Carol

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Enero.

Aquel enero hubo de todo. Y hubo algo casi sólido, como una puerta. El frío encerraba la ciudad en una cápsula gris. Enero era todos aquellos momentos, y también era todo un año. Enero dejaba caer los momentos y los congelaba en su memoria: la mujer que a la luz de una cerilla miraba ansiosamente los nombres grabados en una puerta oscura, el hombre que garabateó un mensaje y se lo tendió a su amigo antes de irse juntos por la acera, el hombre que corrió toda una manzana para alcanzar por fin el autobús. Cualquier acto humano parecía desvelar algo mágico. Enero era un mes de dos caras, campanilleando como los cascabeles de un bufón, crujiendo como una capa de nieve, puro como los comienzos y sombrío como un viejo, misteriosamente familiar y desconocido al mismo tiempo, como una palabra que uno está a punto de definir, pero no puede.

Un joven llamado Red Malone y un carpintero calvo trabajaban con ella en el decorado de

Llovizna. El señor Donohue estaba muy contento de todo. Dijo que le había pedido al señor Baltin que fuera a ver el trabajo de Therese. El señor Baltin era un graduado de una academia rusa y había diseñado unos cuantos decorados para teatro en Nueva York. Therese nunca había oído hablar de él. Intentó que el señor Donohue le arreglase una cita con Myron Blanchard o Ivor Harkevy, pero el señor Donohue no le prometió nada. Therese supuso que le era imposible.

Una tarde apareció el señor Baltin. Era un hombre alto y encorvado, con un sombrero negro y un abrigo raído, y miró resueltamente el trabajo que ella le mostraba. Ella sólo había llevado tres o cuatro maquetas al teatro, las mejores que tenía. El señor Baltin le habló de una obra que iba a empezar a producirse al cabo de un mes y medio. Él estaría encantado de recomendarla como ayudante, y Therese dijo que le iría muy bien porque de todas maneras iba a estar fuera de la ciudad hasta entonces. En los últimos días, todo estaba saliendo muy bien. El señor Andronich le había prometido un trabajo de dos semanas en Filadelfia a mediados de febrero, que sería justo el momento en que volviera de su viaje con Carol. Therese apuntó el nombre y la dirección del hombre que conocía el señor Baltin.

—Está buscando a alguien, así que llámele a principios de semana —dijo el señor Baltin—. Será sólo un trabajo de ayudante, pero su primer ayudante, un alumno mío, ahora trabaja con Harkevy.

—¡Oh! ¿Cree que usted o él podrían conseguirme una cita con el señor Harkevy?

—Nada más fácil. Lo único que tiene que hacer es llamar al estudio de Harkevy y preguntar por Charles, Charles Winant. Dígale que ha hablado conmigo. Déjeme pensar, sí, llámele el viernes. El viernes por la tarde, a eso de las tres.

—De acuerdo, muchas gracias.

Faltaba toda una semana para el viernes. Therese había oído decir que Harkevy era inaccesible y tenía fama de no conceder nunca citas y de no acudir jamás a las que había concedido, porque estaba muy ocupado. Pero tal vez el señor Baltin le conociera mejor.

—Y no se olvide de llamar a Kettering —le dijo el señor Baltin al salir.

Therese miró otra vez el nombre que él le había dado: Adolph Kettering, Inversiones Teatrales, y una dirección privada.

—Le llamaré el lunes por la mañana. Muchas gracias.

Aquél era el sábado en que había quedado con Richard en el Palermo después del trabajo. Era el diecisiete de enero, once días antes de la fecha en que Carol y ella tenían planeado irse. Vio a Phil de pie con Richard en el bar.

—¿Qué tal está el viejo Black Cat? —le preguntó Phil, arrastrando una silla para ella—. ¿También trabajáis los sábados?

—Los actores no, sólo mi departamento —dijo ella.

—¿Cuándo es el estreno?

—El veintiuno.

—Mira —dijo Richard, y señaló una mancha verde oscuro en su falda.

—Ya lo sé. Me la hice hace días.

—¿Qué quieres beber? —le preguntó Phil.

—No lo sé. Una cerveza quizá, gracias.

Richard le había vuelto la espalda a Phil, que estaba al otro lado de él, y ella notó que algo iba mal entre ellos.

—¿Has pintado algo hoy? —le preguntó a Richard.

Richard tenía las comisuras de los labios curvadas hacia abajo.

—A un chófer le ha dado un pasmo y he tenido que sustituirle. Me he quedado tirado sin gasolina en medio de Long Island.

—¡Vaya faena! Quizá prefieras pintar en vez de salir mañana.

Habían hablado de ir a Hobokcn al día siguiente, para dar una vuelta y comer en el Clam House. Pero Carol iba a estar en la ciudad y había prometido llamarla.

—Pintaré si tú posas para mí —dijo Richard.

Therese dudó, incómoda.

—Estos días no me siento con ánimos de posar.

—Muy bien, no tiene importancia —sonrió—. ¿Pero cómo voy a pintarte si nunca posas?

—¿Y por qué no me pintas de memoria?

Phil sacó la mano del bolsillo y cogió el vaso de Therese.

—No tomes esto. Tómate algo mejor. Yo estoy tomando un whisky de centeno con agua.

—Vale, probare.

Phil estaba de pie, al otro lado de Therese. Parecía animado, pero tenía ojeras. Durante la semana anterior, mientras estaba de un humor taciturno, había estado escribiendo una obra. Había leído en voz alta algunas escenas en su fiesta de Año Nuevo. Según él, era una continuación de la

Metamorfosis de Kafka. Ella le había dibujado un boceto provisional para la mañana del Año Nuevo y se lo enseñó a Phil cuando fue a visitarle. Y, de pronto, se le ocurrió que Richard estaba enfadado por eso.

—Terry, me gustaría que hicieras una maqueta que se pudiera fotografiar a partir del boceto que me hiciste. Me gustaría tener un decorado para presentarlo con el guión. —Phil empujó su whisky con agua hacia ella y se inclinó hacia la barra acercándosele mucho.

—Sí, se podría hacer —dijo Therese—. ¿Vas a intentar que te la produzcan?

—¿Por qué no? —Los ojos de Phil la desafiaron por encima de su sonrisa. Chasqueó los dedos hacia el camarero—. ¡La cuenta, por favor!

—Pago yo —dijo Richard.

—No, no, esto es cosa mía. —Phil tenía en la mano su vieja cartera negra.

Nunca le producirían la obra, pensó Therese, quizá ni siquiera la acabara, porque Phil tenía un humor muy inestable.

—Estaré por ahí —dijo Phil—. Pásate por allí pronto, Terry. Hasta luego, Richard.

Ella le observó salir y subir la pequeña escalera frontal, más andrajoso que nunca con sus sandalias y su raído abrigo cruzado, aunque con una atractiva indiferencia hacia su aspecto. «Como un hombre que se pasea por su casa con su viejo albornoz favorito», pensó Therese. Le saludó con la mano a través de la ventana.

—He oído que le llevaste cerveza y bocadillos a Phil el día de Año Nuevo —dijo Richard.

—Sí. Llamó y me dijo que tenía resaca.

—¿Por qué no me lo habías contado?

—Supongo que se me olvidó, no tenía importancia.

—No tenía importancia. Si tú… —Richard hizo un gesto lento y desesperado con su rígida mano—. ¿No tiene importancia pasarse la mitad del día en el apartamento de un tío y llevarle cerveza y bocadillos…? ¿No se te ocurrió que quizá yo también querría unos bocadillos?

—Si querías, mucha gente te los podría haber llevado. Nos habíamos comido y bebido todo lo que había en casa de Phil, ¿no te acuerdas?

Richard asintió con su larga cabeza, sonriendo aún con la misma sonrisa malhumorada y de soslayo.

—Y estabas a solas con él, los dos solos.

—Oh, Richard. —Ella lo recordó. No tenía la menor importancia. Aquel día Dannie no había vuelto de Connecticut. Había pasado el Año Nuevo en casa de uno de sus profesores. Ella esperaba que Dannie volviera aquella tarde a la casa que compartía con Phil, pero probablemente Richard nunca hubiera pensado ni sospechado que ella prefería con mucho a Dannie.

—Si lo hubiera hecho cualquier otra chica, yo habría sospechado que se estaba cociendo algo y habría acertado —continuó Richard.

—Creo que te estás portando como un tonto.

—Yo creo que tú te estás portando como una ingenua. —Richard la miraba inflexible, resentido, y Therese pensó que su resentimiento no se debía sólo a eso. Sentía que ella no fuera y nunca pudiera ser la chica que él habría deseado, una chica que le amara apasionadamente y quisiera ir a Europa con él. Una chica tal como era ella, con su cara, sus ambiciones, pero que le adorase—. No eres el tipo de Phil, ¿sabes?

—¿Y quién ha dicho nunca que lo fuera? ¿Phil?

—Ese desgraciado, ese absurdo diletante —murmuró Richard—. Y esta noche ha tenido la jeta de afirmar que tú no darías un centavo por mí.

—No tiene ningún derecho a decir eso. Yo no le hablo de ti.

—Ah, muy buena respuesta. Eso quiere decir que si le hablaras de mí, sabría que no das ni un centavo por mí, ¿no? —Richard lo dijo con calma, pero su voz estaba llena de irritación contenida.

—¿Qué es lo que tiene de pronto Phil contra ti? —preguntó ella.

—¡Ese no es el tema!

—¿Y cuál es el tema? —dijo ella con impaciencia.

—Bueno, Terry, vamos a dejarlo.

—Puedes pensar el tema que quieras —le dijo, pero al verle darse la vuelta y apoyar los codos en la barra, casi como si sus palabras le dolieran físicamente, ella sintió una súbita compasión por él. No había sido ese momento, no había sido aquella semana lo que le había herido, sino toda la futilidad pasada y futura de sus sentimientos hacia ella.

Richard aplastó su cigarrillo en el cenicero.

—¿Qué quieres hacer esta noche? —preguntó.

«Cuéntale lo del viaje con Carol», pensó ella. Dos veces había estado a punto de decírselo y luego lo había dejado.

—¿Quieres que hagamos algo? —dijo Therese, enfatizando la última palabra.

—Claro —dijo él, deprimido—. ¿Qué te parece cenar y luego llamar a Sam y Joan? Quizá podamos subir un rato a verles esta noche.

—Muy bien —dijo. A ella le horrorizaba. Eran dos de las personas más aburridas que había conocido, un dependiente de una zapatería y una secretaria, felizmente casados en la calle Veinte Oeste, y sabía que Richard pretendía mostrárselos como un ideal de vida, para recordarle que ellos también podían vivir juntos algún día. Ella los odiaba y cualquier otra noche habría protestado, pero sentía compasión por Richard y la compasión despertaba un amorfo sentimiento de culpabilidad y una necesidad de conciliación. De pronto, se acordó de una excursión que habían hecho el verano anterior, merendaron junto a la carretera, cerca de Tarrytown, y recordó a Richard echado en la hierba, descorchando muy lentamente la botella, mientras hablaban ¿de qué? Recordó aquel momento tan alegre, aquella convicción de que aquel día compartían algo maravillosamente real y extraño, y se preguntó adonde habría ido a parar, o en qué se habría basado. Ahora su larga y lisa figura de pie junto a ella parecía oprimirla con su peso. Ella intentó contener su resentimiento, pero sólo consiguió intensificarlo en su interior, como si tomara cuerpo. Miró las figuras regordetas de dos trabajadores italianos que había de pie en la barra, y a las dos chicas del fondo del bar, a las que había visto antes. Mientras salían, se fijó en ellas. Llevaban pantalones holgados. Una llevaba el pelo cortado a lo chico. Therese miró a otra parte, consciente de que las estaba evitando, evitando que la vieran.

—¿Quieres comer aquí? ¿Tienes hambre ya? —le preguntó Richard.

—No. Vamos a cualquier otro sitio.

Se fueron y caminaron en dirección norte, hacia donde vivían Joan y Sam.

Therese ensayó las primeras palabras repitiéndolas mentalmente hasta que perdieron todo su sentido.

—¿Te acuerdas de la señora Aird, la mujer que conociste aquel día en mi casa?

—Claro.

—Me ha invitado a hacer un viaje con ella, un viaje al Oeste, en coche, durante un par de semanas o así. Me gustaría ir.

—¿Al Oeste? ¿California? —dijo Richard con sorpresa—. ¿Por qué?

—¿Por qué, qué?

—Bueno, ¿la conoces tanto como para eso?

—La he visto unas cuantas veces.

—Ah, pues nunca me lo has contado. —Richard caminaba con los brazos caídos, mirándola—. ¿Las dos solas?

—Sí.

—¿Cuándo os iríais?

—Hacia el dieciocho.

—¿De este mes? Entonces no podrás ir al estreno de tu obra.

—No creo que tenga mucha importancia —dijo ella sacudiendo la cabeza.

—¿Entonces es seguro?

—Sí.

Él se quedó un momento en silencio.

—¿Qué tipo de persona es? No beberá o algo así, supongo.

—No —dijo Therese—. ¿Tiene aspecto de beber?

—No. La verdad es que tiene muy buen aspecto. Pero es increíble, es sorprendente, nada más.

—¿Por qué?

—Tú cambias de opinión muy pocas veces sobre las cosas, pero probablemente esta vez sí que cambiarás de opinión.

—No lo creo.

—Quizá podríamos quedar los tres un día. ¿Puedes organizarlo?

—Me ha dicho que mañana estará en la ciudad. No sé si tendrá mucho tiempo o si me llamará.

Richard no continuó y Therese tampoco. Aquella noche no volvieron a mencionar a Carol.

Richard pasó el domingo por la mañana pintando, y fue al apartamento de Therese hacia las dos. Aún estaba allí un rato después, cuando llamó Carol. Therese le dijo que Richard estaba con ella y Carol le dijo: «Tráele». Carol estaba cerca del Plaza y podían quedar allí, en el Palm Room.

Media hora más tarde, Therese vio a Carol mirándoles desde una mesa cerca del centro del salón, y casi como la primera vez, como el eco de un impacto que había sido tremendo, Therese se estremeció al verla. Carol iba con el mismo traje negro de las cenefas verde y oro que llevaba el día en que comieron juntas. Pero esta vez Carol le prestó más atención a Richard que a ella.

Los tres se pusieron hablar de nada en particular y Therese, observando los calmados ojos grises de Carol, que sólo se volvieron a mirarla una vez, y una expresión bastante habitual en el rostro de Richard, sintió una especie de decepción. Richard había hecho el esfuerzo de conocerla, pero Therese pensó que no era tanto por curiosidad como porque no tenía otra cosa que hacer. Vio cómo Richard le miraba las manos a Carol, las uñas pintadas de rojo brillante, vio cómo observaba el zafiro verde claro y la alianza que llevaba en la otra mano. Richard no podía decir que aquéllas fueran unas manos inútiles, unas manos ociosas, a pesar de las largas uñas. Las manos de Carol eran fuertes y se movían con gran economía de movimientos. Su voz emergía entre el plano murmullo de las voces que les rodeaban, hablando con Richard de nada en particular, y en una ocasión ella se echó a reír.

Carol la miró.

—¿Le has dicho a Richard que quizá nos vayamos de viaje? —preguntó.

—Sí, se lo dije anoche.

—¿Al Oeste? —preguntó Richard.

—Me gustaría ir hacia el noroeste. Depende de las carreteras.

Therese se sintió súbitamente impaciente. ¿Por qué tenían que sentarse a conferenciar sobre ello? Ahora estaban hablando del clima y del estado de Washington.

—Washington es mi tierra —dijo Carol—. Prácticamente.

Unos instantes después, Carol preguntó si les apetecía dar un paseo por el parque. Richard pagó la cuenta de las cervezas y el café, tras sacar un billete del amasijo de billetes y monedas que llenaba el bolsillo de sus pantalones. Qué indiferente parecía respecto a Carol, pensó Therese. Le pareció que Richard no la había visto, igual que a veces, cuando ella se las señalaba, él no conseguía ver figuras en las rocas o en las formaciones nubosas. En ese momento él tenía los ojos bajos puestos en la mesa, con la delgada línea de su boca medio sonriendo, mientras se levantaba y se pasaba la mano rápidamente por el pelo.

Caminaron desde la entrada al parque hasta la calle Cincuenta y nueve, hacia el zoo, y luego a través del zoo, por un camino. Pasaron por debajo del primer puente, donde se curvaba el sendero y empezaba el parque de verdad. El aire era frío y quieto, con un cielo un tanto nublado, y Therese sintió una inmovilidad general, una quietud sin vida incluso en las figuras que se movían lentamente.

—¿Compro unos cacahuetes? —preguntó Richard.

Carol se agachó levemente al borde del camino agitando los dedos hacia una ardilla.

—Yo tengo algo —dijo suavemente, y al oír su voz la ardilla se quedó quieta y luego avanzó otra vez, agarró sus dedos nerviosos para sujetarse y clavó los dientes en algo. Luego desapareció. Carol sonrió, irguiéndose—. Llevaba algo en el bolsillo desde esta mañana.

—¿Das de comer a las ardillas en tu casa? —le preguntó Richard.

—A dos tipos de ardillas, marrones y de rayas —contestó Carol.

«Qué conversación más aburrida», pensó Therese.

Se sentaron en un banco y fumaron un cigarrillo, y Therese, contemplando un sol diminuto que finalmente atravesaba con sus rayos anaranjados las ramas negras de un árbol, deseó que llegara la noche para quedarse sola con Carol. Empezaron a andar, ya de vuelta. Si Carol tenía que irse a casa ahora, pensó Therese, ella haría algo violento. Como saltar del puente de la calle Cincuenta y nueve. O tomarse las tres tabletas de Bencedrina que Richard le había dado la semana anterior.

—¿Queréis que tomemos el té en alguna parte? —preguntó Carol cuando se acercaron de nuevo al zoo—. ¿Qué os parece aquel sitio ruso que hay cerca del Carnegie Hall?

—Rumpelmayer está aquí mismo —dijo Richard—. ¿Os gusta Rumpelmayer?

Therese suspiró y Carol pareció titubear. Pero fueron. Therese había estado una vez con Angelo y en ese momento lo recordó. No le gustaba aquel sitio. Las luces tan intensas la hacían sentirse desnuda y era molesto no saber si una estaba mirando a una persona real o a su reflejo en el espejo.

—No, no quiero nada, gracias —dijo Carol, sacudiendo la cabeza ante la gran bandeja de pasteles que llevaba la camarera.

Pero Richard escogió algo, dos pasteles, aunque Therese había dicho que no quería.

—¿Qué tal está eso, por si cambio de opinión? —le preguntó, y Richard le guiñó un ojo. Therese advirtió que llevaba las uñas sucias otra vez.

Richard le preguntó a Carol qué tipo de automóvil tenía y empezaron a discutir las virtudes de varios coches. Therese vio que Carol echaba un vistazo a las mesas que tenía enfrente. «A ella tampoco le gusta esto», pensó Therese. Therese miró a un hombre en el espejo que estaba colocado detrás de Carol en diagonal. Le daba la espalda a Therese y se inclinaba hacia adelante, hablándole animadamente a una mujer, agitando la mano abierta para enfatizar sus palabras. Miró a la delgada mujer de mediana edad que le escuchaba y luego otra vez a él, preguntándose si aquella sensación de familiaridad que le producía era real o era tan ilusoria como el espejo, hasta que un frágil recuerdo apareció en su conciencia, como un cisne en un sueño, y luego emergió a la superficie: era Harge.

Therese miró a Carol, pero si Carol le había visto, pensó, no sabía que se reflejaba en el espejo que había detrás de ella. Un momento después, Therese miró por encima de su hombro y vio a Harge de perfil, más parecido a las imágenes de la casa que guardaba en su memoria, la nariz corta y respingada, la cara llena, la ondulación del pelo rubio por encima del corte de pelo habitual. Carol tenía que haberle visto, sólo estaba tres mesas más allá, hacia la izquierda.

Carol miró a Richard y luego a Therese.

—Sí —le dijo a ella, sonriendo un poco, y volvió a mirar a Richard continuando con la conversación. Sus maneras eran como antes, pensó Therese, no se advertía en ellas ningún cambio. Therese miró a la mujer que acompañaba a Harge. No era joven, ni tampoco muy atractiva. Podía ser pariente suya.

Luego Therese vio a Carol aplastar un largo cigarrillo. Richard había dejado de hablar. Se encontraban a punto de irse. Therese estaba mirando a Harge en el momento en que él vio a Carol. Después de verla por primera vez, cerró los ojos casi totalmente, como si hiciera un esfuerzo para creer lo que veía, luego le dijo algo a la mujer que le acompañaba y se levantó para acercarse a Carol.

—Carol —dijo Harge.

—Hola, Harge. —Se volvió hacia Therese y Richard—. ¿Me perdonáis un momento?

Observándoles desde el umbral donde estaba de pie con Richard, Therese intentó verlo todo, ver más allá del orgullo y la agresividad de la figura ansiosa e inclinada de Harge, que no era tan alto como la copa del sombrero de Carol, intentó ver más allá de los asentimientos de Carol mientras él le hablaba, intentó adivinar no lo que hablaban en ese momento, sino lo que se habían dicho hacía cinco años, tres años, aquel día de la foto en el bote de remos. Carol le había querido entonces y ahora era duro recordarlo.

—¿Podemos largarnos ya, Terry? —le preguntó Richard.

Therese vio a Carol decir adiós con la cabeza a la mujer que había en la mesa de Harge y luego volverse hacia él. Harge miro más allá de Carol, a Therese y a Richard, y sin reconocerla aparentemente volvió a su mesa.

—Lo siento —dijo Carol cuando se reunió con ellos.

En la acera, Therese apartó a Richard un momento y le dijo:

—Te doy las buenas noches, Richard. Carol quiere que visitemos a una amiga suya esta noche.

—Oh. —Richard frunció el ceño—. Yo tenía unas entradas para el concierto aquél, ya sabes.

De pronto, Therese lo recordó.

—Ah, las de Alex, se me había olvidado, lo siento —dijo Therese.

—No tiene importancia —dijo él tristemente.

Y no la tenía. Therese se acordó de que Alex, un amigo de Richard, iba a acompañar a alguien en un concierto de violín, y hacía semanas que le había dado aquellas entradas a Richard.

—Prefieres ir con ella, ¿no? —le preguntó.

Therese vio que Carol estaba buscando un taxi. Al cabo de un momento se iría y les dejaría a los dos solos.

—Podías haberme recordado lo del concierto esta mañana, Richard.

—¿Ese era su marido? —Richard contrajo los ojos bajo su ceño—. ¿Qué es esto, Terry?

—¿Qué es qué? —dijo ella—. Yo no conozco a su marido.

Richard esperó un momento y luego desfrunció el ceño. Sonrió, como si reconociera que había sido poco razonable.

—Lo siento. Había dado por sentado que te vería esta noche. —Se acercó a Carol—. Buenas noches —le dijo.

Parecía que iba a marcharse solo y Carol le dijo:

—¿Vas hacia el centro? Puedo acercarte.

—Voy andando, gracias.

—Pensaba que vosotros dos habíais quedado —le dijo Carol a Therese.

Therese vio que Richard se rezagaba y se acercó más a Carol para que él no la oyera:

—No era nada importante, y yo prefiero estar contigo.

Un taxi se había detenido junto a Carol, ésta puso la mano en la manija de la puerta.

—Bueno, nuestra cita tampoco es importante, así que ¿por qué no sales con Richard esta noche?

Therese echó un vistazo a Richard y vio que lo había oído.

—Adiós, Therese —dijo Carol.

—Buenas noches —dijo Richard.

—Buenas noches —dijo Therese, y observó a Carol cerrar la puerta del taxi tras ella.

—Bueno —dijo Richard.

Therese se volvió hacia él. No quería ir al concierto, ni tampoco quería hacer nada violento, lo sabía, nada excepto ir andando rápidamente hacia su casa y continuar el trabajo del decorado que quería acabar, para enseñárselo a Harkevy el martes. Veía toda la noche por delante, con un fatalismo angustiado y a la vez desafiante. Richard tardó un segundo en acercarse a ella.

—Aun así, no quiero ir al concierto —dijo ella.

Para su sorpresa, Richard retrocedió y exclamó, enfadado:

—¡Muy bien, pues no vayas! —Y se dio la vuelta.

Caminó en dirección oeste por la calle Cincuenta y nueve, con su paso desgarbado y asimétrico que le desnivelaba los hombros, y moviendo las manos arrítmicamente a cada lado. Sólo viéndole andar así hubiera adivinado que estaba enfadado. En un momento desapareció de su vista. De pronto, a Therese le vino a la mente el rechazo de Kettering del lunes anterior. Miró a la oscuridad por donde Richard había desaparecido. No se sentía culpable por lo de aquella noche. Era otra cosa. Le envidiaba. Le envidiaba por su confianza en que siempre habría un lugar, un hogar, un trabajo, alguien para él. Envidiaba aquella actitud suya. Casi le molestaba que la tuviera.

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