Carol

Carol


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Therese deseó súbitamente haberle llevado flores a Carol, habérselas llevado en cualquiera de las seis ocasiones en que había ido, y recordó las flores que Dannie le había llevado un día en que se presentó de improviso en el teatro. Miró a Harge y él apartó la vista, enarcando aún más la ceja, con los ojos volando de aquí para allá, como si buscara pequeños cambios en la habitación. Pero tal vez su aire alegre fuera fingido, pensó Therese. Y si se tomaba la molestia de fingir era porque, a su manera, debía de querer a Carol.

—¿Puedo coger una para Rindy? —preguntó Harge.

—Claro. —Carol se levantó e iba a cortar una flor, pero Harge se adelantó y puso la hoja de un cuchillito contra el tallo y la flor cayó—. Son preciosas. Gracias, Harge.

Harge se llevó la flor a la nariz. Medio para Carol, medio para Therese, dijo:

—Es un día precioso. ¿Vas a dar un paseo en coche?

—Sí, vamos a dar una vuelta —dijo Carol—. Por cierto, me gustaría ir en coche a tu casa una tarde de la semana que viene. Quizá el martes.

Harge lo pensó un momento.

—De acuerdo. Se lo diré a ella —dijo.

—Ya se lo diré yo por teléfono. Quería decir que avisaras a tu familia.

Harge asintió y luego miró a Therese.

—Sí, me acuerdo de ti. Claro. Estabas aquí hará tres semanas. Antes de Navidad.

—Sí. Un domingo. —Therese se levantó. Quería dejarles solos—. Me voy arriba —le dijo a Carol—. Adiós, señor Aird.

Harge le hizo una leve inclinación.

—Adiós.

Cuando subía por la escalera, oyó decir a Harge:

—Bueno, felicidades, Carol. Me apetecía decirlo, ¿te importa?

«El cumpleaños de Carol», pensó Therese. Por supuesto, Carol no se lo hubiera dicho.

Cerró la puerta y miró la habitación, se percató de que estaba intentando hallar alguna señal de que había pasado la noche allí. No había ninguna. Se detuvo ante el espejo y se miró un momento, frunciendo el ceño. No estaba tan pálida como aquel día, hacía tres semanas, cuando la vio Harge. Ya no se sentía como la lánguida y asustada personilla que Harge se había encontrado. Cogió su bolso del cajón de la cómoda y sacó el lápiz de labios. Luego oyó a Harge llamar a la puerta y cerró el cajón.

—Pase.

—Perdona. Tengo que coger una cosa —dijo. Atravesó la habitación rápidamente, fue al cuarto de baño y cuando salió, con la cuchilla en la mano, sonreía—. Tú estabas en el restaurante con Carol el domingo pasado, ¿verdad?

—Sí —dijo Therese.

—Me ha dicho Carol que eres escenógrafa.

—Sí.

Él le miró la cara, luego las manos, después bajó la vista al suelo y volvió a mirarla.

—Espero que te encargues de que Carol salga —le dijo—. Pareces joven y activa. Convéncela de que salga a pasear.

Atravesó la habitación rápidamente, dejando tras de sí una leve estela de olor a jabón de afeitar. Therese echó el lápiz de labios sobre la cama y se secó las palmas en un lado del faldón. Se preguntó por qué Harge se molestaba en demostrarle que sabía que Carol y ella pasaban mucho tiempo juntas.

—¡Therese! —la llamó Carol de pronto—. ¡Baja!

Carol estaba sentada en el sofá fumando un cigarrillo. Harge se había ido. Carol miró a Therese con una leve sonrisa. Entonces entró Florence y Carol le dijo:

—Florence, llévese las flores a otro sitio. Póngalas en el comedor.

—Sí, señora.

Carol le hizo un guiño a Therese.

El comedor no se utilizaba y Therese lo sabía. Carol prefería comer en cualquier otra parte.

—¿Por qué no me dijiste que era tu cumpleaños? —le preguntó Therese.

—¡Ah! —Carol se echó a reír—. No es mi cumpleaños, es mi aniversario de boda. Coge tu abrigo y vámonos.

Cuando salían del jardín, Carol le dijo:

—Si hay algo que no soporto son los hipócritas.

—¿Qué te ha dicho?

—Nada importante. —Carol seguía sonriendo.

—Pero tú has dicho que era un hipócrita.

—Por excelencia.

—¿Ese buen humor era fingido?

—Bueno, sólo en parte.

—¿Ha dicho algo de mí?

—Ha dicho que parecías buena chica. Eso no es nada nuevo. —Carol condujo el coche por el estrecho camino que llevaba al pueblo—. Me ha dicho que el divorcio tardaría un mes y medio más de lo que creíamos, por los trámites burocráticos. Eso sí es una novedad. Se le ha ocurrido que entretanto quizá yo cambie de opinión. Eso es hipocresía pura. Creo que le gusta engañarse a sí mismo.

¿Así era la vida? ¿Eran así siempre las relaciones humanas?, se preguntó Therese. Nada sólido bajo los pies. Siempre como gravilla, un terreno levemente blando, ruidoso, para que todo el mundo se enterara y para que uno pudiera oír siempre los fuertes y bruscos pasos del intruso.

—Carol, no te he dicho que no me quedé aquel cheque —comentó Therese de pronto—. Lo dejé debajo del tapete de la mesita de noche.

—¿Por qué ahí?

—No sé. ¿Quieres que lo rompa yo? Iba a hacerlo aquella noche…

—Si insistes… —dijo Carol.

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