Carol

Carol


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La mujer que estaba de pie en el asiento del coche contestó quedamente.

—Las dos cosas.

Therese oyó el temblor de la risa contenida en aquellas palabras e, instantáneamente, la mujer le gustó.

—¿Vamos a dar un paseo? —preguntó la mujer. Estaba mirando a la ventana de Carol con una gran sonrisa que Therese distinguió en aquel momento.

—¡Boba! —susurró Carol.

—¿Estás sola?

—No.

—¡Oooh!

—Bueno, ¿quieres entrar?

La mujer salió del coche.

Therese fue a la puerta de su habitación y la abrió. Carol salía al vestíbulo en aquel momento, atándose el cinturón de la bata.

—Perdona, te he despertado —le dijo—. Vuelve a la cama.

—No me importa. ¿Puedo bajar?

—¡Claro! —Carol sonrió de pronto—. Coge una bata del armario.

Therese encontró una bata, probablemente un batín de Harge, pensó, y bajó las escaleras.

—¿Quién ha montado el árbol de Navidad? —preguntaba la mujer.

Las dos estaban en la sala.

—Ella. —Carol se volvió a Therese—. Te presento a Abby. Abby Gerhard, Therese Belivet.

—Hola —dijo Abby.

—¿Cómo estás? —Therese se había imaginado que sería Abby. En ese momento Abby la miraba con la misma expresión divertida, radiante y de ojos saltones que Therese le había visto cuando estaba de pie en el coche.

—El árbol te ha quedado precioso —le dijo Abby.

—¿Por qué no dejamos de hablar en voz baja? —sugirió Carol.

—¿Tienes café, Carol? —preguntó Abby frotándose las manos y siguiendo a Carol a la cocina.

Therese se quedó de pie junto a la mesa de la cocina mirándolas, sintiéndose cómoda porque Abby no le prestaba especial atención, sino que se quitó el abrigo y empezó a ayudar a Carol con el café. Su cintura y sus caderas parecían perfectamente cilíndricas, sin delante ni detrás, bajo el vestido de punto color púrpura. Tenía las manos un poco desmañadas, se fijó Therese, y sus pies no tenían la gracia de los de Carol. Parecía mayor que Carol y, cuando se reía, las arqueadas cejas se enarcaban y le aparecían dos profundas arrugas en la frente. Carol y ella se estaban riendo mientras hacían café y zumos de naranja, hablando con frases a medias, de nada en particular o de nada que mereciera la pena escuchar.

Hasta que súbitamente Abby, colando el último vaso de zumo de naranja y secándose los dedos en el vestido con descuido, dijo:

—Bueno. ¿Cómo está el viejo Harge?

—Igual que siempre —dijo Carol. Estaba buscando algo en la nevera y, al mirarla, Therese se perdió lo que Abby dijo a continuación. O quizá era otra de aquellas frases a medias que sólo Carol podía entender. Pero Carol se enderezó y se echó a reír muy fuerte, cambiando totalmente la expresión de su rostro. Therese pensó con súbita envidia que ella no podía lograr que Carol se riese así, y en cambio Abby sí podía.

—Pienso decírselo —dijo Carol—. No me voy a aguantar.

Era algo sobre una insignia de boy scout para Harge.

—Y cuéntale de dónde ha salido la idea —dijo Abby mirando a Therese y sonriendo ampliamente, como si ella también pudiera compartir la broma—. ¿De dónde eres? —le preguntó a Therese mientras se sentaban a la mesa, al fondo de la cocina.

—Es de Nueva York —contestó Carol por ella. Therese pensó que Abby iba a contestar qué raro o alguna estupidez así, pero Abby no dijo nada. Sólo miró a Therese con una sonrisa expectante, como si esperara algo que le diera pie para la siguiente broma.

Después de tanto preparativo para el desayuno, sólo había zumo de naranja, café y unas tostadas sin mantequilla que nadie probó. Abby encendió un cigarrillo antes de empezar.

—¿Tienes edad suficiente para fumar? —le preguntó a Therese ofreciéndole una cajetilla roja que decía Craven A.

Carol dejó la cucharilla en la mesa.

—¿Abby, qué es esto? —le preguntó con un aire de embarazo que Therese nunca le había visto.

—Sí, quiero uno, gracias —dijo Therese cogiéndolo.

Abby apoyó los codos en la mesa.

—¿Qué es qué? —le preguntó a Carol.

—Sospecho que estás un poco trompa —dijo Carol.

—Y por eso llevo horas conduciendo. Salí de New Rochelle a las dos. Llegué a casa, encontré tu mensaje y aquí estoy.

Therese pensó que, probablemente, Abby tenía todo el tiempo del mundo y que durante el día hacía lo que le daba la gana.

—¿Y bien? —dijo Abby.

—Pues bien, he perdido el primer asalto —contestó Carol.

Abby aspiró el humo de su cigarrillo sin mostrar sorpresa.

—¿Y cuánto tiempo?

—Tres meses.

—¿A partir de…?

—A partir de ya. En realidad desde anoche. —Carol miró a Therese y luego volvió a mirar su taza de café. Therese adivinó que Carol no diría nada más delante de ella.

—Pero ese no es el arreglo definitivo, ¿no? —preguntó Abby.

—Me temo que sí —contestó Carol, como de pasada y con cierto tono de duda—. Es sólo un acuerdo verbal, pero se mantendrá. ¿Qué vas a hacer esta noche? Tarde.

—Tampoco pronto tengo nada que hacer. Hoy como a las dos.

—Llámame en algún momento.

—Claro.

Carol mantuvo la vista baja, puesta en el zumo de naranja que tenía en la mano, y Therese vio un rictus de tristeza en su boca. No era una tristeza impregnada de sabiduría, sino de derrota.

—Yo me iría de viaje —dijo Abby—. Vete a algún sitio. —Abby miró a Therese, con otra de sus miradas brillantes, inoportunas, amistosas, como si quisiera incluirla en algo imposible. De todas maneras, Therese se había puesto en guardia con la idea de que Carol pudiera hacer un viaje y alejarse de ella.

—No estoy de humor —dijo Carol. Pero Therese advirtió duda en su tono.

Abby se revolvió un poco en su asiento y miró a su alrededor.

—Este sitio es tan tétrico como una mina de carbón al amanecer. ¿A que sí?

Therese sonrió. «¿Una mina de carbón con el sol iluminando el alféizar de la ventana y con el arbusto de siemprevivas al fondo?», pensó.

Carol miró a Abby afectuosamente mientras encendía uno de los cigarrillos de su amiga. Qué bien debían de conocerse mutuamente, pensó Therese, tanto que nada de lo que dijera o hiciera cualquiera de ellas podía sorprender o ser malentendido por la otra.

—¿Qué tal la fiesta? —le preguntó Carol.

—Bah —dijo Abby indiferente—. ¿Conoces a Bob Haversham?

—No.

—Estaba en la fiesta de anoche. Yo le conocía de algún sitio de Nueva York. Fue muy divertido porque me contó que iba a empezar a trabajar con Rattner & Aird, en el departamento de inversiones.

—¿De verdad?

—No le conté que conocía a uno de los jefes.

—¿Qué hora es? —preguntó Carol al cabo de un momento.

Abby miró su reloj, un reloj pequeñito insertado en una pirámide de paredes de oro.

—Más o menos las siete y media. ¿Por qué?

—¿Quieres dormir más, Therese?

—No. Estoy bien.

—Te llevaré a tu casa cuando quieras —le dijo Carol.

Al final, fue Abby la que la acompañó en el coche hacia las diez, porque dijo que no tenía nada que hacer y que estaría encantada de llevarla.

Mientras iban por la autopista a toda velocidad, Therese pensó que a Abby también debía de gustarle el aire frío. ¿A quién se le ocurría ir sin capota en pleno diciembre?

—¿Dónde conociste a Carol? —le gritó Abby.

Therese tuvo la sensación de que podía contarle toda la verdad a Abby.

—¡En unos almacenes! —gritó a su vez.

—¡Ah! —dijo Abby conduciendo caprichosamente, haciendo patinar el coche en las curvas y acelerando donde no había que acelerar—. ¿Te gusta?

—¡Claro! —¡Vaya pregunta! Era como preguntarle si creía en Dios.

Cuando entraron en su calle, Therese le indicó cuál era su casa.

—¿Te importaría hacerme un favor? —le preguntó Therese—. ¿Podrías esperar un minuto? Quiero darte algo para Carol.

—Naturalmente —dijo Abby.

Therese subió la escalera, cogió la carta y la deslizó bajo la cinta del regalo de Carol. Se lo bajó a Abby.

—Vas a verla esta noche, ¿verdad?

Abby asintió despacio con la cabeza y Therese notó el fantasma de un desafío en los curiosos ojos negros de Abby. Ella iba a ver a Carol y Therese no. ¿Pero qué podía hacer para evitarlo?

—Ah, y gracias por traerme.

—¿Estás segura de que no quieres que te lleve a ningún otro sitio? —sonrió Abby.

—No, gracias —dijo Therese, también sonriendo. Sabía que a Abby le hubiera encantado llevarla bien lejos, incluso hasta Brooklyn Heights.

Therese subió los escalones del portal de su casa y abrió el buzón. Había dos o tres cartas, tarjetas de Navidad, y una era de Frankenberg. Cuando volvió a mirar hacia la calle, el enorme coche color crema había desaparecido. Como si todo hubiera sido imaginación suya, como uno de aquellos pájaros de sus sueños.

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