Carol

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Therese empezó a vestirse y luego cambió de opinión. Todavía estaba en bata, leyendo el guión de

Llovizna que Phil le había llevado hacía un rato y que en ese momento se encontraba extendido en el sofá. Carol le había dicho que estaba en la esquina de la Cuarenta y cinco y Madison. Llegaría allí en diez minutos. Miró la habitación, se miró la cara en el espejo y decidió dejarlo todo así.

Cogió unos ceniceros, los llevó al fregadero y los lavó, y colocó el guión ordenadamente en su mesa de trabajo. Se preguntó si Carol llevaría consigo su bolso nuevo. Carol la había llamado la noche anterior desde algún sitio de Nueva Jersey donde estaba con Abby, le había dicho que el bolso le parecía precioso, pero que era un regalo excesivo. Therese sonrió, recordando la sugerencia de Carol de devolverlo. Por lo menos, a Carol le había gustado.

Sonaron tres rápidos timbrazos en la puerta.

Therese miró escalera abajo y vio a Carol, que llevaba algo en la mano. Bajó.

—Está vacía. Es para ti —dijo Carol sonriendo.

Era una maleta, envuelta en papel. Carol la soltó y dejó que Therese la llevara. Esta la puso sobre el sofá de su habitación y rompió cuidadosamente el papel marrón. La maleta era de cuero marrón claro, totalmente lisa.

—¡Es fantástica! —dijo Therese.

—¿Te gusta? Ni siquiera sabía si necesitabas una maleta.

—Claro que me gusta —contestó. Era la maleta perfecta para ella, exactamente como le gustaba. Sus iniciales estaban grabadas en oro, en pequeño, T. M. B. Recordó que Carol le había preguntado su nombre completo el día de Nochebuena.

—Ábrela con la combinación y mira a ver si te gusta por dentro.

—También me gusta el olor —dijo Therese mientras la abría.

—¿Tienes algo que hacer? Si estás ocupada me voy.

—No. Siéntate. No estaba haciendo nada especial, sólo leía el guión de una obra.

—¿Qué obra?

—Una obra para la que tengo que hacer los decorados —dijo, y de pronto se dio cuenta de que nunca le había mencionado a Carol que diseñaba decorados.

—¿Decorados para una obra?

—Sí. Soy escenógrafa. —Cogió el abrigo de Carol.

Carol sonrió atónita.

—¿Por qué demonios no me lo habías dicho? —le preguntó con calma—. ¿Cuántos otros conejitos te vas a sacar del sombrero?

—Es mi primer trabajo de verdad. Y no es una obra de Broadway. La representan en el Village. Es una comedia. Todavía no estoy sindicada. Para eso tengo que esperar a trabajar en una obra de Broadway.

Carol le preguntó sobre el sindicato, la condición de miembro júnior y de miembro sénior, que costaban mil quinientos y dos mil dólares respectivamente. Le preguntó si había ahorrado ya todo aquel dinero.

—No, sólo unos cientos. Pero si consigo trabajo, me dejarán pagar a plazos.

Carol estaba sentada en la silla donde solía sentarse Richard, mirándola, y Therese advirtió en la expresión de Carol que había subido mucho en su estimación, y que Carol no entendía por qué no le había contado antes que era escenógrafa y que ya tenía trabajo.

—Bueno —dijo Carol—, si a partir de esta obra, sale otro trabajo de Broadway, ¿aceptarías que yo te prestara el resto del dinero? Considéralo un préstamo de negocios.

—Gracias, pero…

—Me gustaría hacerlo por ti. A tu edad no es justo que tengas que pagar dos mil dólares.

—Gracias. Pero no estaré preparada para ese trabajo hasta que pasen un par de años más.

Carol levantó la cabeza y echó el humo en una delgada columna.

—Ellos no se ocupan de los aprendizajes, ¿verdad?

—No —sonrió Therese—. Claro que no. ¿Te gustaría beber algo? He comprado una botella de whisky de centeno.

—Qué amable, me encantaría, Therese. —Carol se levantó y miró las estanterías de su pequeña cocina mientras Therese preparaba dos whiskies—. ¿Eres una buena cocinera?

—Sí. Soy mejor cuando tengo alguien a comer. Hago unas tortillas muy buenas. ¿Te gustan las tortillas?

—No —dijo Carol rotundamente, y Therese se echó a reír—. ¿Por qué no me enseñas trabajos tuyos?

Therese bajó una carpeta del armario. Carol se sentó en el sofá y empezó a mirarlo todo con gran atención, pero, por sus comentarios y sus preguntas, Therese pensó que todo le parecía demasiado extravagante como para poder utilizarlo, y quizá tampoco muy bueno. Lo que más le gustó a Carol fue el decorado de

Petrushka que pendía de la pared.

—Es lo mismo —dijo Therese—. Lo mismo que los dibujos, sólo que recortado como una maqueta.

—Bueno, quizá son tus dibujos. Son muy reales. Es lo que me gusta de ellos. —Carol cogió su vaso del suelo y se recostó otra vez en el sofá—. No sé si he cometido un error contigo, ¿verdad?

—¿Un error con qué?

—Contigo.

Therese no entendía qué le estaba diciendo. Carol sonreía a través del humo de su cigarrillo y eso la desconcertó.

—¿Tú crees que te has equivocado?

—No —dijo Carol—. ¿Cuánto pagas por un apartamento como éste?

—Cincuenta al mes.

—Entonces no te queda gran cosa de tu sueldo, ¿no? —dijo Carol chasqueando la lengua.

—No —dijo Therese, inclinándose sobre la carpeta y atándola—. Pero pronto ganaré más. Y tampoco me quedaré siempre a vivir aquí.

—Claro que no. Viajarás, igual que lo haces en tu imaginación. Verás una casa en Italia y te enamorarás de ella. O quizá te guste Francia. O California. O Arizona.

La chica sonrió. Probablemente tampoco tendría el dinero para comprarlas cuando eso ocurriera.

—¿La gente siempre se enamora de cosas que no puede comprar?

—Siempre —dijo Carol sonriendo también. Se pasó la mano por el pelo—. Creo que al final sí que me iré de viaje.

—¿Cuánto tiempo?

—Un mes o así.

—¿Cuándo te irás? —preguntó Therese, guardando la carpeta en el armario.

—Enseguida. Supongo que en cuanto lo arregle todo, y tampoco hay mucho que arreglar.

Therese se dio la vuelta. Carol estaba apagando el resto del cigarrillo en el cenicero. Para ella no significaba nada que no pudieran verse en un mes, pensó Therese.

—¿Por qué no te vas con Abby a algún sitio?

Carol la miró y luego miró al techo.

—En primer lugar, porque no creo que ella pueda.

Therese se la quedó mirando. Al mencionar a Abby había tocado alguna tecla. Pero al cabo de un momento la cara de Carol era otra vez inexpresiva.

—Eres muy simpática dejándome verte tan a menudo —dijo Carol—. No me apetece ver a la gente de siempre. Y la verdad es que tampoco puedo. Parece que todo hay que hacerlo en pareja.

Therese pensó que Carol era muy frágil, tan distinta del primer día que fueron a comer… Carol se levantó como si le hubiera leído el pensamiento, y cuando pasó junto a ella, tan cerca que sus brazos casi se rozaron, Therese percibió un alarde de orgullo en su cabeza erguida y en su sonrisa.

—¿Por qué no hacemos algo esta noche? —le preguntó Therese—. Si quieres, quédate aquí. Yo terminaré de leer la obra. Podemos pasar la velada juntas.

Carol no contestó. Estaba mirando las macetas que había en la estantería.

—¿Qué plantas son éstas?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

Eran todas distintas, un cactus de hojas gruesas que apenas había crecido desde que lo comprara hacía un año, una especie de palmera en miniatura, y una planta fláccida y verde rojizo que estaba atada a un palo.

—Son plantas.

Carol se volvió hacia ella sonriendo.

—Son plantas —repitió.

—¿Qué te parece lo de esta noche?

—Muy bien. Pero no me quedaré. Sólo son las tres. Te llamaré a eso de las seis. —Carol guardó el encendedor en su bolso. No era el bolso que le había regalado Therese—. Esta tarde me apetece ir a ver muebles.

—¿Muebles? ¿Tiendas de muebles?

—En tiendas o en el Parke-Bernet. Ver muebles me sienta muy bien.

Carol cogió el abrigo del armario y, una vez más, Therese observó la larga línea que iba desde sus hombros hasta el ancho cinturón de cuero, y que luego continuaba por sus piernas. Era muy hermosa, como un acorde musical o un ballet. Era muy hermosa y Therese se preguntó por qué ahora sus días estaban tan vacíos. Ella había nacido para vivir rodeada de gente que la quisiera, para pasear por una casa hermosa, por hermosas ciudades, por playas de horizonte ilimitado y cielo azul que sirvieran de telón de fondo a su presencia.

—Adiós —dijo Carol, y con el mismo movimiento con que se ponía el abrigo, le puso la mano en la cintura a Therese. Fue sólo un instante pero a Therese le resultó demasiado desconcertante sentir el brazo de Carol a su alrededor como para soltarse o iniciar algún gesto, antes de que en sus oídos sonara el timbre, como el gemido de una plancha de latón. Carol sonrió—. ¿Quién es?

Therese notó que la uña del pulgar de Carol se le clavaba en la cintura justo antes de soltarla.

—Supongo que será Richard.

Sólo podía ser Richard. Conocía su modo de llamar, con timbrazos largos.

—Muy bien. Me encantará conocerle.

Therese apretó el botón y luego oyó los firmes y saltarines pasos de Richard subiendo la escalera. Abrió la puerta.

—Hola —dijo Richard—. He decidido…

—Richard, te presento a la señora Aird —dijo Therese—. Richard Semco.

—¿Cómo estás? —dijo Carol.

Richard asintió con una leve inclinación.

—¿Qué tal está? —dijo, con sus ojos azules muy abiertos.

Se miraron el uno al otro. Richard con una caja cuadrada en la mano como si fuera a ofrecérsela, y Carol de pie con otro cigarrillo en la mano, sin irse ni quedarse del todo.

—Estaba muy cerca y se me ha ocurrido subir —dijo, y detrás de su explicación Therese percibió la expresión inconsciente de un derecho, igual que detrás de su mirada inquisitiva había percibido un espontáneo recelo hacia Carol—. Tenía que llevarle un regalo a un amigo de mamá. Esto es un

lebkuchen. —Señaló la caja y sonrió, desarmado—. ¿Alguien quiere un poco?

Carol y Therese dijeron que no. Carol observó a Richard mientras él abría la caja con su navaja. «Le gusta su sonrisa», pensó Therese. «Le gusta él, el joven larguirucho con el pelo rubio y despeinado, los anchos y delgados hombros y los enormes y graciosos pies enfundados en mocasines».

—Siéntate, por favor —le dijo Therese a Carol.

—No, ya me voy —contestó ella.

—Terry, te daré la mitad y luego yo también me iré —dijo él.

Therese miró a Carol. Carol sonrió al ver su nerviosismo, y se sentó en una esquina del sofá.

—De todas maneras espero no interrumpiros —dijo Richard, poniendo el trozo de tana con su papel en un estante de la cocina.

—No nos has interrumpido. Tú eres pintor, ¿verdad Richard?

—Sí. —Se llevó a la boca unos trocitos de frutas confitadas y miró a Carol, sin perder su aplomo porque por nada lo perdía, pensó Therese, con la mirada franca porque nada tenía que ocultar—. ¿Tú también pintas?

—No —dijo Carol con otra sonrisa—. Yo no hago nada.

—Eso es lo más difícil de todo.

—¿De verdad? ¿Y eres buen pintor?

—Lo seré. Puedo serlo —dijo Richard impertérrito—. ¿Tienes una cerveza, Terry? Tengo una sed horrible.

Therese fue a la nevera y sacó dos botellas. Richard le preguntó a Carol si quería, pero Carol dijo que no. Luego Richard avanzó más allá del sofá mirando la maleta y su envoltorio y Therese pensó que iba a decir algo sobre ello, pero no lo hizo.

—Pensaba que podíamos ir al cine esta noche, Terry. Me gustaría ver esa que ponen en el Victoria. ¿Te apetece?

—Esta noche no puedo. He quedado con la señora Aird.

—¡Ah! —Richard miró a Carol.

Carol dejó el cigarrillo y se levantó.

—Tengo que irme —le sonrió a Therese—. Te llamaré hacia las seis. Si cambias de opinión no importa. Adiós, Richard.

—Adiós —dijo Richard.

Carol le guiñó un ojo mientras bajaba la escalera.

—Sé buena chica —le dijo.

—¿De dónde ha salido esta maleta? —le preguntó Richard cuando volvió a entrar en la habitación.

—Es un regalo.

—¿Qué pasa, Terry?

—Nada.

—¿He interrumpido algo importante? ¿Quién era?

Therese cogió el vaso vacío de Carol. Estaba levemente manchado de carmín.

—Es una mujer que conocí en los almacenes.

—¿Te ha regalado ella la maleta?

—Sí.

—Vaya regalo. ¿Tan rica es?

—¿Rica? —Therese le miró. La aversión de Richard hacia los ricos y los burgueses era automática—. ¿Rica? ¿Lo dices por el abrigo de visón? No lo sé. Yo le hice un favor, encontré una cosa que se le había perdido en los almacenes.

—¡Ah! —dijo él—. ¿Qué era? No me lo habías contado.

Ella lavó y secó el vaso de Carol y volvió a colocarlo en el fondo del estante.

—Se dejó la cartera en el mostrador y yo la cogí, eso es todo.

—¡Oh! Vaya premio más cojonudo. —Frunció el ceño—. Terry, ¿qué te pasa? ¿Todavía estás enfadada por lo de esa estúpida cometa?

—No, claro que no —dijo ella con impaciencia. Quería que se marchara. Se puso las manos en los bolsillos de la bata y paseó por la habitación. Se quedó de pie donde antes había estado Carol, mirando las plantas—. Phil me ha traído la obra esta mañana. Ya he empezado a leerla.

—¿Por eso estás preocupada?

—¿Y por qué crees que estoy preocupada? —Se volvió.

—Otra vez estás a kilómetros de aquí.

—No estoy preocupada y tampoco estoy a kilómetros de aquí. —Respiró con fuerza—. Es curioso. Eres tan consciente de algunos estados de ánimo y en cambio de otros ni te enteras.

—De acuerdo, Terry —dijo Richard mirándola y encogiéndose de hombros, como cediendo. Se sentó en la silla y se sirvió el resto de la cerveza en el vaso—. ¿Y esa cita que tienes esta noche con esa mujer?

Therese entreabrió los labios en una sonrisa mientras se los pintaba con el resto de un lápiz de labios. Por un momento, miró las pinzas de las cejas que había en la pequeña repisa de la puerta del armario.

—Es una especie de fiesta, creo. Una especie de acto benéfico de Navidad en un restaurante —dijo.

—Hmm. ¿Y quieres ir?

—Le he dicho que iría.

Richard se bebió su cerveza frunciendo el ceño por encima del vaso.

—¿Y después? Quizá podría quedarme por aquí y leer el guión mientras tú estás fuera y luego podemos ir a comer algo y al cine.

—Después es mejor que acabe de leer la obra. Tengo que comenzar el sábado y debería empezar a pensar cómo lo haré.

Richard se levantó.

—Vale —dijo con indiferencia, y suspiró.

Therese le observó pasar junto al sofá y quedarse allí de pie, mirando la copia de la obra. Luego se inclinó, estudiando la portada y las páginas de presentación de los actores. Miró su reloj, y luego a ella.

—¿Puedo leerlo ahora? —le preguntó.

—Adelante —le contestó ella con una brusquedad que Richard no pareció oír o simplemente ignoró. Se quedó en el sofá con el manuscrito en las manos y empezó a leer. Ella cogió una cajita de cerillas de la estantería. Pensó que Richard sólo se enteraba de que estaba «a kilómetros de aquí» cuando se sentía privado de ella por su distancia, pero no se enteraba de nada más. De pronto se le ocurrió pensar en las veces que se había acostado con él, en su sensación de distancia, que contrastaba con lo que la gente decía de sentirse muy cerca en situaciones similares. Suponía que a Richard aquello no le importaba porque como físicamente estaban juntos en la cama… Y mientras le veía allí, completamente absorto en su lectura, con sus dedos regordetes y rígidos cogiéndose un mechón de pelo y tirando de él hacia la nariz, igual que se lo había visto hacer miles de veces, se le ocurrió que Richard actuaba como si su posición respecto a ella fuera inamovible, como si sus lazos de unión fueran permanentes y estuvieran más allá de toda cuestión, porque él era el primer hombre con el que ella se había acostado. Therese tiró la caja de cerillas a la estantería y con el impacto se cayó un bote de algo.

Richard se irguió sonriendo, un poco sorprendido.

—¿Qué pasa, Terry?

—Richard, me gustaría estar sola el resto de la tarde. ¿Te importa?

Él se levantó. Aún tenía una expresión de sorpresa.

—No, claro que no. —Volvió a dejar la copia de la obra en el sofá—. De acuerdo, Terry. Posiblemente será lo mejor. Quizá tendrías que leerla ahora, sola —dijo, razonable, como intentando convencerse a sí mismo. Volvió a mirar el reloj—. Probablemente baje a ver a Sam y Joan un rato.

Ella se quedó allí, inmóvil, sin pensar en nada excepto en los pocos segundos que quedaban hasta que él se fuera, mientras él se pasaba la mano por el pelo, que aún tenía húmedo, y se inclinaba a besarla. De repente, ella se acordó del libro de Degas que había comprado hacía unos días, un libro que Richard quería y que no había logrado encontrar. Lo sacó del último cajón del escritorio.

—He encontrado esto. El libro de Degas.

—¡Ah, magnífico! Gracias. —Lo cogió con las dos manos. Todavía estaba envuelto—. ¿Dónde lo has encontrado?

—En Frankenberg. ¿Dónde iba a ser si no?

—Frankenberg —sonrió Richard—. Vale seis pavos, ¿no?

—Da igual.

Richard había sacado la cartera.

—Pero yo te lo encargué.

—Da igual, de verdad.

Richard protestó, pero ella no aceptó el dinero. Un minuto después, él se había marchado con la promesa de llamarla al día siguiente a las cinco. Le había propuesto que hicieran algo por la noche.

Carol la llamó a las seis y diez. Le preguntó si le apetecía ir a Chinatown y Therese dijo que le encantaría.

—Estoy tomando un cóctel con cierta persona en el Saint Regis —dijo Carol—. ¿Por qué no vienes a buscarme? Estoy en uno de los saloncitos, no en la sala grande. ¡Ah!, escucha, vamos a ver una obra de teatro y ya habíamos quedado, ¿lo has cogido?

—¿Una especie de fiesta benéfica de Navidad?

Carol se echó a reír.

—Date prisa.

Therese fue volando.

El amigo de Carol era un hombre llamado Stanley McVeigh, un hombre alto y muy atractivo, de unos cuarenta y cinco años, con bigote. Llevaba un boxer con correa. Cuando llegó Therese, Carol ya estaba lista para marcharse. Stanley las acompañó fuera, las metió en un taxi y le dio al chófer el dinero por la ventanilla.

—¿Quién es? —preguntó Therese.

—Un viejo amigo. Ahora que Harge y yo estamos separados, nos vemos mucho más.

Therese la miró. Aquella noche, Carol tenía los ojos risueños y estaba muy guapa.

—¿Te gusta?

—Así así —dijo Carol—. Oiga, chófer, llévenos a Chinatown en vez de a la dirección que le hemos dicho.

Mientras tomaban algo se puso a llover y Carol le dijo que siempre que iba a Chinatown llovía. Pero no les importó mucho. Se refugiaban entrando en una tienda tras otra, mirando y comprando cosas. Therese vio unas sandalias con tacones de plataforma que encontró muy bonitas, pero parecían más persas que chinas. Quería comprárselas a Carol, pero ella dijo que Rindy no las aprobaría. Rindy era muy conservadora y no le gustaba que saliera sin medias ni siquiera en verano. Y Carol se conformaba. En la misma tienda había trajes chinos de una tela negra muy brillante, con pantalones sencillos y chaqueta de cuello alto. Carol le compró uno a Rindy. De todas maneras, mientras Carol arreglaba lo del traje de Rindy para que se lo enviaran, Therese le compró las sandalias. Sabía su número sólo mirándolas y a Carol le hizo gracia que se las hubiera comprado. Luego pasaron una hora muy exótica en un teatro chino. El público dormía imperturbable a pesar del gran estrépito. A última hora subieron a cenar a la parte alta, a un restaurante donde tocaban el arpa. Fue una velada gloriosa, una velada realmente magnífica.

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