilera. Richard estudió larga y detenidamente algunos cuadros, pero a Therese le parecieron un tanto deprimentes.

—¿Has visto éste? —le preguntó Richard, señalando un complicado dibujo de un empleado de la compañía de teléfonos reparando un cable. Therese lo había visto antes en alguna parte. Verlo aquella noche le causó cierta desazón.

—Sí —contestó. Estaba pensando en otra cosa. Si dejaba de escatimar y ahorrar para ir a Europa, lo que había sido una estupidez, porque de todos modos no iba a ir, se podía comprar un abrigo nuevo. Habría rebajas justo después de Navidad. El abrigo que tenía era cruzado, de pelo de camello, pero con él se sentía desaliñada.

—No sientes demasiado respeto por la técnica, pequeña —le dijo Richard, apretándole el brazo.

Ella le hizo una mueca burlona y volvió a cogerse de él. De repente se sintió muy cercana, tan contenta y encariñada con él como la noche que le conociera, en la fiesta de la calle Chistopher, a la que la había llevado Francés Cotter. Richard se había emborrachado un poco, como nunca había vuelto a hacer estando con ella, y le habló de libros, de política y de la gente de manera mucho más positiva de lo que era habitual en él. Se había pasado toda la noche hablando con ella, y a ella le había encantado él por su entusiasmo, sus ambiciones, sus gustos y sus manías. Y también porque había sido su primera fiesta de verdad y gracias a él había sido un éxito.

—No miras los cuadros —le dijo Richard.

—Es agotador. Cuando quieras lo dejamos.

Cerca de la puerta se encontraron a algunos conocidos de Richard, dos jóvenes, uno de ellos negro, y una chica. Richard les presentó a Therese. A Therese le pareció que no eran amigos íntimos de Richard, pero él les anunció que en marzo se irían a Europa.

Todos parecían envidiarles.

Fuera, la Quinta Avenida parecía vacía y expectante, como el decorado de una obra de teatro. Therese avanzó deprisa junto a Richard, con las manos en los bolsillos. Aquel día había perdido los guantes en algún sitio. Pensaba en su cita del día siguiente, a las once de la mañana. Se preguntó si a aquella misma hora de la noche estaría todavía con Carol.

—¿Qué haces mañana? —le preguntó Richard.

—¿Mañana?

—Ya sabes. Mi familia preguntaba si vendrías a comer con nosotros este domingo.

Therese se acordó y dudó. Había visitado a los Semco cuatro o cinco domingos. Hacían una gran comida a las dos, y luego el señor Semco, un hombre bajo y calvo, se empeñaba en bailar con ella polcas y música folklórica rusa.

—¿Sabes que mamá te quiere hacer un vestido? —continuó Richard—. Ya ha comprado la tela. Quiere tomarte las medidas.

—Un vestido… Eso es mucho trabajo. —Therese recordó las blusas de la señora Semco, blusas blancas laboriosamente bordadas. La señora Semco estaba orgullosa de sus aptitudes para la costura. Therese no quería aceptar que se esforzara tanto por ella.

—A ella le encanta —dijo Richard—. Bueno, ¿en qué quedamos mañana? ¿Quieres venir hacia el mediodía?

—Creo que prefiero no quedar este domingo. No han hecho muchos planes, ¿verdad?

—No —contestó Richard decepcionado—. ¿Quieres trabajar o hacer algo mañana?

—Sí, preferiría —contestó. No quería que Richard supiera lo de Carol ni que llegase a conocerla.

—¿Ni siquiera que demos un paseo en coche a alguna parte?

—No, gracias.

A Therese no le gustaba que él siguiera reteniéndole la mano. La de Richard estaba húmeda y helada.

—¿No cambiarás de opinión?

—No —dijo Therese negando con la cabeza. Podría haberle dicho algo que suavizara las cosas, haberle dado alguna excusa, pero tampoco quería mentirle sobre aquel día más de lo que ya le había mentido. Le oyó suspirar y luego avanzaron en silencio durante un rato.

—Mamá te quiere hacer un vestido blanco con ribetes de encaje. Está totalmente frustrada por el hecho de que Esther sea la única chica de la familia.

Esther era prima política de Richard y Therese sólo la había visto un par de veces.

—¿Cómo está Esther?

—Como siempre.

Therese separó sus dedos de los de Richard. De pronto se sintió hambrienta. Se había pasado su hora de la comida escribiendo una especie de carta a Carol que no había echado ni pensaba echar. Cogieron el autobús hacia el norte en la Tercera Avenida y luego fueron andando hasta casa de Therese. A Therese no le apetecía invitar a Richard a subir, pero le invitó igualmente.

—No, gracias, ya me marcho —dijo Richard. Puso un pie en el primer escalón—. Estás muy rara esta noche. Estás a kilómetros de aquí.

—No es verdad —dijo ella. Se sintió inexpresiva y le molestaba.

—Ahora estás lejísimos, se nota enseguida que…

—¿Qué? —le interrumpió ella.

—No hemos llegado muy lejos, ¿verdad? —dijo él repentinamente serio—. Si ni siquiera quieres pasar un domingo conmigo, ¿cómo vamos a pasar meses juntos en Europa?

—Bueno, Richard, si quieres que cortemos todo esto…

—Terry, yo te quiero. —Se frotó el pelo con la palma de la mano, exasperado—. Claro que no quiero romper, pero… —volvió a interrumpirse.

Ella sabía lo que él quería decirle, que ella no le daba casi nada en lo referente al afecto. Pero no lo diría, porque sabía que ella no estaba enamorada de él y, por tanto, ¿cómo iba a esperar afecto? El mero hecho de no estar enamorada de él la hacía sentirse culpable, culpable por no aceptar nada de él, un regalo de cumpleaños, una invitación a comer con su familia, ni siquiera que él le dedicara su tiempo. Therese apretó las puntas de los dedos con fuerza contra la baranda de piedra.

—De acuerdo, ya lo sé. No estoy enamorada de ti —dijo.

—No me refiero a eso, Terry.

—Si quieres que lo dejemos del todo, ya sabes, que dejemos de vernos, pues muy bien —le dijo. Tampoco era la primera vez que se lo decía.

—Terry, ya sabes que preferiría estar contigo antes que con nadie en el mundo. Eso es lo malo.

—Bueno, si es tan malo…

—¿Pero tú me quieres, Terry? ¿Cómo me quieres?

«Si tú supieras», pensó ella.

—No te quiero, pero me gustas —le dijo—. Esta noche, hace unos minutos —añadió bruscamente, tal como sonaba, porque era verdad—, me he sentido más cerca de ti que nunca.

Richard la miró un tanto incrédulo.

—¿De verdad? —Empezó a subir poco a poco los escalones, sonriendo, y se detuvo justo frente a ella—. Entonces, ¿por qué no me dejas quedarme contigo esta noche, Terry? Sólo déjame intentarlo, ¿quieres?

Desde que dio el primer paso hacia ella, Therese imaginó lo que Richard iba a proponerle. Se sintió triste y avergonzada, sintió lástima por los dos, porque era totalmente imposible, y lo más embarazoso era que ella no lo deseaba. Siempre surgía aquel muro tremendo porque ella no quería siquiera intentarlo, y cada vez que él se lo pedía, todo se reducía a una sensación incómoda y desdichada. Recordó la primera noche que le había dejado quedarse y se estremeció. Había sentido de todo menos placer, y en medio de la situación había preguntado: «¿Así es como tiene que ser?» ¿Cómo podía ser así, tan desagradable?, había pensado. Y Richard se había echado a reír tanto, tan fuerte y con tantas ganas que ella se había enfadado. La segunda vez había sido quizá peor, probablemente porque Richard pensaba que ya no habría dificultades. Le dolía tanto que se le saltaban las lágrimas, y Richard le había pedido perdón diciéndole que le hacía sentirse como un bruto. Ella había protestado y le había respondido que no lo era. Sabía muy bien que no lo era y que incluso resultaba angelical comparado con lo que habría hecho Angelo Rossi, por ejemplo, si ella hubiera accedido a acostarse con él aquella noche, cuando él le hizo la misma pregunta en aquellos mismos escalones.

—Terry, cariño…

—No —dijo Therese, recuperando al fin el habla—. Esta noche no puedo y tampoco podré ir contigo a Europa —acabó, con una horrible y desesperada franqueza.

Los labios de Richard se abrieron con expresión atónita. Therese no soportaba mirar el ceño que se dibujaba en su frente.

—¿Por qué no?

—Porque… Porque no puedo —dijo ella, y cada palabra era una agonía—. Porque no quiero acostarme contigo.

—¡Oh, Terry! —se rió Richard—. Siento habértelo preguntado. Olvídalo, ¿quieres, cariño? Y en Europa también.

Therese miró a otra parte, volvió a ver Orion, ladeada con un ángulo ligeramente distinto, y volvió a mirar a Richard. «No puedo», pensó. «A veces tengo que pensarlo porque tú también lo piensas». Le parecía como si estuviera pronunciando las palabras y las veía tan sólidas como bloques de madera flotando entre los dos, aunque no oía nada. Había pronunciado aquellas palabras una vez ante él, arriba, en su habitación, y otra vez en Prospect Park, sujetando el cordón de una cometa. Pero él no había hecho caso, ¿y qué podía hacer ahora? ¿Repetírselas?

—De todas maneras, ¿quieres subir un rato? —le preguntó, torturándose, tan avergonzada que no podía soportarlo.

—No —dijo Richard con una risa suave que la avergonzó más aún por su tolerancia y su comprensión—. No, me marcho. Buenas noches, cariño. Te quiero, Terry. —Y con una última mirada hacia ella, se fue.

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