Carol

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Therese salió y miró a su alrededor, pero las calles estaban vacías, como todas las mañanas de domingo. El viento se agitaba en torno a la alta esquina de cemento del edificio de Frankenberg, como furioso por no encontrar ni una sola figura humana que se le opusiera. Sólo ella, pensó Therese, y sonrió para sí. Podría haber pensado en un sitio más agradable donde quedar. El viento era como hielo contra sus dientes. Carol llevaba un cuarto de hora de retraso. Si no llegaba, ella seguiría esperándola durante todo el día y toda la noche. Una silueta emergió de la boca del metro, la figura presurosa y delgada como un palillo de una mujer con un largo abrigo negro, bajo el cual sus pies se movían tan deprisa como si fueran cuatro y girasen en una rueda.

Entonces Therese se volvió y vio a Carol en un coche que se acercaba al bordillo de la acera. Therese se acercó a ella.

—¡Hola! —exclamó Carol, y se inclinó para abrirle la puerta.

—Hola. Pensaba que no vendrías.

—Siento muchísimo llegar tarde. ¿Estás helada?

—No. —Therese entró y cerró la puerta. Dentro del coche la temperatura era cálida. Era un coche verde oscuro tapizado de piel verde oscuro. Carol se dirigió despacio hacia el oeste.

—¿Quieres que vayamos a mi casa en el campo? ¿Adónde te gustaría ir?

—Me da igual —dijo Therese. Veía las pecas de la nariz de Carol. Su pelo corto y rubio, que a Therese le sugería un frasco de perfume colocado a la luz, estaba recogido hacia atrás con el pañuelo verde y oro que le rodeaba la cabeza en forma de banda.

—Vayamos a casa. Es un sitio muy bonito.

Se dirigieron a la parte alta de la ciudad. Era como cabalgar dentro de una montaña rodante que podía barrerlo todo a su paso, pero que obedecía totalmente a Carol.

—¿Te gusta conducir? —le preguntó Carol sin mirarla. Tenía un cigarrillo en la boca. Apoyaba las manos suavemente sobre el volante, como si no significara nada para ella, como si estuviera sentada cómodamente en una silla cualquiera, fumando—. ¿Por qué estás tan callada?

Entraron en el túnel Lincoln. Una salvaje e inexplicable excitación invadió a Therese mientras miraba por la ventanilla. Deseó que el túnel se derrumbara y las matara, que sus cuerpos se arrastraran juntos. De vez en cuando, sentía la mirada de Carol posarse sobre ella.

—¿Has desayunado?

—No —contestó Therese. Supuso que estaría pálida. Había empezado a desayunar, pero se le había caído la botella de leche al fregadero y lo había dejado.

—Toma un poco de café. Está ahí, en el termo.

Habían salido del túnel. Carol detuvo el coche en el arcén.

—Ahí —dijo señalando hacia un termo que había en el asiento. Cogió el termo y echó en la taza un poco de café, marrón brillante y todavía humeante.

Therese miró el café con gratitud.

—¿De dónde es este café?

—¿Siempre quieres saber de dónde vienen las cosas? —sonrió Carol.

El café era fuerte y un poco dulce. Le dio fuerzas. Cuando la taza estaba ya medio vacía, Carol puso el coche en marcha. Therese permanecía en silencio. ¿De qué iba a hablar? ¿Del trébol dorado de cuatro hojas con el nombre y la dirección de Carol que pendía del llavero del salpicadero? ¿De los puestos de árboles de Navidad que se alineaban junto a la carretera? ¿Del pájaro que volaba solo por un campo de aspecto pantanoso? No. Sólo quería decirle las cosas que le había escrito en la carta que no había echado y eso era imposible.

—¿Te gusta el campo? —le preguntó Carol mientras giraban por una carretera más estrecha.

Acababan de pasar por un pueblecito. En ese punto el camino trazaba una curva semicircular y se acercaba a una casa blanca de dos plantas, con dos alas proyectándose hacia los lados, como las zarpas de un león echado.

Había una esterilla metálica, un enorme buzón de latón muy brillante y un perro que ladraba sordamente a un lado de la casa, cerca del blanco garaje oculto por los árboles. A Therese le pareció que la casa olía a una especia, mezclada con otro olor, un olor que tampoco era el perfume de Carol. La puerta se cerró tras ella con un ruido repetido y ligero. Therese se volvió y vio a Carol mirándola desconcertada, con los labios entreabiertos por la sorpresa y pensó que un segundo después Carol le preguntaría «¿Qué estás haciendo aquí?», como si se le hubiera olvidado o en realidad no quisiera llevarla a su casa.

—No hay nadie, excepto la doncella, que está bastante lejos —dijo Carol, como contestando a una pregunta de Therese.

—Es una casa muy bonita —dijo Therese, y observó la sonrisa teñida de impaciencia de Carol.

—Quítate el abrigo. —Carol se quitó el pañuelo que llevaba en la cabeza y se pasó la mano por el pelo—. ¿Te gustaría desayunar algo? Es casi mediodía.

—No, gracias.

Carol echó una mirada a la sala y otra vez su rostro se inundó de la misma expresión insatisfecha.

—Vamos arriba, es más cómodo.

Therese siguió a Carol por la amplia escalera de madera y pasaron ante un cuadro que representaba a una niñita pintada al óleo, con el pelo rubio y una barbilla cuadrada como la de Carol. También pasaron junto a una ventana, en la que por un momento apareció un jardín, con un sendero en forma de ese, y una fuente con una estatua azul verdosa, y luego desapareció. Arriba había un pequeño vestíbulo que daba a cuatro o cinco habitaciones. Carol se dirigió a una habitación alfombrada y tapizada de verde y cogió un cigarrillo de una caja que había sobre una mesa. Miró a Therese mientras lo encendía, Therese no sabía qué decir o qué hacer, y sentía que Carol esperaba que hiciera o dijera algo, cualquier cosa. Observó la habitación, la alfombra verde oscuro y el banco largo forrado de almohadones que había frente a una pared. En el centro había una sobria mesa de madera clara. «Un cuarto de juego», pensó Therese, aunque parecía más bien un estudio por los libros, los discos y la ausencia de cuadros.

—Es mi habitación favorita —dijo Carol saliendo—, pero mi dormitorio está allí.

Therese miró el interior de la habitación que había enfrente. Estaba tapizada de algodón estampado de flores y había una mesa sencilla de madera clara como en la otra habitación. También había un sencillo espejo sobre un tocador. En todas partes la sensación era de luminosidad, aunque no entraba la luz del día. La cama era de matrimonio. Sobre la cómoda, al fondo de la habitación, había unos cepillos con el sello del ejército. Therese buscó en vano una foto de él. Había una foto de Carol en el vestidor, con una niñita rubia en brazos. Y en un marco de plata había una foto de una mujer de pelo oscuro y rizado que sonreía abiertamente.

—Tienes una hija pequeña, ¿verdad? —preguntó Therese.

Carol abrió un panel de la pared del vestíbulo.

—Sí —contestó—. ¿Quieres una Coca-Cola?

El zumbido de la nevera se hizo más intenso. En toda la casa no se oía otra cosa que los ruidos que ellas hacían. A Therese no le apetecía una bebida fría, pero cogió la botella y la llevó escalera abajo siguiendo a Carol y luego por la cocina, hasta llegar al jardín trasero que había visto desde la ventana. Más allá de la fuente había un montón de plantas, algunas de más de medio metro, agrupadas y envueltas en sacos de arpillera. A Therese le recordaron algo, pero no sabía qué. Carol tensó una cuerda que se había aflojado con el viento. Agachada, con la gruesa falda de lana y la rebeca azul, su figura parecía sólida y fuerte, como su rostro, contrastando con sus finos tobillos. Durante unos minutos pareció olvidarse de Therese, paseando despacio por allí, pisando con fuerza el suelo con sus mocasines, como si en aquel frío jardín sin flores se sintiera por fin a gusto. Era bastante desagradable estar allí sin abrigo, pero como Carol no parecía notarlo, Therese intentó imitarla.

—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Carol—. ¿Quieres pasear, oír música?

—Estoy muy contenta —le dijo Therese.

Pensó que Carol estaba preocupada por algo y que se arrepentía de haberla invitado a la casa. Volvieron hacia la puerta que había al final del camino.

—¿Te gusta tu trabajo? —le preguntó Carol en la cocina, aún con su aire ausente, mientras miraba en el interior de la gran nevera. Sacó dos platos cubiertos con papel de estraza—. No me importaría comer algo, ¿y a ti?

Therese había intentado hablarle de su trabajo en el Black Cat Theater. Eso era algo, pensó, era lo único importante que podía contar de sí misma. Pero aquél no era el momento. Le contestó despacio, intentando parecer tan distante como ella, aunque notaba su propio embarazo al hablar.

—Supongo que es algo educacional. Aprendí a ser ladrona, mentirosa y poeta al mismo tiempo. —Therese recostó la cabeza en el respaldo de la silla para que le llegara la luz del sol. Le hubiera gustado decir que también había aprendido a amar. Antes de Carol no había querido a nadie, ni siquiera a la hermana Alicia.

—¿Cómo te convertiste en poeta? —Carol la miró.

—Supongo que sintiendo demasiado las cosas —le contestó Therese muy consciente.

—¿Y cómo te convertiste en ladrona? —Carol se chupó el pulgar y frunció el ceño—. ¿No te apetece un poco de pudin de caramelo?

—No, gracias. Todavía no he robado, pero supongo que es fácil. Hay carteras por todas partes. Sólo hay que cogerlas. A una le roban hasta la carne… —Therese se rió. Una podía reírse de eso con Carol, una podía reírse de cualquier cosa con Carol.

Comieron pollo frío troceado, salsa de cangrejo, aceitunas verdes y crujiente apio blanco. Pero después de la comida Carol la dejó y se fue al salón. Volvió con un vaso de whisky y le añadió agua del grifo. Therese la observaba. Luego, durante un largo momento, se miraron la una a la otra, Carol de pie en el umbral de la puerta y Therese en la mesa, mirando por encima del hombro, sin comer.

—¿Conoces a mucha gente así, desde el otro lado del mostrador? ¿No te importa hablar con cualquiera? —le preguntó Carol con calma.

—Claro que sí —sonrió Therese.

—¿Te vas a comer con el primero que pasa? —Los ojos de Carol centellearon—. Podrías encontrarte con un secuestrador. —Le dio vueltas a la bebida en el vaso sin hielo y luego se lo bebió. Sus finas pulseras de plata tintineaban contra el cristal—. Bueno, dime, ¿has conocido a mucha gente así?

—No —dijo Therese.

—¿No muchos? ¿Sólo tres o cuatro?

—¿Como a ti? —Therese sostuvo firmemente su mirada.

Carol la miró fijamente a su vez, como si exigiera otra palabra, otra frase de Therese. Luego dejó el vaso sobre la estufa y se dio la vuelta.

—¿Sabes tocar el piano?

—Un poco.

—Ven y toca algo. —Y cuando Therese esbozó una negativa, le dijo imperiosamente—: No me importa cómo toques. Simplemente toca algo.

Therese tocó algo de Scarlatti que había aprendido en el orfanato. Carol la escuchaba sentada en una silla que había al otro lado de la habitación, relajada e inmóvil, sin probar siquiera su segundo whisky con agua. Therese tocó la

Sonata en do mayor, que era lenta y bastante sencilla, llena de octavas quebradas, pero le pareció súbitamente torpe y pretenciosa en las partes más vibrantes, y se detuvo. De pronto era demasiado para ella, sus manos en un teclado que sabía que Carol tocaba, Carol escuchándola con los ojos entornados, la casa de Carol envolviéndola, y la música que la hacía abandonarse, sentirse indefensa. Con un suspiro, bajó las manos.

—¿Estás cansada? —le preguntó Carol con calma.

La pregunta no parecía referirse a aquel momento sino a siempre.

—Sí.

Carol se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros. Therese se imaginó sus manos, fuertes y flexibles, con los delicados tendones marcándose mientras le presionaba los hombros. Pareció que pasaba mucho tiempo mientras sus manos se movían hacia su cuello y bajo su barbilla, un tiempo tan intensamente tumultuoso que empañaba el placer de sentir los dedos de Carol inclinándole la cabeza hacia atrás y besándola suavemente en el nacimiento del pelo. Therese apenas pudo sentir el beso.

—Ven conmigo —le dijo Carol.

Volvió a subir la escalera con Carol. Al apoyarse en la baranda, se acordó súbitamente de la señora Robichek.

—No te vendría mal una siesta —dijo Carol, apartando la colcha floreada y la manta.

—Gracias, pero tampoco…

—Quítate los zapatos —dijo Carol suavemente, pero en un tono que exigía obediencia.

Therese miró la cama. Apenas había dormido la noche anterior.

—Creo que no podré dormir, aunque si me duermo…

—Yo te despertaré dentro de media hora.

Cuando se metió en la cama, Carol le echó la manta por encima.

—¿Cuántos años tienes? —Carol se sentó en el borde de la cama.

Therese la miró, incapaz de soportar su mirada pero resistiendo. No le hubiera importado morir estrangulada a manos de Carol, postrada y vulnerable, una intrusa en la cama de Carol.

—Diecinueve. —Qué vieja parecía. Más de noventa y uno.

Carol frunció el ceño sonriendo levemente. Therese sintió que Carol pensaba algo con tanta intensidad que el aire que las separaba podía palparse. Luego Carol le deslizó las manos bajo los hombros e inclinó su cabeza hacia la garganta de Therese. Therese sintió que la tensión salía del cuerpo de Carol con un suspiro que le hacía arder el cuello, transportando el perfume del pelo de Carol.

—Eres una niña —le dijo, como en un reproche. Le levantó la cabeza—. ¿Quieres algo?

Therese se acordó de lo que había pensado en el restaurante y apretó los dientes, avergonzada.

—¿Qué te gustaría? —le repitió Carol.

—Nada, gracias.

Carol se levantó, se acercó al tocador y encendió un cigarrillo. Therese la contempló con los párpados entornados, preocupada por el desasosiego de Carol, aunque adoraba verla fumar.

—¿Quieres que te traiga algo de beber?

Therese sabía que quería decir agua. Lo sabía por la ternura y el interés que había en su voz, como si fuera una niña enferma con fiebre.

—Creo que me gustaría un poco de leche caliente —dijo Therese.

—Un poco de leche caliente —la imitó. Levantó un ángulo de la boca sonriendo. Luego salió de la habitación.

Therese se sumió en un limbo de ansiedad y ensoñación hasta que Carol reapareció con una taza blanca sobre un platillo, sosteniendo éste y el asa de la taza mientras cerraba la puerta con el pie.

—La he dejado hervir y le ha salido nata —dijo, molesta—. Lo siento.

Pero a Therese le encantó porque se imaginó que eso le debía de pasar siempre. Se quedaba pensando en algo y la leche hervía.

—¿Te gusta así? ¿Sin nada?

Therese asintió con la cabeza.

—Puf —dijo Carol sentándose en el brazo de un sillón, y se quedó contemplándola.

Therese estaba apoyada en un codo. La leche estaba tan caliente que al principio apenas podía mojarse los labios. Luego los pequeños sorbos se fueron extendiendo dentro de su boca liberando una mezcla de sabores orgánicos. La leche le sabía a sangre y a huesos, a carne fresca, a pelo, insípida y harinosa, pero viva como un embrión creciente. Estaba ardiendo y Therese se la bebió de un trago, como los personajes de los cuentos de hadas cuando beben la poción que les transformará, o como los guerreros inocentes cuando beben la copa que les llevará a la muerte. Carol se acercó y cogió la taza, y Therese, soñolienta, se dio cuenta de que Carol le hacía tres preguntas, una tenía que ver con la felicidad, otra con los almacenes y la última con el futuro. Therese se oyó a sí misma contestar, oyó su voz alzarse súbitamente en un balbuceo, como un resorte incontrolado, y se dio cuenta de que estaba bañada en lágrimas. Le estaba hablando a Carol de todo lo que temía y le disgustaba, de su soledad, de Richard y de sus peores desengaños. Y de sus padres. Su madre no había muerto, pero Therese no había vuelto a verla desde que tenía catorce años.

Carol la interrogaba y ella le contestaba, aunque no quería hablar de su madre. Su madre no era tan importante, no formaba parte de sus desengaños. Su padre sí. Su padre era muy diferente. Había muerto cuando ella tenía seis años. Era abogado, de ascendencia checoslovaca, y toda su vida había querido dedicarse a la pintura. Se había portado de manera muy distinta, había sido amable, comprensivo y jamás le había levantado la voz a su mujer, que le reprochaba que nunca hubiera sido un buen abogado ni un buen pintor. Él no era muy fuerte y, aunque había muerto de neumonía, para Therese había sido su madre la que lo había matado. Carol preguntó y preguntó, y Therese le contó que su madre la había llevado al colegio de Montclair a los ocho años. Le habló de las pocas visitas que más tarde le hizo, porque siempre estaba viajando por el país. Su madre era pianista, no de primera fila, eso era imposible, pero siempre tenía trabajo porque era muy tenaz. Cuando Therese tenía diez años, su madre se había vuelto a casar. Durante las vacaciones de Navidad, fue a casa de su madre, en Long Island, y ellos le pidieron que se quedase a vivir allí, pero también le dieron a entender que preferían que se fuera. A Therese no le gustó Nick, el marido de su madre, porque era exactamente igual que ella. Grande, de pelo oscuro, voz chillona, gestos violentos y apasionados. Therese estaba segura de que su matrimonio funcionaría a la perfección. Su madre incluso había vuelto a quedar embarazada, así que ya tendría dos hijos. Después de pasar una semana con ellos, Therese volvió al orfanato. Más tarde debió de haber tres o cuatro visitas más de su madre, que siempre le llevaba algún regalo, una blusa, un libro. En una ocasión le llevó un estuche de maquillaje que a Therese le horrorizó, porque le recordaba las quebradizas y pintadas pestañas de ella. Eran regalos que su madre le ofrecía tímidamente, como hipócritas ofrendas de paz. Una vez, su madre llevó al niñito, su hermanastro, y entonces Therese se dio cuenta de que ella había sido marginada. Su madre nunca había querido a su padre, había preferido dejarla a ella en el orfanato a los ocho años, entonces, ¿por qué se molestaba en visitarla o en reclamar su atención? Ella hubiera sido más feliz sin tener padres, como la mitad de las niñas de la escuela. Por fin, le dijo a su madre que prefería que no volviese a verla, y no volvió. Lo último que recordaba de su madre era una expresión resentida y avergonzada, la mirada esquiva de sus ojos castaños, una sonrisa crispada y el silencio. Luego había cumplido quince años. Las hermanas se habían enterado de que su madre ya no le escribía y se habían puesto en contacto con ella pidiéndole que escribiera. Así lo había hecho, pero Therese no le había contestado. Después llegó el momento de su graduación, a los diecisiete años, y la escuela le había pedido a la madre doscientos dólares. Therese no quería aceptar dinero de su madre y pensaba que ella tampoco iba a dárselo, pero la madre pagó y Therese acabó por aceptarlo.

—Siento habérmelo quedado. Nunca le había contado esto a nadie. Algún día se lo devolveré.

—Qué tontería —dijo Carol suavemente. Estaba sentada en el brazo del sillón, con la barbilla apoyada en la mano y los ojos fijos en Therese, sonriendo—. Aún eres una niña. Cuando olvides esa idea de devolverle el dinero, entonces serás adulta.

Therese no contestó.

—¿No crees que quizá un día querrás volver a verla? A lo mejor dentro de unos años…

Therese negó con la cabeza. Sonrió, pero las lágrimas aún fluían de sus ojos.

—No quiero hablar más del tema.

—¿Richard sabe todo esto?

—No. El sólo sabe que mi madre vive. ¿Pero qué importa? No es eso lo que importa. —Sentía que si lloraba lo suficiente podría liberarse de su soledad y su desengaño, como si pudieran salir con las propias lágrimas. Y se alegró de ver que Carol iba a dejarla sola. Carol estaba de pie junto al tocador, dándole la espalda. Therese yacía rígidamente en la cama, apoyada en el codo, agobiada por los sollozos contenidos.

—No volveré a llorar —dijo.

—Claro que volverás a llorar —contestó Carol, y una cerilla estalló al encenderse.

Therese cogió otro pañuelo de la mesita de noche y se sonó.

—¿Quién más hay en tu vida, aparte de Richard? —le preguntó Carol.

Había huido de todos ellos. Había tenido a Lily, y al señor y la señora Anderson, en la primera casa donde vivió al llegar a Nueva York. Francés Cotter y Tim en la Pelican Press. Lois Vavrica, una chica que también había estado interna en Montclair. Y ahora, ¿quién le quedaba? Los Kelly, que vivían en el segundo piso de la casa de la señora Osborne. Y Richard.

—El mes pasado, cuando me despidieron de aquel trabajo, me dio vergüenza y me fui… —se detuvo.

—¿Te fuiste, adónde?

—No se lo dije a nadie, excepto a Richard. Simplemente desaparecí. Supongo que era mi manera de empezar una nueva vida, pero sobre todo fue porque me daba vergüenza. No quería que nadie supiera dónde estaba.

—¡Desapareciste! —sonrió Carol—. Me gusta esa idea. Y qué suerte tienes de haber podido hacerlo. Eres libre. ¿Te das cuenta?

Therese no respondió.

—No —contestó Carol por ella—. No te das cuenta.

Junto a Carol, sobre el tocador, un reloj cuadrado y gris emitía un débil tictac y, como tantas veces había hecho en los almacenes, Therese leyó la hora y le atribuyó un significado. Eran algo más de las cuatro y cuarto, y de pronto temió haberse quedado allí echada demasiado tiempo, temió que Carol esperase a alguien.

Entonces sonó el teléfono, con un timbrazo largo y repentino, como el grito de una mujer histérica en el vestíbulo, y cada una de ellas vio sobresaltarse a la otra.

Carol se levantó y se palmeó la mano dos veces con algo, como había hecho con los guantes en los almacenes. El teléfono volvió a sonar y Therese estaba segura de que Carol iba a tirar lo que tenía en la mano, que iba a arrojarlo contra la pared. Pero se limitó a volverse, lo dejó suavemente allí encima y salió de la habitación.

Therese oyó la voz de Carol en el vestíbulo. No quería oír lo que decía. Se levantó y se puso la falda y los zapatos. Entonces vio lo que Carol había tenido en la mano, era un calzador de madera oscura. «Cualquier otro lo hubiera tirado», pensó Therese. Entonces se le ocurrió una palabra que resumía su sentimiento respecto a Carol: orgullo. Oyó la voz de Carol repitiendo los mismos tonos y luego, al abrir la puerta para salir de la habitación, distinguió las palabras: «No estoy sola en casa», presentada como una barrera por tercera vez. «Me parece una buena razón. No sé qué otra cosa iba a… ¿Y por qué no mañana? Si tú…»

Luego no oyó nada más hasta el primer paso de Carol por la escalera y Therese adivinó que fuera quien fuese el que estuviera hablando con ella, le había colgado el teléfono. «Quién se atrevía», se preguntó Therese.

—¿Es mejor que me vaya? —preguntó Therese.

Carol la miró de la misma manera que cuando habían entrado en la casa.

—No, a menos que quieras irte. Si quieres, luego daremos un paseo en coche.

Sabía que Carol no quería dar otro paseo. Therese empezó a hacer la cama.

—Deja la cama. —Carol la estaba mirando desde el vestíbulo—. Simplemente cierra la puerta.

—¿Quién viene?

Carol se volvió y se dirigió a la habitación verde.

—Mi marido —dijo—. Hargess.

Entonces sonó dos veces el timbre de la puerta y al mismo tiempo se oyó golpear la aldaba.

—Vaya puntualidad —murmuró Carol—. Vamos abajo, Therese.

Therese se sintió súbitamente asustada, no del hombre, sino del disgusto de Carol ante su llegada.

Él estaba subiendo la escalera. Cuando vio a Therese, disminuyó el paso y una débil sorpresa invadió su rostro, luego miró a Carol.

—Harge, te presento a la señorita Belivet —dijo Carol—. El señor Aird.

—¿Cómo está usted? —dijo Therese.

Harge sólo miró un momento a Therese, pero sus nerviosos ojos azules la inspeccionaron de la cabeza a los pies. Era un hombre de constitución recia y cara rubicunda. Tenía una ceja más alta que la otra, enarcada en el centro en señal de alerta, como si una cicatriz se la hubiera deformado.

—¿Qué tal? —dijo, y luego se dirigió a Carol—. Siento molestarte. Sólo quería coger un par de cosas. —Pasó junto a ella y abrió una habitación que Therese no había visto—. Cosas para Rindy —añadió.

—¿Los cuadros de la pared? —preguntó Carol.

El hombre se mantuvo en silencio.

Carol y Therese bajaron la escalera. En la sala, Carol se sentó, pero Therese se quedó de pie.

—Toca algo más si quieres —dijo Carol.

Therese negó con la cabeza.

—Toca algo —le dijo Carol con firmeza.

Therese estaba asustada por la repentina y leve ira que había en sus ojos.

—No puedo —contestó, terca como una mula.

Y Carol se serenó e incluso sonrió.

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