Carol

Carol


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Oyeron los rápidos pasos de Harge atravesando el vestíbulo y luego parándose y bajando la escalera despacio. Therese vio aparecer su oscura y arropada figura y luego su rojiza cabeza rubia.

—No encuentro la caja de acuarelas. Pensaba que estaba en mi habitación —dijo en son de queja.

—Yo sé dónde está. —Carol se levantó y se dirigió hacia la escalera.

—Supongo que querrás que le lleve algo de tu parte por Navidad —dijo Harge.

—Gracias, ya se lo daré yo. —Carol subió la escalera.

«Acaban de divorciarse», pensó Therese, «o bien se están divorciando».

Harge miró a Therese, estuvo a punto de ofrecerle un cigarrillo de su paquete, pero al final no lo hizo. Tenía una expresión intensa, una curiosa mezcla de ansiedad y aburrimiento. La piel que le rodeaba la boca era firme y gruesa y parecía no tener labios. Encendió un cigarrillo.

—¿Es usted de Nueva York? —le preguntó.

Therese percibió el desdén y la descortesía de la pregunta como una bofetada en la cara.

—Sí, de Nueva York —contestó.

Él estaba a punto de hacerle otra pregunta cuando Carol bajó. Therese se había endurecido para resistir sola con él durante aquellos minutos. Ahora se estremeció y se relajó, y se dio cuenta de que él lo advertía.

—Gracias —dijo Harge, cogiendo la caja de manos de Carol. Se dirigió hacia su gabardina, que Therese había visto en el sofá, y la abrió, con los brazos extendidos como si luchara para tomar posesión de la casa—. Adiós —le dijo. Se puso la gabardina mientras se dirigía a la puerta—. ¿Amiga de Abby? —le preguntó a Carol en un murmullo.

—Amiga mía —contestó Carol.

—¿Cuándo vas a llevarle los regalos a Rindy?

—¿Y qué pasa si no le regalo nada, Harge?

—Carol. —Se detuvo en el porche y Therese le oyó vagamente decir algo sobre no hacer las cosas aún más desagradables. Luego escuchó—: Ahora me voy a ver a Cynthia. ¿Puedo pasar por aquí a la vuelta? Será antes de las ocho.

—¿Para qué, Harge? —dijo Carol cansinamente—. Sobre todo, si eres tan desagradable.

—Porque es algo que concierne a Rindy. —Luego su voz bajó y se hizo ininteligible.

Un instante después, Carol entró sola y cerró la puerta. Se apoyó contra la puerta con las manos en la espalda y entonces se oyó el coche alejándose. «Carol debe de haber aceptado verle esta noche», pensó Therese.

—Me voy —dijo Therese. Carol no dijo nada. Se hizo un incómodo silencio entre las dos y Therese se sintió aún peor—. Es mejor que me vaya, ¿verdad?

—Sí. Lo siento. Siento lo de Harge. No suele ser tan maleducado. Ha sido un error decirle que no estaba sola en casa.

—No importa.

Carol arrugó la frente y dijo con dificultad:

—¿Te importa si te acompaño al tren en vez de llevarte en coche hasta tu casa?

—No —contestó. No hubiera soportado que Carol la llevara en coche a su casa y que luego tuviera que volver sola en la oscuridad.

En el coche siguieron en silencio. En cuanto Carol se detuvo en la estación, Therese abrió la puerta.

—Hay un tren dentro de unos cuatro minutos —dijo Carol.

—¿Volveré a verte? —espetó bruscamente Therese.

Carol sólo sonrió, con cierto reproche, mientras la ventanilla se cerraba entre las dos.

Au revoir —le dijo.

¡Claro, claro que volvería a verla!, pensó Therese. ¡Qué absurda pregunta!

El coche se alejó rápidamente y desapareció en la oscuridad.

Therese empezó a desear que llegara el lunes para ir a los almacenes, porque tal vez Carol volviera el lunes. Pero no era probable. El martes era Nochebuena. Claro que podía llamar a Carol el martes, aunque sólo fuese para desearle feliz Navidad.

Pero ni un solo momento dejó de ver a Carol en su mente y le pareció que todo lo que veía lo veía a través de Carol. Las oscuras y lisas calles de Nueva York aquella tarde, la mañana siguiente de trabajo, la botella de leche que había dejado caer y se había roto en el fregadero, nada tenía importancia. Se echó en la cama y, con un papel y un lápiz, dibujó una línea. Y otra y otra, cuidadosamente. Nacía un mundo ante ella, como un bosque radiante con miles de hojas trémulas.

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