Carol

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Carol avanzó descalza, a pasitos cortos, hacia el cuarto de baño que había en la esquina, gimoteando de frío. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo y su pijama azul le quedaba grande.

—Es culpa tuya, por abrir tanto la ventana —le dijo Therese.

Carol apartó la cortina y Therese oyó correr el agua de la ducha.

—¡Ah, qué delicia, tan caliente! —dijo Carol—. Mucho mejor que anoche.

Era una lujosa habitación, con una gruesa alfombra y paredes forradas de paneles de madera. Todo estaba envuelto y sellado con papel celofán, desde las zapatillas de tela hasta la televisión.

Therese se sentó en su cama, envuelta en su batín, mirando un mapa de carreteras y extendiéndolo con la mano. Un palmo y medio suponía un día entero conduciendo, al menos teóricamente, aunque no era probable que lo hicieran así.

—Hoy podríamos hacer todo el camino a través de Ohio —dijo.

—Ohio. Notable por sus ríos, caucho y ciertas carreteras. A la izquierda, el famoso puente levadizo de Chillicothe, donde, antaño, veintiocho indios hurones masacraron a un centenar de… cretinos.

Therese se rió.

—Y donde acamparon una vez Lewis y Clark —añadió Carol—. Creo que hoy me pondré pantalones. ¿Quieres mirar a ver si están en esa maleta? Si no, tendré que ir a buscarlos al coche. Los claros no, aquellos de gabardina azul marino.

Therese fue hacia la gran maleta de Carol, que estaba al pie de la cama. Estaba llena de jerséis, ropa interior y zapatos, pero no había pantalones. Vio un tubo niquelado asomando dentro de un jersey enrollado. Levantó el jersey. Pesaba. Lo desenvolvió y estuvo a punto de dejarlo caer. Era una pistola con empuñadura blanca.

—¿No? —preguntó Carol.

—No —dijo Therese, y envolvió la pistola poniéndola otra vez donde la había encontrado.

—Querida, se me ha olvidado coger la toalla. Creo que está en la silla.

Therese la cogió y se la llevó, y en su nerviosismo, mientras ponía la toalla en las manos extendidas de Carol, sus ojos bajaron sin querer desde la cara de Carol a sus pechos desnudos y más abajo. Vio la rápida sorpresa en la mirada de Carol mientras se volvía. Therese cerró los ojos con fuerza y se acercó despacio a la cama, pero a través de sus párpados seguía viendo la imagen del cuerpo desnudo de Carol.

Therese se duchó y, cuando salió, Carol estaba ante el espejo, casi vestida.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—Nada.

Carol se volvió hacia ella, peinándose el pelo oscurecido por el agua. Tenía los labios brillantes del lápiz de labios recién aplicado y entre ellos había un cigarrillo.

—¿Te das cuenta de cuántas veces al día me contestas eso? —le dijo—. ¿No te parece un poco desconsiderado?

Durante el desayuno, Therese le preguntó:

—¿Por qué llevas esa pistola, Carol?

—Ah. Así que eso era lo que te molestaba. Es la pistola de Harge, otra cosa que se dejó. —Lo dijo en un tono casual—. Pensé que era mejor cogerla que dejarla.

—¿Está cargada?

—Sí. Harge consiguió una licencia porque una vez entró un ladrón en casa.

—¿Sabes usarla?

—No soy Annie Oakley —sonrió Carol—. Pero sé usarla. ¿Te preocupa eso? No espero tener que usarla.

Therese no volvió a hablar del tema, pero si pensaba en ello la molestaba. Volvió a pensarlo la noche siguiente, cuando un mozo dejó la maleta pesadamente sobre la acera. Se preguntó si una pistola podría dispararse con un golpe así.

En Ohio habían hecho algunas fotos, y como se las iban a revelar para el día siguiente por la mañana, se quedaron a pasar la tarde y la noche en una ciudad llamada Defiance. Durante toda la tarde pasearon por las calles, mirando los escaparates, caminando por silenciosos barrios residenciales, donde las luces mostraban el interior de los salones y las casas parecían tan confortables y seguras como nidos de pájaros. Therese temía que Carol se aburriera de pasear sin rumbo, pero era Carol la que proponía seguir una manzana más allá, caminando hacia lo alto de la colina para ver lo que había al otro lado. Carol le habló de Harge y ella. Therese intentó sintetizar en una palabra lo que había separado a Carol y Harge, pero rechazó de un plumazo todas las palabras posibles: aburrimiento, resentimiento, indiferencia. Carol le contó que, una vez, Harge se había llevado a Rindy a una excursión de pesca y no la llamó durante varios días. Era una venganza por la negativa de Carol a pasar las vacaciones con él en la casa de veraneo que su familia tenía en Massachusetts. Era algo recíproco. Y aquellos incidentes no habían sido el principio.

Carol se guardó dos de las fotos en su cartera, una de Rindy con pantalones de montar y sombrero hongo que había hecho al principio del carrete, y otra de Therese con un cigarrillo en los labios y el pelo al viento. Había una foto poco favorecedora de Carol acurrucada dentro de su abrigo y ella dijo que se la mandaría a Abby por lo horrible que era.

Llegaron a Chicago a última hora de la tarde, avanzaron lentamente entre la maraña de tráfico gris e irregular, tras un gran camión de una compañía distribuidora de carne. Therese acercó la cara al parabrisas. No recordaba nada del viaje que había hecho con su padre a aquella ciudad. Carol parecía conocer Chicago tan bien como Manhattan. Le enseñó el famoso barrio del Loop, y se pararon un rato a mirar los trenes y el atasco de tráfico de las cinco y media de la tarde. No se podía comparar a la locura que era Nueva York a la misma hora.

En la oficina central de correos, Therese encontró una postal de Dannie, nada de Phil y una carta de Richard. Echó una ojeada a la carta y vio que empezaba y terminaba afectuosamente. Era lo que esperaba, que Richard se enterase por Phil de que se le podía escribir a lista de correos y que le escribiera una carta afectuosa. Se guardó la carta en el bolsillo antes de reunirse con Carol.

—¿Había algo? —le preguntó Carol.

—Sólo una postal de Dannie. Ya ha terminado los exámenes.

Carol dirigió el coche al Hotel Drake. Tenía el suelo de cuadros blancos y negros y una fuente en el vestíbulo. A Therese le pareció suntuoso. Ya en la habitación, Carol se quitó el abrigo y se echó en una de las camas.

—Conozco a alguna gente de aquí —dijo soñolienta—. ¿Quieres que intentemos ver a alguien?

Pero Carol se quedó dormida antes de que se decidieran.

Therese miró por la ventana el lago rodeado de luces y la silueta irregular y poco familiar de los altos edificios contra un cielo todavía gris. Parecía borroso y monótono, como un cuadro de Pissarro. Una comparación que Carol no apreciaría, pensó. Se apoyó sobre el alféizar mirando la ciudad, observando las luces de un coche lejano que se cortaban en puntos y rayas cuando pasaba tras los árboles. Se sentía feliz.

—¿Por qué no pides unos cócteles? —dijo la voz de Carol a sus espaldas.

—¿Qué quieres tomar?

—¿Qué quieres tú?

—Unos martinis.

Carol dio un silbido.

—Gibsons dobles —la interrumpió mientras llamaba—. Y una bandejita de canapés. Que sean cuatro martinis.

Therese leyó la carta de Richard mientras Carol estaba en la ducha. Toda la carta era muy afectuosa. «No eres como las demás chicas», le decía. Él había esperado y seguiría esperando, porque estaba absolutamente convencido de que serían felices juntos. Quería que ella le escribiera cada día, que al menos le enviase una postal. Le contaba que una tarde se había sentado a releer las tres cartas que ella le había enviado a Kingston, Nueva York, el verano anterior. La carta estaba impregnada de un sentimentalismo que a Richard no le iba en absoluto, y la primera sensación de Therese fue la de que estaba fingiendo. Quizá para sorprenderla después. Su segunda reacción fue de rechazo. Volvió a su antigua decisión de que no escribirle y no decirle nada sería la manera más rápida de terminar.

Llegaron los cócteles y Therese, en lugar de firmar, los pagó. Nunca podía pagar nada si no era a espaldas de Carol.

—¿Te vas a poner el traje negro? —le preguntó Therese a Carol cuando entró.

—¿Otra vez a revolver el fondo de esa dichosa maleta? —dijo Carol mirándola y dirigiéndose hacia la maleta—. Cepillar el traje, plancharlo y todo… Tardare al menos media hora.

—Estaremos media hora tomándonos estos cócteles.

—Tus poderes de persuasión son irresistibles —dijo Carol, se llevó el traje al cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera.

Era el traje que llevaba el día que habían comido juntas por primera vez.

—¿Te das cuenta de que es la primera vez que bebo algo desde que salimos de Nueva York? —dijo Carol—. No, claro que no. ¿Y sabes por qué? Porque soy feliz.

—Eres muy guapa —dijo Therese.

Y Carol le dedicó una sonrisa desdeñosa que a Therese le encantaba, y se acercó al tocador. Se puso un pañuelo amarillo en el cuello, se lo ató flojo y luego empezó a peinarse. La luz de la lámpara enmarcaba su silueta como en un cuadro, y Therese tuvo la sensación de que todo aquello ya había ocurrido antes. Se acordó de pronto: la mujer en la ventana cepillándose su largo pelo. Se acordó hasta de los ladrillos de la pared, de la textura de la neblinosa lluvia de aquella mañana.

—¿Un poco de perfume? —preguntó Carol, acercándose a ella con el frasco. Le tocó la frente con los dedos, en el nacimiento del pelo, donde la había besado aquel día.

—Me recuerdas a una mujer que vi una vez —dijo Therese—, en alguna parte de Lexington. No tú, sino la luz. Se estaba peinando. —Therese se detuvo, pero Carol esperó a que continuase. Carol siempre esperaba, pero ella nunca sabía exactamente qué quería decir—. Una mañana temprano cuando iba de camino al trabajo, recuerdo que empezaba a llover —continuó a duras penas—. La vi en una ventana —añadió. No podía continuar explicándole que se había quedado allí de pie tres o cuatro minutos, deseando, con una intensidad agotadora, conocer a aquella mujer, ser bienvenida si llamaba a su puerta, deseando entrar en su casa en vez de ir a trabajar a la Pelican Press.

—Mi pequeña huérfana —dijo Carol.

Therese sonrió. No había nada lúgubre ni sarcástico en el tono de Carol.

—¿Cómo era tu madre?

—Tenía el pelo negro —dijo Therese rápidamente—. No se parecía a mí en absoluto. —Therese siempre se descubría hablando de su madre en pasado, aunque en aquel mismo instante estuviera viva en alguna parte de Connecticut.

—¿De verdad no crees que alguna vez querrá verte?

Carol estaba de pie ante el espejo.

—No lo creo.

—¿Y la familia de tu padre? ¿No dijiste que tenía un hermano?

—No llegué a conocerle. Era geólogo o algo así y trabajaba para una compañía petrolera. No sé dónde debe de estar.

Era más fácil hablar de un tío al que nunca había conocido.

—¿Cómo se llama tu madre ahora?

—Esther, señora Nicolás Strully.

El nombre significaba tan poco para ella como cualquier otro que encontrase en una guía de teléfonos. Miró a Carol, y de pronto se arrepintió de haberle dicho el nombre. Quizá algún día Carol… La invadió una oleada de sensaciones de pérdida y desesperanza. Después de todo, apenas sabía nada de Carol.

—Nunca lo mencionaré —le dijo Carol mirándola—. No volveré a mencionarlo. Si esta segunda copa te va a poner triste, no la tomes. No quiero que estés triste esta noche.

El restaurante donde cenaron también daba al lago. La cena fue una especie de banquete, con champán y brandy. Era la primera vez en su vida que Therese se emborrachaba un poco, más de lo que hubiera querido delante de Carol. Siempre se había imaginado el paseo Lake Shore como una gran avenida salpicada de mansiones parecidas a la Casa Blanca de Washington. En su memoria permanecería la voz de Carol señalándole una y otra casa que ella nunca había visto, con la inquietante conciencia de que aquél había sido el mundo de Carol durante un tiempo, el marco de todos sus movimientos, al igual que Rapallo, París, y otros lugares que Therese no conocía.

Aquella noche, Carol se sentó en el borde de su cama fumando un cigarrillo antes de apagar la luz. Therese estaba echada en su cama, mirándola soñolienta, intentando descifrar el significado de su mirada inquieta y confusa, Carol miraba cualquier punto de la habitación y luego apartaba la vista hacia otro sitio. ¿Pensaba en ella, en Harge o en Rindy? Carol había pedido que la despertaran a las siete de la mañana, para telefonear a Rindy antes de que se fuese al colegio. Therese recordó la conversación telefónica que habían tenido en Defiance. Rindy se había peleado con alguna otra niña y Carol se había pasado un cuarto de hora hablando de ello e intentando convencer a Rindy de que tomara la iniciativa y se disculpase. Therese todavía notaba los efectos del alcohol que había bebido, el hormigueo del champán que la acercaba dolorosamente a Carol. Si se lo pedía, pensó, Carol la dejaría que esa noche durmiera con ella en su cama. Más aún, quería besarla, sentir sus cuerpos uno junto al otro. Therese pensó en las dos chicas que había visto en el bar Palermo. Ellas lo hacían, pensó, y aún más que eso. ¿La rechazaría Carol con disgusto, si sólo le pedía tenerla en sus brazos? ¿Desaparecería en aquel instante todo el afecto que Carol pudiera sentir hacia ella? Una visión del frío rechazo de Carol echó por tierra su valor, pero lo recuperó tímidamente para plantearse una humilde pregunta: ¿podía simplemente pedirle que durmieran en la misma cama?

—Carol, ¿te importaría…?

—Mañana iremos a ver las granjas —dijo Carol al mismo tiempo, y Therese se echó a reír a carcajadas—. ¿Qué mierda tiene eso de gracioso? —preguntó Carol, apagando el cigarrillo, pero ella también sonreía.

—Es muy gracioso —dijo Therese, riéndose todavía y ahuyentando así todos sus anhelos y sus intenciones de aquella noche.

—Tienes la risa floja por el champán —dijo Carol mientras apagaba la luz.

Al día siguiente, a última hora de la tarde, dejaron Chicago y se dirigieron a Rockford. Carol dijo que quizá tuviera allí alguna carta de Abby, aunque no era probable, porque Abby no era muy dada a escribir cartas. Therese fue a un zapatero a que le arreglaran un mocasín descosido y cuando volvió, Carol estaba leyendo la carta en el coche.

—¿Qué carretera cogemos? —dijo, y parecía más contenta.

—La veinte, hacia el oeste.

Carol puso la radio y buscó en el dial hasta encontrar algo de música.

—¿Dónde sería mejor dormir, camino de Minneapolis?

—En Dubuque —dijo Therese mirando al mapa—. Waterloo parece bastante grande, pero está a unos trescientos veinte kilómetros.

—Podemos llegar.

Cogieron la autopista número veinte hacia Freeport y Galena, que en el mapa estaba indicada como el lugar donde nació Ulysses S. Grant.

—¿Qué decía Abby?

—No mucho. Es sólo una carta agradable.

Carol casi no le habló en el coche, ni tampoco en la cafetería donde se pararon más tarde a tomar café. Se dirigió hacia una máquina de discos y dejó caer las monedas despacio.

—Te gustaría que viniera Abby, ¿verdad? —dijo Therese.

—No —dijo Carol.

—Estás tan distinta desde que has recibido su carta…

—Cariño —dijo Carol, mirándola desde el otro lado de la mesa—, era sólo una carta tonta. Si quieres puedes leerla. —Y cogió su bolso, pero no sacó la carta.

En algún momento de aquella tarde, Therese se quedó dormida en el coche y se despertó con las luces de una ciudad dándole en la cara. Carol tenía los brazos apoyados cansinamente en el volante. Se habían parado ante un semáforo rojo.

—Aquí es donde pasaremos la noche —dijo Carol.

Therese seguía adormilada mientras andaban por el vestíbulo del hotel. Subían en el ascensor y ella tenía una intensa conciencia de la proximidad de Carol, como si estuviera soñando y Carol fuera la protagonista y único personaje del sueño. En la habitación, cogió su maleta del suelo y la puso en su silla, la abrió y la dejó. Se quedó de pie junto al escritorio, mirando a Carol. Era como si sus emociones se hubieran quedado en suspenso durante las últimas horas o días y ahora fluyeran mientras miraba a Carol abriendo su maleta y sacando, como hacía siempre al llegar, su neceser de piel para ponerlo junto a la cama. Miró las manos de Carol y el mechón de pelo que caía sobre el pañuelo que llevaba atado a la cabeza, y el arañazo que se había hecho en la punta del mocasín días atrás.

—¿Qué haces ahí de pie? —le preguntó Carol—. Vete a la cama, estás dormida.

—Carol, te quiero.

Carol se irguió. Therese la miró con sus ojos intensos y adormilados. Carol acabó de sacar su pijama de la maleta y bajó la tapa. Se acercó a Therese y le puso las manos en los hombros. Se los apretó con fuerza, como si le exigiera una promesa, o quizá intentando averiguar si lo había dicho de verdad. Luego la besó en los labios como si ya se hubieran besado millones de veces.

—¿Tú no sabes que te quiero? —dijo Carol.

Se llevó el pijama al cuarto de baño y se quedó de pie un momento mirando el lavabo.

—Voy a salir —dijo—. Pero enseguida vuelvo.

Therese esperó junto a la mesa mientras el tiempo pasaba indefinidamente o quizá no pasaba en absoluto, hasta que la puerta se abrió y entró Carol otra vez. Puso una bolsa de papel en la mesa y Therese vio que sólo había ido a buscar una botella de leche, como tantas veces solían hacer por la noche cualquiera de las dos.

—¿Puedo dormir contigo? —le preguntó Therese.

—¿No has visto la cama?

Era una cama de matrimonio. Se sentaron en pijama, bebiendo leche y compartiendo una naranja, porque Carol tenía demasiado sueño para acabársela. Luego Therese dejó la leche en el suelo y miró a Carol, que ya se había dormido boca abajo, con un brazo hacia arriba, como siempre se dormía. Therese apagó la luz. Entonces Carol le deslizó el brazo alrededor del cuello y sus cuerpos se encontraron como si todo estuviera preparado. La felicidad era como una hiedra verde que se extendía por su piel, alargando delicados zarcillos, llevando flores a través de su cuerpo. Therese tuvo una visión de una flor blanca, brillando como si la contemplara en la oscuridad o a través del agua. Se preguntó por qué la gente hablaría del cielo.

—Duérmete —le dijo Carol.

Therese deseó no dormirse. Pero cuando notó otra vez la mano de Carol en su hombro, supo que se había dormido. Amanecía. Los dedos de Carol se tensaron en su pelo, Carol la besó en los labios y el placer la asaltó otra vez como si fuese una continuación de aquel momento de la noche anterior, en que Carol le había rodeado el cuello. «Te quiero», quería oír Therese otra vez, pero las palabras se borraban con el hormigueante y maravilloso placer que se expandía en oleadas desde los labios de Carol hacia su nuca, sus hombros, que le recorrían súbitamente todo el cuerpo. Sus brazos se cerraban alrededor de Carol y sólo tenía conciencia de Carol, de la mano de Carol que se deslizaba sobre sus costillas, del pelo de Carol rozándole sus pechos desnudos, y luego su cuerpo también pareció desvanecerse en ondas crecientes que saltaban más y más allá, más allá de lo que el pensamiento podía seguir. Mientras, miles de recuerdos de momentos y palabras, la primera vez que Carol la llamó «querida», la segunda vez que fue a verla a la tienda, un millón de recuerdos de la cara de Carol, su voz, momentos de enfado y de risa pasaron volando por su cerebro como la estela de una cometa. Y en ese momento había una distancia y un espacio azul pálido, un espacio creciente en el que ella echó a volar de repente como una larga flecha. La flecha parecía cruzar con facilidad un abismo increíblemente inmenso, parecía arquearse más y más arriba en el espacio y no detenerse. Luego se dio cuenta de que aún estaba abrazada a Carol, de que temblaba violentamente y de que la flecha era ella misma. Vio el claro pelo de Carol, su cabeza pegada a la suya. Y no tuvo que preguntarse si aquello había ido bien, nadie tenía que decírselo, porque no podía haber sido mejor o más perfecto. Estrechó a Carol aún más contra ella y sintió sus labios contra los suyos, que sonreían. Se quedó echaba mirándola, mirándole la cara sólo a unos centímetros de ella, los ojos grises serenos como nunca los había visto, como si contuvieran todavía algo del espacio del que ella había emergido. Y le pareció extraño que fuese aún la cara de Carol, sus pecas, las cejas rubias y arqueadas que ella conocía, la boca tan serena como los ojos, como Therese había visto tantas veces.

—Mi ángel —le dijo Carol—. Caída del cielo.

Therese levantó los ojos hacia las molduras de la habitación, que le parecieron más brillantes, y el escritorio con la parte frontal abombada y los tiradores metálicos de los cajones, y el espejo sin marco con el borde biselado, y las cortinas estampadas con cenefas verdes que caían rectas junto a las ventanas, y dos edificios grises que asomaban sobre el alféizar. Recordaría siempre cada detalle de aquella habitación.

—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó.

Carol se echó a reír.

—¿Esta? Es Waterloo. —Cogió un cigarrillo—. No es tan horrible.

Sonriendo, Therese se incorporó sobre un codo. Carol le puso un cigarrillo en los labios.

—Hay un par de Waterloos en cada estado —dijo Therese.

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