Carol

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Therese bajó la vista hacia la enorme caja de cartón.

—No quiero llevármelo. —Tenía las manos ocupadas—. La señora Osborne se puede quedar con la comida y el resto que se quede aquí.

—Cógelo —dijo Carol, saliendo. Cargaba las últimas cosas, libros y chaquetas que Therese había decidido llevarse en el último minuto.

Therese fue arriba a buscar la caja. Había llegado una hora antes con un mensajero. Eran un montón de bocadillos envueltos en papel de cera, una botella de licor de grosella, un pastel y una caja con el vestido blanco que la señora Semco le había prometido. Richard no tenía nada que ver con el paquete, ella lo sabía, porque, de lo contrario, habría habido una nota o un libro.

En el sofá yacía un vestido desechado a última hora, y la alfombra estaba doblada por una esquina, pero Therese estaba impaciente por irse. Cerró la puerta y bajó corriendo la escalera con la caja, pasó la puerta de los Kelly, que estaban fuera, trabajando, y ante la puerta de la señora Osborne. Se había despedido de ella una hora antes, al pagarle el alquiler del mes siguiente.

Cuando cerraba la puerta de abajo, la señora Osborne la llamó desde la escalera.

—¡Al teléfono! —exclamó, y Therese fue de mala gana, pensando que sería Richard.

Era Phil McElroy, que la llamaba para preguntarle por la entrevista que había tenido con Harkevy el día antes. Ella se lo había contado a Dannie por la noche, porque habían ido a cenar juntos. Harkevy no le había prometido trabajo, pero había dicho que siguieran en contacto y Therese pensaba que quería dárselo. Él la había llevado detrás del escenario del teatro donde supervisaba el decorado de

Ciudad de invierno. Había elegido tres de las maquetas de Therese y las había mirado con detalle. Criticó una por ser un tanto sosa, otra le pareció poco práctica, y la que más le gustó fue el decorado de un vestíbulo que Therese había empezado aquella noche en que volvió de la primera visita a casa de Carol. Él fue la primera persona que tomó en consideración sus decorados menos convencionales. Therese llamó a Carol de inmediato y le contó la reunión. Ahora le explicó a Phil cómo había ido la entrevista, pero no le dijo que el trabajo de Andronich había fallado, porque no quería que Richard lo supiera. Therese le preguntó a Phil para qué obras pensaba hacer los decorados el señor Harkevy, porque él le había dicho que estaba dudando entre dos. Había más posibilidades de que la contratase como ayudante si se decidía por una obra inglesa que si lo hacía por aquella de la que le había hablado el día anterior.

—Todavía no tengo ninguna dirección que darte —le dijo Therese—. Sé que iremos a Chicago.

Phil le dijo que igual podía mandarle allí una carta a su nombre a lista de correos.

—¿Era Richard? —le preguntó Carol cuando volvió.

—No, Phil McElroy.

—¿Así que no has sabido nada de Richard?

—Estos días, no. Pero esta mañana me ha mandado un telegrama. —Therese dudaba, pero luego sacó del bolsillo el telegrama y lo leyó. YO NO HE CAMBIADO NI TÚ TAMPOCO. ESCRÍBEME. TE QUIERO. RICHARD.

—Creo que deberías llamarle —dijo Carol—. Llámale desde casa.

Iban a pasar la noche en casa de Carol para salir por la mañana temprano.

—¿Te pondrás ese vestido esta noche? —le preguntó Carol.

—Me lo probaré. Parece un vestido de novia.

Therese se puso el vestido justo antes de cenar. Le llegaba por debajo de la pantorrilla y el cinturón iba atado detrás con largas bandas blancas cosidas por delante y bordadas a mano. Bajó a enseñárselo a Carol. Carol estaba en el salón, escribiendo una carta.

—Mira —dijo Therese sonriendo.

Carol la miró un largo momento, luego se acercó y examinó los bordados de la cintura.

—Es una pieza de museo. Estás preciosa. Te lo pones para esta noche, ¿de acuerdo?

—Es tan recargado… —contestó. No quería ponérselo porque le recordaba a Richard.

—¿Qué mierda de estilo es éste, ruso?

Therese se rió. Le gustaba oír a Carol hablar mal, siempre de manera casual y cuando nadie la oía.

—¿Lo es o no? —repitió Carol.

—¿El qué? —preguntó Therese, que ya subía por la escalera.

—¿De dónde has sacado esa costumbre de no contestar cuando te preguntan? —le preguntó Carol, con la voz súbitamente endurecida por el enfado.

Carol tenía en los ojos la misma luz blanca de ira que le había visto cuando ella se negó a tocar el piano. Y esta vez se había enfadado por una tontería.

—Lo siento, Carol. Supongo que no te he oído.

—Pues venga —dijo Carol, dándole la espalda—. Vete arriba y quítatelo si quieres.

Debía de ser por Harge, pensó Therese. Dudó un momento y luego siguió subiendo. Se desató el cinturón y desabrochó las mangas, se miró al espejo y volvió a abrocharse. Si Carol quería que se lo pusiera, se lo pondría.

Prepararon la cena ellas mismas, porque Florence ya había empezado sus vacaciones de tres semanas. Abrieron botes de cosas especiales que Carol dijo que había ido guardando, y prepararon cócteles de crema de menta y brandy en la coctelera para después de la cena. Therese pensó que a Carol ya se le había pasado el mal humor, pero cuando empezó a servirse el segundo cóctel, Carol dijo bruscamente:

—No deberías tomar más.

Therese lo dejó con una sonrisa, pero el mal humor continuó. Nada de lo que Therese dijera o hiciera podía cambiarlo, y Therese le echó la culpa a aquel vestido que la inhibía y no dejaba que se le ocurriera qué podía decir para arreglarlo. Después de la cena, tomaron castañas flambeadas con brandy y café en el porche, pero cada vez se decían menos cosas, y en aquella semipenumbra Therese se sintió un tanto abatida y adormilada.

A la mañana siguiente, Therese encontró una bolsa de papel en la puerta trasera. Dentro había un monito de peluche gris y blanco. Se lo enseñó a Carol.

—¡Oh! —dijo Carol suavemente, y sonrió—. Jacopo. —Cogió al monito y le acarició la mejilla blanca un poco sucia con el dedo índice—. Abby y yo solíamos colgarlo en la parte trasera del coche.

—¿Lo habrá traído Abby? ¿Anoche?

—Supongo. —Carol siguió su camino hacia el coche con el monito y una maleta.

Therese se acordó de que la noche anterior se había quedado dormida en la mecedora y se había despertado en un silencio absoluto. Carol estaba sentada mirando ante ella en la oscuridad. Seguro que había oído el coche de Abby.

Therese ayudó a Carol a colocar las maletas y la manta de viaje en la trasera del coche.

—¿Por qué no entró? —preguntó Therese.

—Eso es típico de Abby —dijo Carol con una sonrisa, con la timidez momentánea que siempre sorprendía a Therese—. ¿Por qué no vas a llamar a Richard?

Therese suspiró.

—De todas maneras, ahora no estará en casa.

Eran las nueve menos veinte y sus clases empezaban a las nueve.

—Entonces llama a su familia. ¿No les vas a dar las gracias por el paquete que te han mandado?

—Pensaba escribirles una carta.

—Llámales ahora y así no tendrás que escribirles después. Es mucho más amable llamar.

Cogió el teléfono la señora Semco. Therese alabó el vestido y los bordados que le había hecho, y le dio las gracias por toda la comida y por el licor de grosella.

—Richard se acaba de marchar —dijo la señora Semco—. Se va a sentir muy solo. Ya empieza a desanimarse —añadió. Pero se echó a reír, con aquella risa aguda y vigorosa que llenaría la cocina de su casa, donde Therese imaginó que estaría, una risa que resonaría por toda la casa, que incluso llegaría a la habitación vacía de Richard, en el piso de arriba—. ¿Va todo bien entre Richard y tú? —le preguntó la señora Semco con leve sospecha, pero Therese notó que aún sonreía.

Therese le dijo que sí y le prometió escribir. Después se sintió mejor por haber llamado.

Carol le preguntó si había cerrado la ventana del cuarto de arriba y Therese subió otra vez porque no estaba segura. No la había cerrado y tampoco había hecho la cama, pero ya no había tiempo. Florence podría hacerla el lunes cuando volviera a cerrar la casa.

Carol estaba al teléfono cuando Therese bajó. La miró con una sonrisa y le acercó el auricular. Therese adivinó por el tono que era Rindy.

—… en casa de eh… el señor Byron. Es una granja. ¿Has estado allí alguna vez, mamá?

—¿Dónde está, cielo? —preguntó Carol.

—En casa del señor Byron. Tiene caballos, pero no de los que a ti te gustan.

—¿Ah, no? ¿Por qué?

—Estos son gordos.

Therese intentó distinguir algún parecido con Carol en aquella voz aguda y práctica, pero no pudo.

—Hola —dijo Rindy—. Mamá…

—Sí, aquí estoy.

—Ahora tengo que decirte adiós. Papá me está esperando para irnos. —Y tosió.

—¿Estás constipada? —le preguntó Carol.

—No.

—Pues no tosas al teléfono.

—Me gustaría ir contigo de viaje.

—No puede ser porque tienes que ir al colegio. Pero este verano sí que haremos viajes.

—¿Podrás llamarme?

—¿Durante el viaje? Claro que te llamaré. Cada día. —Carol cogió el teléfono y se sentó con él, pero durante el minuto o dos en que siguió hablando no dejó de mirar a Therese.

—Parece muy seria —dijo Therese.

—Me estaba contado lo bien que lo pasaron ayer. Harge la dejó hacer novillos.

Therese recordó que Carol había visto a Rindy hacía dos días. Había sido una visita agradable, por lo que Carol le había contado por teléfono, pero no había mencionado ningún detalle y Therese tampoco le había preguntado nada.

Cuando estaban a punto de salir, Carol decidió hacer una última llamada a Abby. Therese vagó por la cocina porque en el coche hacía demasiado frío.

—No conozco ninguna ciudad pequeña de Illinois —decía Carol—. ¿Por qué Illinois?… De acuerdo, Rockford… Sí, me acordaré, pensaré en roquefort… Claro que le cuidaré. Me hubiera gustado que entraras, so boba… bueno, pues te equivocaste, te equivocaste totalmente.

Therese bebió un sorbo del café que Carol se había dejado en la mesa de la cocina y lo hizo por la parte donde había un resto de carmín.

—Ni una palabra —dijo Carol pronunciando muy despacio—. A nadie, que yo sepa, ni siquiera a Florence… Bueno, tú haces eso, querida. Hasta pronto.

Cinco minutos después dejaban el pueblo de Carol e iban por la autopista que estaba marcada en rojo en el estropeado mapa, la autopista que seguirían hasta Chicago. El cielo estaba nublado. Therese miró a su alrededor, al campo que ahora se le había hecho familiar, la masa de árboles que quedaba a la izquierda de la carretera de Nueva York, la alta bandera que señalizaba el club de Carol.

Therese dejó que entrase una rendija de aire por su ventanilla. El aire era frío y el calor en los tobillos resultaba agradable. El reloj del salpicadero marcaba las diez menos cuarto y de pronto pensó en la gente que estaría trabajando en Frankenberg, allí encerrados a las diez menos cuarto de la mañana, aquella mañana, la del día siguiente y la otra, con las manecillas del reloj controlando cada uno de sus movimientos. Pero las manecillas del reloj del salpicadero no significaban nada para Carol y ella. Podían dormir o no, conducir o parar cuando se les antojara. Pensó en la señora Robichek, que en aquel preciso instante estaría vendiendo jerséis en la tercera planta, empezando un nuevo año allí, su quinto año.

—¿Por qué estás tan callada? —le preguntó Carol—. ¿Qué te pasa?

—Nada —contestó. No quería hablar, pero sentía que había miles de palabras ahogándose en su garganta y quizá sólo la distancia, miles de kilómetros, podría desenmarañarlas. Quizá era la propia sensación de libertad lo que la ahogaba.

En algún lugar de Pennsylvania atravesaron una zona iluminada por un sol pálido, como una grieta en el cielo, pero hacia mediodía empezó a llover. Carol maldijo, pero el sonido de la lluvia era agradable, repiqueteaba irregularmente sobre el parabrisas y el techo del coche.

—¿Sabes lo que se me ha olvidado? —dijo Carol—. Un impermeable. Tendré que comprarme uno en algún sitio.

Y, de pronto, Therese se acordó de que se había olvidado el libro que estaba leyendo. Y dentro había una carta para Carol, una hoja que sobresalía por los dos extremos del libro. Mierda. Lo había separado de sus demás libros y por eso se le había olvidado en la mesita de noche. Deseó que Florence no decidiera hojearlo. Intentó recordar si había puesto el nombre de Carol en la carta, pero no estaba segura. Y el cheque. Se le había olvidado romperlo.

—Carol, ¿tú cogiste el cheque?

—¿Aquel que te di? Dijiste que lo ibas a romper.

—Pues no lo hice. Debe de estar aún debajo del tapete.

—Bueno, no tiene importancia —dijo Carol.

Cuando se pararon a poner gasolina, Therese intentó comprar cerveza negra, que a Carol le gustaba, pero sólo tenían cerveza normal. Compró una sola botella porque a Carol no le gustaba. Luego cogieron una carretera pequeña para salir de la autopista y se pararon para abrir la caja de bocadillos de la madre de Richard. Había encurtidos al eneldo, mozzarella y un par de huevos duros. A Therese se le había olvidado pedir un abridor para la cerveza, así que no la pudo abrir, pero en el termo había café. Puso la botella de cerveza en el suelo de la parte trasera del coche.

—Caviar. Qué gente tan amable —dijo Carol, mirando el interior de un sandwich—. ¿Te gusta el caviar?

—No. Me encantaría que me gustara.

—¿Por qué?

Therese miró cómo Carol cogía una parte del sandwich al que le había quitado el pan de encima, el trozo donde había más caviar.

—Porque a la gente le gusta, le encanta.

Carol sonrió y siguió mordisqueando despacio.

—Es algo que se aprende. Los gustos adquiridos siempre son mucho más placenteros, y es más difícil que se te pasen.

Therese sirvió más café en la taza que compartían. Ella estaba adquiriendo el gusto por el café solo.

—Qué nerviosa estaba la primera vez que sostuve esta taza en la mano. Aquel día me trajiste café. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo.

—¿Cómo es que le pusiste crema?

—Pensé que te gustaría. ¿Por qué estabas tan nerviosa?

Therese la miró.

—Estaba tan emocionada contigo… —le dijo, levantando la taza. Volvió a mirar a Carol y vio una súbita rigidez en su rostro, como un shock. Le había visto poner aquella cara varias veces, cuando le decía algo sobre sus sentimientos, o le hacía un cumplido un poco especial. No sabía si significaba que le gustaba o que le molestaba. La observó mientras doblaba el papel de cera sobre la otra mitad del bocadillo.

Había pastel, pero Carol no quiso probarlo. Era el mismo pastel especiado que Therese había tomado muchas veces en casa de Richard. Lo guardaron todo en la maleta donde iban los cartones de tabaco y la botella de whisky, con un orden tan concienzudo que a Therese le hubiera molestado en cualquiera que no fuese Carol.

—¿Dijiste que Washington era el estado donde naciste? —le preguntó Therese.

—Nací allí y mi padre aún vive en él. Le he escrito que quizá le visitara, si es que llegamos hasta allí.

—¿Se parece a ti?

—¿Si me parezco a él? Sí, más que a mi madre.

—Es extraño imaginar que tienes una familia —dijo Therese.

—¿Por qué?

—Porque siempre pienso en ti como alguien aparte.

Sui generis. —Carol sonrió, la cabeza alzada al conducir.

—Muy bien. Sigamos adelante —dijo.

—¿Tienes hermanos? —le preguntó Therese.

—Una hermana. Supongo que querrás saber más, ¿no? Pues se llama Elaine, tiene tres hijos y vive en Virginia. Es mayor que yo, y no sé si te gustaría. Te parecería aburrida.

Sí. Therese podía imaginársela, como una sombra de Carol, con sus rasgos más borrosos y diluidos.

Por la tarde, se pararon en un restaurante junto a la carretera, que tenía un pueblo holandés en miniatura en el escaparate principal. Therese se apoyó en la barra y lo miró. Había un riachuelo que salía de un grifo en un extremo, seguía como un arroyo describiendo un óvalo y rodeaba un molino de viento. Aquí y allá había figurillas vestidas con trajes típicos holandeses, erguidas sobre pedazos de hierba de verdad. Se acordó del tren eléctrico de la sección de juguetes de Frankenberg, y del furioso impulso que lo llevaba por su curso ovalado, de un tamaño similar al del río.

—Nunca te he hablado del tren de Frankenberg —le comentó Therese a Carol—. ¿Lo viste cuando…?

—¿Un tren eléctrico? —la interrumpió Carol.

Therese estaba sonriendo, pero de pronto algo le encogió el corazón. Era demasiado difícil explicárselo y la conversación se detuvo allí.

Carol pidió sopa para las dos. Después del viaje estaban frías y entumecidas.

—Me pregunto si de verdad te gustará este viaje —dijo Carol—. A ti te gustan más las cosas reflejadas en un cristal, ¿no? Tienes tu idea particular de todo. Como ese molino de viento. Para ti, es tan bueno como haber estado en Holanda. Dudo de que alguna vez llegues a ver montañas de verdad o gente de carne y hueso.

Therese se sintió tan molesta como si Carol la hubiera acusado de mentir. Intuía que Carol quería decir que también tenía una idea particular sobre ella, y eso la fastidiaba. ¿Gente de carne y hueso? De pronto pensó en la señora Robichek. Había huido de ella porque era espantosa.

—¿Cómo crees que vas a poder crear algo si todas tus experiencias son de segunda mano? —le preguntó Carol, en un tono aún más suave y despiadado.

Carol la hizo sentir que no había hecho nada, que no era nada, que era como una columna de humo. Carol había vivido como un ser humano, se había casado, había tenido una hija.

El viejo que había tras la barra se acercaba a ellas. Cojeaba. Se quedó de pie junto a la mesa vecina a la de ellas y se cruzó de brazos.

—¿Han estado alguna vez en Holanda? —preguntó en tono agradable.

—No —contestó Carol—. Supongo que usted sí. ¿Hizo usted el pueblecito del escaparate?

—Sí —asintió él—. Me costó cinco años acabarlo.

Therese miró los huesudos dedos del hombre, los brazos caídos, con las venas púrpura retorciéndose bajo la fina piel. Ella sabía mucho mejor que Carol cómo se hacía una cosa así, pero no se sentía capaz de decir nada.

—En la puerta de al lado vendemos unos embutidos y un jamón buenísimos —le dijo el hombre a Carol—, si les gustan al estilo de Pennsylvania. Nosotros criamos nuestros cerdos, y los matamos y curamos aquí mismo.

Entraron en el compartimiento encalado de una tienda al lado del restaurante. Había un delicioso olor a jamón ahumado, mezclado con el olor a leña y especias.

—Compremos algo que no haya que cocinar —dijo Carol mirando la vitrina del mostrador—. Pónganos unos cuantos de ésos —le dijo al chico que llevaba un gorro con orejeras.

Therese recordó el día en que fue a una charcutería con la señora Robichek y ella compró finas lonchas de salami y embutido. En la pared había un cartel que decía que sus productos llegaban a todas partes, y se imaginó enviándole a la señora Robichek uno de aquellos grandes embutidos envueltos en tela, e imaginó la cara de alegría de la señora Robichek cuando abriera el paquete con sus manos temblorosas y encontrara un embutido. Pero Therese se preguntó si debía hacer un gesto probablemente motivado por la piedad, la culpa, o algún sentimiento morboso. Frunció el ceño, navegando en un mar sin rumbo ni gravedad, en el que sólo sabía que tenía que desconfiar de sus propios impulsos.

—Therese…

Therese se volvió y la belleza de Carol la impresionó como si vislumbrara la alada Victoria de Samotracia. Carol le preguntó si compraban un jamón entero.

El chico deslizó todos los paquetes por encima del mostrador, y cogió el billete de veinte dólares que le tendía Carol. Therese pensó en la señora Robichek empujando temblorosamente su billete de un dólar y cuarto en aquel otro mostrador.

—¿Has visto algo más? —le preguntó Carol.

—Pensaba si mandarle algo a una persona. Una mujer que trabaja en los almacenes. Es pobre y una vez me pidió que fuese a comer con ella.

—¿Qué mujer? —preguntó Carol, recogiendo el cambio.

—La verdad es que prefiero no mandar nada —contestó. De pronto sólo quería marcharse.

—Mándalo —dijo Carol, frunciendo el ceño a través del humo de su cigarrillo.

—No quiero. Vamos, Carol.

Era otra vez como en aquella pesadilla, no podía liberarse de ella.

—Mándaselo —repitió Carol—. Cierra la puerta y mándale algo.

Therese cerró la puerta y escogió un embutido de los de seis dólares, y escribió en una tarjeta de felicitación: «Es de Pennsylvania. Espero que dure al menos unas cuantas mañanas de domingo. Con cariño, Therese Belivet».

Más tarde, en el coche, Carol le preguntó sobre la señora Robichek, y Therese contestó como siempre hacía, sucintamente, y con la absoluta e involuntaria sinceridad que luego siempre la dejaba deprimida. La señora Robichek y el mundo en que vivía eran tan diferentes de Carol que explicárselo era como describir la vida de otras especies animales, de alguna bestia inmunda que viviera en otro planeta. Carol no hizo ningún comentario sobre la historia, sólo preguntó y preguntó mientras conducía. Cuando ya no quedó nada que preguntar tampoco dijo nada, pero la expresión tensa y pensativa que había adoptado al escuchar permaneció en su cara incluso cuando empezaron a hablar de otras cosas. Therese se apretó los pulgares entre sus puños. ¿Por qué dejaba que la señora Robichek la acosara? Y ahora que lo había hecho extensible a Carol, ya no podría volver atrás.

—Por favor, no vuelvas a hablarme de esto, Carol. Prométemelo.

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