Carol

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Empezó Richard.

—¿Por qué te gusta tanto?

Era una noche en la que ella había anulado una cita con Richard ante la remota posibilidad de que viniera Carol. Carol no había ido y, en cambio, había aparecido Richard. Ahora a las once y cinco, en la gran cafetería de paredes rosas que había en la avenida Lexington, ella estaba a punto de empezar a hablar del tema, pero Richard se le había adelantado.

—Me gusta estar con ella, hablar con ella. Siento apego hacia alguien con quien puedo hablar.

Las frases de una carta que le había escrito a Carol sin llegar a enviársela volvieron a su mente para contestar a Richard.

Siento que estoy en un desierto con las manos extendidas y tú estás lloviendo sobre mí..

—Estás supercolgada de ella —anunció Richard, en plan explicativo y con resentimiento.

Therese respiró hondo. ¿Debía ser simple y admitir que sí o debía intentar explicárselo? ¿Qué podía entender él aunque se lo explicara con un millón de palabras?

—¿Lo sabe ella? Claro que lo sabe. —Richard frunció el ceño y aspiró el humo de su cigarrillo—. ¿No te parece una estupidez? Es como un amorío de colegialas.

—Tú no lo entiendes —dijo ella. Se sentía segura de sí misma.

Te acariciaré como música atrapada en las copas de los árboles del bosque

—¿Qué es lo que hay que entender? Ella sí lo entiende. No será indulgente contigo. No debería jugar de esa manera. No es justo para ti.

—¿No es justo para mí?

—¿Qué está haciendo, divirtiéndose a tu costa? Y luego un día se cansará de ti y te echará a patadas.

«Echarme a patadas», pensó ella. ¿Qué había dentro y qué había fuera? ¿Cómo podía uno echar a patadas una emoción? Estaba enfadada, pero no quería discutir. No dijo nada.

—¡Estás en la higuera!

—Estoy perfectamente lúcida. Nunca me he sentido más lúcida. —Cogió el cuchillo de mesa y pasó el pulgar por el lado contrario a la sierra—. ¿Por qué no me dejas sola?

—¿Dejarte sola? —dijo él, frunciendo el ceño.

—Sí.

—¿Te refieres también a lo de Europa?

—Sí —dijo ella.

—Escucha, Terry. —Richard se retorció en su silla y se inclinó hacia adelante, titubeó, cogió otro cigarrillo, lo encendió de mala gana y tiró la cerilla al suelo—. ¡Estás en una especie de trance! Es peor…

—¿Sólo porque no quiero discutir contigo?

—Es peor que estar colgado de amor, porque es totalmente irracional. ¿Lo entiendes?

No, ella no entendía una sola palabra.

—Pero se te pasará en una semana. Espero. ¡Dios mío! —Se estremeció otra vez—. ¡Y pensar que hace un minuto prácticamente te has despedido de mí por ese estúpido amorío!

—Yo no he dicho eso, lo has dicho tú. —Le miró. Su rígido rostro empezaba a enrojecer en medio de sus lisas mejillas—. ¿Por qué tengo que estar contigo si lo único que haces es discutir sobre eso?

Él volvió a reclinarse en la silla.

—El miércoles o el próximo sábado no seguirás pensando así. Todavía no hace tres semanas que la conoces.

Ella miró por encima de las mesas humeantes que la gente iba rodeando, escogiendo esto o aquello, dirigiéndose hacia la curva del mostrador y luego dispersándose.

—Podríamos decirnos adiós —dijo ella—, porque ninguno de los dos será nunca muy distinto de lo que es ahora.

—¡Therese, eres como esa gente que se vuelve loca y se cree que está más cuerda que nunca!

—¡Venga, déjalo ya!

La mano de Richard, con su hilera de nudillos sobresalientes en la carne blanca y pecosa, estaba apoyada en la mesa, inmóvil, como la foto de una mano que tamborileara de un modo imperceptible.

—Te voy a decir una cosa. Creo que tu amiga sabe lo que se hace. Lo que está haciendo contigo es un crimen. No sé si debería decírselo a alguien, pero el problema es que tú ya no eres una niña. Aunque actúas como si lo fueras.

—¿Por qué te lo tomas tan a la tremenda? —le preguntó ella—. Estás casi frenético.

—¡Tú te lo tomas tan a la tremenda como para romper conmigo! ¿Qué es lo que sabes de ella?

—¿Y qué sabes tú de ella?

—¿Alguna vez se ha propasado contigo?

—¡Dios mío! —exclamó Therese. Le hubiera gustado decirlo una docena de veces. Todo se juntaba, su encierro allí…—. Tú no lo entiendes —dijo. Sí lo entendía y por eso estaba tan enfadado. ¿Pero no podía entender que ella habría sentido exactamente lo mismo si Carol nunca la hubiera tocado? Sí, y si Carol nunca hubiera vuelto a hablarle tras aquella breve conversación en los almacenes sobre la maleta de juguete, también habría sido lo mismo. Si Carol nunca le hubiera dirigido la palabra también habría sentido igual, porque todo había empezado en el instante en que vio a Carol de pie en medio de aquel lugar, observándola. Darse cuenta de que habían pasado tantas cosas desde aquel encuentro la hizo sentirse súbitamente afortunada. Era muy fácil que un hombre y una mujer se encontraran, encontraran a alguien que les presentara, pero, para ella, haber encontrado a Carol…—. Creo que yo te entiendo mejor de lo que tú me entiendes a mí. Tú tampoco quieres volver a verme porque tú mismo has dicho que yo no soy la misma. Si seguimos viéndonos así, sólo conseguiremos ponernos cada vez más furiosos.

—Terry, olvida por un momento todo lo que yo te haya dicho de que quería que me quisieras o de que yo te quería a ti. Me interesas como persona, eso es lo que quiero decir. Me gustas. Me gustaría…

—A veces me pregunto por qué piensas que te gusto o que te gustaba. Porque ni siquiera me conoces.

—Tú no te conoces.

—Sí que me conozco, y te conozco a ti. Un día dejarás de pintar y también me dejarás a mí. Como cada vez que has dejado algo que habías empezado desde que te conozco, trabajar en la lavandería o en la tienda de coches de segunda mano…

—Eso no es verdad —dijo Richard de mal humor.

—¿Pero por qué te crees que te gusto? ¿Porque yo también pinto un poco y así hablamos de eso? Como novia tuya no te resulto práctica, igual que la pintura es un mal negocio para ti. —Dudó un momento y luego siguió—. De todas maneras, sabes lo suficiente de arte para adivinar que nunca serás un buen pintor. Eres como un niño, y jugarás a hacer el vago mientras puedas, sabiendo muy bien que lo que deberías estar haciendo es trabajar para tu padre, y eso es lo que acabarás haciendo.

Los ojos de Richard se habían vuelto súbitamente fríos. La línea de su boca era ahora recta y muy corta, el delgado labio superior ligeramente curvado.

—No era de eso de lo que estábamos hablando, ¿verdad?

—Pues sí. Es la explicación de por qué tú insistes cuando sabes que ya no hay esperanza, y además sabes que al final acabarás dejándolo correr.

—¡No lo haré!

—¡Richard, esto no tiene sentido!

—Cambiarás de opinión, ya lo verás.

Ella lo entendió. Era como una canción que él le seguía cantando una y otra vez.

Una semana después, Richard estaba de pie en su habitación con la misma expresión de enfado y mal humor en el rostro, hablando en el mismo tono. La había llamado a una hora inusual en él, a las tres de la tarde, y había insistido en verla un momento. Ella estaba haciendo la maleta para pasar el fin de semana en casa de Carol. Si no la hubiera visto haciendo la maleta, Richard no se habría puesto de tan mal humor, pensó ella, porque la semana anterior le había visto tres veces y había estado más agradable y más considerado con ella que nunca.

—No puedes ordenarme que me marche de tu vida —le dijo, agitando los brazos, pero tenía un tono tan solitario como si ya hubiera tomado el camino que le separaba de ella—. Lo que más me amarga es que te portas como si yo no valiera nada y fuese totalmente inútil. Eso no me parece justo Terry. ¡Yo no puedo competir!

No, pensó ella, claro que no podía.

—No tengo por qué discutir contigo —le dijo—. Eres tú el que elige pelearse por Carol. Ella no te ha quitado nada porque tú no lo tenías. Pero si no puedes continuar viéndome… —Se detuvo, sabiendo que él podría, y probablemente lo haría, seguir viéndola.

—Vaya lógica —dijo él, frotándose el ojo con el dorso de la mano.

Therese le observó, invadida por una idea que acababa de ocurrírsele y que de pronto parecía convertirse en un hecho. ¿Por qué no se le había ocurrido la noche del teatro, hacía unos días? Podría haberlo adivinado durante toda la semana pasada, por centenares de gestos, palabras, miradas. Pero recordaba especialmente la noche del teatro; él la había sorprendido con entradas de una obra que a ella le apetecía ver; la manera como le había cogido la mano aquella noche y su voz al teléfono, sin decirle que quedaban allí o allá, sino preguntándole dulcemente si podía. A ella no le había gustado. No era una manifestación de afecto, sino una manera de congraciarse o de preparar el camino para las repentinas preguntas que esa noche le planteó, como al azar. «¿Qué significa que estás muy apegada a ella?» «¿Quieres acostarte con ella?» Therese le había contestado: «Si fuera así, ¿crees que te lo diría?», mientras una serie de emociones —humillación, resentimiento, aversión hacia él— la habían dejado sin habla, le habían hecho casi imposible seguir andando junto a él. Y mirándolo, le había visto mirarla con aquella suave y necia sonrisa que en su recuerdo parecía cruel y enfermiza. Y el matiz de enfermiza le habría pasado por alto si no hubiera sido por la insistencia de Richard en convencerla de que ella estaba enferma.

Therese se volvió y metió en su neceser el cepillo de dientes y el cepillo del pelo, pero entonces recordó que había dejado un cepillo de dientes en casa de Carol.

—¿Qué quieres exactamente de ella, Therese? ¿Hasta dónde vais a llegar?

—¿Por qué te interesa tanto?

Él la miró, y por un momento, bajo su enfado, ella vio la curiosidad que ya había visto antes, como si él estuviera contemplando un espectáculo por el agujero de una cerradura. Pero ella sabía que él no estaba tan distanciado como para eso. Al contrario, sintió que nunca había estado tan atado a ella como en aquel momento, nunca había estado tan determinado a no dejarla en paz. Eso la asustó. Podía imaginarse aquella determinación convertida en odio y violencia.

Richard suspiró y retorció el periódico entre las manos.

—Me interesas tú. No puedes decirme simplemente: «Búscate a otra». Nunca te he tratado como a los demás, nunca he pensado en ti de esa manera.

Ella no contestó.

—¡Mierda! —Richard tiró el periódico contra la estantería y le dio la espalda a Therese.

El periódico dio contra la Virgen, que rebotó contra la pared como si se hubiera quedado atónita, cayó y rodó por el borde. Richard se lanzó a recogerla y la agarró con ambas manos. Miró a Therese y sonrió sin querer.

—Gracias. —Therese la cogió. La levantó para devolverla a su sitio, pero luego bajó las manos rápidamente y estampó la figura contra el suelo.

—¡Terry!

La Virgen yacía rota en tres o cuatro pedazos.

—No importa —dijo ella. El corazón le latía como si estuviera furiosa o peleándose.

—Pero…

—¡A la mierda! —dijo, empujando los pedazos con el pie.

Richard salió un momento después, dando un portazo.

¿Qué era?, se preguntó Therese, ¿lo de Andronich o Richard? La secretaria del señor Andronich la había llamado hacía una hora y le había dicho que el señor Andronich había decidido contratar a un ayudante de Filadelfia en vez de a ella. Así que al volver del viaje con Carol estaría sin trabajo. Therese bajó los ojos hacia la Virgen rota. La madera era bastante bonita por dentro. Se había roto limpiamente por la veta.

Carol quiso saber con detalle cómo había sido su conversación con Richard. A Therese le molestó que a Carol le preocupara tanto si Richard había sufrido o no.

—No estás acostumbrada a pensar en los sentimientos de los demás —le dijo Carol bruscamente. Estaban en la cocina preparando una cena tardía, porque Carol le había dado la noche libre a la doncella—. ¿En qué te basas para pensar que no está enamorado de ti? —le preguntó.

—Quizá yo no entiendo del todo cómo funciona. Pero no parece quererme.

Luego, durante la cena, en medio de una conversación sobre el viaje, Carol dijo de pronto:

—No tendrías que habérselo dicho a Richard.

Era la primera vez que Therese le contaba a Carol algo de su conversación en la cafetería.

—¿Por qué no? ¿Tendría que haberle mentido?

Carol no comía. Empujó la silla hacia atrás y se levantó.

—Eres demasiado joven para saber bien tu propia opinión. O de lo que estás hablando. En este caso, había que mentir.

Therese dejó el tenedor. Miró cómo Carol cogía un cigarrillo y lo encendía.

—Tenía que despedirme de él y así lo he hecho. Ya no volveré a verle.

Carol abrió un panel al fondo de la estantería y sacó una botella. Sirvió el líquido en un vaso vacío y cerró el panel.

—¿Por qué tenías que hacerlo ahora? ¿Por qué no hace dos meses o dentro de otros dos? ¿Y por qué le has hablado de mí?

—Sé… creo que esto le fascina.

—Es posible.

—Pero si simplemente no le veo más… —No pudo acabar. Iba a decir que él no era capaz de seguirla ni de espiarla, pero no quería decirle cosas así a Carol. Y además, estaba el recuerdo de los ojos de Richard—. Creo que renunciará. Dijo que no podía competir.

Carol se golpeó la frente con la mano.

—No podía competir —repitió. Volvió a la mesa y sirvió un poco de agua en el whisky—. Es verdad. Acábate la cena. Quizá estoy exagerando, no sé.

Pero Therese no se movió. Había cometido un error. Y en el mejor de los casos, aunque no se hubiera equivocado, no podía hacer feliz a Carol como Carol la hacía feliz a ella, pensó, como ya había pensado cientos de veces. Carol sólo estaba contenta en algunos momentos sueltos, momentos que Therese percibía y guardaba en su memoria. Uno había sido la noche en que montaron el árbol de Navidad. Carol había plegado la hilera de ángeles y la había guardado entre las páginas de un libro. «Guardaré esto» había dicho. «Con veintidós ángeles para defenderme no puedo perder». Therese miró a Carol, y aunque Carol la estaba observando, era a través de aquel velo de preocupación, que mantenía a Carol ausente del mundo, como Therese veía tan a menudo.

—Frases —dijo Carol—. No puedo competir. La gente habla de los clásicos. Esas frases son clásicas. Seguramente cien personas distintas dirían las mismas palabras. Hay frases para la madre, para la hija, para el marido y para el amante. Preferiría verte muerta a mis pies. Es la misma obra repetida con un reparto distinto cada vez. ¿Qué hace de una obra un clásico, Therese?

—Un clásico —su voz sonaba tensa y ahogada—…, una obra clásica es la que contiene una situación humana básica.

Cuando Therese se despertó, el sol entraba en su habitación. Se quedó echada un momento, mirando las manchas que formaba en el techo gris, que se agitaban como gotas de agua. Intentó escuchar algún sonido que revelase actividad en la casa. Miró su blusa, que colgaba del borde del escritorio. ¿Por qué se volvía tan desordenada en casa de Carol? A Carol no le gustaba. El perro, que vivía en alguna parte más allá de los garajes, ladraba intermitentemente, indiferente. Aquella noche había habido un plácido intervalo, la llamada telefónica de Rindy. Rindy había vuelto de una fiesta de cumpleaños a las nueve y media. ¿Podría dar ella una fiesta de cumpleaños en abril? Carol le dijo que sí. Después de eso, Carol había estado distinta. Había hablado de Europa y de veranos pasados en Rapallo.

Therese se levantó y fue a la ventana, la abrió y se inclinó sobre el alféizar, tensándose contra el frío. En ninguna parte se veían las mañanas como desde aquella ventana. Más allá del camino, el redondo lecho de hierba verde tenía flechas de luz solar, como agujas de oro desparramadas. Había chispas de sol en las húmedas hojas de los setos, y el cielo era de un azul fresco y límpido. Miró al lugar del camino donde Abby se había parado aquella mañana, y al trozo de verja blanca más allá de los setos que marcaba el final del jardín. El campo parecía palpitante y joven, aunque el invierno había oscurecido un poco la hierba. En Montclair, el colegio estaba rodeado de árboles y setos, pero el verde siempre acababa en alguna parte con muros de ladrillo rojo, o un edificio de piedra gris que formaba parte del colegio, una enfermería, un cobertizo donde se guardaban herramientas o un almacén para la leña, y cada primavera el verde parecía más viejo, gastado y dejado en herencia por una generación de niños a la siguiente, como parte de la parafernalia del colegio, igual que los libros de texto y los uniformes.

Se vistió con los holgados pantalones escoceses que había traído de su casa y una de las camisas que se había dejado allí otra vez, y que le habían lavado y planchado. Eran las ocho y veinte. A Carol le gustaba levantarse hacia las ocho y media, le gustaba que alguien la despertara con una taza de café, aunque Therese se había dado cuenta de que Florence nunca estaba para hacerlo.

Florence se hallaba en la cocina cuando ella bajó, pero acababa de poner el café.

—Buenos días —dijo Therese—. ¿Le importa que yo me ocupe del desayuno?

A Florence no le importó las otras dos veces que llegó y se encontró a Therese haciéndolo.

—Adelante, señorita —dijo Florence—. Sólo me haré mis huevos fritos. Le gusta hacerle las cosas a la señora Aird usted misma, ¿verdad? —dijo, en tono de constatación.

Therese estaba sacando dos huevos de la nevera.

—Sí —dijo sonriendo. Echó uno de los huevos al agua, que empezaba a hervir. Su respuesta a Florence sonó bastante sosa, pero ¿qué otra cosa podía contestarle? Cuando se volvió después de ordenar la bandeja del desayuno, vio que Florence había puesto el segundo huevo en el agua. Therese lo sacó con la mano—. Sólo quiere un huevo —dijo—. Este es para mi tortilla.

—¿Sólo uno? Antes comía dos.

—Bueno, pues ahora ya no —dijo Therese.

—¿Quiere contar el tiempo del huevo, señorita? —Florence le dedicó su agradable sonrisa profesional—. Ahí está el reloj, encima del horno.

—Queda mejor cuando lo hago a ojo —dijo Therese, sacudiendo la cabeza. Nunca se había equivocado con el huevo de Carol. A Carol le gustaba un poco más hecho de lo que marcaban las normas culinarias. Therese miró a Florence, que en ese momento estaba concentrada en los dos huevos que tenía en la sartén. El café ya casi había acabado de filtrarse. En silencio, Therese preparó la taza para llevársela a Carol.

Más tarde, Therese ayudó a Carol a meter en la casa las sillas de hierro blancas y la mecedora del jardín trasero. Hubiera sido más fácil con la ayuda de Florence, dijo Carol, pero la había enviado a la compra y luego había tenido el súbito capricho de meter los muebles dentro. Harge había querido mantenerlos fuera durante todo el invierno, pero a ella le parecía que tenían un aspecto muy triste allí. Al final, sólo quedaba una silla junto a la fuente redonda, una modesta sillita de metal blanco con el asiento combado y cuatro delicados pies. Therese la miró y se preguntó quién se habría sentado en ella.

—Me gustaría que hubiera más obras que pasaran en el exterior —dijo Therese.

—¿Qué es lo primero que piensas cuando te pones a trabajar en una escenografía? —le preguntó Carol—. ¿Por dónde empiezas?

—Supongo que depende del ambiente de la obra. ¿Qué quieres decir?

—¿Piensas en el tipo de obra que es, o en algo que te gustaría ver?

Una de las observaciones del señor Donohue le vino a la cabeza con una vaga sensación de desagrado. Carol estaba muy habladora aquella mañana.

—Creo que estás decidida a considerarme una aficionada —dijo Therese.

—Creo que eres bastante subjetiva. Eso es de aficionada, ¿no?

—No siempre —contestó. Pero sabía lo que Carol quería decir.

—Tú sabes muy bien ser totalmente subjetiva, ¿no? Por aquellas cosas que me enseñaste, yo, sin saber demasiado de esto, creo que eres demasiado subjetiva.

Therese cerró los puños dentro de sus bolsillos. Había deseado mucho que a Carol le gustara su trabajo, de manera incondicional. Le había dolido terriblemente que no le hubieran gustado todos los decorados que le había enseñado. Desde el punto de vista técnico, Carol no sabía nada del tema, pero podía cargarse un decorado con una simple frase.

—Creo que te irá bien echarle una ojeada al Oeste. ¿Cuándo dijiste que tenías que volver? ¿A mediados de febrero?

—Bueno, ya no. Ayer me enteré.

—¿Qué quieres decir? ¿El trabajo de Filadelfia ha fallado?

—Me llamaron. Quieren a alguien de Filadelfia.

—Oh, pequeña, lo siento.

—Bueno, son cosas de este trabajo —dijo Therese. Carol le había puesto la mano en la nuca y le frotaba detrás de la oreja con el pulgar, como si acariciase a un perro.

—No pensabas decírmelo.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Durante el viaje, en algún momento.

—¿Estás muy decepcionada?

—No —dijo Therese categóricamente.

Recalentaron la última taza de café, se la llevaron fuera, junto a la silla blanca de hierro, y la compartieron.

—¿Comemos en alguna parte? —le preguntó Carol—. Vayamos al club. Luego tengo que hacer algunas compras en Newark. ¿Qué te parece una chaqueta? ¿Te gustaría una chaqueta de tweed?

Therese estaba sentada en el borde de la fuente, tapándose la oreja con la mano porque el frío le hacía daño.

—No la necesito especialmente —dijo.

—Pero a mí me encantaría verte con una chaqueta así.

Therese estaba arriba, cambiándose de ropa, cuando oyó sonar el teléfono. Oyó a Florence decir: «Ah, buenos días, señor Aird. Sí, ahora mismo la llamo», y Therese cruzó la habitación y cerró la puerta. Inquieta, empezó a ordenar la habitación, colgando su ropa en el armario, y alisando la cama que ya había hecho. Luego, Carol llamó a la puerta y asomó la cabeza.

—Harge vendrá dentro de unos minutos. No creo que se quede mucho rato.

Therese no quería verle.

—¿Quieres que me vaya a dar un paseo?

—No —sonrió Carol—. Quédate aquí y, si quieres, lee algo.

Therese cogió el libro que se había comprado el día antes, el

Tratado de versificación inglesa, e intentó leer, pero las palabras le parecían aisladas y sin sentido. Tenía la inquietante sensación de estar escondida, así que fue a la puerta y la abrió.

Carol se acercaba en aquel momento desde su habitación y, por un instante, Therese vio en su cara la misma indecisión que recordaba del primer momento en que ella había entrado en la casa. Luego dijo:

—Ven, baja.

El coche de Harge llegó cuando ellas entraban en la sala. Carol se acercó a la puerta, y Therese les oyó saludarse, Carol cordialmente, pero Harge muy alegre, y luego Carol entró con una gran caja de flores en los brazos.

—Harge, ella es la señorita Belivet. Creo que ya la viste una vez —dijo Carol.

Los ojos de Harge se contrajeron un poco y luego se abrieron.

—Ah, sí. Hola.

—Hola.

Entró Florence y Carol le tendió la caja de flores.

—¿Puede ponerlas en un jarrón? —le pidió.

—Ah, aquí está esta pipa, ya me lo imaginaba —dijo Harge, poniendo la mano detrás de la hiedra, sobre la repisa de la chimenea, y sacó una pipa.

—¿Todo va bien en casa? —le preguntó Carol mientras se sentaba en un extremo del sofá.

—Sí. Muy bien —contestó él. Su tensa sonrisa no dejaba ver sus dientes, pero su cara y los rápidos gestos de su cabeza irradiaban genio y autosatisfacción. Miró con placer de propietario cómo Florence regresaba con las flores, rosas rojas, en un jarrón, y las colocaba en la mesita de té que había frente al sofá.

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