Carol

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—Y ahora piensa un deseo —dijo Richard.

Therese lo pensó. Pensó en Carol.

Richard tenía las manos apoyadas en los brazos de Therese. Estaban de pie, bajo algo que parecía una luna en cuarto creciente y llena de adornos, o un trozo de estrella de mar, y que colgaba del techo de la entrada. Era horrorosa, pero la familia Semco le atribuía unos poderes casi mágicos y la colgaban allí en ocasiones especiales. El abuelo de Richard la había traído de Rusia.

—¿Qué has pedido? —Le sonreía de manera posesiva. Aquélla era su casa y él acababa de besarla, aunque la puerta que daba al salón estaba abierta y el salón lleno de gente.

—No se puede decir —dijo Therese.

—En Rusia, sí.

—Pero no estamos en Rusia.

De repente, la radio subió de volumen. Unas voces entonaban un villancico. Therese se bebió el resto de ponche rosado que le quedaba en el vaso.

—Me gustaría subir a tu habitación —le dijo.

Richard la cogió de la mano y empezaron a subir la escalera.

—¡Richard!

Su tía, que fumaba en boquilla, le llamó desde la puerta del salón.

Richard dijo algo que Therese no entendió y le hizo una seña a su tía con la mano. Aun en el primer piso, la casa temblaba con el loco baile de abajo, un baile que no seguía en absoluto el ritmo de la música. Therese oyó caer otro vaso y se imaginó el rosado y espumoso ponche esparciéndose por el suelo. Richard le dijo que aquello era muy moderado comparado con las auténticas Navidades rusas que celebraban durante la primera semana de enero. Le sonrió mientras cerraba la puerta de su habitación.

—Me gusta mucho el jersey —dijo.

—Me alegro. —Therese se recogió la falda y se sentó en el borde de la cama de él. El grueso jersey noruego que le había regalado a Richard estaba detrás de ella, junto al envoltorio de papel de seda. Richard le había regalado una falda de una tienda hindú, una falda larga y bordada, con bandas verdes y doradas. Era preciosa, pero Therese no sabía cuándo iba a poder ponérsela.

—¿Te apetece un trago de verdad? Lo que beben abajo es repugnante. —Richard sacó una botella de whisky de la parte de abajo del armario.

—No, gracias —dijo Therese negando con la cabeza.

—Te sentaría bien.

Volvió a negar con la cabeza. Miró el cuarto de techos altos, casi cuadrado, el papel de la pared estampado con descoloridas rosas, y las dos tranquilas ventanas, cubiertas con unas cortinas de muselina blanca que amarilleaban un poco. Desde la puerta, había dos pálidos rastros sobre la alfombra verde, uno hacia el escritorio y otro hacia la mesa de la esquina. El bote con los pinceles y la carpeta que había en el suelo, junto a la mesa, eran los dos únicos signos de que Richard pintaba. Como en su mente, la pintura sólo ocupaba un rincón, pensó Therese, y se preguntó cuánto tiempo seguiría adelante con ello hasta que se cansara y lo abandonara por otra cosa. Y se preguntó, como muchas otras veces, si a Richard le gustaba ella sólo porque mostraba más simpatía hacia sus ambiciones que nadie que hubiese conocido hasta entonces, y porque sentía que sus críticas le servían de ayuda. Therese se levantó inquieta y fue hacia la ventana. Le encantaba la habitación —porque siempre estaba igual y en el mismo sitio—, aunque aquel día sentía el impulso de salir corriendo. Ella era una persona distinta de la que había estado allí mismo hacía tres semanas. Aquella mañana se había despertado en casa de Carol. Carol era como un secreto que la invadía e invadía también su casa, como una luz invisible para todo el mundo excepto para ella.

—Hoy estás distinta —dijo Richard tan bruscamente que Therese se estremeció sintiendo el peligro.

—Quizá sea el vestido —dijo ella.

Llevaba un vestido de tafetán azul que tenía Dios sabe cuántos años. No se lo había puesto desde sus primeros meses en Nueva York. Volvió a sentarse en la cama y miró a Richard, que estaba en medio de la habitación con el vaso de whisky en la mano, con los ojos azul claro recorriéndola de arriba abajo, hasta sus zapatos azules de tacón alto y luego otra vez hasta su rostro.

—Terry. —Richard le cogió las manos de encima de la cama. Sus suaves y finos labios bajaron hasta ellas firmemente, con la lengua asomando entre ellos y el aroma de whisky—. Terry, eres un ángel —dijo la profunda voz de Richard, y ella se imaginó a Carol diciéndole aquellas mismas palabras.

Le observó recoger el vasito del suelo y guardarlo en el armario junto a la botella. De pronto se sintió infinitamente superior a él y a toda la gente que había abajo. Era más feliz que cualquiera de ellos. La felicidad era un poco como volar, pensó, como ser una cometa. Dependía de cuánta cuerda se le soltara…

—¿Es bonita? —preguntó Richard.

—¡Es una maravilla! —Therese se sentó.

—La acabé anoche. Pensé que si hacía buen día podíamos ir al parque y hacerla volar. —Richard se reía como un niño, orgulloso de su trabajo manual—. Mírala por detrás.

Era una cometa rusa, rectangular y abombada como un escudo, con su delgado marco cortado y atado en las esquinas. En la parte frontal, Richard había pintado una catedral con cúpulas en espiral sobre un cielo rojizo.

—Vamos a hacerla volar ahora —dijo Therese.

Llevaron la cometa abajo. Todo el mundo les vio y salieron al recibidor, tíos, tías y primos, hasta que el lugar se llenó de estrépito y Richard tuvo que sostener la cometa en el aire para protegerla. A Therese le irritaba el ruido, pero a Richard le encantaba.

—¡Quédate a tomar el champán, Richard! —exclamó una de sus tías, que tenía un abdomen colgante como un segundo trasero bajo su vestido de satén.

—No puedo —dijo Richard, y añadió algo en ruso. Therese tuvo la misma sensación que otras muchas veces tenía al ver a Richard con su familia, la sensación de que debía de haber un error, que Richard debía de ser un niño huérfano, abandonado en la puerta y educado como si hubiera sido realmente de la familia. Pero su hermano Stephen estaba de pie en el umbral, con los mismos ojos azules de Richard, aunque Stephen era más alto y delgado todavía.

—¿Qué azotea? —preguntó la madre de Richard con voz chillona—. ¿En esta casa?

Alguien había preguntado si iban a hacer volar la cometa en la azotea, y como la casa no tenía azotea, la madre de Richard se echó a reír a carcajadas. El perro empezó a ladrar.

—¡Te voy a hacer el vestido! —le dijo la madre de Richard a Therese, moviendo el dedo en señal de advertencia—. Ahora ya tengo tus medidas.

La habían medido con una cinta en el salón, en medio de todas aquellas canciones y aquella recepción, y dos de los hombres habían intentado ayudar. La señora Semco le rodeó la cintura con el brazo y, de pronto, Therese la abrazó y la besó firmemente en la mejilla. Sus labios se apretaron contra la empolvada mejilla y en aquel instante le transmitió, a través del beso y del convulsivo apretón de su brazo, el afecto que realmente sentía hacia ella y que Therese volvería a ocultar como si no existiera, al cabo de un instante, cuando se soltaran.

Luego Richard y ella se quedaron solos y libres y echaron a andar por la acera de enfrente. No hubiera sido muy distinto si hubieran estado casados, pensó Therese, y hubieran visitado a la familia el día de Navidad. Richard haría volar sus cometas incluso cuando fuese viejo, como su abuelo, que según le había contado Richard había hecho volar cometas en Prospect Park hasta el año en que murió.

Cogieron el metro hacia el parque y anduvieron por la colina sin árboles, un lugar que habían visitado montones de veces. Therese miró a su alrededor. Había algunos chicos jugando a rugby en el prado bordeado de árboles, pero, por lo demás, el parque estaba quieto y silencioso. No hacía mucho viento, no hacía bastante viento, dijo Richard, y el cielo era de un blanco opaco, como si fuese a nevar.

Richard se quejó, volvía a fallar. Estaba intentando levantar la cometa corriendo.

Therese, sentada en la hierba con las manos abrazándose las rodillas, le observó levantar la cabeza y mirar en todas direcciones como si hubiera perdido algo en el aire.

—¡Ahí está! —Ella se levantó señalando.

—Sí, pero no se mantiene.

Richard corrió con la cometa, aflojó su larga cuerda y luego dio un brusco tirón, como si algo la hubiera levantado. La cometa describió un gran arco y luego empezó a subir en otra dirección.

—¡Ha encontrado su propio viento! —exclamó Therese.

—Sí, pero va despacio.

—¡Vaya ventolera más triste! ¿Puedo sujetar la cometa?

—Espera, que la haré subir más.

Richard la agitó con largas oscilaciones de sus brazos, pero la cometa siguió en el mismo sitio, en aquel aire frío e indolente. Las doradas cúpulas de la catedral ondeaban de un lado a otro, como si toda la cometa sacudiera su cabeza diciendo que no, y la larga y flexible cola la seguía alocada, repitiendo la misma negación.

—Es lo máximo que podemos conseguir —dijo Richard—. No puedo darle más cordel.

Therese no apartaba los ojos de la cometa, que de pronto se puso firme y se detuvo, como un cuadro de la catedral colgado en el cielo blanco opaco. Probablemente, a Carol no le gustarían las cometas, pensó Therese. No la divertirían. Miraría una cometa y diría que era una estupidez.

—¿Quieres cogerla?

Richard le puso el grueso cordel en las manos y ella se levantó. Pensó que Richard había estado trabajando en la cometa la noche anterior, mientras ella estaba con Carol, por eso no la había llamado y no se había enterado de que no estaba en casa. Si la hubiera llamado, lo habría mencionado. Pronto tendría que mentirle por primera vez.

Súbitamente, la cometa desclavó su anclaje en el cielo y tiró fuertemente para alejarse. Therese dejó que el carrete girara rápidamente en sus manos, tanto como se atrevía a hacer bajo la mirada de Richard, porque la cometa todavía estaba baja. Y otra vez se detuvo, firmemente inmóvil.

—¡Tira! —exclamó Richard—. Sigue subiéndola.

Ella le obedeció. Era como jugar con una larga cinta elástica. Pero la cuerda ya era tan larga y estaba tan floja que lo único que podía hacer era agitar la cometa. Tiró y tiró. Richard se acercó y la cogió, y Therese dejó caer los brazos. Su respiración se hizo más rápida y en sus brazos temblaban pequeños músculos. Se sentó en la hierba. No le había ganado a la cometa. No había conseguido que hiciera lo que ella quería.

—Quizá el cordel pesa demasiado —dijo. Era un cordel nuevo, suave, blanco y grueso como un gusano.

—El cordel es muy ligero. Mira ahora. ¡Ahora sí que funciona!

Estaba subiendo con movimientos cortos hacia adelante, como si de pronto hubiera adquirido voluntad propia y tuviera ganas de escapar.

—¡Dale más cordel! —exclamó ella.

Se levantó. Un pájaro volaba bajo la cometa. Ella miró al rectángulo que se empequeñecía más y más, tirando hacia atrás como la abombada vela de un barco que retrocediera. Sintió que la cometa significaba algo, aquella cometa, en aquel preciso momento.

—¡Richard!

—¿Qué?

Le veía con el rabillo del ojo, agachado, con los brazos extendidos frente a él, como si estuviera en una tabla de surf.

—¿Cuántas veces te has enamorado? —le preguntó.

—Nunca, hasta que te conocí a ti —dijo Richard con una carcajada corta y ronca.

—No es verdad. Tú me hablaste de dos veces.

—Si cuento ésas, tendría que contar otras doce —dijo Richard rápidamente, con aire preocupado.

La cometa empezaba a bajar describiendo arcos.

—¿Alguna vez te has enamorado de otro chico? —preguntó Therese, sin cambiar el tono de su voz.

—¿Un chico? —repitió Richard sorprendido.

—Sí.

Quizá pasaron cinco segundos antes de que contestara, en tono categórico:

—No.

Al menos le había costado contestar, pensó Therese. Tuvo el impulso de preguntarle «¿Qué harías si te pasara?», pero tampoco iba a servirle de mucho. Mantuvo los ojos puestos en la cometa. Los dos miraban la misma cometa, pero qué diferentes eran sus pensamientos.

—¿Alguna vez has oído hablar de eso? —le preguntó.

—¿Hablar de eso? ¿Te refieres a gente de ésa? Sí, claro. —Richard estaba erguido en ese momento, y enrollaba el cordel haciendo describir ochos al palo.

Therese habló con cuidado, porque él la escuchaba:

—No me refiero a gente de ésa. Quiero decir gente que de pronto se enamoran unos de otros, de la noche a la mañana. Por ejemplo, dos hombres, o dos chicas.

—¿Si conozco alguno? —La cara de Richard tenía la misma expresión que si estuvieran hablando de política—. No.

Therese esperó hasta que él volvió a concentrarse en la cometa, intentando hacer que se elevara. Entonces comentó:

—Pero supongo que puede pasarle a cualquiera, ¿no?

—Pero esas cosas no pasan así. Siempre hay alguna razón para eso en el pasado —continuó él, ondeando la cometa.

—Sí —dijo ella complaciente. Empezó a adentrarse mentalmente en el pasado. Lo más parecido que podía recordar a estar «enamorada» era lo que había sentido por un chico al que había visto unas pocas veces en la ciudad de Montclair, cuando iba en el autobús del colegio. Tenía el pelo negro y rizado y una expresión seria, era guapo y tendría unos doce años, más de los que ella tenía entonces. Recordó un corto periodo en el que cada día pensaba en él. Pero aquello no era nada, nada comparado con lo que sentía por Carol. ¿Era amor o no era amor lo que sentía por Carol? Y qué absurdo era que ella misma no lo supiese. Había oído hablar de chicas que se enamoraban las unas de las otras y sabía qué tipo de gente eran y el aspecto que tenían. Ni Carol ni ella eran así. Pero sus sentimientos hacia Carol coincidían con todas las descripciones—. ¿Tú crees que a mí me podría pasar? —preguntó Therese simplemente, sin pensar si se atrevía a preguntarlo.

—¿Qué? —Richard sonrió—. ¿Enamorarte de una chica? ¡Claro que no! ¡Por Dios! No te habrá pasado, ¿verdad?

—No —dijo Therese en un tono extraño, poco seguro, pero Richard no pareció advertir el tono.

—Ya va otra vez. ¡Mira, Terry!

La cometa se bamboleaba directa hacia arriba, cada vez más deprisa, y el palo giraba en las manos de Richard. De todos modos, pensó Therese, era más feliz que nunca. ¿Por qué preocuparse por definirlo todo?

—¡Eh! —Richard echó a correr detrás del palo, que saltaba alocadamente por el suelo, como si también intentara dejar atrás la tierra—. ¿Quieres sujetarla? —le preguntó, agarrándolo—. ¡Prácticamente te hace volar!

Therese cogió el palo. No quedaba mucho cordel y ahora la cometa se veía muy bien. Cuando dejó que sus brazos se levantaran sintió como si todo su cuerpo fuera izado levemente, con fuerza y de una manera deliciosa, como si la cometa pudiera llevarla realmente arriba si hacía acopio de todas sus fuerzas.

—¡Déjala ir! —exclamó Richard, ondeando las manos. Tenía la boca abierta y dos manchas rojas en la mejilla—. ¡Suéltala!

—¡No hay más cordel!

—¡Voy a cortarlo!

Therese no podía creer lo que había oído, pero miró a Richard y le vio buscando su navaja en el abrigo.

—¡No lo hagas! —le dijo.

Richard se acercó corriendo y riéndose.

—¡No lo hagas! —le dijo ella enfadada—. ¿Estás loco? —Tenía las manos cansadas, pero se agarró al palo lo más fuerte que pudo.

—¡Déjame cortarlo! ¡Es más divertido! —Y Richard chocó contra ella bruscamente, porque iba mirando al cielo.

Therese tiró del palo hacia un lado, poniéndolo fuera de su alcance, muda por la sorpresa y la irritación. Tuvo un instante de miedo en el que pensó que Richard había perdido realmente la cabeza, y luego se tambaleó hacia atrás, ya sin el cordel, con el palo vacío en la mano.

—¡Estás loco! —le gritó—. ¡Estás enfermo!

—¡Es sólo una cometa! —se rió Richard, estirando el cuello hacia el vacío.

Therese buscó en vano, buscó incluso el cordel que colgara.

—¿Pero por qué lo has hecho? —Su voz se hizo más aguda por las lágrimas contenidas—. ¡Era una cometa tan bonita!

—¡Era sólo una cometa! —repitió Richard—. ¡Puedo hacer otra!

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