Carol

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El martes, el quinto día de su trabajo, Therese se sentó en una habitación desnuda, sin techo, en la parte trasera del Black Cat Theater, y esperó a que el señor Donohue, el nuevo director, fuera a ver sus maquetas. El día anterior por la mañana Donohue había sustituido a Cortes como director, había rechazado su primera maqueta y también había eliminado a Phil McElroy, que hacía de segundo hermano en la obra. Phil se había ido el día anterior dando bufidos. A Therese le pareció una gran suerte que no la hubieran despedido a ella también con su maqueta, así que siguió las instrucciones del señor Donohue al pie de la letra. En la nueva maqueta había suprimido la sección móvil que llevaba la primera y que permitía que el escenario del salón se convirtiera en la terraza del último acto. El señor Donohue se mostraba muy obstinado con cualquier cosa que no fuera habitual o muy sencilla. Al desarrollarse toda la obra en el salón, había que cambiar un montón de diálogos del último acto y se habían perdido algunos muy buenos. En su nueva maqueta había una chimenea, amplias puertas acristaladas que daban a una terraza, dos puertas, un sofá, un par de sillones de orejas y una estantería. Cuando estuviera acabado parecería una maqueta de Sloan, la famosa tienda de maquetas, porque era realista hasta el último cenicero.

Therese se levantó, se estiró y cogió la chaqueta de pana que colgaba detrás de la puerta. La habitación estaba fría como un granero. Seguro que el señor Donohue no aparecía hasta por la tarde, o quizá no fuese en todo el día si ella no se lo recordaba. El escenario no corría prisa. Era el detalle de menor importancia de toda la producción, pero ella se había pasado toda la noche trabajando con entusiasmo en su maqueta.

Salió a esperar entre bastidores. Todos los actores estaban en el escenario con los papeles del guión en la mano. El señor Donohue les hacía interpretar toda la obra para que, según decía, se familiarizasen con ella. Pero, al parecer, aquel día todos estaban como adormecidos. Excepto Tom Harding, los demás parecían languidecer. Tom era un joven rubio y alto que hacía de protagonista masculino y era quizá demasiado enérgico. Georgia Halloran tenía sinusitis y cada hora tenía que parar, echarse gotas y luego tumbarse durante unos minutos. Geoffrey Andrews, un hombre de mediana edad que hacía el papel de padre de la protagonista, gruñía continuamente entre diálogo y diálogo porque no le gustaba Donohue.

—No, no, no —dijo el señor Donohue por décima vez, interrumpiéndolos y haciendo que todos bajaran su guión y se volvieran dócilmente hacia él, entre sorprendidos e irritados—. Empecemos otra vez desde la página veintiocho.

Therese le observó. Él movía los brazos para dar las entradas, levantaba una mano para acallarlos y bajaba la cabeza como si dirigiera una orquesta. Tom Harding le guiñó un ojo y se colocó la mano debajo de la nariz. Al cabo de un momento, Therese volvió al cuarto que había detrás de la mampara, donde ella trabajaba y donde se sentía menos inútil. Se sabía la obra casi de memoria. Era una comedia de enredo tipo Sheridan. Dos hermanos que fingían ser mayordomo y señor para impresionar a una rica heredera de la que uno de los dos estaba enamorado. Los diálogos eran divertidos e ingeniosos, pero Therese esperaba que se pudiera cambiar la ambientación del escenario, aburrida y funcional, que Donohue le había encargado.

El señor Donohue entró en su cuarto un poco después de las doce. Cogió la maqueta y la miró de arriba abajo, sin cambiar un ápice su expresión hostil.

—Sí, está bien. Me gusta mucho. ¿Se da cuenta de que es mucho mejor que aquellas paredes vacías que había hecho antes?

—Sí —dijo Therese, respirando aliviada.

—El escenario surge de las necesidades de los actores. Usted no está diseñando un escenario de ballet, señorita Belivet.

Ella asintió con la cabeza mirando la maqueta e intentando pensar cómo podía mejorarla y hacerla más funcional.

—Los carpinteros vendrán esta tarde, hacia las cuatro. Nos reuniremos y hablaremos de esto —dijo el señor Donohue, y salió del cuarto.

Therese miró la maqueta del decorado. Por lo menos esta vez lo iban a utilizar. Los carpinteros y ella lo convertirían en algo real. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera, al cielo gris y luminoso de invierno, a la fachada posterior de unos edificios de cinco pisos con escalera de incendios. Enfrente había una parcela sin edificar con un árbol enano y sin hojas, retorcido como un poste indicador destrozado. Le hubiera gustado llamar a Carol e invitarla a comer. Pero Carol estaba a una hora y media de distancia en coche.

—¿Usted se llama Belivet?

Therese se volvió hacia la chica que había en el umbral.

—Belivet. ¿Al teléfono?

—El teléfono que hay junto a los focos.

—Gracias. —Therese fue a toda prisa, esperando que fuera Carol y pensando que probablemente sería Richard. Carol todavía no la había llamado.

—Hola, soy Abby.

—¿Abby? —Therese sonrió—. ¿Cómo has sabido que estaba aquí?

—Tú me lo dijiste, ¿no te acuerdas? Me gustaría verte. No estoy muy lejos. ¿Has comido?

Quedaron en el Palermo, un restaurante que había a una o dos manzanas del Black Cat.

Therese se fue silbando una canción, tan contenta como si fuese a ver a Carol. El restaurante tenía serrín en el suelo y un par de gatitos negros jugaban por debajo de la barra del bar. Abby estaba en una mesa del fondo.

—Hola —la saludó Abby cuando ella se acercó—. Pareces muy contenta. Casi no te reconozco. ¿Quieres beber algo?

—No, gracias —dijo Therese sacudiendo la cabeza.

—¿O sea que no necesitas beber para estar contenta? —le preguntó Abby, y se rió con un cloqueo burlón que no pretendía ser ofensivo.

Therese aceptó el cigarrillo que Abby le ofrecía. Abby lo sabía, pensó Therese. Y quizá también ella estuviera enamorada de Carol. Eso la puso en guardia. Se había creado una rivalidad tácita entre las dos que le producía un curioso regocijo, un sentimiento de cierta superioridad respecto a Abby. Eran emociones que Therese no había experimentado hasta entonces, que ni siquiera se había atrevido a soñar y, por lo tanto, emociones revolucionarias en sí mismas. Por eso, comer juntas en aquel restaurante se había convertido en algo casi tan importante como encontrarse con Carol.

—¿Cómo está Carol? —le preguntó Therese. Ella no la había visto desde hacía tres días.

—Está muy bien —dijo Abby observándola.

Vino el camarero y Abby le preguntó si le recomendaba los mejillones y los escalopines.

—¡Excelentes,

madame! —Y se inclinó ante ella como si fuera una clienta especial.

Era el estilo de Abby. Tenía una expresión radiante en la cara, como si aquel día, y cada día, fuera una fiesta especial para ella. A Therese le gustaba eso. Miró admirativamente el traje de Abby, de un tejido azul y rojo, y sus gemelos en forma de G, como plateados botoncitos de filigrana. Abby le preguntó por su trabajo en el Black Cat. Para Therese era aburrido, pero Abby parecía impresionada. Therese pensó que le impresionaba porque ella no hacía nada.

—Conozco a algunos productores de teatro —dijo Abby—. Me encantaría hablarles bien de ti en cualquier ocasión.

—Gracias. —Therese jugueteó con la tapa del cuenco del queso rallado que tenía frente a sí—. ¿Conoces a alguien llamado Andronich? Creo que es de Filadelfia.

—No —contestó Abby.

El señor Donohue le había dicho que la semana siguiente fuera a Nueva York a ver a Andronich. Estaba produciendo una obra que se estrenaría en Filadelfia en primavera y que después iría a Broadway.

—Prueba los mejillones. —Abby se estaba comiendo los suyos con fruición—. A Carol también le encantan.

—¿Hace mucho que conoces a Carol?

—Ajá —asintió Abby, mirándola con unos ojos brillantes que nada revelaban.

—¿Y a su marido también?

Abby asintió otra vez, en silencio.

Therese sonrió levemente. Abby estaba dispuesta a interrogarla, pero no pensaba revelarle nada de Carol ni de ella misma.

—¿Tomas vino? ¿Te gusta el Chianti? —Abby llamó al camarero chasqueando los dedos—. Tráiganos una botella de Chianti. Que sea bueno. —Y dirigiéndose a Therese, añadió—: El vino alimenta el espíritu.

Entonces llegó el plato principal y dos camareros empezaron a rondar la mesa, descorchando el Chianti, sirviendo más agua y trayendo mantequilla fresca. En un rincón sonaba un tango en la radio. Era una radio pequeña como una quesera y con la parte frontal rota, pero la música podía haber procedido de una orquesta de cuerda situada a espaldas de ellas, a petición de Abby. «No me extraña que a Carol le guste», pensó Therese. Contrastaba con la solemnidad de Carol y era capaz de hacerla reír.

—¿Siempre has vivido sola? —le preguntó Abby.

—Sí. Desde que acabé el colegio. —Therese bebió un sorbo de vino—. ¿Y tú? ¿Vives con tu familia?

—Sí, con mi familia. Pero tengo un ala de la casa para mí.

—¿Y trabajas? —se aventuró Therese.

—He trabajado dos o tres veces. ¿No te contó Carol que antes teníamos una tienda de muebles? La teníamos en las afueras de Elizabeth, en la autopista. Comprábamos antigüedades o bien género de segunda mano y lo restaurábamos. Nunca había trabajado tanto en mi vida. —Abby le sonrió alegremente, como si cada una de sus palabras fuese mentira—. Y luego está mi otro trabajo. Yo soy entomóloga. No muy buena, pero lo bastante como para sacar insectos del néctar de las flores del limonero y cosas así. Los lirios de las Bahamas están llenos de insectos.

—Eso he oído —sonrió Therese.

—Me parece que no me crees.

—Sí que te creo. ¿Todavía trabajas en eso?

—Estoy en la reserva. Sólo trabajo en casos de urgencia. Como, por ejemplo, en Pascua.

Therese observó el cuchillo de Abby cortando los escalopines en trocitos antes de empezar a comérselos.

—¿Viajas con Carol a menudo?

—¿A menudo? No, ¿por qué? —le preguntó Abby.

—Creo que tú le vas bien porque Carol es tan seria…

Therese quería llevar la conversación al meollo de las cosas, pero ignoraba cuál era el meollo. El vino se extendía lento y cálido por sus venas hasta la punta de sus dedos.

—No siempre —la corrigió Abby, con la risa contenida en su voz, como cuando había empezado a hablar. A Therese no se le ocurrió qué podía preguntar, porque las preguntas que se le ocurrían eran excesivas—. ¿Cómo conociste a Carol? —le preguntó Abby.

—¿No te lo ha contado ella?

—Sólo me dijo que te conoció en Frankenberg, y que tú estabas trabajando allí.

—Pues así fue —dijo Therese, y notó que en su interior crecía un resentimiento contra Abby y se hacía incontrolable.

—¿Empezasteis a hablar así, sin más? —preguntó Abby con una sonrisa, encendiendo un cigarrillo.

—Yo la atendí —dijo Therese, y se detuvo.

Y Abby se quedó esperando una descripción precisa de aquel encuentro. Therese lo sabía, pero no quería dársela a Abby ni a nadie. Le pertenecía a ella. Seguramente Carol no se lo había contado a Abby, pensó, no le había contado la absurda historia de la tarjeta de Navidad. Para Carol no debía de ser tan importante como para contárselo.

—¿Te importaría decirme quién empezó a hablar primero?

De pronto, Therese se echó a reír. Cogió un cigarrillo y lo encendió, aún sonriendo. No, Carol no le había contado lo de la tarjeta de Navidad, y la pregunta de Abby le chocó por lo divertida.

—Yo —dijo.

—Te gusta mucho, ¿verdad? —le preguntó Abby.

Therese buscó signos de hostilidad en ella. No era hostil, pero estaba celosa.

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Y por qué te gusta a ti?

—Conozco a Carol desde que tenía cuatro años —dijo Abby, y sus ojos aún sonreían.

Therese no dijo palabra.

—Eres muy joven, ¿verdad? ¿Cuántos años tienes? ¿Veintiuno?

—No, todavía no.

—¿Sabes que Carol tiene muchas preocupaciones ahora?

—Sí.

—Y está sola —añadió Abby con ojos escrutadores.

—¿Quieres decir que sale conmigo sólo por eso? —le preguntó Therese con calma—. ¿Quieres decir que no debería verla?

Los ojos de Abby, que parecían no pestañear nunca, pestañearon dos veces.

—No, en absoluto. Pero no quiero que lo pases mal. Y tampoco quiero que le hagas daño a Carol.

—Yo nunca le haría daño a Carol —dijo Therese—. ¿Crees que lo haría?

Abby seguía mirándola alerta. No había apartado los ojos de ella.

—No, no lo creo —replicó como si acabara de decidirlo. Y sonrió como si algo le gustara.

Pero a Therese no le gustó la sonrisa ni la pregunta y, al darse cuenta de que su rostro mostraba sus sentimientos, bajó los ojos hacia la mesa. Frente a ella había una copa de zabaglione caliente sobre una bandeja.

—¿Te gustaría venir a una fiesta esta tarde, Therese? Es en la parte alta, a eso de las seis. No sé si habrá escenógrafos, pero una de las chicas que da la fiesta es actriz.

—¿Irá Carol? —preguntó Therese, apagando el cigarrillo.

—No, no irá. Pero es gente muy simpática y no seremos muchos.

—Gracias. No creo que deba ir. Quizá tenga que quedarme trabajando hasta tarde hoy también.

—Ah. Te iba a dar la dirección, pero si no vas a ir…

—No —dijo Therese.

Cuando salieron del restaurante, Abby quiso dar un paseo. Therese aceptó, aunque estaba cansada de Abby. Con su engreimiento y sus preguntas directas y rudas, la hacía sentirse en desventaja. Tampoco la había dejado pagar la cuenta.

—Carol piensa mucho en ti —le dijo Abby—, ya lo sabes. Dice que tienes mucho talento.

—¿Ah, sí? —dijo Therese, aunque sólo la creyó a medias—. Nunca me lo ha dicho.

Therese quería andar más deprisa, pero Abby imponía un ritmo más lento.

—Supongo que ya sabes que piensa mucho en ti; si no, no querría hacer un viaje contigo.

Therese miró a Abby, que sonreía inocentemente.

—Tampoco me ha mencionado nada de eso —dijo Therese con calma, aunque el corazón le había empezado a latir con fuerza.

—Estoy segura de que te lo propondrá. Irás con ella, ¿verdad?

¿Por qué tenía que saberlo Abby antes que ella?, se preguntó Therese. Sintió que se ruborizaba de indignación. ¿Qué significaba todo aquello? ¿La odiaba Abby? Si era así, ¿por qué no era más coherente? Pero después, al cabo de un instante, su enfado cedió y se sintió débil, vulnerable, desarmada. Pensó que si Abby la acorralaba contra la pared en aquel momento y le decía: «Desembucha. ¿Qué quieres de Carol? ¿Hasta qué punto me la quieres quitar?», ella balbucearía: «Quiero estar con ella. Me encanta estar con ella, ¿y qué tiene que ver eso contigo?»

—¿No te parece que eso es asunto de Carol? ¿Por qué me haces todas estas preguntas? —Therese se esforzó por parecer indiferente, pero era imposible.

—Lo siento —dijo Abby, deteniéndose y volviéndose hacia ella—. Creo que ahora lo entiendo mejor.

—¿Entiendes el qué?

—Que tú ganas.

—¿Ganar qué?

—Qué —repitió Abby con la cabeza levantada, mirando la esquina del edificio y el cielo, y Therese se sintió súbitamente furiosa e impaciente.

Quería que Abby se fuera para poder llamar a Carol. Nada le importaba ya excepto escuchar la voz de Carol, Sólo le importaba Carol, ¿cómo había podido olvidarlo por un momento?

—No me extraña que Carol piense tanto en ti —dijo Abby, pero si pretendía ser amable, Therese no lo aceptó así—. Hasta pronto, Therese. Seguro que volveremos a vernos. —Le tendió la mano.

—Hasta pronto —dijo Therese, y le estrechó la mano. La observó alejarse hacia Washington Square, ahora con pasos más rápidos, con su rizado pelo al viento.

Therese entró en el drugstore que había en la esquina siguiente y llamó a Carol. Se puso la doncella, y luego Carol.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Carol—. Te noto desanimada.

—Nada. El trabajo está muy pesado.

—¿Haces algo esta noche? ¿Te gustaría salir?

Therese salió del drugstore sonriendo. Carol iría a recogerla a las cinco y media. Había insistido en ir a buscarla porque en tren era un viaje largo y pesado.

Al otro lado de la calle vio a Dannie McElroy, que se alejaba a pie. Andaba a grandes zancadas, sin abrigo, y en la mano llevaba una botella de leche sin envolver.

—¡Dannie! —le llamó.

Dannie se volvió y empezó a acercarse a ella.

—Sube a casa un momento —le pidió.

Therese empezó a decir que no, pero cuando Dannie llegó hasta donde estaba ella, se cogió del brazo de él.

—Sólo un minuto. Ya ha pasado una hora larga de mi descanso para comer.

—¿Qué hora es? —le sonrió Dannie—. He estado estudiando hasta quedarme ciego.

—Son más de las dos. —Sintió que el brazo de Dannie se tensaba contra el frío. Tenía carne de gallina en el antebrazo—. Estás loco saliendo sin abrigo —le dijo.

—Me ayuda a despejarme —dijo él, sujetándole la puerta de hierro del portal de la casa—. Phil está no sé dónde.

La habitación olía a tabaco de pipa, un poco como a chocolate caliente. Era un semisótano, bastante oscuro, y la lámpara proyectaba un cálido haz de luz sobre el escritorio, que estaba siempre atestado de cosas. Therese bajó la vista hacia los libros abiertos que había sobre la mesa, páginas y páginas cubiertas de símbolos que ella no podía entender pero que le gustaba mirar. Todo lo que representaban los símbolos era verdadero y probado. Los símbolos eran más fuertes y más claros que las palabras. Imaginó la mente de Dannie sumiéndose en ellos, pasando de un hecho a otro, como si trepara por fuertes cadenas, adelantando una mano por encima de la otra a través del espacio. Le observó mientras se hacía un bocadillo, de pie junto a la mesa de la cocina. Parecía muy musculoso y ancho de espaldas bajo la camisa blanca. Los hombros se le movían al poner el salami y las lonchas de queso sobre una gran rebanada de pan de centeno.

—Me gustaría que vinieras más a menudo, Therese. El miércoles es el único día que no estoy en casa a mediodía. Y aunque Phil esté durmiendo, no le molestaríamos si comiéramos aquí.

—Vendré —dijo Therese. Se sentó en la silla del escritorio, que estaba vuelta de lado. Había ido a comer una vez, y otra vez había ido después del trabajo. Le gustaba visitar a Dannie. Con él no hacía falta hablar de cosas triviales.

Al fondo de la habitación, la cama de Phil estaba deshecha, una maraña de sábanas y mantas. En las ocasiones anteriores la cama también estaba sin hacer, o bien Phil estaba todavía dentro. El largo mueble con estantes para libros situado en ángulo recto respecto al sofá marcaba el límite de la zona de Phil de la habitación, que estaba siempre en desorden, en un frustrado y nervioso desorden que en nada se parecía al desorden de trabajo del escritorio de Dannie.

La lata de cerveza de Dannie silbó al abrirse. Él se apoyó en la pared con la cerveza y el bocadillo, sonriendo, encantado de tener a Therese allí.

—¿Te acuerdas de lo que dijiste de que la física no se podía aplicar a la gente?

—Hum, vagamente.

—Bueno, creo que no tenías razón —dijo él mientras daba un mordisco a su bocadillo—. Por ejemplo, con las amistades. Se me ocurren un montón de casos en los que dos personas no tienen nada en común. Creo que hay una razón determinada para cada amistad igual que hay una razón para que ciertos átomos se unan y otros no, en un caso faltan unos factores que en el otro están presentes. ¿Qué opinas tú? Yo creo que las amistades son el resultado de ciertas necesidades que pueden estar completamente ocultas para las dos personas, a veces incluso para siempre.

—Quizá sí. También se me ocurren algunos casos. —Richard y ella misma, por ejemplo. Richard congeniaba con la gente abriéndose camino a través del mundo de una manera que para ella era imposible. Siempre se había sentido atraída por gente tan segura como Richard—. ¿Y qué es lo qué te falta a ti, Dannie?

—¿A mí? —dijo sonriendo—. ¿Quieres ser mi amiga?

—Sí. Aunque tú eres de las personas más fuertes que conozco.

—¿De verdad? ¿Quieres que te enumere todos mis defectos?

Ella sonrió mirándole. Era un joven de veinticinco años que sabía lo que quería desde los catorce. Había puesto toda su energía en una sola dirección, justo lo contrario que Richard.

—Tengo una necesidad secreta muy oculta de tener una cocinera —dijo Dannie—, y también un profesor de baile y alguien que me recuerde cuándo tengo que llevar las cosas a la lavandería o cortame el pelo.

—Yo tampoco me acuerdo de llevar mi ropa a la lavandería.

—Oh —dijo él tristemente—. Entonces se acabó. Tenía cierta esperanza. Parecía que el destino lo quisiera. Porque lo que digo de las afinidades es verdad tanto para las amistades como para una ocasional mirada furtiva en la calle. Siempre hay una razón determinada. Creo que incluso los poetas estarían de acuerdo conmigo.

Ella sonrió.

—¿Incluso los poetas? —dijo. Pensó en Carol y luego en Abby, en la conversación que habían tenido durante la comida, en la que había habido algo más que una mirada furtiva y también mucho menos. Pensó en la serie de emociones que le hacía evocar y se sintió abatida—. Pero hay que ser más tolerante con la perversidad de la gente, con las cosas que no tienen mucho sentido.

—¿Perversidad? Eso es sólo un subterfugio. Es una palabra que sólo usan los poetas.

—Yo pensaba que la usaban los psicólogos —dijo Therese.

—No, para mí hacer concesiones es algo sin sentido. La vida es una ciencia exacta en todos sus términos. Sólo hay que encontrarlos y definirlos. ¿No estás de acuerdo?

—En absoluto. Estaba pensando en otra cosa, pero no tiene importancia —contestó. De repente volvía a estar de mal humor, como le había pasado al pasear con Abby después de la comida.

—¿En qué? —insistió él frunciendo el ceño.

—En la comida que acabo de tener —dijo ella.

—¿Con quién?

—No importa. Si importase te lo contaría. Sólo ha sido una pérdida de tiempo, o una pérdida de algo más. O al menos, eso creo. Pero quizá era algo que ni siquiera existía —dijo. Ella había querido caerle bien a Abby porque sabía que a Carol le gustaba.

—Pero en tu mente sí. Y eso también puede ser una pérdida.

—Sí, pero algunas personas hacen ciertas cosas de las que no puedes salvar nada, porque no tienen nada que ver contigo —dijo. Pero Therese no quería hablar de aquello, y sí de otra cosa. No quería hablar de Abby ni de Carol, sino de antes. De algo que tenía una conexión perfecta y un sentido perfecto. Ella amaba a Carol. Apoyó la frente en la mano.

Dannie la miró un momento y luego se apartó de la pared. Se volvió a la cocina y cogió una cerilla del bolsillo de su camisa. Therese tuvo la sensación de que la conversación quedaría en suspenso para siempre y que nunca se acabaría, dijeran lo que dijeren. Pero también tenía la sensación de que si le contaba a Dannie cada una de las palabras que habían intercambiado Abby y ella, él podría eliminar todos los subterfugios con una sola frase, como si pudiera esparcir un producto químico en el aire que evaporase instantáneamente la niebla. ¿O acaso había cosas que quedaban más allá de la lógica? ¿Había algo ilógico tras los celos, las sospechas y la hostilidad en la conversación con Abby, la propia Abby en sí misma?

—Las cosas no son simples combinaciones —añadió Therese.

—Algunas cosas no reaccionan, pero todo está vivo —dijo él. Se dio la vuelta con una amplia sonrisa, como si en su mente hubiera entrado otro hilo de pensamiento. Tenía la cerilla humeante aún en la mano—. Como esta cerilla. Y no hablo de algo físico, ni de la indestructibilidad del humo. De hecho, hoy me siento bastante inspirado.

—¿Respecto a la cerilla?

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