Carol

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—Así es como se entretiene la gente ociosa —dijo Carol, estirando las piernas ante ella en la mecedora—. Ya es hora de que Abby vuelva a trabajar.

Therese no dijo nada. No le había contado a Carol toda la conversación de la comida, pero no quería hablar más de Abby.

—¿Quieres sentarte en una silla más cómoda?

—No —dijo Therese. Estaba sentada en una banqueta de cuero cerca de la mecedora. Habían acabado de cenar hacía un momento y luego habían subido a aquella habitación que Therese nunca había visto, una galería acristalada que estaba adosada a la sencilla habitación verde.

—¿Qué más te ha dicho Abby que te molestara? —le preguntó Carol, todavía mirando sus largas piernas enfundadas en holgados pantalones azul marino.

Carol parecía cansada. Estaba preocupada por otras cosas, pensó Therese, mucho más importantes que aquello.

—Nada. ¿Te molesta algo a ti, Carol?

—¿Molestarme?

—Hoy estás distinta conmigo.

—Imaginaciones tuyas —dijo Carol mirándola. Y la agradable vibración de su voz se borró otra vez en el silencio.

Therese pensó que la página que había escrito la noche anterior no tenía nada que ver con aquella Carol, no iba dirigida a ella.

Siento que estoy enamorada de ti, había escrito,

y debería ser primavera. Quiero que el sol caiga sobre mi cabeza como coros musicales. Imagino un sol como Beethoven, un viento como Debussy, y cantos de pájaros como Stravinski. Pero el ritmo es totalmente mío.

—Creo que a Abby no le caigo bien —observó Therese—. No creo que quiera que nos veamos.

—Eso no es verdad. Otra vez te imaginas cosas.

—No digo que lo haya dicho. —Therese intentó aparentar tanta calma como Carol—. Fue muy simpática. Me invitó a una fiesta.

—¿Qué fiesta?

—No sé. Dijo que era en la parte alta. Dijo que tú no irías, así que no me apetecía especialmente ir.

—¿En qué sitio exactamente?

—No me lo dijo. Sólo dijo que una de las chicas que daba la fiesta era actriz.

Carol dejó su encendedor sobre la mesa de cristal con un golpecito y Therese notó su disgusto.

—Así que eso hizo —murmuró, medio para si—. Siéntate aquí, Therese.

Therese se levantó y se sentó al pie de la mecedora.

—No tienes que pensar que Abby tiene esos sentimientos hacia ti. Yo la conozco lo suficiente para saber que no es así.

—Muy bien —dijo Therese.

—Pero a veces Abby es increíblemente torpe hablando.

Therese prefería olvidar el tema. Carol seguía estando muy lejos incluso cuando hablaba, incluso cuando la miraba. Una franja de luz procedente de la habitación verde iluminaba la cabeza de Carol, pero no podía verle la cara.

Carol la empujó con la punta del pie.

—Muévete, venga.

Pero Therese se movía despacio y Carol deslizó sus pies por encima de la cabeza de Therese y se levantó. Luego Therese oyó a la doncella que se acercaba. Tenía aspecto irlandés y llevaba un uniforme blanco y gris, y en la mano sostenía una bandeja con el café, haciendo retumbar el suelo de la galería con sus rápidos e impacientes pasitos, que sonaban demasiado impacientes para ser agradables.

—La crema está aquí, señora —dijo Florence, señalando una jarrita que no pertenecía al juego de café. Miró a Therese con una sonrisa amistosa y redondos ojos negros. Tendría unos cincuenta años y llevaba un moño en la nuca, bajo la cofia blanca y almidonada. Therese no lograba clasificarla, no lograba determinar su lealtad. La había oído referirse a la señora Aird como si le fuera muy devota, pero no sabía si era sincera o si sólo era profesional.

—¿Desea algo más, señora? —preguntó Florence—. ¿Apago las luces?

—No, me gustan encendidas. No necesitamos nada más, gracias. ¿Ha llamado la señora Riordan?

—Todavía no, señora.

—Cuando llame, dígale que he salido, por favor.

—Sí, señora. —Florence dudó—. Me preguntaba si habría acabado ese libro nuevo, señora. El de los Alpes.

—Vaya a mi habitación y cójalo si le apetece, Florence. No creo que lo acabe.

—Gracias, señora. Buenas noches, señora. Buenas noches, señorita.

—Buenas noches —dijo Carol.

Mientras Carol servía el café, Therese le preguntó:

—¿Has decidido cuándo te irás?

—Quizá dentro de una semana. —Carol le tendió la tacita con café y crema—. ¿Por qué?

—Pues porque te voy a echar de menos.

Carol se quedó inmóvil un momento y luego cogió un cigarrillo, el último, y arrugó el paquete.

—La verdad es que me preguntaba si te gustaría venir conmigo. ¿Qué te parecería? Serían tres semanas más o menos.

«Ya está», pensó Therese, y se lo había dicho de una manera tan casual como si le propusiera que dieran un paseo juntas.

—Se lo comentaste a Abby, ¿verdad?

—Sí —dijo Carol—. ¿Por qué?

¿Por qué? Therese no podía explicar con palabras por qué le dolía que Carol se lo hubiera dicho.

—Simplemente, me parece extraño que se lo dijeras a ella antes de decirme nada a mí.

—No se lo dije. Sólo le dije que quizá te lo propusiera. —Carol se acercó a ella y le puso las manos en los hombros—. Mira, no hay ninguna razón para que tengas esos sentimientos hacia Abby, a menos que Abby te haya dicho muchas más cosas en la comida de las que me has contado.

—No —dijo Therese. No, pero todo era solapado, era peor. Notó cómo Carol le soltaba los hombros.

—Abby es una vieja amiga —dijo Carol—. Yo le cuento casi todo.

—Sí —asintió Therese.

—Bueno, ¿crees que te gustaría hacer ese viaje?

Carol se había vuelto y le daba la espalda, y de pronto nada tenía sentido por la manera en que le había hecho la pregunta. Era como si a Carol le diera igual que fuese o no.

—Gracias. Creo que precisamente ahora no puedo.

—No necesitarías mucho dinero. Iríamos en coche. Pero si ya te han ofrecido un trabajo, entonces es muy distinto.

Como si ella no hubiera abandonado un trabajo o una escenografía de un ballet para irse con Carol, ir con ella a lugares donde nunca había estado, por ríos y montañas, sin saber dónde estarían cuando llegara la noche. Carol lo sabía y sabía que ella tenía que negarse si se lo preguntaba de aquella manera. De pronto, Therese se convenció de que Carol se estaba burlando de ella y enseguida la invadió el amargo resentimiento de sentirse traicionada. Y el resentimiento la llevó a la decisión de no volver a ver a Carol nunca más. La miró de soslayo. Carol estaba esperando su respuesta con un desafío mal disimulado por un aire de indiferencia, una expresión que —Therese lo sabía— no cambiaría si recibía una negativa como respuesta. Therese se levantó y fue hacia la caja que había en la mesita junto al sofá, en busca de un cigarrillo. En la caja no había nada excepto unas agujas de tocadiscos y una fotografía.

—¿Qué hay ahí? —le preguntó Carol, mirándola.

Therese pensó que Carol había estado adivinando sus pensamientos.

—Es una foto de Rindy —dijo.

—¿De Rindy? Déjamela ver.

Therese observó el rostro de Carol mientras miraba la foto de la niña rubia de expresión seria, con una venda blanca en la rodilla. En la foto, Harge estaba de pie en un bote de remos y cogía a Rindy, que saltaba del embarcadero a sus brazos.

—No es una foto muy buena —dijo Carol, pero su cara había cambiado, se había dulcificado—. Hará unos tres años. ¿Quieres un cigarrillo? Por aquí tiene que haber. Rindy se va a quedar con Harge estos tres meses.

Therese lo había deducido de la conversación que Abby y Carol habían mantenido en la cocina aquella mañana.

—¿En Nueva Jersey?

—Sí. La familia de Harge vive allí, tienen una casa muy grande. —Carol se detuvo—. Supongo que nos concederán el divorcio dentro de un mes y, después de marzo, tendré a Rindy durante el resto del año.

—Ah. Pero podrás verla antes de marzo, ¿no?

—Pocas veces. Probablemente no mucho.

Therese miró la mano de Carol, que sostenía la fotografía junto a ella descuidadamente, sobre el brazo de la mecedora.

—¿No te echará de menos?

—Sí, pero también está muy apegada a su padre.

—¿Más que a ti?

—No, la verdad es que no. Pero ahora él le ha comprado una cabra para que juegue. De camino a su trabajo la lleva al colegio y a las cuatro la recoge. Abandona un tanto sus negocios por ella, ¿qué más se puede esperar de un hombre?

—No la viste el día de Navidad, ¿verdad? —le dijo Therese.

—No. Por algo que pasó en el despacho del abogado. Era la tarde en que el abogado de Harge quería vernos a los dos, y Harge llevó consigo a Rindy. Rindy dijo que quería ir a casa de Harge en Navidad. Rindy no sabía que este año yo no iba a estar allí con ellos. Tienen un árbol inmenso en el jardín y siempre lo adornan, así que Rindy ya había quedado en eso. De rodos modos, eso impresionó al abogado, ya sabes, la niña pidiendo pasar las Navidades con su padre. Y, naturalmente, yo no quería decirle a Rindy que yo no iba a ir, porque la habría decepcionado. De todas maneras, tampoco podía decírselo delante del abogado. Las maquinaciones de Harge no tienen límite.

Therese se quedó allí de pie, apretando entre los dedos el cigarrillo sin encender. La voz de Carol era serena, como si estuviera hablando con Abby, pensó Therese. Carol nunca le había contado tantas cosas.

—¿Pero el abogado entendió lo que pasaba?

—Es el abogado de Harge, no el mío —contestó Carol encogiéndose de hombros—. Así que de momento acepté el trato de los tres meses porque no quería que ella fuese de un lado para otro. Si yo voy a tenerla nueve meses y Harge tres, podemos empezar ya ahora.

—¿Ni siquiera la visitarás?

Carol esperó un rato antes de contestar.

—No mucho. La familia no es muy cordial que digamos. Hablo con Rindy por teléfono cada día. A veces me llama ella.

—¿Por qué no es cordial la familia?

—Nunca me han querido mucho. Empezaron a quejarse desde que Harge y yo nos conocimos en un baile de debutantes. Siempre han sido muy dados a criticar. A veces me pregunto si alguien queda fuera de sus críticas.

—¿Por qué te criticaban?

—Por tener una tienda de muebles, por ejemplo. Pero eso no duró más de un año. Luego porque no jugaba al bridge, o porque no me gustaba. Ellos son los que eligen cuáles son las diversiones, y siempre son de lo más superficial.

—Parece horrible.

—No son tan horribles. Simplemente, uno tiene que conformarse. Yo sé lo que les gustaría, un vacío que ellos pudieran llenar. Una persona con ideas propias les molesta terriblemente. ¿Ponemos algo de música? ¿Tú oyes la radio alguna vez?

—A veces.

Carol se inclinó sobre el alféizar de la ventana.

—Y ahora Rindy tiene televisión todos los días.

Hopalong Cassidy. Cómo le gustaría ir al Oeste… Aquélla era la última muñeca que le compraré, Therese. Sólo la compré porque ella me dijo que quería una, pero ya es muy mayor para muñecas.

Detrás de Carol, un reflector del aeropuerto hizo un pálido barrido de luz en la noche y luego desapareció. La voz de Carol pareció titubear en la oscuridad. En su tono más rico, más feliz, Therese percibía las profundidades de su interior donde habitaba su amor por Rindy, más hondo de lo que probablemente pudiera nunca querer a nadie.

—Harge tampoco te lo pone muy fácil para que la veas, ¿verdad?

—Ya lo sabes —le dijo Carol.

—No entiendo cómo puede estar tan enamorado de ti.

—No es amor. Es un sentimiento compulsivo. Creo que quiere controlarme. Supongo que si yo fuera mucho más loca, pero nunca tuviera otra opinión que la suya…, ¿me entiendes?

—Sí.

—Nunca ha hecho nada que pudiera hacerle daño socialmente, y eso es lo que en realidad le importa. Hay una mujer en el club con la que me gustaría que se casara. Se pasa la vida dando exquisitas fiestas, y luego la tienen que sacar de los bares dando tumbos. Ella ha conseguido que el negocio de publicidad de su marido tuviera un gran éxito, así que él sonríe ante sus pequeños defectos. Harge no sonreiría, pero necesitaría una razón concreta para quejarse. Creo que me eligió como se elige una alfombra para el salón, y cometió un grave error. La verdad es que dudo que sea capaz de querer a nadie. Lo que tiene es una especie de ansia adquisitiva que no es muy ajena a su ambición. Ser incapaz de amar puede convertirse en una enfermedad, ¿no crees? —Miró a Therese—. Quizá sea el sino de esta época. Si uno se empeña, puede justificar lo que quiera, incluso el suicidio colectivo. El hombre se está poniendo a la altura de sus propias máquinas destructivas.

Therese no dijo nada. Le recordaba a miles de conversaciones que había tenido con Richard. Richard mezclaba la guerra, las grandes finanzas, las cazas de brujas del Congreso y a cierta gente que conocía en un solo gran enemigo cuya etiqueta colectiva era la del odio. Ahora Carol también lo hacía. A Therese le impresionaba en su parte más profunda, donde no había palabras, no había palabras fáciles como muerte o asesinato. Aquellas palabras formaban parte del futuro, y aquello era el presente. Una ansiedad abstracta, un deseo de saber, saber algo con certeza, le había hecho un nudo en la garganta hasta tal punto que por un momento pensó que no podría respirar. «¿Tú crees? ¿Tú crees?», empezó la voz en su interior. «¿Tú crees que las dos moriréis violentamente algún día, que os matarán de pronto?» Pero ni siquiera aquella pregunta era suficientemente clara. Quizá después de todo fuese una declaración: no quiero morir todavía sin conocerte. «¿Sientes lo mismo que yo, Carol?» Podría haber expresado esta última pregunta, pero no podía explicar todo lo anterior.

—Tú perteneces a la generación joven —dijo Carol—. ¿Qué tienes que decir? —Se sentó en la mecedora.

—Supongo que lo primero es no tener miedo. —Therese se volvió y vio la sonrisa de Carol—. Supongo que sonríes porque piensas que yo tengo miedo.

—Tú eres tan frágil como esta cerilla. —Carol la sostuvo ardiendo un momento después de encender el cigarrillo—. Pero en las condiciones adecuadas podrías incendiar una casa, ¿verdad?

—O una ciudad.

—Pero te da miedo incluso hacer un pequeño viaje conmigo. Tienes miedo porque piensas que no dispones del dinero suficiente.

—Eso no es verdad.

—Tienes extraños valores, Therese. Yo te he pedido que vinieras conmigo porque me satisfaría tenerte conmigo. También pienso que te vendría bien y que sería bueno para tu trabajo. Pero tú has tenido que estropearlo por un estúpido orgullo relacionado con el dinero. Como el bolso que me regalaste. Fuera de toda proporción. ¿Por qué no lo devuelves si necesitas el dinero? Yo no necesito el bolso. Supongo que te satisfacía regalármelo. Es lo mismo, no sé si te das cuenta. Yo pienso con sentido común y tú no. —Carol pasó junto a ella y luego se volvió, balanceándose con un pie hacia adelante y con la cabeza erguida, el corto pelo rubio tan discreto como el pelo de una estatua—. Bueno, ¿te parece divertido?

Therese estaba sonriendo.

—No me preocupa el dinero —dijo con calma.

—¿Qué quieres decir?

—Exactamente eso —dijo Therese—. Tengo dinero para ir. Iré.

Carol la miró. Therese vio cómo desaparecía el malhumor de su rostro. Carol empezó a sonreír también, con sorpresa, un poco incrédula.

—Muy bien —dijo—. Estoy encantada.

—Yo estoy encantada.

—¿A qué se debe este feliz cambio?

«¿De verdad no lo sabe?», pensó Therese.

—Parecía que te diera igual si iba o no —dijo sencillamente.

—Claro que me importa. Yo te he pedido que vengas, ¿no? —dijo Carol, aún sonriendo, pero desviando la punta del pie, se volvió de espaldas a Therese y caminó hacia la habitación verde.

Therese observó cómo se alejaba, con las manos en los bolsillos y con el ligero taconeo de sus mocasines sobre el suelo. Therese miró el umbral vacío. Carol se hubiera alejado exactamente igual si le hubiera dicho que no, que no iría, pensó. Cogió su tacita semivacía y luego la dejó otra vez.

Salió, cruzó el vestíbulo y llegó a la puerta de la habitación de Carol.

—¿Qué haces?

Carol estaba inclinada sobre su tocador, escribiendo.

—¿Qué hago?

Se levantó y se guardó un trozo de papel en el bolsillo. Ahora sonreía, los ojos le sonreían de verdad, como aquella vez en la cocina con Abby.

—Una cosa —dijo—. Pongamos un poco de música.

—Muy bien. —Su rostro se iluminó con una sonrisa.

—¿Por qué no te pones el pijama primero? Es muy tarde, ¿lo sabías?

—Siempre se hace tarde contigo.

—¿Es un cumplido?

—Esta noche no me apetece irme a dormir.

Carol cruzó el pasillo hacia la habitación verde.

—Desvístete. Tienes ojeras.

Therese se desnudó rápidamente en la habitación de las dos camas. En la otra habitación sonaba una canción en el tocadiscos,

Embraceable You. Luego sonó el teléfono. Therese abrió el cajón superior del escritorio. Estaba casi vacío, sólo había un par de pañuelos de hombre, un viejo cepillo de ropa y una llave. Y al fondo había unos pocos papeles. Therese cogió una tarjeta plastificada. Era un antiguo permiso de conducir de Harge. Hargess Foster Aird. Edad: 37. Altura: 1,75. Peso: 75 kilos. Pelo: rubio. Ojos: azules. Ella sabía todos esos datos. Un Oldsmobile de 1950. Colon azul oscuro. Therese lo dejó y cerró el cajón. Fue a la puerta y escuchó.

—Lo siento, Tessie, pero al final me he quedado apalancada aquí —decía Carol en tono de disculpa, pero su voz era alegre—. ¿Qué tal la fiesta?… Bueno, la verdad es que no estoy vestida y además me siento cansada.

Therese fue a la mesita de noche y sacó un cigarrillo de la caja. Un Philip Morris. Los debía de haber puesto Carol y no la doncella, porque Carol sabía que a ella le gustaban. Desnuda, Therese se quedó de pie, escuchando la música. Era una canción que no conocía.

¿Otra vez hablaba Carol por teléfono?

—Bueno, no me gusta nada —oyó decir a Carol, medio enfadada, medio en broma—. No me gusta un pelo.

… it’s easy to live… when you are in love[1]… (… es fácil vivir… cuando estás enamorado…)

—¿Cómo voy a saber qué clase de gente son?… ¡Oooh! ¿De verdad?

Abby. Therese lo sabía. Echó el humo y olfateó los leves rastros dulzones, recordando el primer cigarrillo que había fumado en su vida, un Philip Morris, en la azotea de un dormitorio del internado, pasándoselo entre cuatro.

—Sí, vamos a ir —dijo Carol enfáticamente—. Sí, lo estoy. ¿No se nota?

… For you… maybe I’m a fool but it’s fun… People say you rule me with one… wave of your hand… darling, it’s grand… they just don’t understand[2]… (… Por ti… Quizá esté loco pero es divertido… La gente dice que me manejas… con un simple gesto de tu mano… cariño, es fantástico… ellos no lo pueden comprender…)

Era una bonita canción. Therese cerró los ojos y se apoyó en la puerta entreabierta, escuchando. Detrás de la voz sonaban acordes suaves de piano, dedos recorriendo el teclado. Y una trompeta indolente.

—A nadie le importa, sólo a mí —dijo Carol—. ¡Eso es absurdo! —Y Therese sonrió ante su vehemencia.

Therese cerró la puerta. Sonaba otro disco en el tocadiscos.

—¿Por qué no vienes a saludar a Abby? —le dijo Carol.

Therese se había escondido tras la puerta del baño porque estaba desnuda.

—¿Por qué?

—Ven —dijo Carol. Therese se puso un batín y fue.

—Hola —dijo Abby—. Me he enterado de que al final vas a ir.

—¿Eso te sorprende?

Abby parecía un poco tonta, como si quisiera seguir hablando toda la noche. Le deseó a Therese un feliz viaje y le habló de las carreteras de la zona de los maizales, y de lo malas que podían ser en invierno.

—¿Me perdonas por haber sido antipática? —le dijo Abby por segunda vez—. Me caes muy bien, Therese.

—¡Cuelga, cuelga de una vez! —exclamó Carol.

—Quiere hablar contigo otra vez —dijo Therese.

—Dile a Abigail que estoy en el baño.

Therese se lo dijo, colgó y se alejó.

Carol había llevado una botella y dos vasos a la habitación.

—¿Qué le pasa a Abby? —preguntó Therese.

—¿Qué quieres decir con que le pasa? —Carol sirvió un licor pardusco en los dos vasos—. Creo que esta noche tiene pareja.

—Ya lo sé. ¿Pero por qué se ha empeñado en comer conmigo?

—Bueno, yo me imagino un montón de razones. Elige algunas.

—Me parece tan vago…

—¿El qué?

—Todo lo que ha pasado durante esa comida.

—Algunas cosas siempre son vagas, querida —dijo Carol dándole el vaso.

Era la primera vez que Carol la llamaba querida.

—¿Qué cosas? —preguntó Therese. Quería una respuesta, una respuesta concreta.

—Muchas cosas —suspiró Carol—. Las más importantes. Prueba la bebida.

Therese dio un sorbo. Era dulce y marrón oscuro, como café, pero con la quemazón del alcohol.

—Está bueno.

—Eso lo dirás tú.

—¿Y por qué lo tomas si no te gusta?

—Porque es distinto. Es por nuestro viaje, así que tiene que ser algo distinto. —Carol hizo una mueca y apuró el resto de su vaso.

A la luz de la lámpara, Therese distinguía todas las pecas de un lado de la cara de Carol. Las rubias, casi blancas, cejas de Carol se arqueaban como una ola a lo largo de la curva de su frente. Therese se sintió súbitamente extasiada y feliz.

—¿Qué canción sonaba antes, la de la voz y el piano?

—Tararéala.

Ella silbó un trozo y Carol sonrió.

Easy Living (Vida fácil) —dijo Carol—. Es muy antigua.

—Me gustaría volverla a oír.

—A mí me gustaría que te fueras a la cama. Yo la pondré.

Carol fue a la habitación verde y se quedó allí mientras sonaba la canción. Therese se quedó de pie en la puerta de su habitación, escuchando, sonriendo.

… I’ll never regret… the years I’m giving… They’re easy to give, when you’re in love… I’m happy to do whatever I do fot you[3]… (… Nunca lamentaré… los años que te estoy dando… Es fácil dar cuando estás enamorado… Soy feliz de hacer lo que hago por ti…)

Aquélla era su canción. Era todo lo que sentía por Carol. Fue al cuarto de baño antes de que se acabara y abrió el grifo de la bañera, se metió dentro y dejó que el agua verdosa cayera alrededor de sus pies.

—¡Eh! —la llamó Carol—. ¿Has estado alguna vez en Wyoming?

—No.

—Pues ya es hora de que conozcas los Estados Unidos.

Therese levantó la ducha de teléfono y apretó el chorro contra su rodilla. El agua estaba muy alta y sus pechos parecían flotar en la superficie. Ella los observó, intentando olvidar por un momento lo que eran para determinar qué parecían.

—No te vayas a dormir ahí —le dijo Carol en tono preocupado, y Therese se dio cuenta de que estaba sentada en la cama, mirando un mapa.

—No me dormiré.

—A alguna gente le pasa.

—Háblame más de Harge —le dijo ella cuando se secó—. ¿A qué se dedica?

—A muchas cosas.

—Quiero decir en qué trabaja.

—Inversiones inmobiliarias.

—¿Cómo es? ¿Le gusta ir al teatro? ¿Le gusta la gente?

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