Carol

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El hombre miró el objeto, sosteniéndolo sin el menor cuidado entre el índice y el pulgar. Era calvo, excepto por las largas hebras de pelo negro que le crecían por encima de la frente, y se le pegaban sudorosas al cráneo desnudo. Tenía el labio inferior hacia fuera, con una expresión de desdén y rechazo que había aparecido en cuanto Therese se había acercado al mostrador y le había hablado.

—No —le dijo finalmente.

—¿No puede darme nada por él? —preguntó Therese.

El labio avanzó aún más.

—Quizá cincuenta centavos. —Y lo empujó otra vez hacia ella, sobre el mostrador.

Los dedos de Therese lo agarraron posesivamente.

—¿Y qué me dice de esto? —Del bolsillo de su abrigo sacó la cadena de plata con la medalla de san Cristóbal.

Otra vez, el índice y el pulgar expresaron claramente el desdén, volviendo la medalla como si fuera una porquería.

—Dos cincuenta.

Therese empezó a decir que por lo menos valía veinte dólares, pero se contuvo, eso lo hubiera dicho cualquiera.

—Gracias —dijo. Cogió la cadena y salió.

¿Quién sería toda aquella gente afortunada, se preguntó, que había conseguido vender sus viejas navajas, sus relojes de pulsera estropeados y sus cepillos de carpintero, que en ese momento se veían en el escaparate principal? No pudo resistir volverse a mirar a través del cristal y vio la cara del hombre bajo la hilera de cuchillos de caza. El hombre también la estaba mirando y le sonreía. Sintió que él entendía cada uno de sus movimientos y se apresuró por la acera.

Al cabo de diez minutos había vuelto. Empeñó la medalla de plata por dos dólares y cincuenta centavos.

Se dirigió hacia el oeste deprisa, atravesó la avenida Lexington, luego Park, y después bajó por Madison. Apretaba la cajita en el interior del bolsillo hasta tal punto que las aristas le cortaban la piel de los dedos. Se la había regalado la hermana Beatriz. Era de madera oscura con marquetería de madreperlas haciendo una cenefa cuadrada. Ignoraba cuánto dinero valía, pero hasta ese momento había estado segura de que era algo muy valioso. Ahora sabía que no era así. Entró en una tienda de objetos de piel.

—Me gustaría ver el bolso negro del escaparate, el de la correa y las hebillas doradas —le dijo a la dependienta.

Era el bolso que había visto el sábado por la mañana, cuando acudía a su cita con Carol para comer. Con sólo mirarlo se veía que tenía el mismo estilo que Carol. Había pensado que aunque Carol no acudiera a la cita de aquel día y nunca volviera a verla, ella tenía que comprar el bolso y mandárselo.

—Me lo llevo —dijo Therese.

—Son setenta y un dólares con dieciocho centavos, impuestos incluidos —dijo la dependienta—. ¿Quiere que se lo envuelva para regalo?

—Sí, por favor. —Therese contó seis crujientes billetes de diez dólares sobre el mostrador y luego el resto en monedas—. ¿Puedo dejarlo aquí hasta las seis y media de esta tarde?

Salió de la tienda con la factura en su cartera. No era cuestión de arriesgarse a llevar el bolso a los almacenes. Eran capaces de robárselo, aunque fuese Nochebuena. Therese sonrió. Era su último día de trabajo en la tienda. Y al cabo de cuatro días tendría el trabajo del Black Cat. Phil le iba a llevar una copia del guión el día después de Navidad.

Pasó junto a Brentano’s. El escaparate estaba lleno de cintas de raso, libros encuadernados en piel y cuadros de caballeros con armaduras. Therese se volvió y entró en la tienda, no a comprar sino a mirar si había allí algo más bonito que el bolso.

Una ilustración en uno de los mostradores atrajo su atención. Era de un joven caballero montado en un caballo blanco, cabalgando a través de un frondoso bosquecillo, seguido por una hilera de pajes, el último de los cuales llevaba un almohadón con un anillo de oro. Therese cogió el libro encuadernado en piel. El precio que ponía dentro era de veinticinco dólares. Si iba al banco y sacaba veinticinco dólares podría comprarlo. ¿Qué eran veinticinco dólares? No hubiera necesitado empeñar la medalla de plata. Sabía que la había empeñado sólo porque era un regalo de Richard, y ya no lo quería conservar. Cerró el libro y miró los cantos dorados de las hojas. ¿Pero a Carol le gustaría realmente un libro de poemas de amor medievales? No lo sabía. No podía recordar ni la más pequeña pista sobre los gustos literarios de Carol. Dejó el libro en su sitio rápidamente y salió.

Arriba, en la sección de muñecas, la señorita Santini iba andando por detrás del mostrador, con una gran caja, ofreciéndole dulces a todo el mundo.

—Coge un par —le dijo a Therese—. Los han enviado de la sección de confitería.

—Me encantaría —contestó. «Increíble», pensó mientras mordía un trozo de turrón, «el espíritu navideño ha llegado a la sección de confitería». Aquel día, en los almacenes reinaba una atmósfera extraña. En primer lugar, todo se hallaba insólitamente tranquilo. Estaba lleno de clientes, pero no parecían tener prisa, aunque fuese Nochebuena. Therese miró hacia los ascensores buscando a Carol. Si Carol no venía, y eso era lo más probable, Therese la llamaría a las seis y media para desearle feliz Navidad. Sabía su número de teléfono, lo había visto escrito en el teléfono de la casa.

—¡Señorita Belivet! —llamó la voz de la señora Hendrickson, y Therese se volvió sobresaltada. Pero la señora Hendrickson le hacía señas de que atendiera al mensajero de Telégrafos, que dejó un telegrama frente a ella.

Therese garabateó su firma y rasgó el papel para abrirlo. Decía: «TE ESPERO ABAJO A LAS 5. CAROL».

Therese lo arrugó en la mano. Lo apretó fuerte con el pulgar hacia la palma y observó al mensajero, que era un hombre mayor, alejándose hacia los ascensores. Andaba fatigosamente, con una manera de encorvarse que le hacía adelantar mucho las rodillas, y llevaba las polainas sueltas, colgando.

—Pareces contenta —le dijo la señora Zabriskie melancólicamente cuando pasó junto a ella.

—Lo estoy —sonrió Therese.

La señora Zabriskie tenía un bebé de dos meses, según le había contado a Therese, y su marido estaba en paro. Therese se preguntó si la señora Zabriskie y su marido estarían enamorados y si serían felices. Quizá lo fueran, pero no había nada en el inexpresivo rostro de la señora Zabriskie ni en su fatigoso andar que sugiriera felicidad. Quizá la señora Zabriskie hubiera sido alguna vez tan feliz como ella lo era en ese momento. Quizá su felicidad hubiera quedado atrás. Se acordó de haber leído —hasta Richard lo había dicho una vez— que el amor suele morir dos años después de la boda. Eso era cruel, una trampa. Intentó imaginarse el rostro de Carol, el olor de su perfume, convirtiéndose en algo sin sentido. Pero, en primer lugar, ¿podía ella decir que estaba enamorada de Carol? Había llegado a una pregunta que no sabía responder.

A las cinco menos cuarto, Therese fue a ver a la señora Hendrickson y le pidió permiso para salir media hora antes. Tal vez la señora Hendrickson pensara que el telegrama tenía algo que ver, pero el caso es que dejó ir a Therese sin dirigirle siquiera una mirada de reproche, y eso incrementó su sensación de que aquél era un día extraño.

Carol la estaba esperando en el mismo vestíbulo donde se encontraran la vez anterior.

—¡Hola! —dijo Therese—. Ya he acabado.

—¿Acabado de qué?

—De trabajar. Aquí —contestó. Pero Carol parecía deprimida y enseguida apagó su entusiasmo. De todos modos le dijo—: Me he puesto muy contenta al recibir el telegrama.

—No sabía si estarías libre. ¿Estás libre esta noche?

—Desde luego.

Y echaron a andar despacio, en medio de los empujones de la muchedumbre. Carol con sus delicados zapatos de ante que la hacían unos cinco centímetros más alta que Therese. Había empezado a nevar hacía una hora, pero ya estaba parando. La nieve era sólo una fina película bajo los pies, como una delgada lana blanca que cubriera la calzada y las aceras.

—Esta noche podríamos haber quedado con Abby, pero ella tiene cosas que hacer —dijo Carol—. De todas maneras, si quieres podemos dar un paseo en coche. Me alegro de verte. Eres un encanto por estar libre esta noche, ¿lo sabes?

—No —dijo Therese, aún feliz a pesar de sí misma, aunque el ánimo de Carol era inquietante. Adivinó que había pasado algo.

—¿Crees que habrá algún sitio cerca de aquí donde tomar un café?

—Sí, un poco más hacia el este.

Therese estaba pensando en una de las sandwicherías que había entre la Quinta Avenida y Madison, pero Carol eligió un pequeño bar con marquesina. Al principio, el camarero parecía reacio, aduciendo que era la hora de los cócteles, pero cuando Carol se dispuso a salir, él se alejó en busca del café. Therese estaba ansiosa por recoger el bolso. No quería hacerlo mientras Carol permaneciera con ella, aunque ya estuviera envuelto.

—¿Ha pasado algo? —preguntó.

—Algo demasiado largo de contar. —Carol le sonrió, pero su sonrisa era cansada y luego siguió en silencio, un silencio vacío como si viajaran por el espacio, muy lejos la una de la otra.

Probablemente, Carol había tenido que romper un compromiso que tenía, pensó Therese. Seguro que Carol tenía cosas que hacer en Nochebuena.

—Espero no estar estorbándote para algo que tuvieras que hacer —dijo Carol.

Therese sintió que se estaba poniendo cada vez más nerviosa.

—Tengo que recoger un paquete en la avenida Madison. No está lejos. Puedo ir ahora, si me esperas.

—De acuerdo.

Therese se levantó.

—En taxi tardaré tres minutos. Pero no me creo que me esperes. ¿Lo harás?

Carol sonrió y le cogió la mano. Casi al mismo tiempo, se la apretó y la soltó.

—Sí, te espero.

El tono monótono de la voz de Carol estaba aún en sus oídos cuando se sentó en el borde del asiento del taxi. Al volver, el tráfico iba tan lento que se bajó una manzana antes y recorrió el último tramo a pie.

Carol aún estaba allí y sólo se había tomado media taza de café.

—No me apetece el café —dijo Therese, porque Carol parecía dispuesta a marcharse.

—Tengo el coche en el centro. Cojamos un taxi.

Fueron a la zona de negocios, no lejos del Battery Park. El coche de Carol estaba en un aparcamiento subterráneo. Carol condujo hacia el oeste, hacia la autopista.

—Esto está mucho mejor. —Carol se quitó el abrigo mientras conducía—. Déjamelo ahí atrás, por favor.

Siguieron en silencio. Carol aceleró la marcha, cambiando de carril para adelantar, como si tuvieran un destino concreto. Therese intentaba encontrar algo que decir, cualquier cosa, cuando llegaron al puente George Washington. De pronto se le ocurrió que si Carol y su marido se estaban divorciando, Carol habría ido al centro a ver a un abogado. Aquel barrio estaba lleno de despachos de abogados. Y algo le había salido mal. ¿Por qué se divorciaban? ¿Tendría Harge un asunto con aquella mujer llamada Cynthia? Therese tenía frío. Carol había bajado la ventanilla de su lado y cada vez que el coche aceleraba la marcha, el viento entraba y la envolvía con sus brazos helados.

—Ahí vive Abby —dijo Carol, señalando al otro lado del río.

Therese no vio ninguna luz especial.

—¿Quién es Abby?

—¿Abby? Mi mejor amiga. —Carol la miró—. ¿No tienes frío con esta ventanilla abierta?

—No.

—Seguro que tienes frío. —Se detuvieron en un semáforo rojo y Carol subió la ventanilla. La miró como si la viera por primera vez, y bajó los ojos, que recorrieron a Therese desde la cara a las manos apoyadas en el regazo. Therese se sintió como un cachorro que Carol hubiera comprado en una perrera de la carretera y como si de pronto Carol acabara de recordar que la llevaba a su lado en el coche.

—¿Qué ha pasado, Carol? ¿Te estás divorciando?

—Sí —suspiró Carol—, me estoy divorciando. —Lo dijo con calma y luego puso el coche en marcha.

—¿Y él se queda con la niña?

—Sólo esta noche.

Therese iba a hacerle otra pregunta, cuando Carol dijo:

—Hablemos de otra cosa.

Pasó un coche con la radio encendida. Sonaban villancicos y dentro del coche todos cantaban.

Carol y ella siguieron en silencio. Pasaron Yonkers, y a Therese le pareció que en algún lugar de la carretera había perdido toda oportunidad de hablar con Carol. Carol insistió de pronto en que tenía que comer algo porque ya eran casi las ocho, así que se pararon en un pequeño restaurante que había a un lado de la carretera, un sitio donde vendían bocadillos de almejas rebozadas. Se sentaron junto a la barra y pidieron café y bocadillos, pero Carol no comió. Le hizo preguntas sobre Richard, no de la misma manera preocupada del domingo por la tarde, sino como para impedir que Therese la interrogara sobre sí misma. Eran preguntas personales, pero Therese contestó de manera mecánica e impersonal. La voz suave de Carol siguió insistiendo, mucho más baja que la voz del camarero, que hablaba con alguien tres metros más allá.

—¿Te acuestas con él? —le preguntó Carol.

—Me he acostado con él dos o tres veces. —Therese le contó cómo había sido la primera vez y las tres siguientes. No le avergonzaba hablar de ello. Nunca le había parecido un tema tan aburrido y sin importancia. Sintió que Carol podía imaginarse cada minuto de aquellas tardes. Sintió el objetivo de Carol, su mirada apreciativa, y pensó que Carol iba a decir que ella no parecía particularmente fría ni tampoco con una gran carencia afectiva. Pero Carol permanecía en silencio y Therese miró incómoda la lista de canciones de la máquina de discos que tenía enfrente. Recordó que alguien le había dicho una vez que tenía una boca sensual, pero no pudo recordar quién.

—A veces se tarda tiempo —dijo Carol—. ¿No crees que hay que darle a la gente otra oportunidad?

—¿Pero por qué? No es agradable, y tampoco estoy enamorada de él.

—¿Pero crees que podrías estarlo si eso funcionara?

—¿Es ésa la manera de enamorarse?

Carol levantó la mirada hacia la cabeza de ciervo que había en la pared, detrás de la barra.

—No —dijo sonriendo—. ¿Qué es lo que te gusta de Richard?

—Bueno, es… —se interrumpió. No estaba segura de que la palabra fuera sinceridad. Pensaba que no era sincero respecto a su ambición de dedicarse a la pintura—. Tiene una actitud mejor que la mayoría de los hombres. Me trata como a una persona y no sólo como a una chica con la que se puede propasar o no. Me gusta su familia, bueno, la idea de que tenga una familia.

—Pero hay mucha gente que tiene familia.

Therese volvió a intentarlo.

—Es flexible, cambia de opinión. No es como el resto de los hombres, a los que una podría etiquetar de médicos o de vendedores de seguros.

—Me parece que lo conoces mejor que yo a Harge después de meses de casados. Por lo menos, tú no vas a cometer el mismo error que yo. Casarme porque eso era lo que hacía la gente que yo conocía al cumplir los veinte años.

—¿O sea que no estabas enamorada?

—Sí, mucho. Y Harge también. Es el tipo de hombre que podría conquistarte en menos de una semana y metérsete en el bolsillo. ¿Te has enamorado alguna vez, Therese?

Esperó hasta que la palabra llegada de ninguna parte, falsa, culpable, movió sus labios:

—No.

—¿Pero te gustaría? —Carol sonreía.

—¿Harge sigue enamorado de ti?

Carol bajó la vista hacia su regazo, impaciente. Therese pensó que quizá la había herido su brusquedad, pero cuando habló, su voz seguía siendo la misma.

—No lo sé. En cierta manera, emocionalmente, es como siempre. Sólo que ahora puedo darme cuenta de cómo es en realidad. Me decía que yo era la primera mujer de la que se había enamorado. Supongo que es verdad, pero no creo que estuviera enamorado de mí en el sentido habitual de la palabra más que unos meses. Aunque también es verdad que nunca se ha interesado por nadie más. A lo mejor parecería más humano si no fuese así, yo podría entenderlo y perdonarlo.

—¿Le gusta Rindy?

—La adora. —Carol la miró sonriendo—. Si de alguien está enamorado, es de Rindy.

—¿Qué clase de nombre es ese?

—Nerinda. Se lo puso Harge. Él quería un hijo, pero creo que ahora está más contento con una niña. Yo quería una niña. Hubiera querido tener dos o tres hijos.

—¿Y Harge no quería?

—Yo no quise. —Volvió a mirar a Therese—. ¿Te parece la conversación más apropiada para la Nochebuena? —Carol buscó un cigarrillo y aceptó el Philip Morris que le ofrecía Therese.

—Me gusta saberlo todo de ti —dijo Therese.

—No quise tener más hijos porque nuestro matrimonio se estaba yendo a pique ya con Rindy. ¿Y tú quieres enamorarte? Pues te enamorarás pronto y, si es así, disfrútalo, porque luego es muy duro.

—¿Querer a alguien?

—Enamorarse. O incluso desear hacer el amor. Creo que el sexo fluye de manera mucho más ociosa en todos nosotros de lo que queremos creer, especialmente de lo que los hombres quieren creer. Las primeras aventuras no suelen ser más que una manera de satisfacer la curiosidad, y después de eso una intenta repetir las mismas cosas, tratando de encontrar ¿qué?

—¿Qué? —preguntó Therese.

—No sé si hay una palabra que lo defina. Un amigo, un compañero o quizá alguien con quien compartir algo. ¿De qué sirven las palabras? Quiero decir que la gente a veces intenta encontrar a través del sexo cosas que son más fáciles de encontrar de otras maneras.

Ella sabía que Carol tenía razón en lo que había dicho sobre la curiosidad.

—¿Qué otras maneras? —le preguntó.

Carol la miró.

—Creo que cada persona tiene que encontrar su propia manera. Me pregunto si aquí me servirían una copa.

Pero en el restaurante sólo servían cerveza y vino, así que se marcharon. Carol no se paró a comprar ninguna bebida mientras conducía hacia Nueva York. Le preguntó si quería irse a casa o ir un rato a la suya, y Therese dijo que prefería ir a casa de Carol. Recordó que los Kelly la habían invitado a ir a la celebración con vino y tarta de frutas que hacían esa noche, y ella había prometido ir, pero pensó que tampoco la echarían de menos.

—Vaya mierda de ratos que te hago pasar —dijo Carol súbitamente—. Primero el domingo y ahora esto. No soy la mejor compañía para esta noche. ¿Qué te gustaría hacer? ¿Te gustaría ir a un restaurante en Newark con luces navideñas y villancicos? No es un

night club y allí se puede cenar muy bien.

—A mí me da igual ir a cualquier sitio, por mí no lo hagas.

—Te has pasado todo el día en esos horribles almacenes y no hemos celebrado tu liberación.

—Yo sólo quiero estar aquí contigo —dijo Therese, y sonrió al darse cuenta del tono de aclaración que tenían sus palabras.

Carol sacudió la cabeza sin mirarla.

—Niña, niña, ¿adónde vas tan sola?

Un poco más adelante, en la autopista de Nueva Jersey, Carol dijo:

—Ya lo sé. —Giró hacia una explanada con grava y se detuvo—. Ven conmigo.

Estaban enfrente de un puesto iluminado y lleno de árboles de Navidad. Carol le dijo que escogiera un árbol que no fuese demasiado grande ni demasiado pequeño. Luego puso el árbol en la parte trasera del coche y Therese se sentó delante junto a Carol, con los brazos llenos de acebo y ramas de abeto. Therese hundió la cara entre las ramas y aspiró la intensidad verde oscuro de su olor, su aroma limpio que era como un bosque salvaje y como todos los adornos navideños: las bolas para el árbol, regalos, nieve artificial, villancicos, vacaciones. Había terminado al fin con los almacenes y estaba con Carol. Disfrutaba con el ronroneo del motor del coche y con las agujas de las ramas de abeto que podía tocar con los dedos. «Soy feliz, soy feliz», pensó Therese.

—Pongamos el árbol ahora mismo —dijo Carol en cuanto entraron en casa.

En la sala, Carol encendió la radio y preparó una copa para cada una. En la radio cantaban villancicos y las campanas tañían sonoras, como si estuvieran en el interior de una gran iglesia. Carol colocó una capa de algodón blanco para simular nieve alrededor del árbol y Therese lo roció de azúcar para que brillara. Recortó un estilizado ángel de una cinta dorada y lo pegó en la copa del árbol, luego plegó papel de seda y recortó una hilera de ángeles para desplegarlos sobre las ramas.

—Lo haces muy bien —le dijo Carol, contemplando el árbol desde la chimenea—. Es precioso. Lo tenemos todo menos regalos.

El regalo de Carol estaba en el sofá, junto al abrigo de Therese. Pero la tarjeta que había hecho para el regalo estaba en su casa y no quería dárselo sin ella. Therese miró el árbol.

—¿Qué más necesitamos?

—Nada. ¿Sabes qué hora es?

La radio había finalizado la emisión. Therese vio el reloj de la repisa. Era más de la una.

—Es Navidad —dijo.

—Será mejor que pases la noche aquí.

—De acuerdo.

—¿Qué tienes que hacer mañana?

—Nada.

Carol cogió su vaso de encima de la radio.

—¿No has quedado con Richard?

Había quedado con Richard a las doce del mediodía. Iba a pasar el día en su casa. Pero podía inventarse una excusa.

—No. Le dije que quizá nos veríamos, pero no era nada especial.

—Te puedo llevar en coche temprano.

—¿Tienes cosas que hacer mañana?

Carol apuró el vaso.

—Sí —dijo.

Therese empezó a recoger lo que había desordenado, los trozos de papel de seda y de cinta. Odiaba tener que recoger después de hacer cualquier cosa.

—Tu amigo Richard parece el típico hombre que necesita una mujer cerca por la que esforzarse, tanto si se casa con ella como si no —dijo Carol—. ¿No es verdad?

«Para qué hablar de Richard ahora», pensó Therese irritada. Pensó que a Carol tal vez le gustara Richard —y ella tenía la culpa—, unos celos remotos la aguijonearon, agudos como pinchos.

—En realidad, admiro más eso que los hombres que viven solos o que creen que viven solos y al final acaban cometiendo los errores más estúpidos con las mujeres.

Therese contempló el paquete de cigarrillos de Carol, que estaba sobre la mesita de té. No tenía absolutamente nada que decir sobre el tema. Percibía el rastro del perfume de Carol como un hilillo a través del fuerte olor a siemprevivas, y quería seguirlo, rodear a Carol con sus brazos.

—Eso no tiene nada que ver con que la gente se case, ¿verdad?

—¿El qué? —Therese miró a Carol y vio que sonreía ligeramente.

—Harge es el tipo de hombre que no deja que una mujer entre en su vida. Y, por otra parte, tu amigo Richard podría no casarse nunca. Pero al menos él siente el placer de pensar que quiere casarse. —Carol miró a Therese de la cabeza a los pies—. Con la chica equivocada —añadió—. ¿Bailas, Therese? ¿Te gusta bailar?

Carol parecía súbitamente fría y amarga y Therese se hubiera echado a llorar.

—No —dijo. «Nunca le tendría que haber hablado de Richard», pensó; pero lo hecho, hecho estaba.

—Estás cansada. Vamos a la cama.

Carol la llevó a la habitación donde había entrado Harge el domingo y abrió una de las dos camas gemelas. Debía de haber sido la habitación de Harge, pensó Therese. No había nada que hiciera pensar en la habitación de una niña. Pensó en las cosas de Rindy que Harge había sacado de aquella habitación, y se imaginó a Harge trasladándose del dormitorio que había compartido con Carol y luego dejándole a Rindy que llevara sus cosas a aquella habitación, guardándolas allí y alejándose los dos de Carol.

Carol puso un pijama en el borde de la cama.

—Buenas noches —dijo, ya en el umbral de la puerta—. Feliz Navidad. ¿Qué quieres que le regale?

—Nada. —Therese sonrió suavemente.

Aquella noche soñó con unos pájaros, pájaros rojo brillante como flamencos, deslizándose rápidamente por un bosque sombrío, describiendo ondulantes cenefas, arcos rojos que se curvaban como sus gritos. Luego abrió los ojos y oyó realmente un suave silbido que oscilaba, subía y bajaba con una nota extra al final, y por debajo, un piar de pájaros más débil. La ventana tenía un color gris intenso. El silbido empezó de nuevo, justo debajo de la ventana, y Therese se levantó de la cama. Había un gran coche descapotable en el camino y una mujer de pie en el asiento, silbando. Era como mirar en un sueño, una escena sin color y de contornos imprecisos.

Luego oyó el susurro de Carol, tan claro como si las tres estuvieran en la misma habitación.

—¿Te vas a la cama o te levantas?

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