Carol

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—Tengo la sensación de que crece como una planta y de que no desaparece. Tengo la sensación de que a veces, para los poetas, las cosas del mundo deben de tener la textura de una planta. Como esta mesa o mi propia carne. —Tocó el borde de la mesa con la palma de la mano—. Es como la sensación que tuve una vez cuando subía una colina a caballo. Fue en Pennsylvania. Entonces yo no montaba muy bien. Recuerdo que el caballo volvió la cabeza, vio la colina y decidió subirla por su cuenta. Dio un salto sobre las patas traseras antes de lanzarse al galope y de repente íbamos como un rayo, pero yo no tenía miedo. Me sentía en completa armonía con el caballo y la tierra, como si fuera un árbol arrastrado por el viento. Recuerdo que estaba seguro de que no me pasaría nada, aunque otras veces sí he tenido miedo. Y estaba muy contento. Pensaba en toda la gente que tiene miedo y acumula cosas, y pensé que si todo el mundo comprendiera lo que yo había sentido subiendo la colina, entonces habría una economía correcta de uso, de consumo y de vida, ¿entiendes? —Dannie había cerrado los puños, pero los ojos le brillaban como si aún se riera de sí mismo—. ¿Nunca te has cansado de un jersey que te encantaba y has acabado deshaciéndote de él?

Ella pensó en los guantes verdes de la hermana Alicia, que nunca se había puesto pero de los cuales tampoco se había deshecho.

—Sí —dijo.

—Pues eso es lo que quiero decir. Como las ovejas, que no se dan cuenta de la lana que pierden cuando las esquilan para hacer el jersey, porque a ellas les vuelve a crecer. Es muy sencillo. —Se volvió hacia la cafetera que había recalentado, y que ya estaba hirviendo.

—Sí —contestó. Ella lo sabía. Era como Richard con la cometa, porque sabía que podía hacer otra. Pensó en Abby con una súbita sensación de vacío, como si todo lo que había pasado durante la comida le hubiera sido arrancado de la memoria. Por un instante, se sintió como si su mente hubiera rebasado los límites y en ese momento flotara por el espacio vacío. Se levantó.

Dannie se acercó a ella, le puso las manos en los hombros y aunque ella sintió que era sólo un gesto, un gesto en vez de una palabra, se rompió el encanto. Se sentía incómoda al notar el tacto de él, y su incomodidad se concretó en un punto.

—Tengo que irme —dijo—. Llego tarde.

Él deslizó las manos hasta cogerla por los codos y, de pronto, la besó, apretó sus labios contra los de ella por un momento, y ella sintió su aliento cálido sobre el labio superior antes de que la soltara.

—Muy bien —le dijo, mirándola.

—¿Por qué lo has hecho? —dijo ella, y se detuvo, porque el beso había sido una mezcla tal de ternura y rudeza que no sabía cómo tomárselo.

—¿Por qué, Terry? —preguntó él, apartándose y sonriendo—. ¿Te ha molestado?

—No —respondió ella.

—¿Le molestaría a Richard?

—Supongo. —Se abrochó el abrigo—. Tengo que irme —repitió, acercándose a la puerta.

Dannie le abrió la puerta con su sonrisa de siempre, como si nada hubiera pasado.

—¿Vendrás mañana? Ven a comer.

—No lo creo —dijo ella sacudiendo la cabeza—. Esta semana estoy ocupada.

—Vale, ven… el lunes, ¿puede ser?

—Vale. —Ella sonrió también y le tendió la mano de forma maquinal. Dannie se la estrechó, cortésmente.

Recorrió las dos manzanas que la separaban del Black Cat. Un poco como lo de aquel día a caballo, pensó. Pero no tanto, no tanto como para ser perfecto, y lo que Dannie quería decir era perfecto.

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